CAPÍTULO XV
Lear Marlin tenía mucho mejor cara, y aunque todavía estaba en el lecho, era evidente que se repondría muy pronto.
—Lamento haber tenido que sacarte de la ciudad —dije—, pero comprenderás que las circunstancias…
—No te preocupes —sonrió mi cuñado—; era lo único que cabía hacer en aquellos instantes.
Mary, mi hermana, me sonrió, al mismo tiempo que apretaba mi mano cariñosamente.
—Tenemos mucho que agradecerte —dijo.
En aquel momento, una turbamulta de críos invadió la habitación del hospital.
—¡Tío Burl, tío Burl! —gritaron a coro mis tres alborotados sobrinos—. Abajo hay una señorita muy guapa que te espera.
Me puse colorado. ¡A mis treinta y tres años!
—Dispensadme —dije—. Volveré otro rato.
—Burl —dijo Lear—, espera a que esté bueno y pueda levantarme.
—¿Para qué? —inquirí.
Mi cuñado guiñó el ojo a Mary.
—Tendremos que ir pensando en el regalo de boda, ¿verdad, querida?
—Sí, ya lo discutiremos más adelante. Anda, Burl, no es correcto hacer esperar a las damas.
Salí a toda velocidad. La dama que me esperaba era Jessica… con Olsen.
—Teniente —se disculpó el conductor—, la señorita insistió en que la trajera hasta aquí…
—Hizo muy bien, Olsen. Ahora, ¿por qué no nos deja solos en el coche?
—Encantado, teniente. —Olsen salió y se quedó en la acera, mientras nosotros nos alejábamos del hospital.
—¿A dónde quiere que la lleve, Jessica? —pregunté.
—Dejo la solución en sus manos, Burl —sonrió ella.
—Bueno, creo que a orillas del Indian Creek, aunque no traiga mucha agua, se está bastante bien. Hay césped, álamos frondosos y…
—Un sitio estupendo para hacer «picnic». Por eso traje una cesta con bocadillos y bebida.
—Es usted previsora, Jessica. Me han gustado siempre las mujeres como usted.
—¿De veras, Burl?
—¿Se lo firmo ante notario?
—No, creo en su palabra —dijo ella, repentinamente seria.
Guardamos silencio unos momentos, hasta salir de la ciudad. Luego, Jessica dijo:
—Era un buen escondite el de Curland.
—Sí, y no quería que se lo descubriesen. Sólo lo sabían los más íntimos, y por salvar las drogas y los documentos hubiera sido capaz de permitir que la ciudad fuera arrasada.
Jessica meneó la cabeza.
—El tampoco se hubiera salvado, Burl.
—¿Por qué? —inquirí, muy extrañado.
—La onda de fuego habría penetrado en el túnel a través del pozo de enlace con su casa. Hubiera sido preciso un muro de cemento de veinte metros al menos para estar seguro. Sin esto, el túnel hubiera resistido, por supuesto, pero la explosión habría hecho volar la entrada del pozo de comunicación como si hubiera sido un simple papel de fumar.
Lancé un silbido.
—Jessica, entonces tengo que estarle doblemente agradecido. También yo era de los que querían quedarse en el túnel.
—No lo sabía entonces, pero aún sabiéndolo, no se lo hubiese recomendado, Burl —contestó ella.
Aprobé con la cabeza. ¡Menudo error había estado a punto de cometer!
—Entonces, le pediré un favor.
—Con mucho gasto, Burl. ¿De qué se trata?
—No se lo diga a Dipensio, me mataría. Le obligué a quedarse allí y…
Jessica se echó a reír. Era la suya una risa clara, franca, abierta, llena de cristalinas tonalidades, como a mí me gusta que se reía la gente.
Pasé el brazo derecho por encima de su hombro.
—Burl, eso está prohibido. No se puede abrazar a una chica mientras se conduce. ¿Y si nos atrapa alguno de sus patrulleros?
—Hará la vista gorda, por supuesto. Ahora hablemos de otra cosa.
—Bien, diga, Burl.
—¿Qué lleva para merendar?
Ella me miró asombrada durante unos segundos. Luego rompió a reír de nuevo. Yo la acompañé en sus risas.
FIN