CAPÍTULO XII
—¡Faltan veinticinco minutos!
Los ecos del alarido megafónico se expandieron penosamente bajo una temperatura que se nos hacía doblemente insoportable por la tensión a que estábamos sometidos. Rebotaron sobre los obstáculos, chocaron contra las casas y, finalmente, acabaron por deslizarse a lo lejos, en la llanura que circunda a Palmer Springs.
Consulté mi reloj. Había una diferencia de treinta segundos con el del loco. Éste no había terminado aún.
—¡Y si creen que no pienso llevar acabo mi amenaza —continuó—. Es que todos ustedes están como unas chivas! ¡Repito una vez más que quiero a Curtland y Sweetie Randall o nos iremos todos al diablo!
Noté de repente la lengua pegada al paladar. No, no era posible dudar de la veracidad de las afirmaciones de Loganion. Estaba resuelto a ejecutar sus propósitos y los haría. Sin saber dónde se hallaban Curland y la Randall, nos era absolutamente imposible convencerle de que desistiera de su locura.
Con el rabillo del ojo observé que McDuff, Riwancov y Farquehart se habían reunido en conciliábulo. Se les veía muy nerviosos y era evidente que estaban tratando de evacuar las tropas. En cuanto a mí, empecé a considerar tal posibilidad respecto a los hombres que estaban a mis órdenes.
—Olsen, el radioteléfono. Quiero hablar con Hickman.
—Sí, señor.
Esperé a que me hubieran dado la comunicación.
—Hickman, habla Fox. ¿Cómo va eso por ahí?
—Bien, señor…, excepto que las carreteras se están convirtiendo en un río de gente que huye. —El patrullero hizo una pausa—. ¿Debemos… seguir nosotros… aquí?
Consulté el reloj. Veintitrés minutos tan sólo quedaban para el plazo fatídico.
—No —resolví al fin—. A las trece cuarenta y cinco abandonen todo y márchense de la ciudad. Pueden avisar a sus familias que se reúnan con ustedes.
—Gracias, señor.
A Souvac le dije algo parecido. Al terminar había transcurrido un minuto más. Eran ya las trece y treinta y ocho.
Farquehart se me acercó.
—¡Teniente!
—¿Sí, coronel?
—Estamos pensando en evacuar la gente. Dado que resulta imposible dominar al loco, es inútil —no hablemos ya del riesgo evidente— continuar aquí.
—Me parece una excelente idea, coronel.
—Daremos orden de reunión a menos veinte. A menos quince partiremos. ¿Y usted y sus hombres?
—Abandonaremos la ciudad también a la misma hora, coronel.
—Presenciaremos la explosión desde quince millas al menos. Hay espacio suficiente para no temer nada desde dicha distancia. Claro que en Las Vegas estuve más cerca del punto cero…
—¿Punto cero? —inquirí, extrañado.
—Sí, se llama así al lugar donde ocurre la explosión. Llegué a estar situado a cuatro millas. Al descubierto, pero en una trinchera que nos protegía de la onda expansiva.
Recordando las palabras de Jessica, pensé que cuatro millas era una distancia razonable que podía recorrerse en otros tantos minutos. Y el Indian Creek pasaba, más o menos, a cuatro millas y media de la ciudad. Es un arroyo que en época de estiaje no suele llevar mucha agua, y en algunos trozos de sus orillas, especialmente en el lado este, es decir, contrariamente a la ciudad, los taludes de su lecho tienen varias, cuevas que muy bien podían servirnos de abrigo para refugiarnos contra los efectos de la explosión. Esto me daba casi diez minutos más de tiempo… Pero ¿qué eran diez minutos si no sabíamos dónde estaba la pareja que debía servirnos de humano rescate?
—Además —concluyó Farquehart—, aquella explosión se produjo en una torre de más de cien metros de altura, mientras que aquí se producirá prácticamente a nivel del suelo. Sus efectos, por tanto, serán notablemente reducidos en comparación con la que yo presencié.
—Muy bien, gracias por sus palabras, coronel. Por mi parte, puede considerarse desligado de todo compr…
Un soldado vino corriendo hacia nosotros con un talkie-walkie en las manos.
—¡Teniente Fox! ¡Teniente Fox!
—El mismo —repuse, adelantándome hacia el soldado.
—Le llama el capitán Hunter, señor —dijo el muchacho, entregándome el aparato.
Miré a Farquehart.
—¿Hunter? —pregunté a media voz.
—Sí, es el oficial que manda la parte este.
¡La parte este! ¡Correspondía al «Tijuana’s»!
—Fox al habla —dije, excitadísimo. Presentía algo importante.
—Teniente —gritó Hunter—, venga corriendo para acá. El señor Dipensio de la F. B. I, dice que…
¡Dipensio! Luego el «fed» no se había largado. ¡Simpático muchacho!
No quise aguardar a más. Arrojé el talkie-walkie al soldado y me dirigí a todo correr hacia el coche.
—¡Olsen! ¡Sánchez! —aullé—. ¡Vengan conmigo!
Pero antes de entrar en el automóvil recordé una cosa.
—¡Miller! ¡Vaya al hospital y haga lo que dije antes!
El patrullero arrancó en el acto, haciendo sonar la sirena. No sé por qué, puesto que no se veía la menor señal de tránsito rodado.
Los tres salimos volando en dirección al «Tijuana’s». Cuando llegamos allí eran ya las trece cuarenta. Disponíamos solamente de veinte, minutos, diez, en realidad, esto considerando las cosas bajo un prisma optimista.
El capitán Hunter me salió al encuentro.
—El señor Dipensio le espera ahí adentro, teniente —manifestó—. Dice que ha encontrado algo muy interesante.
—Gracias, capitán. ¡Vamos, muchachos!
—¿Necesitan nuestra ayuda? —se ofreció Hunter.
—Espero que podamos apañárnoslas nosotros solos —respondí—. De todas formas, ustedes van a recibir la orden de evacuación…
Un soldado se adelantó con un transmisor portátil…
—Capitán, le llama el coronel Farquehart —dijo.
Ya no escuché más. Salté dentro del «Tijuana’s», seguido por mis dos inseparables Olsen y Sánchez y cruzamos el local a la carrera, llegando a las cocinas en breves instantes.
Dipensio nos salió al encuentro.
—Hola, teniente —saludó—. Venga conmigo.
Tenía la pistola en la mano, pero no parecía haberla utilizado. Le seguí hasta el cuarto de los trastos.
—Pensé que, puesto que no habían salido o al menos no lo parecía, tenía que haber aquí algún escondite —dijo el «fed»—. Y lo he encontrado. Fíjese.
Sil mano me señaló uno de los armarios roperos. Estaba abierto de par en par y al fondo se veía un negro hueco.
Miré a Dipensio con asombro y respeto al mismo tiempo. ¡Era un federal de toda una pieza!
—Bien —decreté—, vamos a investigar.
—Yo primero —dijo él, adentrándose con cierta dificultad por el armario, al llegar al final, exclamó—: Hola, hay un interruptor aquí.
Dio media vuelta al interruptor y el hueco se iluminó, dejándonos ver una escalera que se introducía en la tierra.
Dipensio empezó a descender los peldaños. Yo iba a continuación y detrás de mí venían los dos agentes.
La escalera mediría unos diez o doce metros de altura. Al terminar, nos hallamos en una especie de túnel de dos metros de altura por otro tanto de ancho. Una especie de regato que había en su centro me indicó el objeto de aquel túnel. Primitivamente había sido destinado a cloaca, pero luego, no sé por qué —hacía ya bastantes años de ello—, se había desistido de su utilización.
¿Cómo había entrado Curland en conocimiento de aquel subterráneo? No era el momento de averiguarlo, aunque bien cabía suponer que dedicándose a negocios que bordeaban el código, debía usarlo para guardar allí cosas prohibidas. ¿Drogas?
A diez metros de la escalera hallamos una especie de armario con puertas de madera. No era muy grande, un metro de lado, aproximadamente, y se hallaba situado a otro tanto de distancia del suelo. Era tanta la confianza de los forajidos en que no hallaríamos su escondite, que ni siquiera se habían molestado en cerrarlo con llave, la cual aparecía insertada en la cerradura. Claro que tampoco les hubiera servido de mucho tal precaución, porque la madera no era cosa que nos hubiera resistido durante mucho tiempo.
Dipensio abrió el armario. Estaba excavado en la roca y tenía varios estantes de madera, todos ellos atestados de frasquitos llenos de un polvo blanco de aspecto inconfundible.
El federal me miró con gesto significativo.
—Mis colegas de Narcóticos se divertirán mucho cuando vean esto —y cerró, guardándose la llave.
Giró hacia la derecha disponiéndose a seguir túnel adelante, y en aquel momento sonó un disparo.
Dipensio lanzó un grito y cayó al suelo.