CAPÍTULO IV

Mi primer impulso fue agarrar el micrófono y llamarle por medio del altoparlante. Pero me arrepentí a renglón seguido, diciéndome que quizá el rugido del megáfono podía excitar aún más al chiflado y hacerle soltar tiros a diestro y siniestro. Era un cochino asunto aquél y se necesitaba mucha calma y discreción para manejarlo.

A mi lado, Jessica McDye se mordió los puños. El silencio era absoluto.

Lear continuó su avance tranquilamente. Ya había franqueado la avenida y se metía por el sendero de tierra hacia la casa.

En aquel momento, una cámara TV avanzó hacia mí. El comentarista se me echó encima con el micrófono en la mano, en tanto que el operador me enfocaba con el objetivo.

—… y ahora —decía el tipo—, vamos a interrogar al teniente Fox, seguros de que nos dará una valiosa información para los televidentes que están contemplándonos en nuestras pantallas. Teniente Fox, ¿cree usted sinceramente que ese loco está verdaderamente en condiciones de hacer volar la ciudad con una bomba atómica? ¿No será más bien una especie de cuento de science-fiction destinado a llamar la atención del público…?

Levanté la mano y le solté un directo a la mandíbula, que si lo agarra de lleno, le hace perder el sentido hasta el día del juicio. ¡Para cuentos fantástico-científicos estaba yo en aquellos momentos! ¡Y más con el marido de mi hermana jugándose el pellejo por todos nosotros gratuitamente!

De todas formas, el golpe le tocó en el hombro, haciéndole dar dos vueltas sobre sí mismo. Me imagino que los televidentes debieron reírse un rato. Pero el tipo, impasible, continuó:

—Ya han podido ustedes escuchar la amable contestación del teniente Fox, el encargado accidental de mantener el orden en la ciudad por enfermedad del capitán Hutchinson, jefe de las fuerzas policiales…

¡Bang!

Era lo único que podía callar la inagotable verborrea del locutor: el estampido de un disparo. El locutor se tiró de cabeza al suelo y empezó a gatear en busca de un refugio bajo los grasientos fondos de un automóvil policial. Recuerdo vívidamente aquel detalle. Pensé, mientras veía desplomarse lentamente a mi cuñado, que era preciso enviar el automóvil al taller a fin de hacerle reparar la fuga del aceite.

Lear quedó arrodillado en el suelo, tratando de mantener un precario equilibrio con las manos aployadas en la tierra. Luego, de pronto, giró sobre sí mismo y se derrumbó de espaldas.

Alguien lanzó una ráfaga de metralleta hacia la casa.

—¡No! —grito frenéticamente—, ¡que nadie dispare un solo tiro o estamos perdidos!

Ya había dos cuerpos tendidos allí, en el suelo. Y uno de ellos era el esposo de mi hermana. ¿Qué habría hecho Mary si había visto caer a Lear a través de su pantalla de TV? Me horroricé al pensarlo. ¿Y los chicos…, habían visto también morir a su padre?

Un sollozo sonó a mi lado. Miré con ojos extraviados y vi a Jessica que lloraba, ocultándose el rostro con las manos.

El megáfono de Loganion sonó de nuevo.

No vuelvan a intentarlo otra vez. Tengo municiones en abundancia. Fíjense en sus relojes; ya sólo quedan sesenta y cuatro minutos.

¡Y aquella pécora de Sweetie Randall sin venir!

Olsen me dio de repente una noticia pésima.

—Teniente, llama el agente que fue en busca de la señorita Randall. Dice que la señorita Randall le propinó un golpe, desmayándole, y que se ha escapado.

Agarré el sombrero con las dos manos, dispuesto a comerme el fieltro a bocados. ¿No había más complicaciones para mí todavía? ¿Y Curland? ¿Dónde diablos se había escondido el bastardo de Curland?

—Póngame con el alcalde —dije—, rápido, Olsen.

El agente consiguió la comunicación en un tiempo brevísimo. Me pasó el teléfono y dijo:

—El señor DeVryss al aparato, señor.

—¡Alcalde! —rugí—. Ese loco ha causado ya dos muertos. Tráigase a Curland o moriremos todos, ¿se entera?

—Es… Es que no… sé dónde… puede estar… —balbució DeVryss.

—¡Usted conoce sus madrigueras! —rugí—. Tráigamelo como sea. —Y corté.

De pronto, el sargento Nichols lanzó un grito.

—¡Teniente, el profesor se mueve!

Di un salto. Mis ojos parecieron querer salirse de sus órbitas.

—¡Lear! —llamé impulsivamente.

Las piernas de mi cuñado se agitaron con débiles movimientos. Era evidente que no había muerto todavía; solamente se había desvanecido al recibir el impacte del proyectil. Por el volumen del estampido me pareció que Loganion disparaba con un «Winchester 44», buena arma para derribar a un hombre casi con el viento de la bala.

El brazo derecho de Lear se movió hacia adelante, en busca de algún agarradero. No lejos de él había un grupo de espesas matas, tras las cuales uno podía ocultarse con ciertas probabilidades de éxito. Pero, de repente, sus fuerzas le fallaron y el brazo se replegó hacia atrás.

En aquel momento, una especie de velo rojo se interpuso ante mis ojos. ¡Al diablo con Palmer Springs y sus cuarenta mil habitantes! ¡Si Lear había muerto, la vida ya no tendría atractivos para Mary! Y en cuanto a mí… Bueno; de alguna cosa hay que morir, me dije, en tanto me lanzaba a todo correr hacia adelante, inclinado sobre mí mismo a la vez que zigzagueaba para estorbar la puntería del chiflado.

Una bala silbó agudamente en mis oídos. Percibí vagamente el estruendo del «Winchester», en tanto que galopaba velozmente hacia el lugar donde había caído Lear.

Salvé la distancia en un tiempo «récord». Pocos metros antes de llegar a mi cuñado, me arrojé hacia adelante, rodando un par de veces sobre mí mismo, deteniéndome al llegar junto al cuerpo de Lear. Instintivamente, me tapé la cabeza con las manos y permanecí quieto, absolutamente inmóvil.

Sonó un estampido. Un proyectil me tironeó de la pernera derecha del pantalón. No me moví. Había que dar sensación de que me había tocado a fin de hacerle cesar en el tiroteo. Luego venía la parte más difícil: sacar a Lear de allí.

Arriesgándome, moví la cabeza ligeramente. Entonces escuché la voz de Lear.

—Hola, Burl —dijo con voz tenue.

—¿Cómo estás? —pregunté en el mismo tono.

—Mal. Me ha dado en el pecho. Estoy perdiendo bastante sangre.

Una ira inmensa me acometió. En aquellos momentos me hubiera levantado de buena gana y empezado a tiros con el loco hasta llenarle el cuerpo de plomo. Pero el recuerdo de un alambre atado a su muñeca y al seguro de una bomba atómica, contuvo mis impulsos de manera mucho más eficaz que lo hubieran podido lograr diez rifles.

—Escucha, Lear; voy a ver si puedo sacarte de aquí.

—No. Loganion nos matará a los dos. Vete Burl; tú puedes salvarte todavía.

—Olvídalo, Lear. Tengo que llevarse a un médico. Te espera Mary. Y los chicos, ¿sabes?

Lear tosió cascadamente.

—Tendría gracia que ahora nos estuvieran viendo por la TV —dijo.

—Es lo más probable —concordé—. ¡Maldito Bill Quash; no perdonaría nada con tal de conseguir un buen reportaje para su emisora!

El rifle había callado hacía rato. Era indudable que Loganion pensaba que me había acertado a mí también. Me atreví a levantar un poco la cabeza por encima de los hombros de Lear. La ventana estaba a sesenta metros de distancia y me pareció ver sobre el antepecho unos ojos brillantes que nos miraban con furia. El resplandor del sol se reflejó durante unos segundos sobre algo que brilló metálicamente.

Aspiré profundamente el aire.

—Bueno, Lear —dije—, prepárate.

—¿Qué vas a hacer, Burl? ¿Estás loco?

—Tú calla y déjame hacer a mí.

Volví el rostro. El matorral estaba a unos cuatro o cinco metros detrás. Y entre las plantas y nosotros dos había un espacio completamente liso, sin la menor protección.

—Oye, Lear.

—¿Sí, Burl?

—Mira, vamos a realizar la primera parte de mi plan. Puede que te haga un poco de daño, pero es que no veo otra forma de sacarte de aquí, ¿comprendes?

—De acuerdo. Actúa como quieras. ¿Qué he de hacer yo?

—Levanta la cara un poco. ¿Podrás? Es para que no te golpees contra el suelo, ¿me comprendes?

—Perfectamente. Cuando quieras, Burl.

El sol nos golpeaba despiadadamente con sus rayos que parecían de plomo fundido. Sentía que la espalda me quemaba y, por delante, la transpiración me corría en menudos hilillos que habían empapado por completo mi camisa.

—Bueno. —Inspiré fuertemente—. ¡Allá voy, Lear!

Me puse en pie de un salto y di dos pasos atrás, agarrando a mi cuñado por los tobillos. Luego tiré de él con todas mis fuerzas, arrastrándolo hacia el matorral.

Sonó un alarido unánime de la multitud que presenciaba la escena desde lugar seguro. Una bala levantó tierra y polvo delante de nosotros. Otra pasó entre Lear y yo, clavándose luego en el suelo con tremenda potencia.

Pero ya habíamos conseguido ganar el refugio. Mi acción había conseguido sorprender a Loganion, el cual no había tenido tiempo de hacer más que dos disparos. El matorral era lo suficientemente grande como para escondernos a los dos y hacerle vacilar acerca del lugar en que nos hallábamos. Lo único que podía hacer era barrer las matas a tiros, pero esto hubiera exigido un consumo exorbitante de munición, sin la seguridad de acertarnos de lleno.

Permanecí allí un buen rato, tratando de normalizar la respiración. Luego, en vista del silencio del rifle, me atreví a sentarme en el suelo.

—¿Lear?

—¿Sí, Burl?

La voz de mi cuñado sonaba más débil. Le miré la espalda; estaba cubierta de sangre. Al menos, estaba tranquilo en una cosa; el proyectil no se le había quedado dentro del cuerpo.

Pero la sangre continuaba fluyendo y era imperativo no sólo contener la hemorragia, sino hacerle una transfusión. Si se producía el «shock» por anemia, Lear estaba listo.

En aquel momento escuché una serie de gritos y ruidos. Alguien chilló agudamente. Sonó el ronquido de un motor.

Me quedé helado viendo un coche que enfilaba hacia nosotros a toda marcha. ¿Quién diablos era el loco que se metía en aquel infierno?

El coche pegó un bote tremendo al chocar sus ruedas delanteras contra el bordillo de la acera. Pero siguió adelante por el camino que conducía a la casa.

Tronó el «Winchester». Vi claramente la aparición de una estrella en el parabrisas. El conductor siguió impávido su camino, haciendo rugir el motor del automóvil.

Una bala dio en la carrocería, perdiéndose a lo lejos con metálico tañido. El automóvil llegó hasta nuestra altura y entonces se salió del camino, metiéndose por entre los, matojos. El conductor dio la vuelta, despidiendo una nube de tierra con las ruedas traseras. Luego lo detuvo a un paso de nosotros.

El rifle tronó de nuevo. Percibí claramente el estallido de un vidrio al recibir el impacto de un proyectil. La puerta trasera correspondiente a nuestro lado se abrió de pronto.

—¡Aprisa! —gritó una voz—. ¡Suban, pronto!

Me quedé helado al reconocer la voz; era la de la señorita McDye. Pero ¿cómo…?

No era tiempo, sin embargo, de entrar en explicaciones; el «Winchester» estaba a sesenta metros detrás de nosotros y su propietario lo hacía funcionar activamente.

Era preciso acallarlo por unos momentos. La distancia era excesiva, pero un poco de ruido, pensé, no dejaría de impresionarle. Conque saqué el revólver y tiré en dirección a la casa, deliberadamente alto para no herirle.

Descargué los seis tiros en un santiamén. Acto seguido, guardé el arma de nuevo y me agaché para recoger a Lear.

Ordinariamente, me habría sido muy difícil cargar con mi cuñado. Lear es un mocetón de uno ochenta y cinco de altura y casi noventa kilos de peso. Con razón mi hermana Mary está orgullosa de su marido; más que un científico nuclear parece casi un galán de la pantalla. De los duros, que son los que más incentivo poseen para las mujeres.

Le agarré por bajo de los sobacos y tiré de él hacia el coche. Ayudó lo que pudo con su mano derecha. Lo metí a empellones; no le haría ningún bien a su herida, pero era mucho peor dejarlo allí para que se desangrara.

El coche arrancó a toda velocidad hacia abajo, aun antes de que nos hubiéramos acomodado en la parte posterior. Caímos revueltos en confuso montón, rebotando a compás de los saltos que pegaba el coche en su loca carrera. El vidrio trasero cayó en mil pedazos sobre nosotros, pulverizado por un par de proyectiles.

El tiroteo cesó apenas hubimos traspuesto los límites del jardín. Era evidente que Loganion no quería disparar a quien se encontraba fuera de su propiedad; debía considerar que quien había traspasado los límites era digno de su castigo, pero si se salía de ellos, ya no tenía por qué insistir en tal sanción.

Jessica McDye detuvo el coche con agudo chillido de frenos junto a una ambulancia que había acudido casi desde el principio. Un grupo de hombres vestidos de blanco se nos echó encima como un torbellino. Un individuo empezó a palparme la ropa.

—¡Déjeme en paz, maldito sea; yo no estoy herido! Atiendan al profesor Marlin; ése sí que lo necesita.

Lear fue colocado en una camilla. Allí mismo le despojaron de la ropa y empezaron a restañarle la sangre. Tenía el rostro ceniciento y ya había perdido el conocimiento. Un interno del hospital de la ciudad empezó a inyectarle plasma para evitar el colapso.

La ambulancia partió minutos después, abriéndose paso a golpe de sirena. Entonces me volví para mirar a la chica.

—Todavía no he tenido tiempo de darle las gracias por lo que ha hecho, señorita McDye —dije.

Ella se puso muy colorada.

—Bueno… En verdad… Creo que era mi obligación.

Señalé con la mano al espeso grupo de hombres que había allí.

—¿Y ésos? Usted corrió un riesgo gravísimo; podía haber muerto. Aunque lo diga usted, nadie le obligaba a ello.

—No sé cómo explicárselo, teniente… Fue un impulso irresistible… y cuando quise darme cuenta, ya estaba a bordo del coche. Quisieron impedírmelo, pero era ya tarde.

—Si se salva mi cuñado, se lo agradeceremos toda la vida, señorita McDye. Y ahora, ¿quiere decirme por qué vino aquí?

El rostro de la muchacha se nubló repentinamente.

—Tenía que darle un mensaje al profesor Loganion. Es muy importante… Pero temo que no me quiera escuchar.

—Si no es absolutamente secreto, podemos transmitírselo por medio de los altavoces. Quizá de este modo se avenga a entrar en razón.

—Posiblemente —suspiró Jessica—. Su madre está muy enferma. Quiere verle antes de morir… Aunque me temo que no llegue a tiempo.

Antes de que pudiera dar una respuesta, el megáfono sonó de nuevo.

¡Les recuerdo que ya sólo quedan cuarenta minutos!