CAPÍTULO XIV
Absolutamente solos.
Todo el mundo había marchado, abandonándonos allí frente al loco y a su maldita bomba atómica.
Estábamos solos bajo el sol del espacio y frente a un sol que se encendería antes de cuatro minutos y medio, un sol creado artificialmente por una mente enferma y desequilibrada. Solos allí: Jessica, yo, Olsen, Sánchez y Timothy, el mensajero de la «Western Union». Cinco personas en total, de cuarenta mil que componían la población de la ciudad. Cinco personas, un loco… y la bomba.
Jessica rompió el silencio.
—¡Burl! ¡Podemos salvar a la ciudad! —dijo—. He ideado un medio para desmontar la bomba atómica.
Agarré su brazo con fuerza.
—Ni hablar —dije—. Ahora mismo nos vamos a un refugio que he descubierto…
Ella se desasió vivamente.
—¡Escúcheme! ¿Cree que no sé lo que me digo? Estoy hablando en serio, Burl, se lo juro. Deme un rifle y…
—¡Qué! ¿Acaso piensa matar al loco a tiros? ¿Cuál de los dos está peor?
Jessica hizo un gesto de impaciencia.
—Por el amor de Dios, Burl, le ruego que me crea. Es nuestra última oportunidad…
El altoparlante interrumpió la frase de la muchacha.
—¡Quedan solamente cuatro minutos!
La frase retumbó con varios ecos en nuestro desierto mundo. Al silenciarse el fragor, Jessica continuó insistentemente:
—Sí, Burl, se lo aseguro. Sólo necesito un rifle… y un buen tirador. Son cien metros solamente, para un tirador con buena puntería no es nada… y puede salvar a la ciudad de la ruina.
Olsen, el flemático, intervino. Sánchez y el mensajero nos contemplaban ansiosamente.
—Creo que deberíamos darle esta oportunidad a la muchacha, jefe.
—¿Usted también? —renegué.
—Debemos agotar todas las posibilidades, jefe. Aún tenemos tiempo…
—¿Y el rifle? —gruñí— ¿De dónde diablos lo sacamos?
El megáfono emitió un nuevo alarido:
—¡Ya sólo faltan tres minutos! ¿En qué están pensando?
Consulté a Olsen y Sánchez. El rostro de Timothy estaba blanco como la cera, y sus pecas y granos resaltaban en él como los cráteres en un paisaje lunar.
—Bien, pero ya no tenemos tiempo de ir a Jefatura…
Olsen miró a su alrededor. De pronto reparó en el coche de los altavoces. Caminó hacia el mismo. Un segundo después escuché un rugido de triunfo.
—¡Miren! —gritaba, blandiendo un «Winchester»—. Se lo dejaron aquí en sus prisas por largarse.
Salté hacia Olsen y le arrebaté el arma. Comprobé la carga; el depósito estaba lleno.
—¡Vamos! —grité, echando a correr hacia la casa. Jessica y los tres hombres me siguieron en compacto pelotón.
Empezamos a subir las escaleras. ¿Por qué no habrían puesto ascensor?, maldije entre dientes.
Cuando estábamos a la altura del tercer piso, Loganion anunció que el plazo se había reducido a dos minutos. Ciento veinte segundos nos separaban de la muerte. «Menos mal que será instantánea e indolora», pensé. Y se me ocurrió especular también acerca de cuáles serían las ideas de Dipensio al ver que no llegábamos.
Entramos por fin en la habitación en donde Jessica había permanecido tanto rato de vigilancia. Estábamos sudorosos, jadeantes, faltos de respiración.
—Un momento —dije, aspirando el aire a grandes bocanadas—. Es preciso serenarnos.
Hicimos una pausa de treinta segundos, más o menos. Sentí que mi pulso iba adquiriendo la normalidad, pero aún así no era todo lo firme que hubiera sido de desear.
Mi cronómetro marcó setenta segundos. Tomé el rifle.
Jessica se puso a mi lado con los gemelos, mirando la casa frontera. Me arrodillé junto al antepecho y apoyé el «Winchester» sobre el mismo.
Tomé puntería. Casi estaba a punto de disparar, cuando el megáfono sonó otra vez:
Sudé. Las manos me chorreaban, y en cuanto a los sobacos eran sendas fuentes de transpiración. Volví a tomar puntería.
El altavoz dejó escapar la cuenta de Loganion.
—55…, 54…, 53… 52…
En aquel momento noté un fenómeno sumamente raro. Todas las imágenes que tenía ante mis ojos empezaron a moverse de una forma muy extraña, como si las contemplara a través de una pared líquida, de la misma manera que se ve a un nadador bajo el agua cuando ésta es muy transparente y, además, herida directamente por los rayos del sol. ¿Qué era aquello, lágrimas, sudor…?
Me mordí los labios hasta hacerlos sangrar.
Continuaba impasible el altoparlante:
—48…, 47…, 46…, 45…, 44…
—Dispare, Burl, dispare —murmuró Jessica.
Olsen, el flemático Olsen, soltó una interjección. Oí un bisbiseo; Timothy estaba rezando el acto de contrición.
—Burl, por el amor de Dios —clamó la muchacha.
El cañón del rifle bailó.
—No puedo —gemí—. ¡No puedo!
—¡Burl!
—¡Teniente!
Me puse en pie y les miré con ojos extraviados.
—No puedo. Miren —les enseñé mi mano derecha, que temblaba convulsivamente—. ¿Cómo quieren que haga puntería de esta forma?
—33…, 32…, 31…, 30…
Jessica se tapó el rostro con ambas manos. Timothy continuaba rezando, pero ahora tenía los ojos desorbitados, y miraba fijamente hacia la casa de pizarra, al mismo tiempo que alargaba el cuello desmesuradamente, como si se sintiera hipnotizado por lo que había a cien metros de distancia.
—Teniente —dijo Olsen. La cara le brillaba como si se la hubiera untado con manteca fundida.
—Os… Os he metido en un mal paso… —dije. Casi lloraba—. Debíamos haber ido a refugiarlos en el túnel del «Tijuana’s».
El altavoz continuaba metódicamente su cuenta:
—25…, 24…, 23…, 22…, 21…
De repente sonó un ruido seco. Sánchez acababa de lanzar su «Thompson» a un lado.
—Deme el rifle, teniente —dijo, arrebatándomelo de las manos, antes de que pudiera hacerle la menor objeción.
Jessica se quitó las manos de la cara. Los ojos le ardían como si padeciese una fiebre altísima.
Sánchez se arrodilló junto a la ventana. Tomó puntería.
En aquel momento pensé muchas cosas. ¿Qué sucedería, si por ejemplo, el percutor caía sobre una cápsula en mal estado? ¿Y si Sánchez fallaba la puntería? No habría tiempo de repetir el disparo; Loganion haría estallar la bomba. Hasta en el primer caso corríamos un gravísimo riesgo; el agente tendría que extraer la cápsula defectuosa y poner otra en la recámara. ¿No le crearía el contratiempo un cierto nerviosismo que le haría fallar el disparo?
El último minuto agonizaba.
—12…, 11…, 10…, 9…, 8…
¿Por qué no disparaba?
Tomé los gemelos de manos de Jessica y miré hacia la casa. Allí estaba la bomba, mortífera y devastadora, brillando la parte lisa de la media semiesfera como si fuera el mejor de los espejos, aguardando solamente el tirón que la arrojaría contra su oponente gemelo. Entonces se alcanzarían los doce kilogramos de la masa crítica y…
«¡Dispara, Sánchez, dispara!», clamé en silencio.
—5…, 4…, 3…
La mano de Loganion se movió. Lo vi con toda claridad.
—2…, 1…
¡BANG!
¿Qué era aquello? ¿La bomba o el rifle?
Sonó un rugido indescriptible, aumentado enormemente de volumen por los amplificadores. Con toda perfección, a través de los binóculos, pude ver volar en mil pedazos la letal semiesfera de plutonio. En el mismo momento, Loganion tiraba del alambre.
El muelle se distendió y el Ultra-P se deslizó a un lado, permitiendo el choque, pero ya no habría estallido.
Cuando quise darme cuenta de lo que me sucedía, hallé que tenía a Jessica en mis brazos. El corazón de la muchacha palpitaba con tal fuerza, que pude notarlo perfectamente a través de mis costillas.
—¡Ha resultado! ¡Ha resultado! —repetía ella, enajenada, una y otra vez.
De pronto sonó la voz de Olsen.
—Teniente, veo algo raro.
Miré hacia la casa de pizarra. La mesa aparecía volcada, seguramente derribada por un acceso de furia de Loganion.
El altavoz sonó inesperadamente.
—¡TENIENTE FOX!
Contesté con un grito, no sé si llegó a oírme.
—¡VOY A ENTREGARME. HA SIDO LA SUYA UNA MAGNIFICA FAENA. LE FELICITO SINCERAMENTE. ESPERENME. AHORA VOY!
—Vamos —dije, echando a correr hacia la escalera—. ¡Sánchez, no se olvide del rifle!
Bajamos a trompicones, como locos. Atravesamos la desierta Avenida, sobre la cual se derramaban los rayos inclementes de un sol de fuego, que derretía el asfalto, y empezamos a subir el sendero.
A mitad de camino vimos aparecer al profesor. Bajaba con aire cansado y meditabundo al mismo tiempo, mirando hacia el suelo, con las manos a la espalda, como enfrascado en algún problema de difícil resolución.
Habría recorrido unos diez metros cuando, de pronto, pareció darse cuenta de nuestra presencia. Levantó la vista. Sus ojos brillaban con fulgor demoníaco.
—¡Cuidado! —dije—. Ese loco va a tendernos una trampa…
No pude terminar de hablar; con gesto brusco, Loganion acababa de sacar el rifle que hasta entonces había mantenido oculto en el cuerpo.
—¡A tierra, Jessica! —grité, empujándola a un lado, al mismo tiempo que sacaba el revólver.
Timothy se lanzó de cabeza tras unas matas. Sánchez aprestó su inseparable «Thompson», pero algo se le enredó en la máquina, dificultándole su manejo.
Pero en aquel momento, cuando el profesor se echaba ya el rifle a la cara, la escena varió de decoración.
Un hombre salió por la puerta de la casa. Estaba casi cubierto por la sangre brotada de sus heridas y se tambaleaba espantosamente. En la mano derecha llevaba un revólver de grueso calibre y cañón acortado.
—Maldito —barbotó Curland, arrojando espumarajos sanguinolentos.
¿De dónde diablos salía aquel forajido?
Curland gatillo el arma, antes de que Loganion pudiera utilizar la suya. El loco se estremeció horriblemente al sentir en su carne los impactos de los proyectiles. Su cuerpo se arqueó hacia adelante un segundo antes de soltar el rifle y desplomarse de bruces.
Disparé una vez contra Curland. Otro hombre lo hizo también. No era ni Olsen ni Sánchez. Dipensio había salido tras el forajido y terminaba de llenarle el cuerpo de plomo. Curland lanzó un horrible ronquido y cayó rodando por la pendiente del sendero, hasta detenerse al pie de un arbusto. Ya no se movió más.
Dipensio se nos acercó renqueando. Miró con furia al bandido muerto.
—Ese tipo… Creíamos haberlo matado… Estuve esperando a que se cumpliera el plazo, muy encogido y con bastante miedo, no crean. Cuando dio la hora, me tapé la cara con las manos, no pude remediarlo. Un minuto después, extrañado de no haber oído nada, levanté los ojos. Vi, tremendamente extrañado, que Curland no estaba allí. Entonces advertí un reguero de sangre y… Bueno; aquí estoy. El «Tijuana’s» y esta maldita casa se comunican por medio de la cloaca abandonada. He llegado tarde por unos segundos, a lo que se ve.
—Sí —suspiré—. Sí.
Loganion rebulló en aquellos instantes. Me arrodillé presuroso a su lado.
Las pupilas del loco estaban ya vidriadas por la inminencia de la muerte y en su cara, más que el dolor, se reflejaba la pena.
—¡Sweetie! —llamó, casi llorando.
Oí un gemido a mi lado. Era Jessica.
Loganion volvió el rostro hacia la muchacha. Pareció sonreír.
—Hola… señorita McDye… —jadeó penosamente—. ¿Cómo está… mi… madre…?
Jessica me consultó con la mirada. Le hice un signo de inteligencia cuyo significado supo captar al instante.
—Está mejor, profesor… Fuera de peligro…
Una expresión de suprema placidez apareció en el rostro de Loganion.
—Me… alegro… —murmuró—. Ella me… quiso siempre… No… No se llamaba Sweetie… —Y ya no habló más. Murió unos segundos más tarde.
Los violentos sollozos de Jessica fueron acallados por el turbulento paleteo de un helicóptero que volaba sobre nosotros. Me puse en pie y moví los brazos, abriéndolos y cerrándolos varias veces. Los tripulantes del aparato correspondieron con una señal parecida. Luego, el helicóptero se remontó y emprendió una marcha precipitada hacia el oeste.