20. “EL HOMBRE ES UN SER VIVO”
En diciembre de 1976, el etnólogo fue invitado por Edgar Faure a hablar ante una comisión especial de la Asamblea Nacional que debía examinar tres proposiciones de ley sobre las libertades. Exceptuando la proposición socialista, de mero procedimiento, las otras dos, comunista Y UDF-RPR-RI, daban por descontado, en línea recta con la Declaración de los Derechos del Hombre surgida de la Revolución francesa, que la libertad es universal.
Un etnólogo maneja con reservas la noción de universal, porque, habiendo hecho la experiencia de su vanidad sobre el terreno, se cuidará mucho de ampliar un concepto a toda la humanidad, cualquiera que sea. Para comenzar, Lévi-Strauss recuerda que la idea de libertad es reciente y poco extendida fuera del Occidente. Luego critica la Declaración Universal (a la que por otra parte llama “internacional”) de los Derechos del Hombre adoptada por las Naciones Unidas en 1948, culpable de haber impuesto sus ideas a los países del Sur, que se quejaron de ella. Hay que encontrar en otra parte un fundamento universal de las libertades.
En nombre de la extrema diversidad de las leyes de los pueblos del mundo, Lévi-Strauss recusa violentamente la idea de que el hombre sea ante todo un ser moral. Un solo criterio es válido: la cualidad de ser vivo. Pero los derechos del hombre como ser vivo se detienen en los límites donde el hombre puede perjudicar a las otras especies vivas. ¡Gran revolución! Porque si ella no implica la elección del vegetarianismo, inmediatamente refutada, esta definición del hombre sin lugar a dudas lo despoja del dominio sobre la naturaleza.
A partir de 1976, aparentemente, las proposiciones de ley mayoritarias, y de la oposición comunista, preveían la protección de la flora y la fauna, así como todas las buenas intenciones, entre ellas la libertad de acceso a los sitios protegidos en un espíritu democrático, etcétera. No resulta difícil señalar en esta bolsa de gatos algunas contradicciones mayores: entre otras, “la libertad de acceso a los sitios” perjudica gravemente los derechos de la naturaleza, como ya lo demostraba la experiencia de un parque natural en el Canadá, fuertemente contaminado a pesar de sus muy severas restricciones de acceso. El derecho del medio ambiente no es un derecho del hombre sobre él, sino un derecho del medio ambiente sobre el hombre.
Una demostración más histórica viene a apuntalar la intención. Tres grandes civilizaciones ya llevaron a cabo este proceso; las citaré en el orden introducido por el autor. Primero, “la nuestra”: es la concepción de los jurisconsultos romanos, que, bajo la influencia de los estoicos, pensaban la ley natural como perteneciente al “Gran Todo”, el Cosmos, en el que cada elemento vivo tenía el deber de proteger y conservar el conjunto. Por lo tanto, la fisura vergonzosa sigue siendo la del descubrimiento de América, la matanza de las poblaciones amerindias y la explotación del oro.
La segunda civilización que define al hombre como un ser vivo es la del bloque del “Oriente y Extremo Oriente”, pero bajo la condición de comprender que el Oriente no es ni árabe ni musulmán: es indio, y el Extremo Oriente va del Tíbet a la China. Sin mencionar el taoísmo ni el confucianismo, Lévi-Strauss evoca el hinduismo y el budismo.
Por último, y esto no sorprenderá a nadie, la tercera civilización es la de las sociedades sin escritura. El cazador, que mata al animal para alimentarse, le pide permiso por este acto, como lo muestran los mitos mandan e hidatsa con el personaje de la buena bisonte blanca; y las demostraciones sobre los sifones de almejas y los salmones nos acostumbraron a comprobar la interferencia entre las coerciones del medio ambiente natural y las del pensamiento lógico.
Por diferentes que estas últimas sociedades sean entre sí, coinciden en hacer del hombre una parte constitutiva, y no un amo, de la creación. A través de sabias costumbres que nos equivocaríamos en relegar al rango de supersticiones, ellas limitan el consumo de las otras especies vivas por el hombre, imponiéndoles su respeto moral, asociado a reglas muy estrictas para garantizar su conservación (1983: 376).
Ecologista precoz, Lévi-Strauss llegó a serlo por varias razones: primero, su sensualidad, que lo hace receptivo a la emoción estética ante los objetos naturales, inclusive, el paisaje geológico; su experiencia en el terreno que, entre los nambikuará, le hizo vivir la relación íntima que une la extrema desprotección y la extrema ternura; y su pensamiento, finalmente, que ve la estructura en obra en todos los registros del hombre, sus sentidos, su percepción, su lógica en estado salvaje, sus afectos, sus necesidades económicas, etcétera. Pero tal vez más profundamente, lo horroriza la capacidad destructiva de la humanidad, no sólo para con ella misma sino para con el mundo que habita. No soporta la insensibilidad a la naturaleza en sus contemporáneos; y para sí mismo adopta medidas radicales. En su propiedad de Bourgogne, Lévi-Strauss rechaza el hacha del leñador.
Así como, veinte años antes, para una colección de opúsculos de la UNESCO, había escrito un texto que luego fue famoso, Raza e historia, en 1971 la organización internacional le pidió abrir un año de lucha contra el racismo con una “gran conferencia”. En vez de proceder por condena moral y comparación erudita de los méritos de tal o cual civilización, lo que Lévi-Strauss había hecho con talento en su opúsculo, esta vez emprendió una demostración científica apuntalada por la genética, que sin embargo todavía no había descifrado el genoma humano. A partir de los años cincuenta, algunos genetistas se interesaban en las reglas que regían las culturas de los pueblos arcaicos, sobre todo las que repercuten sobre la demografía. Esta ciencia nueva se llama genética de las poblaciones. Siempre sospechada de racismo o eugenismo, ¡equivocadamente! La genética de las poblaciones permite descubrir que una tribu no es una unidad biológica, y que las diferencias genéticas son tan grandes de una tribu a otra como de un pueblo a otro en la misma tribu. Si se descarta el impacto de las enfermedades aportadas por los blancos a los pueblos sin escritura, la mortalidad infantil y las enfermedades infecciosas no son en ellas tan importantes como generalmente se cree. El bajo crecimiento demográfico al que aspiran China e India es alcanzado en esas tribus arcaicas a través de reglas culturales: espaciamiento de la natalidad debido a la prohibición sexual prolongada, práctica del aborto y hasta del infanticidio.
En cuanto al poco efecto de las enfermedades infecciosas autóctonas, parecería deberse a la intimidad profunda del bebé con el cuerpo de su madre y el medio ambiente, que permite pasar de la inmunidad pasiva, transmitida por la leche materna y sus anticuerpos, a la inmunidad activa. Por último, los jefes, que, como el jefe tupí-kauahib, tienen el privilegio de ser polígamos, son designados por su generosidad y sus cualidades de solidaridad, pero también por su potencia sexual: y como en efecto tienen más niños, alientan la selección natural que se desprende de su liderazgo territorial y de su poligamia. A estas consideraciones sanitarias se agregan los mandamientos de las creencias: no cortar una planta sin motivo, no arrancar los pinchos del puerco espín para arrojarlos, no consumir en el mismo lugar la miel encontrada en el árbol, “de manera que todo abuso cometido a expensas de una especie, necesariamente, en la filosofía indígena, se traduce en una disminución de la esperanza de vida de los mismos hombres” (1983: 35).
Estas palabras chocaron a los bien pensantes, siempre dispuestos a lanzar la acusación de racismo. ¡Racista, Claude Lévi-Strauss! Sin embargo, todo esto no tenía nada de sorprendente porque, a partir de Tristes trópicos, él planteaba la complementariedad de lo psíquico, lo cultural y las condiciones materiales: en este nuevo desarrollo, el etnólogo hace una alianza entre etnología y genética, encargadas de estudiar la complementariedad entre la evolución natural y la orgánica.
No obstante, había algo “peor”. Luchar contra las discriminaciones, vaya y pase, pero la empresa es peligrosa, dice. Veamos por qué.
En 1971, el fenómeno que llamamos “globalización” se anunciaba con signos sensibles, de los que Lévi-Strauss era claramente consciente. Ya había desaparecido la distancia geográfica, cubierta por la aviación civil; las barreras lingüísticas, liquidadas por la jerga inglesa; las barreras culturales, igualadas por la expansión de medios de confort como la electricidad, el agua corriente, el teléfono, beneficios que unificaban el mundo.
Ahora bien, uno no puede ignorar que a despecho de su urgente necesidad práctica y de los fines morales elevados que asigna, la lucha contra todas las formas de discriminación participa en ese mismo movimiento que lleva a la humanidad hacia una civilización mundial, destructora de esos viejos particularismos a los que corresponde el honor de haber creado los valores estéticos y espirituales que dan su precio a la vida y que nosotros recogemos como joyas en las bibliotecas y los museos, porque cada vez nos sentimos menos capaces de producirlos (1983: 47).
En una humanidad que crece y se unifica sin inventar nuevas combinaciones genéticas, culturales y sociales, las tensiones estallan y la intolerancia exacerbada, predecía Lévi-Strauss en 1971, será nuestro futuro. ¿Quién puede decir hoy que estaba equivocado?