CAPÍTULO X
Caminé hacia el vehículo de los altavoces en medio de un completo silencio. Las cámaras de TV espiaron mis pasos.
Eché el sombrero hacia atrás y tomé el micrófono que me entregaba el conductor del automóvil de los altavoces.
—Teniente Fox al habla —contesté.
Era preciso hacer un pequeño intervalo entre cada frase, a fin de permitir un fácil entendimiento de las mismas, debido a los ecos provocados por los alaridos de los megáfonos. La respuesta de Loganion se demoró un segundo.
—Le recuerdo que solamente quedan setenta y nueve minutos —dijo el chiflado—. ¿Dónde están Curland y Sweetie?
Me mordí los labios un momento.
—Lo siento —respondí al cabo—. Estamos haciendo los imposibles para encontrarlos, pero hasta ahora nuestras pesquisas no han tenido el menor éxito.
—Vuelvan la ciudad boca abajo si es preciso, pero tráiganmelos. No olvide que sólo haciendo que acudan esa pareja de traidores podrá salvar usted a Palmer Springs.
—Escuche, Loganion; ¿por qué no me deja ir a hablar con usted? ¿No le parece que hacerlo a gritos resulta un poco ridículo?
—¡No! ¡No quiero que se acerque nadie! ¡Al primero que se meta en mi jardín lo mataré como a un perro!
Miré sombríamente hacia el camino de acceso a la casa. El guardia seguía allí, tendido de bruces, bajo el sol ardiente que estaba a punto de cruzar el meridiano. Un desaprensivo ambicioso, una fulana sin moral y un tipo de cerebro reblandecido habían provocado aquella tragedia. La ciudad tendría que pagar una pensión a la viuda, del muchacho, pero nada de lo que se hiciese serviría para resucitarlo.
—Loganion, yo también tengo que recordarle una cuestión —dije.
—¿Qué es ello, teniente?
—Su madre. Está gravemente enferma y quiere verle antes de morir. No es una fábula, sino una estricta realidad, se lo aseguro.
—Váyase con el cuento a otro tipo menos tonto que yo, teniente Fox. Han pasado ya dos minutos. ¿Se da cuenta de lo que quiero decirle?
Y cortó.
—Devolví el micrófono al guardia con gesto lúgubre. Miré a la casa una vez más.
De pronto sonó una voz.
—¡He de pasar! ¡No, no me importa quién sea usted! ¡Cumplo una obligación nacional y no tolero que ningún estúpido policía me impida llevar a cabo mi deber! ¡Aparte sus manazas de encima, idiota!
Corrí hacia donde se estaba produciendo el alboroto.
—¿Qué pasa? ¡Fuera todos de aquí! ¿Quién es ese tipo que chilla tanto?
Un congestionado policía me trajo por el brazo a un no menos congestionado individuo vestido con el uniforme de los repartidores de telegramas.
—Traigo un mensaje urgente para la señorita McDye. Me dijeron que está aquí…
—Démelo —dije, tomándole el telegrama y el lápiz antes de que el tipo pudiera Oponer la menor resistencia. Firmé el recibo y se lo devolví—. Ahora ya puede largarse; su deber está cumplido. Firmado: Burl Fox, teniente de policía.
—Pero…
—Yo se lo entregaré a la señorita McDye. ¡Fuera!
El mensajero huyó aterrorizado.
Me abaniqué el rostro con el sobre amarillo, en tanto que levantaba la Vista hacia la casa donde estaba Jessica. Luego, abriéndome paso entre los curiosos, me dirigí a la puerta de la misma.
Una mujer salió en aquellos momentos del edificio. Iba cargada con una pesada maleta y un saco de mano.
—Teniente Fox, ¿es cierto que ese tipo de ahí quiere hacer estallar una bomba atómica?
Enseñé los dientes con el máximo de cortesía.
—No; es que está llamando la atención para ver si así consigue un contrato de sabio atómico para el Gobierno soviético.
Entré en la casa y subí al cuarto piso. Jessica me salió al encuentro.
—¿Teniente?
—Las noticias que tengo no son buenas —dije. Me despojé de la chaqueta una vez le hube entregado el telegrama y me acerqué a la ventana.
Tomé los prismáticos y miré a través de los mismos. El loco continuaba igual, junto a la ventana, situado a un par de metros escasos de la bomba atómica. Desde luego, si no conseguíamos sacarlo de allí, iba a quedar empapado de radiaciones hasta el cogote.
De pronto, observé una cosa. La mesa donde estaba situado el devastador artefacto ya no se hallaba en el mismo lugar. Loganion la había acercado un poco más a la ventana, pero, al mismo tiempo, atrayéndola hacia sí. Ahora sólo veía un poco más de la mitad de la bomba, precisamente la parte correspondiente al dispositivo del muelle.
Me pregunté por las razones de aquélla, al parecer, insólita actitud. Luego, esforzando la vista, pude divisar el ligero brillo del alambre a través de la habitación.
Ahora se había situado aún mejor. El alambre iba directamente de su muñeca a la placa aislante de Ultra-P y de aquí a la uña del seguro. En caso de que cayera o bien si le ocurría tirar del alambre, la placa aislante caería una fracción de segundo antes que la uña del seguro. Luego se dispararía el muelle, las dos semiesferas de plutonio se juntarían y…
La voz de Jessica me distrajo de tales pensamientos.
—Lea, teniente —dijo la chica, enseñándome el telegrama.
Las noticias no podían ser más desalentadoras.
«Ruégole realizar máximo esfuerzo para convencer profesor Loganion necesidad visitar su madre agonizante. Punto. Señora Loganion quedan le pocas horas de vida e insiste verle antes morir. Punto. Firmado: Doctor Spreks».
Permanecí silencioso durante unos segundos. Luego dije:
Ya oyó lo que hablé con él a través del altavoz.
—Quizá, si pudiéramos entregarle el mensaje —sugirió Jessica débilmente, sin convicción alguna.
—Amenazó con matar a cualquiera que cruzara los límites del jardín.
—Sí —suspiró la muchacha.
Hubo otra pausa. Consulté el reloj; ya sólo faltaban setenta y un minutos para el estallido.
Advertí que la gente había aclarado. Se lo creían o no, pero empezaban a ahuecar el ala. Una explosión atómica no es cosa de broma, precisamente. Incluso debajo de mí estaba empezando a percibir ciertos movimientos nerviosos que no me agradaron nada. ¿Qué ocurriría si en el último momento se producía una desbandada? Para alejarse de allí a una distancia suficiente, que proporcionase inmunidad contra los efectos de la explosión se necesitaban, cuando menos, de diez a quince minutos… Veríamos lo que ocurriría dentro de una hora, me dije.
Con tanto jaleo se me había olvidado de una cosa esencial.
—Señorita McDye.
—¿Sí, teniente?
—¿Qué sabe usted concretamente de las relaciones que había entre Sweetie Randall y el profesor?
—No mucho, excepto qué estaban muy enamorados el uno del otro.
—¿Enamorados? —inquirí, dubitativo.
—Bueno, digámoslo en singular masculino.
—A ella debió parecerle poco el sueldo de un científico, ¿no?
—Eso calculo yo.
—Y, claro, Curland podía proporcionarle todo lo que no hubiera tenido casándose con Loganion.
—Así es.
Recordé a Dipensio. ¿Era solamente por el dinero por lo que Sweetie había dejado plantado al profesor?
—Otra cosa —dije—. Tengo que pensar en lo que sucederá en la ciudad después de la explosión.
Los azules ojos de Jessica me miraron profundamente.
—¿Cree usted que viviremos después del estallido, teniente?
—Bien, a última hora, si las cosas vienen mal dadas, siempre nos queda el recurso de huir. Pero luego tendríamos que volver. Será preciso reconstruir la ciudad y…
—Al estallar la bomba —empezó a hablar Jessica—, se forma una bola de fuego en quince milésimas de segundo, cuyo diámetro es de ciento ochenta metros, alcanzando un máximo de doscientos setenta al terminar el primer segundo de tiempo. La onda explosiva se halla ya a ciento ochenta metros por fuera de ella, expandiéndose a una velocidad de casi cinco kilómetros al segundo; velocidad que decae rápidamente en el segundo siguiente. A los diez segundos, la bola de fuego habrá alcanzado cuatrocientos cincuenta metros de altura, en tanto que la concusión llegará ya a los tres mil seiscientos de distancia. Puesto que la explosión se producirá a nivel del suelo, es preciso rebajar un tanto estas cifras, especialmente las de distancia, que pueden colocarse por un poco menos de la mitad…
—Lo cual significa que en diez segundos, la onda explosiva habrá llegado a los dos kilómetros de distancia.
—Aproximadamente.
—Y la ciudad no los tiene apenas —murmuré lúgubremente—. Continúe usted; es interesante saber dónde irá a parar mi oficina.
—Luego la bola de fuego se enfría. En la primera millonésima de segundo ha alcanzado un millón de grados centígrados. A los quince, su temperatura es sólo de cuatro mil ochocientos, exteriormente; en el interior es mucho mayor aún…
—Pero nosotros ya estamos dentro de su radio.
—Efectivamente. Luego, cuando se enfría, los componentes de los productos de fisión se condensan y forman la nube clásica, en la que encontrarán, en el presente caso, la tierra y lo materiales de la casa, así como todo cuanto se encuentre en un radio de ciento cuarenta metros, más o menos, del centro de explosión. El fogonazo de calor radiante de la bomba, en un día claro como el de hoy, puede ser mortífero hasta mil doscientos metros de distancia, solamente por su acción de quemadura. Luego vienen las radiaciones de rayos alfa, beta y gamma, éstos los más malsanos de todos…
Miré el contador Geiger. Ella adivinó mis pensamientos.
Dio media vuelta al interruptor y la chicharra resonó con furia.
—La radiación ha aumentado —dijo.
—¿Peligrosamente?
—Más para él que para nosotros, ya que está mucho más cerca de la fuente de emisión de neutrones.
—¿Podría salvarse si consiguiéramos inutilizar la bomba antes de las cinco horas?
Jessica es encogió de hombros.
—Es imposible saberle. Él ha estado mucho más tiempo expuesto a la radiación que nosotros. Tenga en cuenta que ha debido montar el mecanismo explosivo y no sabemos cuánto tiempo le ha costado hacerlo.
Miré nuevamente con los gemelos hacia la casa. El brazo de Loganion continuaba inmóvil, en el antepecho de la ventana.
—Esta casa sería destruida, por supuesto —dije tontamente.
Jessica asintió.
—Una casa situada a un kilómetro, más o menos, recibiría una presión de alrededor de setecientos gramos por centímetro cuadrado. Si se tiene presente que un Tiento huracanado, es decir, de unos ochenta kilómetros a la hora, ejerce sólo una presión diez veces menor, o sea setenta gramos por centímetro cuadrado, puede darse cuenta de lo que sería el golpe de la explosión aquí… Pero no hay cuidado, pues la bola de fuego nos englobaría en el primer segundo, carbonizándonos instantáneamente.
—Y él sigue allí, alargando el brazo en aquella dirección y crispando el puño con gesto rabioso.
—Sí. Pero ya, aunque acudiese Sweetie, de poco le iba a servir.
—¿Por qué?
—Lo más seguro es que ya no pudiese tener hijos.
Después de aquellas contundentes palabras de la muchacha, sentí una especie de vacío en el estómago, miré el reloj; ya sólo quedaban cincuenta y siete minutos.
En aquel momento, uno de los policías que estaban de vigilancia allí me pasó el «talkie-walkie» de que habían sido provistos.
—Teniente, le llama el coronel Farquehart.
—Bien —dije—. Fox al habla.
—Teniente, viene un helicóptero hacia aquí con dos importantes personalidades. ¿Puedo hacerlo aterrizar?
—Conforme, pero todo lo alejado que puedan de la casa.
—Está bien —dijo Farquehart, y cortó.
Me puse la chaqueta. Jessica me miró ansiosa.
—¿Puedo…? —murmuró.
—No —dije palmeándole el hombro afectuosamente—. Será mejor que se quede aquí. No deje de avisarme de cualquier cosa que ocurra.
—Me gustaría intentar entregarle el telegrama al profesor.
—Ni lo sueñe. ¿Piensa que tengo ganas de verla como ese pobre muchacho? —señalé al policía muerto.
Los ojos de Jessica se humedecieron.
—Es usted muy bueno, teniente —dijo.
—¡Hum! —rezongué—. Uno no es ni más ni menos que los demás… Me he encontrado de repente con una patata recién salida del horno en las manos y procuro que se enfríe, eso es todo. —Y agregué—: Jessica.
Ella sonrió.
—Gracias… Burl.
Oprimí su mano suavemente y luego di media vuelta.