CAPÍTULO V
El bramido del megáfono se extendió retumbante por encima de nuestras cabezas hasta perderse en multitud de ecos que se alejaron hasta esfumarse lúgubremente.
¡Cuarenta y un minutos! ¡Y sin aparecer la Randall y ni Curland!
—Olsen, el micrófono —pedí.
El guardia vino con el aparato. Se lo entregué a Jessica, mirándola fijamente.
—Bien —dije—, veamos a ver su suerte, señorita McDye.
Ella tomó el micrófono con mano temblorosa. Se aclaró un poco la voz y luego habló.
—¡Profesor Loganion! ¡Soy yo, Jessica McDye, subsecretaria! ¡Escúcheme, por favor, se lo ruego! ¡Es algo de la máxima importancia!
Con el rabillo del ojo vi las cámaras de la TV que nos enfilaban directamente. Maldije a aquellos importunos, pero no era posible hacer nada para echarlos de allí.
Loganion tardó unos segundos en dar su respuesta.
—¿Qué es lo que tiene que decirme, Jessica? Hable pronto; mi paciencia empieza ya a agotarse.
—Escuche, profesor; su madre está muy enfermo. Está muriéndose y quiere verle antes de que sea demasiado tarde.
Hubo una corta pausa de silencio. Luego volvimos a escuchar la voz de Loganion.
—¡Eso es una sucia mentira, señorita McDye! ¡Nunca creí que se prestaría a los turbios manejos de la policía! ¡No volveré a escucharla otra vez!… ¿Me comprende?
Los ojos de Jessica se llenaron de lágrimas. Volvióse hacia mí, haciendo un gesto de impotencia.
—Es verdad, teniente —me dijo—. Su propia madre me dijo que viniera a verle. Sabía que estaba aquí, con… con…
—Swettie Randall, ¿verdad?
Ella movió la cabeza afirmativamente; no podía hablar.
Sentí una infinita compasión por la muchacha. Jessica hacía las cosas de todo corazón, con la mejor voluntad del mundo y ver que sus palabras eran calificadas de una sucia mentira le dolía enormemente. Esto, sin considerar la terquedad de aquel chiflado, que continuaba parapetado en su castillo roqueño, dispuesto a volar con todos nosotros si no se accedía a lo que pedía.
—Olsen, el teléfono —pedí con un gruñido—. Llame al alcalde.
—Sí, señor.
Mientras que el agente establecía la comunicación, reparé en un objeto que Lear había dejado abandonado allí al tratar de parlamentar con el loco.
—¿Sabe usted manejar el contador Geiger? —dije.
—Sí, por supuesto. —Lo tomó y dio media vuelta al interruptor. El chicharreo del aparato se dejó oír de pronto.
—El plutonio ese sigue emitiendo radiaciones, ¿eh? —mascullé.
Ella sacudió la cabeza.
—No; el plutonio difícilmente afecta al contador. Es la infección secundaria la que actúa sobre el mismo.
—¿Cómo quiere decir?
—Pues que, sencillamente, todo cuanto rodea al plutonio se infecta de radiactividad. El plutonio emite neutrones; éstos tienen que escapar o se produce la explosión. Los neutrones infectan cuanto tocan; lo mismo una casa que un ratón. Si esto continúa mucho, esa casa tendrá que ser abandonada o derruida hasta los cimientos y los materiales de que está construida transportados y dispersados muy lejos de aquí.
—¿Y Loganion?
—Figúreselo —declaró ella.
—Pero dos horas…
—No es mucho; él lo sabe. Aunque si la cosa durase más… —Y Jessica dejó la frase sin concluir.
Me pellizqué el labio inferior. Luego dije:
—En serio, ¿cree usted que el profesor Loganion ha montado ahí una bomba atómica? ¿Cree usted que eso puede hacerse así de sencillamente?
Jessica se echó a reír. Era la suya una risa nerviosa, casi histérica.
—Loganion le haría a usted una bomba atómica con un destornillador y un trozo de tubería de plomo. Es uno de los cerebros más brillantes de la nación.
—Tal vez por eso se haya vuelto loco —comenté con negro humor.
Olsen me llamó.
—Teniente, el alcalde no da señales de vida.
—Se habrá largado, el muy bastardo. ¡Póngame con Madison!
—Sí, señor.
Olsen me entregó el aparato apenas hubo logrado la comunicación.
—¿Teniente? —dijo el sargento.
—Deje su puesto —ordené—, y salga de ahí y póngase a buscar a Curland, sea como sea, ¿me entiende? Usted conoce demasiado bien sus costumbres; sabrá, sin duda, dónde encontrarle. Tráigamelo aquí antes de… —consulté el reloj—, antes de treinta minutos.
—Pero, teniente…
Corté sin esperar más. Luego pedí el micrófono. Era imperativo hablar con Loganion y ganar tiempo como fuera.
—¡Profesor! —llamé—. ¡Soy el teniente Fox! ¡Deseo hablar con usted!
Como de costumbre, la respuesta se retrasó unos segundos.
—¿Qué es lo que quiere, teniente?
—Estamos haciendo todos los posibles para encontrar a la señorita Randall y a Gene Curland, pero han desaparecido y no sabemos dónde están. Los buscamos con ahínco, aunque es fácil suponerse que no podremos traérselos antes de que pase el plazo convenido. Sugiero una ampliación del mismo… en beneficio de todos, de usted el primero, por supuesto.
Loganion calló. Sus dudas eran evidentes.
Volví a la carga.
—Profesor, usted no puede destruir una ciudad sólo por rencillas personales. Recuerde que hay niños y mujeres inocentes. ¿Va a sacrificarlos también?
—Conforme —contestó la voz del chiflado al poco rato—. Ampliaré el plazo. Les doy tres horas más. Pero no habrá ninguna otra prórroga, ¿me han comprendido?
Hizo una pausa.
—Y no vuelvan a intentar nada contra mí. He montado un disparador de contrapeso a «hombre muerto». Aunque muriera instantáneamente por un disparo suyo, mi caída provocaría la explosión de la bomba.
La voz del profesor se alejó, dejando tras sí una estela de silencio. Pero habíamos ganado tres horas, tres horas que podían ser preciosas para nosotros.
Empecé a trabajar activamente.
—¡Sargento Nichols, envíe un hombre con prismáticos al tejado de la casa frontera y que vigile atentamente todos los movimientos del profesor! Que le acompañe otro provisto de un transmisor individual para que pueda comunicarnos rápidamente cualquier novedad que surja.
Llamé a Olsen.
—Transmita una orden general. Quizá sea ya un poco tarde, pero es preciso atar todos los cabos. Todos los coches que salgan de la ciudad deberán ser minuciosamente registrados. La señorita Sweetie Randall y el señor Curland deberán ser detenidos y trasladados aquí en el acto.
Un individuo se me acercó. Llevaba en la cinta del sombrero un carnet de Prensa y en las manos un bloc de notas y un lápiz.
—Collins, de la «United Press» —se anunció—. Dígame, teniente; ¿qué hay de cierto en lo de ese loco que dice querer hacer estallar una bomba atómica?
—Ahora no tengo tiempo para entrevistas, lo siento —contesté.
—Llaman del hospital, teniente —dijo Olsen—. Su cuñado está muy mal, pero se salvará.
Respiré. En medio del sombrío panorama, aquélla era una buena noticia, indudablemente.
Vino un informador de radio con un grabador magnetofónico. Lo envié a paseo. Dos fotógrafos se despacharon a su gusto. Un par de cameramen de cine tomaban vistas incesantemente de todo cuanto pasaba.
El jefe de los bomberos vino también.
—Teniente —dijo—, yo y mis hombres estamos dispuestos para hacer algo. ¿Por qué no le lanzamos un chorro de espuma? Esto le enfriaría los ánimos e impediría la explosión.
—¿Cree usted que una bomba atómica se hace con pólvora de cazar? —barboté.
De pronto llegó una noticia interesante.
—Teniente —gritó Olsen—, para usted. —Y blandía el teléfono como si fuese una porra.
Salté hacia el aparato. Era el agente Souvac.
—¿Teniente Fox? Aquí Souvac. Hemos atrapado a uno de los compinches de Curland en el momento en que se disponía a abandonar la ciudad.
—¿Dónde están ustedes?
—En la salida noroeste de la ciudad, en la carretera veintiuno.
—Muy bien, reténganlo allí hasta que vaya yo a interrogarle en persona.
Devolví el aparato a Olsen y dije:
—¡Vámonos!
Me metí en el coche. Casi al instante sentí el revuelo de unas enaguas crujiendo detrás de mí. Olsen arrancó como una exhalación, haciéndonos caer a Jessica y a mí en confuso montón. La chica gritó un poco, pero se rehízo al instante.
—¿Qué diablos hace usted aquí? —pregunté, muy irritado.
El coche tomó una curva cerrada, de tal modo que Jessica salió disparada contra mí. Permaneció unos momentos estrechamente pegada a mi cuerpo y sentí el suave calorcillo del suyo y el delicado aroma a flores del campo que se escapaba de su cabello limpio y perfumado, en tanto la sujetaba con ambos brazos, para impedirla caer al fondo del coche.
Al cabo de unos momentos, ella dijo:
—Me sostengo yo sola, teniente. —Y me miró a los ojos.
—¡Cuánto lo siento! —murmuré. Ella se atusó el cabello con coquetería y su gesto hizo resaltar la delicada curva de su pecho, firme y erguido.
Encendí un cigarrillo y se lo pasé. Jessica aspiró el humo con fuerza. La imité. Los cigarrillos parecieron aliviar un poco la tensión que reinaba entre nosotros.
—¿Qué puede sucederle a un hombre que está demasiado tiempo expuesto a la radiación, señorita McDye? —pregunté al cabo.
—Anemia y degeneración hepática, entre otras cosas. La médula de los huesos también resulta afectada.
Si su cuerpo se empapa demasiado de radiactividad, incluso con una bocanada de humo de tabaco, podría afectar el contador. Los tejidos orgánicos infectados mueren y…
Tragué saliva, no humo esta vez.
—Alto —dije—, no siga. Con lo que he oído es más que suficiente.
El coche llegó a la entrada de la carretera veintiuno en un tiempo mínimo. Abrí la portezuela y me tiré a tierra antes de que frenase del todo.
Los agentes que habían vallado la salida de la ciudad empujaron hacia mí a un tipo de repelente aspecto. Lo conocía de sobra; era uno de los hombres de confianza de Curland. Un tal Chris «El Uñas», llamado así por su afición a llevar siempre muy largas las de los dedos meñiques de las manos. Había hecho de todo en esta vida y las malas lenguas murmuraban de él que tenía un par de muertes sobre su conciencia.
—Bueno, «Uñas» —dije, apenas me lo eché a la cara—, ahora vamos a ver qué tal te portas con nosotros.
—No hablaré más que en presencia de mi abogado —contestó el fulano con aire fanfarrón. Escupió a un lado ostensiblemente.
¿Un abogado?, me pregunté. ¿Por qué requerir la presencia de un letrado? «El Uñas» lo había mencionado antes de que se le formulara una acusación concreta. Luego… allí había algo muy turbio, algo que rebasaba los simples límites de un interrogatorio rutinario.
—Tu abuela —mascullé—. Abogado, ¿para qué lo deseas «Uñas»?
—Hablaré cuando me lo hayan proporcionado; antes, no —insistió el granuja.
—Pero ¡si no sabes siquiera lo que queremos preguntarte! —dije, empezando a perder, la paciencia.
—De todas formas, ya he dicho todo lo que tenía que decir —contestó con obstinación.
—Escucha —dije, tratando de mantener la calma—, sólo queremos saber dónde está tu jefe. Gene Curland. ¿Puedes decírnoslo?
—Mi abogado se llama…
¡Slash!
La bofetada echó hacia atrás la cabeza de «El Uñas». Hubiera caído al suelo de no haber sido por las manos de Souvac, que lo sujetaron por los hombros.
Jessica lanzó un grito. Maldije entre dientes. Aquél no era lugar para interrogar a un tipo. Había muchos coches esperando para ser revisados y mi gesto había sido notado por muchos curiosos. No me convenía ser impulsivo… en aquel lugar y en aquellos momentos.
—Está bien —dije, rabioso—. Vamos a ver si en Jefatura se te refresca la memoria un poco «Uñas». Olsen, cargue con este bastardo.
El conductor empujó al maleante hacia el asiento posterior. Yo entré tras él, cerrando acto seguido.
Jessica se quedó fuera. Chilló algo que no pude entender, ahogada su voz por el rugido del motor. La muchacha agitó las manos frenéticamente, pero ya Olsen hacía virar en redondo el automóvil, saliendo de allí con la velocidad de un «sputnik».
Llegamos a Jefatura diez minutos más tarde. Estaba nerviosísimo; ya casi estaba acabando el primer plazo de dos horas y aún no teníamos el menor indicio sobre el paradero de la Randall ni de Curland. ¿Por qué se escondían tan ahincadamente? ¿Había allí algo más que el simple miedo a las represalias de un tipo enloquecido por los celos?
Olsen se apeó y nos abrió la portezuela. Salí del coche.
En el mismo momento, «El Uñas» arremetió contra nosotros con la cabeza gacha. Su frente chocó con seco ruido contra la mandíbula de Olsen. El agente cerró los ojos, emitió un hondo ronquido y se desplomó desvanecido.
«El Uñas» era tipo que no perdía el tiempo cuando de actuar se trataba. Aún estaba cayendo Olsen, cuando ya levantaba su pierna, golpeándome en la cadera y derribándome también al suelo. Luego echó a correr como alma que lleva el diablo.
Un dolor vivísimo me subió a todo lo largo del costado afectado por el puntapié. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, me retorcí en el suelo cuanto pude y saqué el revólver.
Apunté cuidadosamente. No quería matar al forajido, sino, simplemente, herirle. Su declaración era vital para nosotros. Levanté el pulgar y el martillo del percutor cayó… ¡sobre una cápsula gastada!