CAPÍTULO PRIMERO

Tuvimos la primera pista de que iba a ocurrir algo muy gordo cuando el agente Juan Sánchez detuvo a Mickey «El Chinche» con una pesada maleta en la mano, cuyo origen no pudo explicar de manera satisfactoria.

Mickey «El Chinche» es un vagabundo cuyo historial está lleno de arrestos y condenas por todos los motivos, excepto violación y asesinato. En Palmer Springs le conocemos todos tanto como a nuestro respetable papaíto, de modo que cuando Sánchez lo vio con aquella maleta en la mano, de la cual no era el dueño, pese a lo que pudiera jurar en contrario, lo metió en su coche y, tras haberlo sujetado a la manija de la portezuela con las esposas, lo trajo a la Jefatura.

Una vez con nosotros, empezamos a levantar el atestado, cosa de la que se encargó el sargento Madison. Estaba delante el marido de mi hermana Mary, Lear Marlin, un científico atómico que trabaja en una de esas bases atómicas que no se pueden nombrar tan siquiera, pues se hallaba de vacaciones y le gustaba venirse de vez en cuando a mi despacho para presenciar un poco el rutinario funcionamiento de los métodos policiales.

En realidad, no nos extrañó que «El Chinche» hubiese «afanado» la maleta. Lo que nos preocupó fue que se hubiese apoderado de un trasto vacío, por el cual un ropavejero no le hubiera dado más allá de veinticinco centavos. Pero aun para obtener cinco, «El Chinche» se la hubiera robado al mismísimo embajador de Persia, cuanto más a algún indefenso ciudadano que la tendría guardada sin duda en la trasera de su coche.

La cosa amenazaba, pues, en convertirse en un caso de rutina. La maleta estaba un poco pringosa, y era por ello quizá que el agente Sánchez no había querido molestarse en tocarla tan siquiera. «El Chinche» cargó con el objeto y entró en el puesto de guardia. Lear y yo estábamos charlando en pie, a la puerta de mi despacho, que da a la parte trasera del estrado donde se sienta el sargento de guardia para escribir y tomar declaración.

Lear y yo vimos entrar a «El Chinche» seguido de Sánchez, el cual llevaba al maleante atraillado corro si fuera un perro furioso. «El Chinche» parecía abrumado bajo el peso de la maleta, y casi no podía sostenerla con sólo la mano izquierda.

Hubo los saludos —y los insultos— de rigor. Madison y «El Chinche» se dijeron unas cuantas lindezas como cada vez que se veían —y al fin se dio comienzo a la labor.

—¿Dónde encontraste esa maleta, «Chinche»? Y no me digas que no quieres hablar hasta que venga tu abogado, porque te partiré la boca —dijo el sargento.

—¡Qué casualidad! —exclamó el maleante con sarcasmo—. Ha adivinado usted precisamente lo que iba a decir. Esperaré a que venga mi abogado.

—Sí, vendrá Dixon expresamente desde California para defenderte —dijo el sargento con la misma amabilidad. Miró al agente—. Sánchez, ¿dónde encontró usted a este deleznable espécimen de la raza humana?

—Al final de la Cuarta Avenida, señor —dijo el interpelado—. Lo vi salir detrás de unos jardines con la maleta en la mano… Casi no podía con ella. Entonces le eché el guante y me lo traje para acá.

—¿Ha visto lo que contiene la maleta, agente?

—No, señor; únicamente pude darme cuenta de que es terriblemente pesada. Además de que está sucia, no quise abrirla, para que este piojo no pudiera inculparme luego de sabe Dios qué deshonestidad.

—Hizo bien, agente —manifestó Madison entre dientes—. Bueno, «Chinche», parece ser que la maleta no es tuya. ¿Acaso te ibas a Miami a pasar el verano?

—No, me dirigía a Las Vegas a gastarme los dos millones en billetes que hay dentro —contestó el fulano con toda frescura. Le hacía falta un barbero, un bañó y un sastre, como de costumbre.

Afortunadamente, Madison la tenía paciente aquel día; de otro modo no sé cómo diablos habría acabado la cosa.

—Está bien; Sánchez, abra la maleta. Veamos el tesoro de Alí Babá. —Luego se volvió hacia mí—. Es raro que no hayan llamado ya denunciando su desaparición.

Hice un gesto de aquiescencia. Sánchez tomó la maleta, mediría unos sesenta centímetros de largo, por cuarenta de ancho y casi otro tanto de grueso, y la depositó con enorme esfuerzo sobre una mesa contigua al estrado. Fruncí el ceño extrañado; Sánchez había seguido un curso de fuerza física por correspondencia, y estaba muy orgulloso de sus bíceps. Aquella maleta pesaba al menos sesenta o setenta kilos, cosa que no se compaginaba con su relativa pequeñez.

—¡Diablos! —exclamó el agente al terminar su labor. El día se anunciaba caluroso; con todo, no era trabajo para abrillantar la frente con el simple gesto de levantar la maleta hasta la mesa, Y la frente de Sánchez estaba inundada de sudor.

—Me parece que esta vez te la ganas, «Chinche» —anunció Madison, impasible—. Ábrala ya, agente.

—Sí, señor.

Sánchez obedeció. Mientras lo hacía, estudié por unos instantes el rostro de «El Chinche». La faz del maleante expresaba a la vez curiosidad y decepción; curiosidad por saber lo que había dentro de una maleta tan pesada, y decepción por saber que no podría aprovecharse de su contenido.

La maleta fue abierta por fin. Entonces vimos que estaba vacía.

Durante unos instantes, reinó en la estancia un espeso silencio. Incluso el agente que estaba de guardia unos pasos más allá en la centralita telefónica, abrió una boca como la rueda de una galera Conestoga.

El puño de Madison quebró el silencio. La madera de la mesa crujió amenazando convertirse en astillas.

—¿Qué infernal broma es ésta, «Chinche»? ¿Es que te has creído que hoy es el día de Inocentes?

El vagabundo parecía tan asombrado como nosotros. Miró la maleta, me miró a mí y luego volvió sus ojillos hacia Madison.

—¡Sargento! Cuando su agente me atrapó, aún no había tenido tiempo de abrirla. Le juro que no había hecho más que atraparla…

Extrañado, me acerqué a la mesa. Examiné la maleta atentamente, advirtiendo que parecía forrada de metal por todo su interior. Así, a primera vista, no podía saberse qué clase de metal era, pero sí podía calcularse, por la diferencia entre las dimensiones interiores y exteriores, que el grueso de aquel forro era de dos centímetros al menos.

Mi cuñado se acercó también. Nos miramos en silencio.

—Bueno —dijo Madison al fin—, eso es metal. Chuck, «El Randa», te habría dado por ello un par de dólares, ¿no?

—Quizá —admitió «El Chinche», un tanto ambiguamente.

De pronto, Lear sacó una navajita de su bolsillo, y después de abrirla, empezó a hurgar con el metal, del que arrancó segundos más tarde un par de virutas que brillaban como si fuera de plata.

Lear tomó aquellas virutas con dos dedos y las examinó al trasluz. Luego, muy pensativo, yo diría que incluso pálido, me agarró por el brazo y me llevó a un lado del cuarto.

—Burl, eso es plomo —dijo misteriosamente.

—Ya me lo parecía a mí —contesté en el mismo tono—. Pero ¿qué diablos…?

—Hay más todavía. Es plomo Ultra-P. ¿Sabes para qué se emplea?

—No tengo la menor noción. Sólo soy un pobre e iletrado teniente de policía, no un brillante científico como tú.

—Es una nueva aleación de plomo recién descubierta. Aparentemente, el Ultra-P no se distingue en nada del plomo común. Pero posee una cualidad excepcional; radiaciones con un espesor de la cuarta parte de lo que se necesita habitualmente en estos casos.

—¿Y…? —murmuré.

—Sus propiedades duran alrededor de cuarenta y ocho horas, más o menos. En las cuatro primeras, un espesor de dos centímetros de Ultra-P detiene absolutamente toda radiación. Después va permeabilizándose, pero aún así deja escapar mucha menos radiación de lo que permitiría un espesor de plomo de ocho o diez centímetros. Al cabo de cuarenta y ocho horas, las radiaciones han influido en su masa, y el Ultra-P se convierte de nuevo en plomo común. Este descubrimiento es la base de unos ensayos que se están haciendo para construir blindajes más delgados y, por lo tanto, menos pesados. Sabes de sobra que uno de los principales inconvenientes de la energía nuclear es el blindaje que impide el paso de las emanaciones del material escindible, para evitar la contaminación radioactiva de las personas y objetos.

—Empiezo a darme cuenta. Vuestro interés estriba en hallar una protección lo más liviana posible, y, al mismo tiempo, lo más efectiva posible.

—Justamente. El Ultra-P es el primer paso. Un día lo conseguiremos. ¿Cuándo? ¿Hoy? ¿Dentro de un año?

No se sabe. Sin embargo, el hallazgo de ese isótopo del plomo es un avance fundamental para la protección antirradiactiva.

—Bien. —Me acaricié la mandíbula—. Sin embargo, lo que no comprendo es por qué diablos está forrada esa maleta de Ultra-P.

—Pero ¿es que no se te ha ocurrido tan siquiera? Utilizamos el Ultra-P para el transporte rápido de elementos radiactivos. Ahorramos, tiempo, espacio y trabajo.

—De acuerdo. Pero no me vas a decir que «El Chinche» trabaja con vosotros, ¿verdad?

—Por supuesto. Ahora bien, ¿qué es lo que significa una maleta forrada de Ultra-P?

Sentí de pronto un leve malestar en el estómago.

—Transporte de material escindible —dije.

—Exactamente. Y si esa maleta ha servido para transportar algún fragmento de material radiactivo, significa que está contaminada.

—¿Con… ta… mi… na… da…? —tartamudeé.

La mano de mi cuñado se clavó en mi brazo.

—Dame un coche de la Policía —dijo—. Dame un coche; te contestaré con toda seguridad dentro de diez minutos.

Empecé a comprender que allí estaba ocurriendo algo muy serio. Grité:

—¡Sánchez! ¡Tome su patrullero y vaya con el profesor Marlin adonde éste le indique! ¡Pronto!

Los dos hombres salieron de la comisaría como alma que lleva el diablo. Madison me miró atónito.

—¿Señor?

Extendí la mano hacia «El Chinche».

—¡Encierren a este hombre, pronto! —aullé.

El maleante intentó protestar. Pero uno de los guardias le agarró por el cuello y los fondillos y se lo llevó a los subsótanos donde están instalados los calabozos. Los gritos de «El Chinche» se oyeron largo rato hasta que fueron cortados de repente por un seco golpe.

El policía subió momentos después, con el rostro congestionado, chupándose los nudillos de la mano derecha. Me miró, pero no le dije nada.

Volví mis ojos hacia la fatídica maleta. Decenas de historias sobre hombres afectados por la radiactividad acudieron inmediatamente a mi memoria. Miembros amputados, hígados pulverizados por las ponzoñosas emanaciones nucleares, glóbulos rojos disueltos como terrones de azúcar… Todo el aparato de la enfermedad atómica desfiló por mi imaginación en cortos segundos.

Prendí un cigarrillo con mano temblorosa. El sargento Madison miraba también con ojos fascinados la infernal maleta. El otro guardia nos miraba a los dos alternativamente, con la extrañeza retratada en su habitualmente impasible rostro. En el ángulo opuesto, el telefonista atendía las llamadas de modo rutinario.

Lear Marlin vino un cuarto de hora más tarde, seguido por el agente Sánchez. Mi cuñado traía un extraño paquete en la mano, que desenvolvió con dedos nerviosos, dejando al descubierto un raro artefacto.

—Es un contador Geiger —dijo. Dio media vuelta al interruptor.

La estancia se llenó al instante de un sonido extraño, una especie de chirrido seco y desagradable. La aguja indicadora de la esferilla detectora se movió alocadamente.

Lear me miró, con el rostro más blanco que el papel.

—Burl —dijo—, esa maleta está ardiendo.

Los científicos nucleares suelen emplear un lenguaje muy particular para sus trabajos. Dicen que una cosa está caliente cuando está empapada de radiactividad, pero aquella maleta debía estar muy infectada cuando mi cuñado empleaba aquella expresión. Ardiendo es siempre más que caliente… y si la maleta ardía…

Tragué saliva con dificultad. Luego barboté:

—¡Entonces, lo que debemos hacer es sacarla de aquí cuanto antes! ¿No corremos peligro de contaminación por haber estado tanto tiempo expuestos a las radiaciones?

—No, ha sido un tiempo mínimo y, además, la infección es secundaria. Ahora bien, si permaneciésemos un día o más cerca de la maleta, podríamos tener motivos de alarma. Es evidente —añadió— que el Ultra-P ha estado en contacto con algún fragmento de material fisionable. Me gustaría estar en mi laboratorio para saber cuánto tiempo.

—A mí lo que me gustaría es largar esa maldita maleta de aquí cuanto antes —estallé—. ¡Y lo voy a hacer ahora mismo, Lear!

—¡No, Burl! —La mano de mi cuñado me detuvo la acción. Me miró con fijeza—. Antes de tirar esa maleta es preciso saber primero quién la ha utilizado y con qué fines.

—¡Cómo! ¿Supones —dije, adivinando sus pensamientos— que alguien ha substraído materiales radiactivos de algún laboratorio atómico?

Antes de que me pudiera contestar, el telefonista me llamó.

—¡Teniente! ¡Una llamada urgente de la WNBX!

La WNBX es la emisora local de TV. Andaban siempre a la busca y captura, de reportajes sensacionales, cosa de la cual no estaban muy sobrados, dada la habitual tranquilidad que solemos gozar en Palmer Springs.

—Dígales que en este momento no tengo nada que comunicarles —respondí malhumorado. Traté de reanudar la conversación con mi cuñado, pero el telefonista insistió de nuevo.

—Teniente, dicen que es muy urgente.

—Está bien —mascullé—. ¿De qué se trata?

—Un loco. Ha llamado a la emisora y amenaza con volar la ciudad si no se atiende una petición suya. Dice que tiene una bomba atómica y…