1. EL DEVENIR DEL ETNÓLOGO
Al parecer, no llega uno a ser etnólogo sin profundas perturbaciones.
El recuerdo más tenaz que me dejaron tales experiencias es ante todo el de un agotamiento físico y mental constante. Pero los etnólogos tienen para esto dos respuestas diferentes: algunos se ponen a trabajar día y noche con fuerzas centuplicadas, y acumulan notas, observaciones y documentos; otros, por el contrario, se encierran en sí mismos y en cierto modo se dejan flotar; se entregan a un trabajo inconsciente que de todos modos se produce, para instalar en ellos observaciones, hacer surgir reflexiones, pero que a veces se manifestarán a su conciencia años después de su estadía en el terreno. Creo que nunca hay que decidir de antemano lo que uno busca y cómo lo hace.[1]
De regreso a su tierra, el etnólogo tiene dificultades para vivir entre los suyos. Se siente como Lázaro, extraviado entre el mundo de los muertos y el de los vivos. ¿Cuál de los mundos es el vivo, el que uno acaba de dejar o el que vuelve a encontrar? En general, los dos. Un poco de carne mental permanece aferrada a la casa de palmas, a la choza enramada, y sin embargo fue en verdad bajo esta choza acogedora donde padeció la nostalgia. Un abismo separa las condiciones de vida de un grupo de amerindios del Brasil de las de un intelectual educado en Europa en una familia burguesa: sin agua, sin electricidad, acostado en el suelo, devorado por los mosquitos, acosado por las hormigas, picado por las abejas, el europeo soporta, pero no se acostumbra. Una vez que salió de apuros le resulta difícil admitir la comodidad extrema de su país. ¿Por qué tanta injusticia entre pobres y ricos?
El joven Lévi-Strauss se dirigió a Brasil en barco, partiendo desde Marsella. Como la travesía transatlántica seguía poco más o menos el surco de Cristóbal Colón, los buques cruzaban la región de brumas sobre la línea ecuatorial. Allí el océano permanece inerte; ambos mundos, el Viejo y el Nuevo, sólo están separados por ese “taciturno elemento” donde los vientos dejan de soplar. Pasaje místico, inercia peligrosa. El descubrimiento del Nuevo Mundo, las matanzas que luego se produjeron, las perturbaciones económicas, teológicas, geopolíticas, sus consecuencias sobre la esclavitud de los negros, bajo el nombre de tráfico triangular, es uno de los más temibles acontecimientos de la Historia. “La humanidad jamás había conocido una prueba tan desgarradora, y nunca más conocerá otra semejante, a menos que un día, a millones de kilómetros del nuestro, se revele otro globo, habitado por seres pensantes” (1955: 81).
De ambos lados del Atlántico, los hombres torturaron a “criaturas” sospechosas de ser animales o divinas. Para verificar la eventual divinidad de los europeos, los indios los ahogaron, montando guardia alrededor de sus cadáveres para ver si se pudrían; en cuanto a los europeos, redactaron el catálogo de los comportamientos inhumanos que, en todo indio, les permitirán ver a un animal. Así, en 1525 y ante el Consejo de Indias, Ortiz declaraba: “Comen carne humana, no tienen justicia, van todos desnudos, comen pulgas, arañas y gusanos crudos… No tienen barba y, si de casualidad les crece, se apuran por depilarla” (1955: 82). La conclusión se impone: estarán mejor como “hombres esclavos” que como “animales libres”.
El etnólogo no puede ignorar el remordimiento de pertenecer al mundo que se hizo culpable de diezmar a otro. Sólo se posee una idea imprecisa de la demografía de América Latina en la época de los Conquistadores; pero un ejemplo permite medir su escala. En la isla antiguamente llamada La Española, hoy compartida entre Haití y Santo Domingo, los indígenas eran alrededor de 100 mil en 1492; ¡un siglo más tarde no eran más que 200! En cambio, pese a sus interminables guerras intestinas, Occidente no dejó de crecer y enriquecerse. Cualquiera que sea su país de origen, el etnólogo de hoy no podrá descargarse del simple hecho de que pertenece a un país suficientemente rico para permitirle ejercer ese oficio lujoso: estudiar, durante toda su vida, las otras culturas. Allá se muere de hambre; aquí se paga para adelgazar. Y en todo el mundo, el amontonamiento por millones en el espacio ciudadano produce cada día más desperdicios. De donde proviene esa famosa denuncia, una de las frases más conocidas de Tristes trópicos: “Lo primero que nos muestran los viajes es nuestra basura lanzada a la cara de la humanidad” (1955: 38).
Uno no se pasa toda la vida enojado. De esta indignación que nunca lo abandonó Lévi-Strauss hizo el fermento de su obra. El status de Lázaro entre vivos y muertos termina por esfumarse. Con el tiempo, a través de la obra del inconsciente, el etnólogo es presa del pensamiento. Tras haber intentado las notas y los documentos, Lévi-Strauss se sumó a la segunda categoría de etnólogos, los que comienzan por dejarse flotar. Así se bosqueja su primera figura: Lévi-Strauss, etnólogo francés, se define como un analista de sociedades.
Pero no de todas las sociedades; no sobre todo lo “social”, ni mucho menos lo “societal”, palabra bárbara inventada a fines del siglo XX. Porque las sociedades a las que se aproxima Lévi-Strauss son pequeños grupos sin escritura ni archivos, totalmente desguarnecidos, socavados por el progreso moderno. Es raro que un etnólogo esté enamorado del progreso. La occidentalización de las Américas expuso a los indígenas del Norte y del Sur al contacto con los blancos, portadores de enfermedades contra las cuales los autóctonos no estaban inmunizados. Un simple resfrío puede devastar una tribu; y si se construyen casas durables en vez de chozas hechas de palmas, la tribu tampoco sobrevivirá. Lo que equivale a decir que el etnólogo constantemente es víctima de un dilema imposible: al estudiar, ocurre que puede poner en peligro a aquellos que quiere preservar. No, al etnólogo no le gusta el progreso, fuente de mutilaciones graves de las sociedades primarias.
No hay más nada que hacer: la civilización ya no es esa flor frágil que se preservaba, que se desarrollaba con gran trabajo en algunos rincones resguardados de una tierra rica de especies rústicas, sin duda amenazadoras por su vivacidad, pero que también permitían variar y revigorizar la siembra. La humanidad se instala en el monocultivo; se dispone a producir la civilización en masa, como la remolacha (1955: 39).
Espontáneamente, el etnólogo se vuelve ecologista, conservador de los frágiles equilibrios entre naturaleza y cultura, que vio vivir bajo sus propios ojos.
Aquí, este tema habrá de repetirse: el único verdadero pensador ecologista en Francia se llama Claude Lévi-Strauss. Esta forma de pensamiento no descansa en el optimismo, no. Por gusto, o superstición, Lévi-Strauss jamás omite terminar sus libros con una proclama desencantada: no somos más que una pequeña arruga en el agua universal, un simple estremecimiento en la historia de la evolución. Esta sólida muralla permite pensar con comodidad, avanzando allí donde otros andan con dilaciones. Esto ocurre tanto con el pensamiento de Lévi-Strauss como con el de un budista sin vestimenta púrpura ni escudilla para las limosnas, ligado a algunos enunciados primigenios: nada es, todo es sufrimiento, sólo vale el justo medio, donde es bueno vivir, pero con precaución.