CAPÍTULO XI

Resulta que en el helicóptero venían dos VIP[1]. Uno de ellos era el general llamémosle McDuff y otro el doctor —nombre también supuesto—. Riwancov. Desde que el chiflado de Longanion organizara su particular Mayor Espectáculo del Mundo hacía cuatro horas y minutos hasta el momento actual, toda la nación estaba pendiente de lo que sucedía en la hasta entonces desconocida ciudad de Palmer Springs y, naturalmente, había llamado la atención de los peces gordos de Washington.

McDuff y Riwancov eran la respuesta a la muda apelación que les habíamos dirigido. No habíamos llamado a nadie, por supuesto, pero cualquiera podía suponerse que una ayuda así siempre sería bien recibida.

Farquehart me presentó a las dos VIP.

—Teniente Fox, el general McDuff y el doctor Riwancov. Desean hablarle a propósito del profesor Loganion.

Estreché las manos de los recién llegados.

—Poco hay que pueda decirles que no sepan ya, seguramente, por medio de la radio —dije—. El resto hay que averiguarlo —consulté mi reloj— antes de cuarenta y nueve minutos.

—¿Cree usted que ese maniático llevará a cabo su amenaza? —preguntó ansiosamente el general.

—Al menos, hasta ahora, ha matado a un policía y herido gravemente a mí cuñado, el profesor Marlin.

—Lo conozco —dijo Riwancov.

—Y además tiró contra mí cuando intensé rescatar a mi cuñado. Lo raro es que no haya tirado ya del alambre.

—Estoy encargado de los servicios de seguridad nuclear —manifestó McDuff—. Me gustaría hacerme cargo, de todo esto… Claro, teniente, que me sabría muy mal interferir su labor.

—Por mi parte, le traspaso encantado la responsabilidad, general —repuse—. Pero, sea usted, sea yo, el que se encargue de este cochino asunto, la cuestión es impedir que Loganion lleve a cabo su amenaza. Si cree que puede impedirlo con sólo el peso de sus estrellas, empiece a actuar.

El general hizo un gesto que estaba bien claro; no se atrevía a tomar el mando de las operaciones. Riwancov dijo:

—Quisiera hablar con Loganion. ¿Dónde hay un teléfono?

—En ninguna parte, doctor —contesté—. Nosotros nos entendemos con él por medio de altavoces. Esa casa no dispone de teléfono y nuestro medio de comunicación ha sido desde un principio el micrófono y los altavoces.

—¿Por qué no me deja ir a parlamentar con el profesor, teniente? —sugirió Riwancov.

Señalé con el pulgar hacia el policía muerto.

—¿Tiene ganas de hacerle compañía a mi agente? —dije con voz dura.

El sabio se lo pensó mejor. Mordióse el labio inferior y acabó por decir:

—¿Puede dejarme el micrófono un instante, Fox?

—Con mucho gusto, doctor. ¡Olsen!

El conductor vino arrastrando el cable microfónico. Pasó el aparato a Riwancov después de haber hecho una prueba de sonido y dijo.

—Listo, señor.

El doctor tomó el micrófono.

¡Loganion!

El rugido del altavoz rompió el casi absoluto silencio que reinaba.

¡Loganion! —repitió Riwancov. Dio su nombre y agregó—. Quiero hablar con usted. Contésteme, Loganion.

—¡Váyase al diablo, viejo chivo! —fue la sorprendente respuesta que recibió el doctor.

—¡Loganion! —El rostro de Riwancov estaba rojo como la púrpura.

—¡Buuú…! —Y ya no hubo más respuesta desde la casa de pizarra.

Volví el rostro a un lado y me puse a toser. Era que no quería que me vieran reír.

Él general barboto una imprecación.

—¡Farquehart! ¡Disponga un pelotón de choque…!

—¡Alto ahí! —bramé—. No se moverá ni uno solo de sus preciosos soldaditos sin permiso mío. Al primero que de un solo paso, lo freiré a tiros. Soy el encargado de velar por la seguridad de una ciudad de cuarenta mil habitantes y no toleraré una segunda tontería, bastante tenemos ya con la de ese imbécil que está sentado allá arriba en la ventana.

McDuff abrió y cerró la boca convulsivamente. Pero se sintió incapaz de darme una respuesta.

Riwancov intervino conciliador.

—Teniente, me gustaría echar un vistazo al panorama. ¿Puedo?

—Sánchez —llamé al agente—, acompañe al doctor hasta dónde están sus compañeros y la señorita McDye. General, usted puede subir también si lo desea.

McDuff fue a decirme algo, pero no se atrevió o no quiso. Dio media vuelta y se alejó con Farquehart, siguiendo a Sánchez y al doctor.

Entonces llamé a Olsen.

—Trate de establecer comunicación con mi hermana, la señora Marlin. Estará seguramente en el hospital.

—Sí, señor.

Encendí un cigarrillo, al mismo tiempo que miraba hacia la casa. Ya sólo quedaban cuarenta y seis minutos, tres cuartos de hora. Si dentro de media hora no había solucionado el problema, sería cosa de empezar a pensar en largarse de allí.

Olsen agitó la mano, indicándome que ya había conseguido la comunicación. Tomé el aparato; pero antes de hablar a través del mismo, miré a Olsen y al conductor del coche patrullero.

—Pueden escuchar mi conversación —dije—, pero por el amor de Dios, no lo repitan. ¿Estamos?

Olsen y el conductor asintieron con cara seria. Presentían algo gordo. Y así era.

La voz de mi hermana Mary sonó ansiosamente a través del hilo.

—¡Burl! ¿Cómo estás? —gritó.

—Bien, cariño —dije—. No te preocupes por mí… hazlo por tu marido. A propósito —añadí con negligencia—, no se me ha ocurrido preguntarte por Lear.

—Está mejor. Muy débil, perdió bastante sangre, pero saldrá adelante. Me han contado lo que hiciste… No tuve valor para seguir mirando en la TV una vez que le vi caer. ¡Cuánto tengo que agradecerte, hermanito!

Mary me ha llamado siempre así, a pesar de que sólo me pasa un par de años. Pero como es la mayor de la familia Fox, se ha creído toda la vida, un poco madraza mía y encargada de proteger mis pasos, cuando ha sido siempre lo contrario.

—Sé que quieres a Lear y yo también le aprecio. Me alegro que me des buenas noticias. ¿Y los niños?

—Bien, en casa de la señora Parsons…

—Mira, voy a decirte una cosa, pero hazme el favor de no divulgarla. Obra discretamente, Mary, ¿me comprendes?

—¡Burl! ¡No me asustes más, por el amor de Dios! —clamó mi hermana.

—No te asustes tú que no es lo mismo. Mary, esto de la bomba atómica va en serio. Ese loco quiere arrasar la ciudad y lo hará, a menos que hallemos un medio de impedírselo… cosa que no hemos logrado todavía. ¿Me escuchas, Mary?

—¡Sí, sí, Burl, continúa!

—Bien. Deja ahora a Lear. Ve a casa. No pierdas ni un segundo. Toma a los niños y llévalos al hospital. A las dos menos cuarto en punto te volveré a llamar… mejor dicho, te enviaré un agente. Saca de la casa a Lear, esté como esté, fíjate bien, pues esto es importantísimo, y marchaos en el coche todo lo lejos que podáis. A Sulphur Springs, por ejemplo. La distancia es suficiente para no temer nada del estallido de la bomba, ¿me comprendes?

—Sí, Burl. Lo… Lo haré inmediatamente.

—No te entretengas en recoger nada. Llévate a los niños como estén. Si algún médico o alguna enfermera te oponen resistencia a sacar a Lear del hospital, rómpeles una silla en la cabeza. El agente Miller —miré al conductor, quien asintió con el gesto—, te ayudará en eso de romper sillas y colocar a Lear en el asiento posterior de tu coche. Pero no pierdas un minuto, Mary. ¡Adiós! —Y colgué antes de que pudiera oponerme alguna objeción.

Volví la vista hacia mis hombres.

—Avisen a sus familias —dije—. Me parece que tendremos que largarnos de la ciudad.

Asintieron con gesto sombrío. Pero entonces sonó el zumbador. Miller tomó el radioteléfono y habló brevemente, pasándome luego el aparato.

—Souvac, señor.

—Fox al habla.

—Teniente —dijo el policía—, ¿qué hacemos?

—¿Ocurre algo raro?

—¿Raro? —Souvac rió histéricamente—. La ciudad se está vaciando a marchas forzadas. Es el río de automóviles más grande que he presenciado en mi vida desde las últimas vacaciones de Pascua. Naturalmente, registro los coches, pero la gente se impacienta… ¡Cristo! Vaya un concierto de claxons.

—Abra la mano, Souvac —dije, decidiendo que si Curland y la Randall hubieran querido aparecer ya lo habrían hecho tiempo atrás—. Que se largue todo el que pueda.

—Sí, señor. —El tono del policía era de evidente alivio—. Gracias, señor.

Devolví el aparato. Sonó una risita irónica. ¡Olsen, riéndose! ¡Fabuloso acontecimiento!

—¡Que se largue todo el que pueda! —repitió—. Mire, teniente.

Hice lo que me sugería el agente. Casi me quedé pasmado. Hasta entonces no me había dado cuenta.

La mayoría de los curiosos había desaparecido. Prácticamente, podía decirse que salvo nosotros y los soldados, no quedaba allí nadie más. El camión de la TV aparecía mudo y silencioso, abandonado por sus ocupantes y técnicos. Incluso el activo Bill Quash había desaparecido.

—Nadie quiere permanecer en este barco que se hunde —murmuré sombríamente—. A las dos menos cuarto daré orden de retirada general —«que será un ¡sálvese quien pueda!», pensé amargamente.

Vino el sargento Nichols. Se le veía inquieto y desasosegado.

—Señor, ¿qué haremos si ese tipo no desiste de su locura? Ya sólo quedan cuarenta y un minutos…

—Daremos orden de marcha dentro de veintiséis minutos —respondí—. Miller, póngame con la emisora local de radio.

—Sí, señor.

Vi a McDuff, Riwancov y Farquehart que salían de la casa en dirección al lugar en que me hallaba.

—Teniente —dijo Miller—, no contesta nadie.

—Dígale al operador que insista.

—Sí, señor.

El trío se me acercó con todo el aspecto de unas gallinas sorprendidas en descampado por la lluvia.

—Es inútil —suspiró McDuff.

—Eso ya lo sabía yo —rezongué.

—Loganion ha armado muy bien la bomba —intervino el doctor—. He estado examinando el dispositivo a través de los prismáticos y, perdonen la paradoja, pero dentro de su imperfección es perfecto. No serviría para ser lanzada desde un avión o montada en un cohete, por supuesto; aquí, sin embargo, estallará a poco que tire del alambre.

—¡Con tal de qué no le baje la presión repentinamente! —dije en tono lamentoso.

—¡Eh! —Se espantó el general.

—Loganion anda muy bajo de presión —mascullé—. Últimamente tuvo un par de desmayos. Si eso le ocurre ahora…

McDuff y Riwancov empezaron a mirar aprensivamente en dirección al lugar donde había aterrizado el helicóptero. No los censuro por ello; yo también sentía un hormiguillo en el cuerpo, que me hacía desear hallarme a cien millas de allí.

Miller pronunció mi nombre.

—¿Qué hay? —contesté, alargando la mano hacia el aparato.

Pero el agente no me lo entregó tan siquiera.

—Lo siento, señor —dijo—. El operador de la Jefatura no contesta tampoco.

Un silencio extraño se desplomó entonces sobre nosotros. El sol pareció golpearnos implacablemente, derramando sobre el lugar ríos de metal fundido. Noté la camisa pegada al cuerpo por el sudor.

—Conforme —dije—. No se le puede reprochar que se haya marchado.

De pronto noté una ausencia importante. ¿Dónde se había metido el «fed»?

Me pareció poco probable que Dipensio hubiera huido así como así. La F. B. I, no entrena a sus hombres para que abandonen una empresa sin haber agotado todas las posibilidades razonables y, por supuesto, nunca por cobardía. Claro que, a fin de cuentas, era un ser humano; más aun así, se me hacía muy cuesta arriba que el federal hubiera echado a correr dejándonos empantanados con el loco.

Fui a decir algo a Olsen, pero en aquel momento sonó el megáfono.