CAPÍTULO VI

Me puse en pie renqueando, en tanto maldecía mi estúpida imprevisión. Había consumido todas las balas al rescatar a Lear y luego no me había acordado de reponer los cartuchos gastados. De buena gana hubiera empezado a mordiscos con el revólver.

Olsen se sentó en el suelo, meneando la cabeza con aire idiota.

—¿Qué ha sido lo que me golpeó? —dijo. Se tocó la mandíbula con la mano y emitió un gemido de dolor—. Ese bastardo me dio bien —gruñó—. En cuanto le ponga la mano encima…

—Creo que tardará un poco en hacerlo —dije, ayudándole a levantarse—. Se largó.

Olsen masculló algo entre dientes. Apoyándonos el uno en el otro, penetramos en el edificio de la Jefatura de Policía.

El sargento Burchs había tomado el mando en ausencia de Madison, dedicado éste a la búsqueda del alcalde.

—Todo continúa igual, teniente —contestó a mis requerimientos.

Un agente vino con sendas tazas de café, que Olsen y yo tomamos agradecidos. Me froté la cadera; «El Uñas» me había pateado de firme.

Mientras me tomaba el café, medité unos instantes. No sé por qué, después de la detención y posterior fuga de «El Uñas», tenía la sensación de que algo gordo estaba pasando, que había allí algo más que la simple chaladura de un tipo desdeñado por su novia. Pero ¿qué era? ¿Cómo saberlo?

El teléfono sonó en aquel momento.

—Es para usted, teniente —dijo Burchs.

Tomé el aparato.

—¡Habla Fox! —dije—. ¿Quién es?

—Encantado de saludarle, aunque sea por teléfono. Me llamo Dipensio, de la F. B. I. Estoy aquí, frente a la casa del loco. ¿Cuánto podría verle, teniente? Es preciso que hablemos cuanto antes.

¡Diablos! ¡La cosa iba en serio cuando la F. B. I. tomaba cartas en el asunto! Claro, se comprendía, habiendo de por medio una bomba atómica. A estas horas toda la nación estaba ya enterada de lo que sucedía y los reporteros debían agolparse en las ventanillas de expedición de billetes de avión para acudir al lugar donde se estaba produciendo el suceso más importante de los diez últimos años.

—Bien —contesté—, acudiré enseguida. Espéreme ahí.

—Gracias, teniente.

Me volví hacia la salida. En aquel momento entraba Madison.

—Teniente, lo siento —manifestó—; no he podido encontrar el menor rastro de Curland.

Miré al sargento fijamente. Es comprensible que a veces un funcionario público se vea atosigado por dificultades económicas y ceda a los cantos de sirena de gentes que le incitan a la prevaricación con el fin de contar con una silenciosa complicidad en sus turbios negocios. Comprensible, pero nunca disculpable… Sobre todo, como cuando en el caso de Madison esta complicidad comprendía muchas cosas que bordeaban el código, cuando no lo vulneraban abiertamente. Tenía ganas de echarle el guante y él lo sabía, pero ambos sabíamos también que estaba muy protegido. Todo consistía en una cuestión de paciencia, de esperar a que diese un paso en falso y entonces atraparle con las manos llenas de harina.

—Claro —dije—. No ha encontrado el rastro de Curland. Los billetes que éste prodiga suelen hacer perder el sentido del olfato, ¿verdad?

El rostro de Madison enrojeció violentamente.

—Me está insultando, teniente —dijo con acento de enojo.

—Bueno, dejémoslo correr. No sé de qué insultos habla, cuando su piel podría servir de blindaje a un tanque, Madison. Vuelva y búsqueme a Curland debajo de las piedras o le enviaré a patrullar por las calles.

Los puños del sargento se crisparon.

—Usted no es el capitán Hutchinson —barbotó—. Nadie puede degradarme si no es él, ¿me entiende, teniente?

Acerqué mi rostro hasta casi tocar el suyo. En aquel momento le hubiera mordido la nuez con infinito placer.

—Busque a Curland —dije— o le juro que le daré qué sentir, pese a la protección de que disfruta. Ahora no se trata de encubrir a un tahúr, sino de salvar la vida de cuarenta mil personas, ¿me oye? ¡Largo, Madison!

Mi trueno final le asustó. Había presenciado el incidente de la maleta y sabía que lo de la bomba atómica no era broma. Palideció, quiso hablar, abrió y cerró los puños convulsivamente y acabó dando media vuelta y saliendo de allí.

—Vamos, Olsen —dije, tratando de apagar la hoguera que ardía en mi pecho.

Entonces me llamó el telefonista.

—¡Teniente, una llamada para usted!

—¿Quién es? —pregunté.

—Una tal Dolores Fuller —contestó el operador—. Dice que tiene algo muy importante que manifestarle.

Lancé un suspiro de resignación. En casos semejantes y sobre todo cuando éstos gozan de gran publicidad, abundan los chiflados que tienen que decir «cosas importantes» que luego resultan ser solemnes tonterías. Alargué la mano y tomé el aparato.

—Fox al habla —dije.

—Hola, teniente —oí una voz cariciosa e insinuante—. ¿Le gustaría saber alguna noticia sobre Sweetie Randall?

Agucé las orejas inmediatamente. Creo que incluso se me estiraron, como hacen los perros de caza cuando marcan la pieza.

—¿Dónde está? —pregunté con un alarido.

—Poco a poco, teniente —dijo la individuo—. He estado viendo todo lo que está sucediendo por la TV. ¿Es cierto lo de la bomba atómica?

—Admitámoslo —repuse cautamente—. ¿Qué pasa con la Randall?

—Puedo decirle dónde está, teniente Fox. Pero me gustaría hacerlo personalmente.

Dominé mis nervios que estaban a punto de saltar.

—De acuerdo —contesté—. ¿Dónde vive usted?

—Forrest Hills, 299. —Y colgó.

Permanecí unos momentos indeciso. ¿Qué diablos querría aquella fulana? ¿Por qué no me lo había dicho telefónicamente en lugar de hacerme acudir a su casa?

Quedándome allí quieto, no lo averiguaría de ninguna manera. Era preciso moverse, y rápido.

—Olsen, vamos —ordené. Y ya en el coche, dije—: Forrest Hills, 299.

Olsen se sentía como en Indianápolis. Condujo como un demonio, apartando la circulación con el estridor de su sirena. Al cruzar por las calles, vi agolpado al público ante los televisores de los bares, presenciando el reportaje de la emisora local, transmitido directamente desde el lugar del suceso.

Llegamos en cinco minutos al número 299 de la calle de Forrest Hills. Bajé del coche y empecé a subir las escaleras, mirando en las puertas los indicadores de los inquilinos. Olsen venía detrás de mí, pero el subir escaleras no era su fuerte y su pecho resoplaba como un fuelle de órgano.

La casa era vieja y la escalera oscura y maloliente. La Fuller vivía en el cuarto piso, al que llegué cuando Olsen estaba aún en el segundo.

Toqué la puerta con los nudillos. Al otro lado de la madera sonó un vivo repiqueteo de tacones.

La puerta se abrió y una mujer me miró bajo el dintel.

Era pelirroja. Su cabello parecía hecho de fuego y la ropa que vestía era todo un compendio de economía indumentaria. Por delante llevaba un escote sensacional, que hubiera hecho palidecer de envidia a la mismísima Jayne Mansfield. Más abajo, el vestido se abría dejando ver una pierna izquierda de maravillosa factura, blanca y torneada a la perfección.

Sus labios eran rojos, húmedos e incitantes y sus ojos emitían unos destellos perversos. Sonreía, enseñando los dientes de una manera muy particular. Era fácil adivinar su profesión. Me dio asco, pero no tenía otro remedio que parlamentar con ella.

—¿Y bien, teniente? —dijo—. ¿Ya me examinó a gusto?

—Habría mucho que hablar sobre el particular —dije secamente—. ¿Puedo pasar o tenemos que hablar aquí, en el pasillo?

Dio media vuelta y se metió en la casa, balanceando las más suntuosas caderas que he visto jamás. Me miró por encima del hombro, como para observar el efecto de su desfile.

Creo que debió llevarse un chasco, porque procuré mantener la faz impasible. Pero no dio señales de su decepción.

Caminó hasta un diván un poco pringoso. Se sentó, con una generosa exhibición de sus piernas, y me indicó que lo hiciese a su lado. Desobedecí la indicación y ella se encogió de hombros.

—No estoy aquí para perder el tiempo —dije—, y usted lo sabe, señorita Fuller. Quiero que me diga cuanto antes el paradero de la señorita Randall, tal como prometió por teléfono.

—En efecto, teniente. —De pronto, su vista reparó en algo—. Ese gorila, dígale que espere fuera.

Volví la cabeza. Olsen estaba en la puerta, enjugándose el sudor con un pañuelo de horrible colorido.

—Salga, Olsen —dije.

La puerta se cerró de golpe. Olsen se sentía molesto por haberle sido prohibido el espectáculo. Dolores lo advirtió y rió estruendosamente.

—Bueno, basta ya —corté de mal talante—. Hable de una vez, señorita Fuller.

De repente se inclinó hacia adelante. El escote de su bata se abrió aún más, pero ella no pareció concederle importancia alguna.

—He oído lo de la bomba atómica. Me parece una fabulosa mentira, pero ustedes, los policías, están metidos en un serio aprieto. Tienen que terminar con la locura de ese chiflado para recobrar su prestigio y tranquilizar la ciudad, ¿no?

—Es posible —concedí—. No obstante, puedo asegurarle, sin temor a errar, que eso de la bomba atómica va completamente en serio. —Señalé hacia el televisor que estaba funcionando—. Si sigue aquí, dentro de tres horas verá producirse una explosión atómica. Verá en la realidad lo que tantas veces ha presenciado en el cine y en los noticiarios científicos. Pero un segundo después, usted habrá muerto. Usted y cuarenta mil personas más, si antes no hemos podido llevar a presencia de ese loco a las dos personas que busca con tanto ahínco.

El labio inferior de Dolores colgó repentinamente.

—¿Es… cierto eso que dice, teniente?

En aquel momento sonó un ruido extraño. Los dos volvimos la vista hacia la pantalla. Uno de los locutores de la televisión mantenía frente al objetivo de la cámara un contador Geiger, de tal modo que podía escucharse perfectamente su chirrido, a la par que se veía la oscilación de la aguja indicadora. Los sonidos y los movimientos de la aguja eran débiles; la distancia a la casa era algo excesiva, y la contaminación radioactiva, en dos horas, apenas había aumentado, pero la cámara hacía mayor el ruido y presentaba en un siniestro primer plano el contador, de modo que la imagen resultaba estremecedoramente verídica.

—Vea —dije, señalando hacia la pantalla. El locutor decía algo en aquel momento acerca de las radiaciones secundarias del plutonio y por el rabillo del ojo vi que Dolores escuchaba atentamente—. Bueno, ¿qué me contesta? —pregunté, unos segundos después.

La fulana se puso en pie y agarró una botella que tenía sobre un aparador cercano. Sirvió dos vasos y me entregó uno, pero se lo rechacé. Ella despachó el suyo de un golpe.

Luego me miró, recostada sobre el aparador, haciendo resaltar las líneas de su cuerpo opulento. Demasiado opulento, me dije para mí; dentro de unos años parecería una vaca suiza.

—Es cierto —dijo con voz menos firme que al principio—. De todas formas, aún quedan casi tres horas. Hay tiempo más que suficiente para que la ciudad me pague por librarla de la destrucción.

—¡Eh! —exclamé, atónito. La increíble proposición de la Fuller me había dejado sin aliento.

Ella se enderezó súbitamente.

—Ya lo ha oído, teniente —dijo con tono duro—. Busque al alcalde; es un tipo rico… gracias a Curland: Puede darle un cheque por diez mil. Cuando lo haya cobrado, conviértalo en billetes y le diré dónde está Sweetie.

—Está loca, Dolores Fuller —la increpé—. No sabemos dónde está el alcalde…

Se echó el aliento en las uñas y empezó a frotárselas contra el seno izquierdo.

—Diez mil, teniente —dijo impávida—. En menos de una hora puede estar de vuelta. Entonces, yo le diré dónde está Sweetie.

Cerré los puños convulsivamente. Me fui hacia ella, pero me detuve a un paso de distancia. «Calma, Burl», me dije.

—Pero, no puede hacer eso, señorita Fuller —rogué—. Dese cuenta; la ciudad…

—Diez mil o cierro el pico.

—Puedo encerrarla en la Jefatura hasta que hable —argüí.

Se encogió de hombros.

—Bueno, volaremos todos juntos, teniente.

Me dieron ganas de romperle la cara a golpes. Su aprensión y su amoralidad en unos momentos tan cruciales revolvían el estómago.

—Por última vez, señorita Fuller…

Ella pasó por delante de mí, con intención de dirigirse hacia la puerta. Yo quedé de espaldas al diván, el cual estaba bajo una ventana que daba a una calle transversal al a de Forrest Hills. La distancia de los dos a la ventana era de unos dos metros.

—Diez mil pavos o silencio, teniente —repitió ella.

Fue a andar de nuevo, pero la atrapé por el brazo derecho, cortándola en seco él gesto.

—Vamos a hablar como buenos camaradas, muchacha —manifesté—. Tú me vas a decir ahora dónde está la Randall y yo, en cambio…

Me enseño los dientes, provocativa.

—Hoy es mi día de fiesta, teniente. Suélteme.

Apreté los dedos de la mano sobre la carnosidad de su brazo. Gritó un poco. Apreté más. Gritó más.

Levantó la mano libre y trató de arañarme. Corté el gesto con un movimiento de mi brazo derecho y luego le di un suave toquecito en el costado izquierdo, bajo el pecho. El filo de mi mano la dejó sin color y sin aliento.

—Yo trabajo todos los días, preciosa —expresé duramente—. ¿Dónde está la Randall?

—Son diez mil, sucio bastardo —dijo, apretando los dientes.

Quiso arañarme de nuevo, pero un segundo toque en el mismo sitio la hizo contorsionarse de dolor. No podía entretenerme en sentimentalismos con un chiflado empeñado en jugar a las bombas atómicas.

—Me lo vas a decir y gratis —murmuré. Los dedos de la mano izquierda aumentaron la presión contra el brazo que atenazaban.

—Puerco polizonte —dijo, forcejeando. Entonces levanté la mano y se la estampé con todas mis fuerzas en el lado izquierdo de la cara. Al mismo tiempo la solté.

Hubo un revoloteo de faldas cuando la fulana salió girando como en un baile antes de caer al suelo. Se levantó de un salto, blasfemando como un conductor de tanques en medio de un campo de minas, y buscó algo para arrojarme a la cabeza.

Me agaché. Un florero de mayólica se estrelló contra la pared que había detrás de mí. Salté hacia ella y llegué justo a tiempo de evitar que me arrojara la botella que había usado unos minutos antes. Sacudí el brazo y la botella cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos.

Dolores me atizó una patada en la espinilla. Moví la mano derecha y le di en el otro carrillo. Murmuró algo ofensivo hacia mis antepasados. De pronto levantó la rodilla y me la clavó en el bajo vientre.

Sólo un rápido encogimiento sobre mí mismo evitó una gran desgracia. Aun así, el dolor me acometió como una ráfaga de fuego. Retrocedí un par de pasos, sin poder evitarlo.

Dolores se agarró a una silla. La levantó en alto y la blandió con todas sus fuerzas. Pude deslizarme a un lado y así fue solo el hombro izquierdo el que recibió parcialmente el golpe, aun a costa de quedarme anestesiado momentáneamente. El mueble cayó al suelo.

Me dije que era hora ya de dejarse de cumplidos. Cuando ella intentó repetir el golpe con una lámpara de pie, se la arrebaté de las manos, tirándola a un lado, y le di de lleno con el puño en la mandíbula. Abrió la boca y cayó de espaldas.

Fui al interior de la casa y llené una jarra con agua. Volví a la habitación y empecé a derramar el agua sobre el rostro de Dolores.

La frescura del líquido la hizo reaccionar. Se sentó en el suelo, tosiendo y escupiendo agua y maldiciones imparcialmente. Sus cabellos se le pegaron a las sienes, cosa que la llenó de rabia.

Me incliné sobre ella y agarré con la mano un puñado de cabellos. Tiré sin compasión y Dolores lanzó un alarido. Pero se puso en pie, que era lo que yo quería.

—Está bien —dije, cuando el combate se hubo acabado—. Ahora vas a hablar. Y me dirás lo que quiero saber, o te dejaré los nudillos marcados en la cara para siempre.

Blandir el puño cerrado cerca de su rostro creo que la impresionó notablemente. Era una fulana que vivía de su belleza y si ésta se le echaba a perder… Bueno, las chicas como ella no tienen subsidio de paro, precisamente.

Se mordió los labios. Dijo:

—Bueno, pero creo que algo me merecería por la noticia, ¿no?

—Sí, una buena tunda por haberla tenido callada tanto tiempo. Suéltala ya, pécora.

Trató de sonreír.

—Teniente, antes me equivoqué. No estoy de fiesta.

—Estoy de servicio. Volveré otro día. Dolores, no me hagas perder la paciencia.

—Pero ¿usted no puede prometerme nada? Fíjese, es una noticia…

¡Slash!

La bofetada chasqueó sonoramente. Aquello la persuadió de que todas sus argucias eran inútiles. Comprendió que no le quedaba otro remedio que hablar.

—Está bien, maldito hijo de perra —murmuró rencorosamente—. La Randall está…

Creí que ya se había producido el estallido de la bomba. El cristal de la ventana voló en mil pedazos.

Al mismo tiempo pasó algo muy raro. Todo el lado izquierdo de la cara de Dolores Fuller desapareció en una explosión de carne y huesos pulverizados. Algo líquido y caliente me salpicó el rostro.