CAPÍTULO IX
Llegamos al «Tijuana’s» cinco minutos después. Me pareció absurdo que, después de tantas vueltas, nos hallásemos de nuevo a ciento cincuenta metros escasamente de la casa donde el loco aguardaba pacientemente a que transcurriese el plazo señalado para hacer detonar la bomba.
Electivamente, el «Tijuana’s» estaba situado en uno de los extremos de la calle Clarkson, teniendo delante de su fachada, ante la cual había una gran explanada para el aparcamiento de los vehículos, los selváticos jardines que rodeaban la casa de Loganion. Hasta entonces me había pasado como cuando uno está empeñado en la solución de un problema de palabras cruzadas y, embotada la mente, se estanca ante la palabra más fácil.
Todo el tiempo habíamos estado viendo el «Tijuana’s» desde el otro lado. Por supuesto, buena parte de la culpa la tenía mi subconsciente, al decirme de manera puramente mecánica que ni Curland ni los otros podían estar allí porque era hora de cierre. Pero, por otra parte, ¿dónde esconderse mejor que en aquel sitio?
La barrera de soldados pasaba a veinticinco metros por delante de la fachada del local, cuyas letras luminosas semejaban unos esqueletos de palabras bajo la ardiente luz del sol. Un poco más allá estaba el puesto de control de la policía.
Al otro lado, a trescientos y pico de metros, podía ver el remolino de la gente: policías, periodistas, fotógrafos, cameramen y los camiones de radio y TV. Y, sobre la diminuta colina, la casa de pizarra, dominándonos a todos con su sombría amenaza, muda y silenciosa como la imagen del mal irrumpiendo bruscamente en un ambiente de paz y alegría.
Bajamos del coche. Tal como pensábamos, las puertas del local estaban cerradas a cal y canto. La casa donde Curland había instalado su antro de diversiones, juego y cosas peores era muy amplia y disponía de dos plantas. Una o dos veces la habíamos allanado, pero el dinero de su dueño, pródigamente distribuido, había silenciado toda posible acusación. Buena parte de aquel dinero había ido a parar a los bolsillos de DeVryss…, al cual ya no le servía para nada, y otra parte estaba en el Banco a nombre de Madison. Estoy seguro de que había sido Madison el que había avisado a Curland de nuestros propósitos de registrar el local cada vez que lo habíamos intentado, por lo que nuestro trabajo había resultado completamente estéril. No me extrañaba, pues, que el corrompido sargento no hubiese encontrado a Curland. O no hubiera querido encontrarlo, que era muy distinto.
Vacilé un momento delante de las puertas. Estuve por llamar a Farquehar para ver si se había traído un «bazooka» con sus preciosos soldaditos, pero me dio vergüenza hacerlo, a última hora.
De pronto, Olsen, el inapreciable Olsen, lanzó un grito.
Volvimos el rostro. ¿Dónde se había metido?
Olsen volvió a gritar.
—¡Venga, teniente! —dijo.
Echamos a correr y doblamos la esquina norte. El agente se encontraba en el lado opuesto, en la siguiente esquina.
—Hay aquí una ventana abierta, teniente —dijo, moviendo la mano como para acelerar nuestra carrera.
Llegamos a la esquina y giramos al otro lado. Olsen estaba ya metiéndose dentro del local.
Miré a derecha e izquierda.
—¿Cómo han venido esos tipos? —mascullé.
La parte trasera del «Tijuana’s», que era donde nosotros estábamos, no podía ser vista en modo alguno desde el otro lado. No se veía el menor rastro de coche por ningún sitio, lo cual me hizo suponer que «El Uñas» y sus compinches habían dejado el automóvil bastante más lejos con el fin de no llamar la atención… si es que estaban allí, cosa que no podía asegurarse por el momento.
Estaban. Sonó un disparo en el interior del local.
Olsen, que se había asomado a la ventana en tanto duraba mi corta exploración, se metió adentro de nuevo. Yo salté por encima del antepecho y me siguieron Dipensio y Sánchez.
Dos disparos más sonaron, en la parte opuesta del local, algo amortiguados por un obstáculo, posiblemente una puerta. Sin necesidad de orlen alguna, nos dispersamos, avanzando por entre las mesas desocupadas, las armas a punto, hacia el lugar donde habían sonado los estampidos.
De pronto, una puerta se abrió. Un hombre se agarró con mano convulsa al batiente. Tenía el pecho cubierto de sangre y con la otra mano empuñaba un revólver de reglamento.
—¡Cuidado! —exclamé—. ¡Es Madison!
El sargento disparó dos veces hacia adentro. Su rostro estaba completamente blanco. Alguien tiró contra él desde el interior. El cuerpo de Madison se estremeció horriblemente.
Madison retrocedió un par de pasos, tambaleándose de modo espantoso. La puerta estaba situada en la parte opuesta del local y era la que daba a las cocinas. Así, pues, la fulana de «Sala Víctor» había tenido razón.
El suelo de las cocinas estaba situado a un metro sobre el nivel general de la sala. En torno a ésta había una especie de palcos con mesas, con el fin de permitir a los espectadores una mejor visión de las atracciones que allí se daban. Madison cruzó aquel pequeño espacio, pero antes de llegar a las escaleras se desplomó de costado. El revólver se le escapó de las manos y rebotó por el suelo pulido y espejeante.
Rodó un par de veces, chocando contra los escalones. Su cuerpo se retorció con los últimos espasmos de dolor. De pronto nos vio.
Levantó: la mano, intentando señalar hacia la cocina. En su boca se veía una rosada espumilla.
Avanzamos hacia él a todo correr. Súbitamente, un tipo armado con una pistola automática apareció bajo el dintel de la puerta.
—¡Ese maldito bastarlo…! —decía.
Y de repente nos vio.
Su gesto fue instintivo. Levantó la mano armada y nos apuntó con la pistola.
Cometió un error; no haber advertido a Sánchez y a su «Thompson». La metralleta emitió un ronco bramido.
El fulano recibió la salva en el estómago. Alzó los brazos con gesto despavorido, en tanto que sus ojos se le desorbitaban por el dolor y el pánico. Los pesados proyectiles de 45 le empujaron hacia atrás con gran violencia. Lanzó un horrible alarido, que fue acallado por el fragor de los disparos y luego, girando rápidamente sobre sí mismo, se estrelló de bruces contra el suelo. La puntera de su zapato derecho empezó a batir espasmódicamente el suelo. El sonido era espeluznante: «toc-toc-toc…», hacía.
Corrí hacia Madison, arrodillándome a su lado. ¿Qué diablos había ido a hacer allí?
El desdichado tenía tres balazos en el pecho. Eran mortales de necesidad y agonizaba rápidamente.
Abrió los ojos al sentirme junto a él. Quiso volver el rostro hacia la puerta de las cocinas, como si tratara de decirme algo. Incluso abrió la boca, pero no pudo hacer otra cosa que emitir unas burbujas encarnadas. De pronto, sufrió una fuerte convulsión y murió.
Me puse en pie, crispando la mano sobre la culata del revólver. Fuera como fuese, Madison había sido uno de mis hombres y aquellos canallas lo habían asesinado. Su muerte no quedaría impune, me prometí, en tanto avanzaba hacia la puerta de las cocinas.
En aquel momento oímos un grito y luego el ruido de unas botas. Nos volvimos; era un oficial de la policía militar con uniforme y equipo de campaña, seguido de un par de soldados con todo el aspecto de ir a des: embarcar en Guadalcanal.
—¿Eh? ¿Qué diablos sucede aquí? —preguntó el oficial.
Me volví hacia él.
—Se ha producido un tiroteo y han muerto dos hombres, capitán —dije—. Soy el teniente Fox, de la policía de Palmer Springs.
El capitán contempló los dos cadáveres con aire desconcertado.
—¡Diablos! ¿Es esto la guerra? —preguntó.
—Sí —repliqué—. Y usted tiene en esta guerra un papel principal. Rodee la casa con sus hombres y procure que no entre ni salga nadie sin mi permiso. ¡Pronto, capitán!
—Eh, oiga, poco a poco —gruñó el tipo, muy sulfurado—. Yo sólo recibo órdenes…
Me mordí la lengua por no soltarle una barbaridad.
—Haga lo que le digo —troné— o le costará caro. ¡Vamos, Dipensio!
Cruzamos rápidamente el espacio que había entre nosotros y la puerta de las cocinas y saltamos por encima del cadáver del pandillero. Antes de entrar, Sánchez, a indicación mía, soltó una ráfaga con su tommy-gun. Los cacharros volaron por el aire con tremendo estrépito.
Aún no se habían apagado los ecos de los tiros, cuando ya me había precipitado al otro lado de las cocinas, irrumpiendo en aquella parte como una tromba, seguido de Dipensio y los dos guardias. Pero no había nadie allí.
—Por lo menos —dije—, hay uno que se ha escondido.
—«El Uñas» —murmuró Olsen.
Asentí con la cabeza. Miré en torno mío. La cocina, enorme, tenía tres puertas. ¿Por cuál de ellas había huido «El Uñas»?
Moví la mano izquierda y me acerqué a la primera de las puertas. En completo silencio, hice una señal a Sánchez, el cual se situó frente a la puerta, con la «Thompson» lista. Dipensio estaba un poco a su izquierda, con el 38 preparado. Olsen se hallaba a mi lado y a una indicación mía, asió la manija de la puerta.
—Abra —dije de repente.
La puerta se abrió y en el acto una bocanada de aire helado salió de allí.
—Es la frigorífica —dijo el «fed».
Asomé la cabeza; sólo se veían alimentos y conservas. Olsen cerró cuando nos hubimos cerciorado de que allí no había nadie.
La segunda puerta era la de una especie de bodega, llena de botellas de todas clases. También estaba vacío aquel cubículo.
Quedaba una puerta todavía. Después de franquearla con las debidas precauciones, nos encontramos con un cuarto oscuro y sin ventilación alguna, destinado a vestuario y almacén de trastos viejos. Había unos cuantos armarios metálicos, en donde los camareros guardaban sus ropas antes de ponerse el uniforme de servicio, así como tres o cuatro cajones de embalaje vacíos.
—¡Bueno! —dijo el federal, echándose el sombrero hacia atrás con el cañón del revólver—; tampoco aquí hay nadie. ¿Es que esos tipos poseen la propiedad de esfumarse como si fueran fantasmas?
—Quizá hayan podido huir por alguna de las ventanas de la cocina —dijo Olsen.
—Posiblemente —dije—. De todas formas, no estaría de más que le echásemos un vistazo a esto.
Retiramos todos los cajones de madera a un lado, sin encontrar el menor rastro de una posible abertura por donde hubiera podido huir «El Uñas». Los armarios roperos estaban igualmente vacíos, con sólo algunas prendas sin importancia.
—Aquella fulana nos tomó bien el pelo —mascullé amargamente.
—A medias solo, teniente. Ella dijo detrás de las cocinas… y hemos encontrado algo, no diga que no —expresó Dipensio.
—Pero no al tipo que queremos encontrar —dije rabioso. Consulté el reloj; eran ya las doce y treinta y dos. ¡Qué manera de correr el tiempo! ¡Ya sólo quedaban ochenta y ocho minutos! ¿Seguiría aquel loco empeñado en su absurdo propósito?
Por pura rutina emití una orden.
—Hay que registrar el piso alto.
Salimos de la cocina, desparramándonos por el local. El registro resultó tan breve como infructuoso.
Nos reunimos de nuevo en la pista de baile. De repente, al dirigirnos hacia la puerta, capté un destello metálico al pie de los escalones que permitían el acceso a la pequeña plataforma situada ante la salida.
—¿Qué es esto? —murmuré, inclinándome a recoger aquel objeto brillante.
Dipensio dijo algo. Yo examiné el objeto con profunda atención. Luego miré al «fed».
—Bueno —dije—, al menos esto ya es una pista, Sweetie Randall ha pasado por aquí.
Y se había dejado su lápiz labial, enfundado en un tubo de oro, con sus iniciales en brillantitos. La «S» y la «R» emitían vivos destellos, destacando claramente contra el áureo metal sobre el cual se hallaban incrustadas las gemas.
—Tanto si iba como si venía —sentenció Dipensio— el hallazgo del tubo de labios demuestra que llevaba prisa.
—Muchísima prisa —concedí, muy abatido. ¿Se había ido? ¿Se había quedado? En aquellos momentos me sentía incapaz de resolver el problema y, más que; incapaz, corto de tiempo.
—Volvamos —decreté al cabo.
El capitán estaba en la puerta, aguardándonos.
Su actitud había cambiado notablemente; con toda seguridad, había recibido instrucciones de Farquehart, a juzgar por el «talkie-walkie» que uno de sus soldados llevaba en las manos.
—La casa está rodeada por completo, teniente —manifestó.
—Gracias, capitán —repuse. Y pregunté—: ¿Sabe si, mientras la registrábamos nosotros, salió alguien del interior?
—No, lo habríamos visto inmediatamente.
—Bien, Queda un individuo escondido. No sabemos dónde, ni tampoco tenemos tiempo para perder buscándolo. Es peligroso y está armado, probablemente con una «tommy-gun». Cuídense de él.
—Lo detendremos como sea, teniente.
—Me gustaría más que lo atraparan vivo. También me gustaría quedarme aquí, pero le repito que no tengo tiempo. En todo caso, si surgiera cualquier novedad, póngase en contacto conmigo inmediatamente.
—Conforme, teniente.
Subimos al coche. Un minuto más tarde estábamos frente a la casa de pizarra.
Farquehart nos salió al encuentro.
—¿Alguna novedad, teniente?
—Sostuvimos una refriega con los forajidos. Matamos a uno de ellos, pero uno de mis hombres, el sargento Madison, murió acribillado a balazos.
—¡Oh! —El rostro de Farquehart expresó una viva consternación.
Madison, me dije. ¿Qué diablos había ido a hacer allí?
Se acercó Nichols.
—¿Qué hacemos ahora, teniente? —inquirió.
—Envíe el furgón mortuorio y al forense al «Tijuana’s». Hay dos muertos allí…
Había pululando a mi alrededor unos cuantos periodistas y fotógrafos, quienes, al oír aquellas palabras, salieron a todo correr hacia el «Tijuana’s».
—¡Madison muerto! —exclamó Nichols—. ¿Qué hacía allí?
—Lo ignoro. Tanto pudo ir a avisar a Curland, como a practicar una investigación por su cuenta. El caso es que uno de los esbirros de Curland lo mató. Nosotros matamos a éste, pero nos hemos quedado sin saber el paradero de la persona que nos interesa. Las personas, mejor dicho.
—¿Tampoco saben nada de la Randall?
—Sabemos únicamente que ha estado allí —contesté, y le enseñé el tubo labial que habíamos encontrado en medio del local.
—Quizá encontraron medio de largarse sin ser vistos —sugirió el sargento.
En aquel instante escuchamos un ruido raro. Provenía del cielo y me hizo levantar la vista.
Los dientes, me rechinaron de rabia. El clásico paleteo de un helicóptero resonó claramente en el ardiente mediodía.
El aparato dio unas cuantas vueltas sobre nosotros y luego se dirigió a la casa de pizarra, sobre cuya vertical empezó a evolucionar, permaneciendo allí como colgado en el aire.
Miré a mi alrededor. Farquehart no estaba ya.
Había, sin embargo, un soldado provisto de «walkie-talkie». Se lo arrebaté antes de que el sorprendido individuo tuviera tiempo de oponer la menor resistencia y empecé a llamar frenéticamente al coronel.
—¡Coronel Farquehart! ¡Soy el teniente Fox! ¿Dónde se ha metido usted? ¡Quiero hablarle en el acto! ¿Me oye? ¡Coronel Farquehart! —chillé, el borde del paroxismo.
Farquehart tardó un poco en contestarme. Su voz llegó un tanto distorsionada por el micrófono del transmisor.
—¿Es de ustedes ese maldito helicóptero?
—Sí. Le ordené…
—¡Le dije que no hiciera nada sin mi conocimiento! —bramé—. Dígale al piloto de ese cacharro que se vaya de aquí en el acto o mandaré a mis hombres que lo frían a tiros. ¿Es que se han creído que están en Iwo-Jima?
El helicóptero se alejó casi al instante. Devolví el «walkie-walkie» a su estupefacto propietario y me enfrenté con Bill Quash.
—Teniente —dijo el director de la WNBX—, sería muy conveniente que nos dijera algo. Los televidentes están esperando ansiosamente noticias sobre el particular. No acababan de creer que sea cierto lo de la bomba atómica y desearía confirmarlo para…
—¿Por qué no va y se lo pregunta al chiflado de allá arriba? —mascullé, volviéndole la espalda.
Un fotógrafo vino y me tiró una placa. Luego se me acercó un periodista.
—Johnson, de la «Associated Press» —se presentó—. Dígame, teniente, ¿qué probabilidades tiene usted de dominar al loco?
—Las mismas que usted de complacer a su mujer a fin de mes cuando le pide dinero y no tiene para darle —repuse bracamente.
Agité la mano. Fui a decirle algo a Olsen, pero en aquel momento sonó el megáfono.
—¡Teniente Fox! —llamó Loganion.