CAPÍTULO VIII

El coronel Farquehart era un tipo de recia complexión, aunque de mediana estatura, rojo como un tomate y poseedor de la creencia que era el amo de medio Norteamérica por la gracia de su rango militar. Mandaba la columna de camiones atestados de policías militares, con tales pertrechos, que daban la sensación de ir de nuevo a la guerra.

—Soy el jefe de seguridad de la base donde trabaja el profesor Loganion —rijo altivamente— y vengo a hacerme cargo de las operaciones de rescate del profesor. A partir de este momento —añadió—, todos ustedes quedan bajo mi mando.

—¡Narices! —contesté—. Nosotros no vestimos uniforme y, además, en la ciudad mando yo. Le permitiré que nos ayude a conseguir que ese loco no haga estallar su bomba, pero nada más.

El rostro de Farquehart se puso de color violeta; rojo, era ya imposible.

—Teniente Fox —barbotó—, ¿es que no se da usted cuenta de la situación? ¡Ya le he dicho que soy el jefe de seguridad…!

—¿Pero qué seguridad es la suya, cuando han permitido que un químico se les lleve los materiales necesarios para construir una bomba atómica? ¿Dónde tenía usted los ojos? ¿En el escalafón, esperando el ascenso? Esta ciudad es ahora mía y en ella mando yo. Si quiere ayudarme, bienvenido sea; de lo contrario, ya pueden largarse usted y sus guapos maniquíes de uniforme militar. Si fueran lo que dicen, ese asno no estaría ahí, amenazando con volarnos a todos.

Mi contundente réplica afectó notablemente la estabilidad del coronel. Sabía que se había metido en un mal paso; la fuga de Loganion con el material escindible le iba a costar un buen disgusto, y ahora trataba de enmendar su piña convirtiéndose en el héroe del rescate. ¡Al diablo si se lo consentía!

—Está bien, teniente —dijo, algo más amansado—, nosotros sólo queremos colaborar…

—Si lo que dice no es pura palabrería, atiendan en todo, mis indicaciones y las de mis agentes. Y —extendí el dedo índice, muy furioso por la intromisión del Ejército en mi tarea— le aseguro que mis hombres no obedecerán en absoluto otras órdenes que no sean las mías.

—De acuerdo —contestó Farquehart—. Ahora, dígame lo más conveniente, para ejecutarlo en el acto.

—¿Cuántos hombres trae usted, coronel?

—Compañía y media; en total, unos ciento sesenta hombres.

—Muy bien —dije—. Distribúyalos en cerco en torno a la casa, a una distancia mínima de ciento cincuenta a doscientos metros. Una cosa esencial; nadie debe disparar un tiro por ningún concepto, ni aun cuando el profesor Loganion se hinche de tirar contra nosotros. Recuerde que hay una bomba atómica montada y que el menor error puede hacernos volar convertidos en cenizas. El cerco ha de ser total; nadie que no tenga una misión específica que cumplir deberá pasar a un lado o a otro sin mi previa aprobación, ¿estamos? Mantenga el enlace con mis hombres por radio y, en caso de duda, pídame aclaración, y… —Le miré fulminantemente—. ¡No trate de hacerse el héroe!

Vino un hombre hacia mí con un documentó en la mano.

—Burton, de «True Detective» —dijo—. Teniente, cuando se acabe todo, publicaremos en mi revista la historia de lo sucedido. Éste es un contrato de exclusiva…

—¡Váyase al infierno! —dije, volviéndole la espalda.

Un agente me entregó el teléfono.

—Señor, Souvac le llama —dijo.

Mientras respondía a la llamada, consulté el reloj; ya sólo quedaban dos horas y dieciséis minutos. Poca cosa ciento treinta y seis minutos para conseguir lo que deseábamos.

—Fox al habla —dije.

—Teniente, tengo aquí conmigo al señor DeVryss. Quiere marcharse de la ciudad, pero como sé que usted desea verle a todo trance, no se lo he permitido.

—¡Bien hecho, Souvac! —exclamé—. Reténgale ahí hasta que vaya yo a interrogarle.

Una voz chillona interrumpió mis palabras.

—¡Teniente, soy el alcalde DeVryss! ¡Todos ustedes están bajo mis órdenes, recuérdelo! ¡Les ordeno que me dejen marchar en el acto…!

La voz del alcalde se interrumpió de pronto. Al otro lado del hilo sonaron unos gritos confusos.

—¡Eh! —Escuché a DeVryss—. ¿Qué hacen esos locos…? ¡Cuidado!

Las últimas palabras del alcalde se convirtieron en un chillido aterrador. A través del teléfono pude escuchar claramente el fragor de un rapidísimo tiroteo. Luego sentí claramente un fuerte chasquido y ya no pude oír más.

Devolví el teléfono al agente.

—¡Olsen, Sánchez! —llamé a voz en grito—. Nichols, haga que venga con nosotros una ambulancia y un médico. Souvac y su pareja han sido atacados por unos forajidos.

Olsen había vuelto de Forrest Hills no sé cómo, pero allí estaba igual que siempre, serio, impenetrable y eficiente. Sánchez surgió con su inseparable tommy-gun al puño.

Subimos al coche. Dipensio quiso venir con nosotros, cosa que aprobé. Cuando ya iba a cerrar, Jessica me tiró de la manga.

—Teniente.

Volví la cara.

—Usted —dije—, suba al cuarto piso y vigile los menores movimientos de Loganion. ¡Nichols, haga que los hombres que están ahí obedezcan todas las indicaciones de la señorita McDye!

—De acuerdo, teniente.

Una vez más, Olsen volvió a sentirse en Indianápolis. Antes de haber rodado cien metros, ya íbamos a noventa por hora. La aguja del contador subió a ciento cuarenta por el centro de algunas calles de la ciudad, desiertas en aquellos momentos.

El sol caía como fuego líquido sobre el asfalto. Detrás de nosotros, la sirena de la ambulancia añadía su ululante estridor al de la nuestra.

Atravesamos la ciudad en un santiamén. Llegamos a la entrada de la carretera veintiuno, haciendo apartar a sirenazos a los curiosos. Sánchez se tiró del coche tan precipitadamente, que cayó y dio una voltereta sobre sí mismo, pero se levantó ágilmente, de un salto magnífico.

Corrimos hacia el puesto de control. Antes de llegar a él, ya divisamos un cuerpo tendido en el suelo, en medio de un lago de sangre. Las gafas de oro de pinza qué el alcalde solía llevar habitual y relamidamente brillaban sobre el asfalto de la carretera. Sentado en el estribo del patrullero, uno de los agentes estaba siendo atendido por Souvac y su compañero. El policía tenía, al parecer, un hombro atravesado. La mano de Souvac goteaba sangre, pero muy escasamente.

El médico y los enfermos corrieron hacia el lugar de la batalla. El médico se convenció enseguida de que por DeVryss no había nada que hacer y dedicó todos sus esfuerzos a atender al policía herido.

—Bien —dije a Souvac, a quien uno de los enfermeros estaba poniendo un vendaje provisional en la mano herida; era sólo un rasguño de bala—; cuénteme lo sucedido.

—No hay mucho que relatar, señor —dijo el policía.

Se le veía bastante fastidiado por lo ocurrido. —Vimos venir un coche apenas había llegado el señor DeVryss… Era cuando estaba hablando con usted, señor. El conductor del coche pareció pensárselo eso de marcharse de la ciudad y dio media vuelta desde diez o doce metros de distancia. No tenía gran importancia su gesto, ni tampoco se lo concedí; algunos lo han hecho esta mañana… De pronto, un tipo sacó una metralleta y empezó a regarnos de balas. Curly— señaló con la cabeza al herido —era el que más cerca estaba del alcalde y recibió un balazo. Forbes y yo empezamos a tirar contra el coche, pero se nos escabulló antes de que pudiéramos conseguir algo positivo… El señor DeVryss recibió de lleno la descarga… No pudo ni quejarse siquiera…

Miré pensativamente el ensangrentado cadáver del prevaricador alcalde. Era evidente que los tentáculos de Curland alcanzaban muy lejos y el tipo no quería correr el menor riesgo de ser descubierto. ¿Tenía aquello algo que ver con los documentos de que me había hablado el «fed»?

—¿Reconocieron ustedes a los ocupantes del coche?

Curly, el herido, levantó el brazo sano. El médico rezongó algo entré dientes.

—Señor —dijo—, me pareció que el conductor era Chris «El Uñas». No estoy seguro, porque todo ocurrió muy rápido; pero casi sería capaz de apostar la paga de un mes a mi favor.

—Ésa es una buena noticia —dije.

Entonces, el habitualmente silencioso Olsen habló:

—«El Uñas» suele acudir a dos sitios con preferencia a todos los demás, con excepción, claro está, del local de su jefe.

Me volví hacia el conductor.

—¿Usted sabe cuáles son?

—Sí, teniente. «El As de Trébol» y la «Sala Víctor».

—Conforme. —Consulté el reloj; sólo quedaban dos horas y tres minutos. ¡Cuán corto se me hacía aquel espacio de tiempo!—. Vamos para allá. Souvac, ¿puede continuar aquí?

—Claro, señor.

—Le mandaré un par de agentes de refuerzo, Curly, al hospital con él. —Y salimos arreando hacia el primero de los lugares citados.

En lo que a mí respecta, no hacía otra cosa que consultar incesantemente, como fascinado, las manecillas del reloj. Me parecía que avanzaban con grandísima, rapidez y en aquellos momentos me hubiera gustado ser un segundo Josué para detener el avance del sol, que caminaba velozmente hacia el meridiano.

Llegar al primero de los locales citados, «El As de Trébol», nos llevó exactamente tres minutos y medio. Yo, Dipensio y Olsen, nos tiramos del coche en tromba. Sánchez quedó en la puerta, guardándola metralleta al puño. Penetramos huracanadamente, sorprendiendo a los pocos clientes que había a aquellas horas en aquel infecto tabernucho, contemplando el resultado de la operación a través de la TV.

Me fui derecho al bar y me encaré con el camarero.

—¿Dónde está el «El Uñas», Mac? —inquirí:

Mi imagen había sido sobradamente difundida por la TV para que el fulano no me reconociera al instante.

—Lo siento, teniente Fox; hoy no le he visto. Además, «El Uñas» no es tipo que madrugue tanto. Hasta casi la noche no suele venir por aquí.

—No me engañes, Mac, no estoy de humor de bromas —dije.

—Se lo juro, teniente —intuí que el barman decía la verdad—. Hoy no…

—Está bien —dije, rabioso. Nuestro primer golpe había fallado—. Si viene por aquí, procura detenerle como sea.

Y me dirigí hacia la salida; era obvio que allí no teníamos nada que hacer.

El barman me llamó antes de completar el giro.

—¡Teniente!

—¿Qué hay, Mac?

—¿Está metido «El Uñas» en ese jaleo?

—No; le busco para que me venda boletos para la rifa benéfica de mañana —dije, enseñando los dientes.

—¿Es cierto… —El barman tragó saliva— lo de la bomba atómica de ese chiflado?

—¿Usted, qué cree, Mac? —dije, y salí. Con el rabillo del ojo pude ver a los escasos clientes que se atropellaban en su ansia por seguirme. Si cundía el pánico…

—¡Vamos, a la «Sala Víctor»!

Aquellas horas no eran tampoco propicias para los madrugadores como «El Uñas». En los billares había un par de tipos dándole a los tacos, y en el mostrador, una fulana trataba de conseguir del camarero una substanciosa rebaja en el precio de su consumición, mediante el insinuante procedimiento de demostrarle que sus medidas torácicas no tenían nada que envidiar a las de doña Sofía.

El barman estaba baqueteado y no hacía mucho caso, pese a que había dónde hacer caso. Pero se trataba de una consumición y en este aspecto, los barman son inasequibles al soborno visual.

También me reconoció al instante. Vino hacia nosotros y empezó a fregar innecesariamente el mostrador.

—Hola, teniente. Mucho calor, ¿eh? ¿Qué tal unas cervezas bien frías para combatirlo?

—Está bien —dije—. Sirva cuatro. ¡Al diablo con las ordenanzas! El caso no era corriente y bien podíamos vulnerar el reglamento que nos prohíbe beber estando de facción.

El barman trajo cuatro botellas. Hacía calor. Bebimos.

—¿Dónde está «El Uñas»? —pregunta después del primer trago.

—En su casa, a estas horas, seguro —respondió el barman—. Nunca aparece aquí antes de las cuatro de la tarde.

—En su casa no está, de ello estoy seguro —respondí—. ¿Lo ha visto usted?

—No, teniente, se lo aseguro. —También éste parecía sincero.

Miré a mis acompañantes. Durante unos momentos no se oyó allí otra cosa que el entrechocar de las bolas en la mesa de billar.

De pronto oí una voz.

—¡Eh, policías!

Volví la cabeza. Era la fulana del rincón del mostrador.

—¿Buscan a Chris «El Uñas»? ¿Para qué lo quieren?

—Tenemos un vivo interés en conseguir su autógrafo —dije con una mueca.

Se bajó del taburete y caminó hacia nosotros con el balanceo que tanto ha popularizado la Monroe. Trataba de parecer insinuante, pero lo único que consiguió, al menos respecto a mí, fue inspirarme repulsión.

—Yo puedo decirles dónde encontrarán a Chris —manifestó la mujer al hallarse frente a nosotros. Levantó el brazo para apoyarlo en el mostrador; el sudor había dejado huellas húmedas en la sobaquera de su vestido rodeadas de un blanco cerco de salitre.

—Bien, hable —dije. Saqué cigarrillos y ella esperó a que tuviera encendido el mío para quitármelo y ponérselo en sus labios pintarrajeados. Aspiró el humo y me lo echó a la cara.

—¿Qué le harán si le pescan, teniente? —preguntó.

—Condecorarle. Probablemente la Medalla de Honor del Congreso —dije.

—Avíseme, iré a aplaudir.

—No podrá hacerlo si no nos dice dónde está.

—En su casa, no, con toda seguridad.

—¿Cómo lo sabe?

—Oí decir por la TV que usted y él habían discutido. Naturalmente, no se le ocurriría encerrarse allí.

—¿Entonces…?

La fulana señaló al barman con el cigarrillo.

—Hace calor —dijo— y tengo sed.

—Chico —dije al barman—, abreva a esta vaca.

Ella no pareció ofenderse demasiado por la comparación.

—¡Gracioso, teniente! —dijo.

Esperé a que viniera el barman. Las bolas continuaban con su monótono «tac-tac».

El camarero vino con una botella de dinamita líquida. Fue a servirle el licor en el vaso, pero ella le quitó la botella de las manos.

—Trae acá, Puppy —dijo—. La ciudad paga, ¿no es eso, teniente?

—Claro. Vamos, dispare ya, belleza.

—¿Se les ha ocurrido mirar en el «Tijuana’s», teniente?

Enarqué las cejas, muy sorprendido.

—¿El local de Curland?

—Exactamente.

—Ahora está cerrado. Terminan cerca del amanecer y no lo abren hasta mediodía de nuevo. Las de la limpieza lo dejan todo listo a las diez de la mañana y luego se marchan. Además, allí no hay sitio para esconderse.

La vaca suiza exhaló una corta risita, llena de sarcasmo.

—¡No hay lugar dónde esconderse! —dijo, remedándome—, ¡si supiera la mitad de las cosas que yo sé acerca del «Tijuana’s»…!

—Bien, y por qué no me las cuenta, «Miss»… ¿«Miss Billares»?

Ella se animó con un trago de sesenta segundos de duración. ¿Tenía el estómago forrado de cerámica refractaria?

—Vaya al «Tijuana’s», teniente. Cruce la sala de baile; pase las cocinas y busque en el almacén de los trastos. Si «El Uñas» no está allí le dejo que me afeite la cabeza.

—De modo que detrás de las cocinas, ¿eh?

—Sí, teniente. Busque allí; algo encontrará:

Miré a Dipensio. Éste parpadeó en señal de asentimiento.

Antes de partir, no obstante, quise hacer la última pregunta:

—¿Cómo se ha enterado usted de esas particularidades, «Miss Billares»?

El rostro de la mujer se convulsionó repentinamente.

—El muy hijo de perra prometió casarse conmigo —barbotó colérica—. Luego me dejó plantada… y, además, me llamó gorda. ¿Qué le parece?

—Chris hizo mal en dejarla abandonada, «Miss Billares». Y en lo de gorda, tampoco tuvo razón. ¡Vámonos, muchachos!

Llegábamos a la puerta cuando la fulana me llamó.

—¡Teniente! —dijo, alisándose el vestido con las manos por la parte de las caderas—. ¿De veras estima que no estoy gorda?

—Claro que no, «Miss Billares». ¡Está… gordísima! —Y salí, perseguido por un vaso que se estrelló ruidosamente junto al vano de la puerta.