5

Su primera reunión oficial de la mañana fue con los capitanes atenienses. Desplegó la silla curul de marfil y la llevó a las gradas del hipódromo para ver el entrenamiento matutino mientras atendía a los capitanes, y Niceas y Filocles se apostaron uno a cada lado de él. El almirante de la flota aliada, Demóstrate, oriundo de Pantecapaeum, era un rico mercader, antiguo pirata y hombre clave de la alianza que había derrotado a Macedonia. Y al igual que Kineas, sabía que la guerra no había terminado.

Los capitanes atenienses se mostraban cautos y sumamente respetuosos, cosa que lo hizo sonreír.

—Arconte —comenzó Cleandro, su portavoz—, que todos los dioses bendigan tu casa y tu ciudad.

Cleandro conocía a Kineas de toda la vida; habían compartido tutor en su más tierna infancia. Pero optó por fingir ignorarlo, bien fuera por respeto o por temor.

Kineas inclinó la cabeza, sintiéndose como un impostor o un comediante.

—Bienvenidos a Olbia, caballeros —saludó—. Que Apolo y Atenea y todos los dioses bendigan vuestra empresa y el viaje de regreso a casa.

Intercambiaron cumplidos, religiosos y de otras clases, durante varios minutos, hasta que finalmente Cleandro entró en materia.

—Sabemos lo dura que ha sido la guerra para tu ciudad —dijo con prudencia.

Kineas se tocó la mandíbula.

—Sí —dijo.

Cleandro echó un vistazo a sus compañeros. Eran hombres poderosos, los capitanes de los barcos de grano de Atenas, con grandes inversiones en sus cargamentos aunque ninguno de ellos fuera propietario.

—Queremos preguntar, con el debido respeto, si se reunirán cargamentos suficientes para llenar nuestros barcos antes de que termine la temporada de navegación.

Cleandro lanzó una breve mirada furtiva a la ciudadela que se alzaba a espaldas de Kineas. «¿Tienes suficiente grano para alimentar a Atenas?» Ésa era la verdadera pregunta.

Kineas asintió.

—La guerra ha ralentizado el flujo de grano desde el mar de hierba —contestó Kineas—. Muchos granjeros tuvieron que abandonar sus tierras cuando los macedonios avanzaron. Y los aliados necesitaban grano para alimentar a su ejército y a los caballos de los sakje. —Esta indirecta, poco más que una mera mención de la alianza entre las ciudades euxinas y los sakje, causó cierto revuelo entre los capitanes atenienses—. Pese a ello, estoy convencido de que enviarán suficiente grano para llenar vuestras bodegas. La cosecha principal no llegará a puerto hasta dentro de un mes. Habréis constatado con vuestros propios ojos que la guerra no llegó hasta aquí; que nuestros campos están llenos de grano a ambas márgenes del río hacia al norte, hasta donde un barco puede flotar. El grano que ahora llega al mercado es de la cosecha del último otoño, cuya venta se vio interrumpida por tormentas tempranas y rumores de guerra. Irá llegando despacio, pero ese goteo pasará a ser un verdadero torrente tras la festividad de Deméter.

Demóstrate carraspeó y, cuando le prestaron atención, sonrió.

—Todo el grano del Borístenes vendrá a Olbia —dijo—. Y mi ciudad, Pantecapaeum, tendrá todo el grano del norte que se transporta por el río Tanais hasta la bahía del Salmón. Ahora mismo estamos reuniendo nuestros cargamentos.

Cleandro sonrió, lo mismo que otros capitanes.

—Ésas sí que son buenas noticias. Pero un mes es mucho tiempo para que nuestros barcos permanezcan amarrados en puerto. ¿Podrías organizar un envío más rápido del grano? En años precedentes, hemos llenado las naves antes de la festividad de Deméter.

Su tono daba a entender que, para la flota de grano de Atenas, ningún favor era demasiado pequeño.

Kineas miró de hito en hito a Cleandro.

—No —respondió—. Ahora mismo no hay grano suficiente para llenar vuestros barcos.

Cleandro abrió las palmas de las manos.

—Arconte, no somos idiotas. En estos momentos, tu ciudad vende grano a los bárbaros que hay acampados al norte del mercado: aliados de guerra. Y tú mismo compras grano. Envíalos a casa y déjanos comprar el grano. Atenas necesita el grano ahora mismo.

Esta vez fue Kineas quien sonrió.

—No —insistió—. Lo siento, Cleandro, pero creo saber mejor que tú cuáles son las necesidades de Atenas. Atenas necesita un aliado fuerte y fiable en el Euxino, y necesita que alguien mantenga a raya a Alejandro para que no se cierna sobre el mar de hierba con la consiguiente amenaza para el comercio oriental. Y mi ejército tiene que comer.

—Pero nuestros barcos están inactivos —protestó Cleandro—. Tal vez —y sonrió como un hombre de mundo—… tal vez preferirías vendernos parte de tus propias reservas de grano… Llevas semanas comprando.

Kineas hizo como si reflexionara un momento.

—Ese grano es de la ciudad, no mío. O, mejor dicho, es del ejército, adquirido tras la venta de parte del botín de nuestra victoria.

—Y que ahora podrías vendernos sacando un beneficio —insistió Cleandro.

—Sólo que necesito ese grano para alimentar al ejército —repuso Kineas.

—El ejército está en casa —dijo Cleandro—. La necesidad de grano ya pasó.

Kineas frunció el ceño. Fue un gesto deliberado, hecho con intención de amedrentar, cosa que consiguió. Todos los capitanes atenienses dieron un paso atrás.

—Corres peligro de decirme cómo debo manejar mis asuntos —dijo Kineas—. Necesito ese grano. Y —hizo una pausa para llamar la atención—… necesito vuestros barcos.

Cleandro se atragantó.

Kineas sonrió y se puso de pie.

—Cleandro. No seas tonto. Nací y me crié en Atenas, y nunca le haría daño a ella ni a su flota de grano.

Cleandro sonrió con picardía.

—Sabía quién eras antes de zarpar de Atenas —soltó. Se encogió de hombros—. Tus raíces atenienses quizá sólo sirvan para hacer de ti un tirano peor. Piensa en Alcibíades. —Metió la mano bajo su manto y sacó un pergamino—. Tengo una carta para ti.

Kineas frunció el ceño.

—¿De Licurgo? —preguntó. Fue su facción, y la de Demóstenes, la que lo había enviado al exilio y había dispuesto que entrara al servicio de Olbia.

Cleandro negó con la cabeza.

—De Focionte —respondió. Focionte era el más grande militar vivo de Atenas. Como general, había vencido a Filipo de Macedonia, Tebas, Esparta; era uno de los mejores soldados del mundo. Y era amigo de Alejandro. Kineas había aprendido el manejo de la espada con él.

Cogió la carta casi con reverencia.

Cleandro se rió.

—Tu padre y Focionte eran líderes de la facción que favorecía a Alejandro —dijo—. ¡Figúrate! ¡Y ahora tú has aniquilado un ejército macedonio!

Kineas se encogió de hombros.

—Focionte luchó contra Filipo, y eran amigos merced a los rituales de hospitalidad —dijo Kineas. Cleandro sonrió con ironía.

—¿Qué diría Polieuctas?

Kineas sonrió abiertamente. Su tutor Polieuctas, discípulo de Platón, nunca se cansaba de insistir sobre los males de un poder macedonio sin restricciones y sobre la traición de Alcibíades. Pese a ser un hombre venal que aceptaba demasiados sobornos, había sido un buen maestro y un político hábil.

—Pienso en él constantemente —confesó Kineas.

—¡Y decir que te dábamos por muerto! —exclamó Cleandro.

—¡Bah! No tan muerto —dijo Kineas, y se abrazaron—. Ahora que ya parezco menos un tirano extranjero, quizás os avendríais a alquilarme vuestros barcos por un mes —propuso—. Tengo mucho oro macedonio a mi disposición.

Bosquejó su propuesta y los capitanes atenienses comenzaron a regatear. Kineas les ofrecía un buen dineral por su tiempo, dineral que se sumaría al de sus cargamentos; ellos, por su parte, veían más margen de beneficio y el riesgo para sus naves era real.

Cleandro solicitó una reducción de los aranceles portuarios, pero Kineas no daba su brazo a torcer. El arancel sobre el grano era la principal fuente de ingresos de la ciudad, sin embargo la posibilidad de hacerse con grandes cargamentos de la más pura salsa de pescado en la bahía del Salmón y la garantía de ser escoltados por el navarco de Pantecapaeum acabaron cerrando el trato. Cleandro tendió la mano y todos se la estrecharon.

—Detesto transportar caballos —dijo Cleandro, y los demás capitanes se mostraron de acuerdo.

—A mí me preocupa la profundidad del agua en la entrada del lago Meotis —soltó otro.

—Caballeros —interrumpió Kineas, levantándose de su silla de marfil—, ésos son problemas profesionales y cuento con que los resolváis. ¿Estamos de acuerdo?

Cleandro se encogió de hombros.

—Sabes cómo conseguir lo que quieres; se nota que eres ateniense.

Kineas soltó una carcajada y los capitanes se retiraron. Luego miró sonriente a Diodoro, quien correspondió a su sonrisa.

—Ganas el premio de déspota benevolente —dijo Diodoro—. Interpretado a la perfección. Te conseguiré una máscara y podrás hacer el papel de tirano en el teatro.

—Me conformaré con una copa de vino —repuso Kineas.

Su segunda reunión oficial de la mañana fue con León, el antiguo esclavo de Nicomedes. León lo aguardaba en el pórtico del cuartel, apoyado contra una de las columnas de madera tallada, observando el regateo de los capitanes atenienses. De hecho, mientras aguardaba, había entrado a probar la sopa que hervía a fuego lento en el hogar, le había añadido un pellizco de especias y había cepillado la clámide de Kineas antes de colgarla pulcramente en el perchero de la armadura. De vez en cuando, Kineas intercambiaba una mirada con él a modo de disculpa, pero León siempre sonreía irónicamente y se buscaba otra tarea para entretener la espera.

Cuando Diodoro llevó una copa de vino a Kineas y se fue a supervisar la instrucción de la caballería, León por fin se le acercó.

—Arconte —dijo—. Te saludo.

Kineas se levantó de la silla curul de marfil y le estrechó la mano.

—¡Liberto León! —saludó Kineas—. ¡Ciudadano, si ayer no entendí mal en la asamblea!

La asamblea había dado el paso de otorgar la ciudadanía a los doscientos libertos del ejército, gesto que no se debió tanto a un arrebato de patriotismo como a reconocer que los huecos en la falange y la vida económica de la ciudad debían rellenarse de inmediato.

León sonrió. Iba vestido con una elegante túnica, una buena pieza de lana con una fina cenefa verde en el dobladillo. Era una prenda valiosa, aunque ya la tenía cuando era esclavo.

—Nicomedes me legó la mitad de su fortuna —dijo sin más preámbulos.

Kineas apoyó una mano en las anchas espaldas del africano.

—¡Bienvenido a los hippeis! —exclamó—. ¿Sabes montar?

León lo miró a los ojos.

—La otra mitad te la legó a ti —agregó—. En caso de que Ajax falleciera.

—¡Oh! —se sorprendió Kineas—. Vaya.

León le entregó un pergamino.

—Tenemos que dividir sus bienes entre nosotros. —León apartó la vista un momento antes de añadir—: Reúno los requisitos para ingresar en los hippeis. Y con creces. Y sí, sé montar. —Pese a la seriedad del asunto, sonrió—. En realidad, todos los nubios saben montar. —Su sonrisa se convirtió en mueca—. No puedo hacerme cargo de sus negocios. Sus relaciones comerciales se basaban en su red de amistades; hombres que le debían favores, hombres que deseaban su patrocinio. Yo heredo su dinero, pero no su poder.

Kineas aún estaba digiriendo la impresión de la riqueza repentina.

—Debes de ser muy rico —comentó Kineas. León le lanzó una mirada mientras comenzaba a sacar brillo a un casco que alguien había dejado encima de un banco.

—Somos muy ricos —puntualizó León.

—Debía de quererte mucho —señaló Kineas.

León removió los hombros como si le incomodara un manto.

—Podría decir lo mismo de ti —replicó el nubio.

—Él amaba a Ajax —dijo Kineas.

En el exterior, Diodoro y Niceas se gritaban mutuamente por algo relacionado con los caballos. Filocles se abrió paso a través de ellos. Ataviado con un simple quitón de lino y capa, un sombrero de paja de ala ancha y una cartera de rollos al hombro, parecía un filósofo. Sólo la anchura de sus espaldas y los desmesurados músculos de sus brazos permitían vislumbrar el monstruo en que se transformaba al combatir.

—Me hizo esclavo —dijo León, y la voz le tembló por vez primera—. Y ahora me ha hecho rico.

Filocles cruzó el suelo del cuartel hasta el pesado cántaro que siempre estaba lleno de vino barato y se sirvió un vaso. Luego sirvió otro más y salió a la arena del hipódromo para llevárselo a León.

—Tienes pinta de necesitarlo —observó—. Me he enterado de tu buena fortuna en el ágora. De la de ambos. Hay una buena dosis de… resentimiento. —Se encogió de hombros—. Pero no es universal.

—Quiero marcharme de Olbia —confesó León—. Lamento importunarte, arconte. —Bebió un sorbo de vino, lanzó una mirada a Filocles y siguió mirando a Kineas—. Tenía que informarte, señor.

Filocles acercó una banqueta e invitó a León a sentarse.

—Bebe tu vino tranquilo. El arconte puede dedicarte algo de tiempo. Al fin y al cabo, eres uno de sus hombres.

Kineas seguía esforzándose por asimilar las riquezas que de pronto había heredado. La crisis personal de León casi le resultaba más llevadera.

—Dice que sabe montar —Kineas le comentó a Filocles, y se dio cuenta de lo intrascendente que era aquello después de lo que León acababa de revelar.

—Quiero marcharme —insistió León—. No puedo quedarme aquí, en su casa, con sus clientes y sus relaciones. —Se encogió de hombros—. No es la vida que deseo.

—¿Y qué es lo que deseas? —preguntó Filocles. Acercó otra banqueta y se sentó.

Kineas contemplaba un tapiz mientras trataba de estimar el valor de la riqueza de Nicomedes, preguntándose qué haría con ella. La reacción de León era comprensible, ningún hombre quiere ser esclavo, y era evidente que León no era hijo de esclavos, pero a Kineas le costaba comprender la poca sensibilidad del nubio. Nunca se había vestido de luto, nunca se mostraba alicaído, y Nicomedes había sido un hombre muy popular.

—Quiero ir a Oriente contigo, con el ejército —dijo León—. A cambio, ayudaré a sufragar los costes. —A Kineas le dijo—: Antes de que me apresaran y me hicieran esclavo, era guerrero. —Sonrió titubeante—: Y tal vez en Oriente pueda establecer mis propios contactos comerciales. —Le cambió la cara, como por un mal recuerdo—. O encontrar… una vida.

Kineas se sirvió un vaso de vino y lo apuró. Luego repuso:

—León, contribuiste a salvar mi ejército. Siempre estaré en deuda contigo. ¿Por qué me preguntas? Claro que puedes acompañar al ejército; ahora te cuentas entre los hippeis. Probablemente posees más caballos que un sakje —concluyó, encogiéndose de hombros.

A León le temblaban los labios. Le asomaban lágrimas a los ojos, y Kineas se volvió hacia otra parte para ahorrarle el apuro.

Filocles estrechó los hombros del antiguo esclavo.

—Di lo que tengas que decir, León —le instó.

León se irguió y meneó la cabeza.

—No. No soy un pelele.

Filocles apuró su vaso de vino.

—¿Qué edad tienes? —preguntó.

—Unos veinte —contestó León.

—No hay nada vergonzoso en pedir protección. Kineas, presta atención. León necesita tu ayuda, pero es demasiado orgulloso para pedirla.

—Igual que algunos espartanos que he conocido —repuso Kineas.

—Es una epidemia que hace estragos entre los griegos —convino Filocles—. Lástima que se haya extendido hasta África. —Dio una palmada a León—. Di lo que tengas que decir, muchacho.

León inspiró profundamente.

—El abogado de Nicomedes quiere que divida el patrimonio. Creo que tiene intención de estafarme. Como antiguo esclavo, no tengo amigos, ni esclavos ni libres. Tú eres un hombre justo. —Lanzó una mirada a Filocles—. Igual que tus amigos. —Hizo una pausa—. Lo he estado meditando. Quiero ir al este. Y quiero que mi fortuna se quede aquí, pero que no desaparezca. Quiero ser ciudadano cuando regrese. Si mantenemos los bienes en común, tu nombre y el mío unidos, ningún hombre nos robará. Y se lo pensará dos veces antes de asesinarme.

Kineas nunca había sido admirador de la esclavitud en ninguna de sus formas pero, aun siendo comedida, la explicación de León, a saber, que abandonado a su suerte perdería su fortuna y tal vez la vida, ponía de manifiesto hasta qué punto la esclavitud despojaba a un hombre de su dignidad y sus derechos.

—¿Asesinarte? —preguntó Kineas sorprendido—. Continuamente se liberan esclavos que se vuelven ricos.

Filocles resopló como un caballo de batalla:

—No, mi crédulo amigo ateniense. La gente dice que continuamente se liberan esclavos y que se vuelven ricos. Tales esclavos se supone que son la causa de la mala política y devienen en el blanco de los comediantes; ahora bien, ¿alguna vez has conocido alguno?

—Thais era esclava antes de convertirse en hetaira —contestó Kineas. Meneó la cabeza—. De acuerdo, mensaje recibido. —Miró a León—. Ya sabía yo que me repugnaba la esclavitud. Muy bien, ¿en verdad se proponen asesinarlo?

—Demóstenes, el sobrino de Nicomedes, lo estaba comentando hace un rato en el ágora —dijo Filocles. Miró muy serio a Kineas, que supo interpretar su mirada.

—Muy bien —repitió Kineas. Sentía cierta ira, la clase de sentimiento que le sobrevenía cuando lo engañaban en el ágora o le mentían sobre la frescura de un pescado. Se levantó y estrechó la mano de León—. Filocles ha sido abogado. Dejemos que redacte un documento de alianza. Creo recordar que se te dan bien las matemáticas.

León inclinó la cabeza.

—En efecto. Y lo mío me ha costado —dijo.

—Ayúdame a confeccionar un logistikon para este pequeño ejército —propuso Kineas—. Y luego podrás ayudarme a gastar parte de nuestro dinero. —Apoyó una mano en el hombro del muchacho—. Bienvenido a mi Estado Mayor.

La tercera reunión fue la más dura en todos los sentidos; más aún por ser tan inesperada. León estaba absorto en un rollo de números y Filocles había ido a guardar las obras que había adquirido en el mercado cuando Sitalkes, todavía renqueante por culpa de su herida, se asomó a la puerta del despacho privado de Kineas, donde el arconte estaba sentado consultando un montón de pergaminos.

—Ha venido un caballero a verte —dijo. Estaba asustado, o quizá sumamente conmovido.

Kineas vio a Arni, otro esclavo liberto, detrás de Sitalkes. Se levantó, pero el hombre que entró lo pilló desprevenido.

—¡Isocles! —exclamó. Isocles era el padre de Ajax. Ajax, que estaba muerto, su cuerpo envuelto en lino, embalsamado. Que había caído sirviendo a Kineas, luchando por Olbia, un héroe.

El buen hombre tenía el rostro demacrado a causa de la aflicción.

—Kineas. —Se quedó callado un momento en el umbral—. Mi hijo ha muerto.

Sus palabras se apagaron, e Isocles dio un paso al frente, abrazó a Kineas y lloró.

Niceas, que también había querido a Ajax, se llevó al padre de allí y dejó a Kineas en paz para que leyera la carta de su héroe de la infancia.

Focionte de Atenas a Kineas, hijo de Nicocles, saluda: El destino, que te asignó el papel de soldado de Macedonia y luego el de exiliado, ahora te ha encumbrado. Nos llegan informes de tu generalato en Olbia y de que venciste a las fuerzas que Antípatro envió a conquistar las ciudades del Euxino.

Aquí hay estúpidos que parlotean sobre una guerra contra Macedonia. La idea de que Atenas es una potencia mundial no se olvida fácilmente, y los hombres, sean jóvenes o viejos, se engañan a sí mismos sobre el poder de su ciudad incluso cuando les cito el ejemplo de Tebas.

Te escribo no como suplicante ni como amigo de Macedonia, aunque podría encajar en ambos papeles. Te escribo como el hombre que te enseñó el manejo de la espada. El partido antimacedonio te reivindica como si fueses una posesión suya, su esclavo, y se atribuye todas tus acciones como propias. Te pedirá que reúnas a tu ejército y que marches sobre Tracia contra Antípatro.

Cuando te exiliaron y te enviaron a Olbia, fuiste una herramienta, una espada. Pero ahora que eres comandante, eres también el hombre que empuña la espada. Cuidado con lo que cortas.

Por favor, transmite mis saludos al joven Graco, a Laertes, hijo de Talo, a Diodoro, hijo de Glauco, y a Coeno el Nisayo.

Kineas leyó la carta de Focionte con placer, porque podía oír sus gruñidos al pronunciar las palabras en voz alta y veía que en el pergamino había palabras borradas y otras añadidas con esmero. Focionte era el más grande soldado ateniense de su generación, quizá de todos los tiempos, y uno de los más íntimos amigos y aliados políticos de su padre.

El segundo rollo era de Licurgo, o mejor dicho, de un escriba a su servicio. No contenía saludo ni fórmula de encabezamiento.

Tu exilio se levantará de inmediato. Considera la restitución de Anfípolis tu próximo cometido, y Atenas será grande otra vez.

Anfípolis era una colonia griega en Tracia que Macedonia había tomado hacía tiempo. La reconquista de Anfípolis, una vieja ambición de la asamblea ateniense, exigiría el derrocamiento absoluto de Macedonia como potencia. Kineas hizo una mueca.

Diodoro entró desde el campo de maniobras tocándose una magulladura del brazo.

—Ares es mi testigo, necesito más tiempo para curarme. El joven Clío acaba de derribarme en la palestra.

—El verano ha musculado al chico, y tú te estás haciendo mayor —sentenció Kineas.

Diodoro hizo un gesto de dolor.

—Esto te aliviará el escozor —dijo Kineas, pasándole la carta de Focionte. Diodoro la leyó mientras bebía vino, luego se sentó y volvió a beber.

—No puede ser que ya esté enterado de la batalla —comentó Diodoro.

Kineas le pasó el otro mensaje.

—El viaje por río desde el campo de batalla a esta ciudad no es tan largo —señaló—. Y tampoco hasta Atenas por mar, en un barco rápido.

Diodoro meneó la cabeza. Comenzó a leer.

Kineas se mesó la barba.

—Aquí hay algo que se me escapa —dijo por fin—. ¿Anfípolis? ¿Se han vuelto locos?

Diodoro dejó el segundo rollo.

—Sí —afirmó—. Me temo que Demóstenes y Licurgo están tan ansiosos por restaurar su partido que son capaces de cualquier cosa. Y nosotros no les costamos nada. Pueden tirarnos como si fuésemos dados sin pagar ningún coste político. —Diodoro miró el pergamino otra vez—. ¿Han levantado todas las órdenes de exilio o sólo la tuya?

—Las de todos —contestó Kineas—. ¡Pobre Laertes!

—Habría hecho cualquier cosa para ganar la estimación del viejo Focionte —dijo Diodoro. Y acto seguido sonrió—. Igual que yo.

Kineas asintió.

—He pensado que eso te haría sentir mejor.

—No vas a llevarnos a combatir a Tracia, ¿verdad? —preguntó Diodoro.

Kineas negó con la cabeza.

—Me voy al este —repuso—. Y, si reúno los hombres y el dinero suficiente, me llevaré un ejército.

Diodoro cogió la carta de Focionte y se la señaló a Kineas.

—¿Contra Alejandro?

Kineas entrecerró los ojos, como resguardándolos de un sol invisible.

—Contra Alejandro —corroboró. Y entonces, dado que él y Diodoro estaban más unidos que la mayoría de hermanos, sonrió y le dijo—: ¡Al Hades con Alejandro! Quiero a Srayanka, y para conservarla aplastaré a la invencible Macedonia. Juro que tomaré por asalto el Olimpo.

Diodoro sonrió y le dio una palmada en la rodilla.

—Ya lo sabíamos —replicó, y esquivó el puñetazo de Kineas.

La honda aflicción de Isocles no se pasó en un día. Kineas envió a los prodromoi a buscar los mejores lugares donde desembarcar en la bahía del Salmón, y el pobre hombre seguía apenado. Kineas emprendió la compleja tarea de trasladar tropas y caballos por barco, enviando grano y dinero a los lugares elegidos, e Isocles seguía entristecido. Iba de un lado a otro del cuartel con desgana, hasta que León lo instaló en casa de Nicomedes, ahora domicilio de Kineas. Cada día acudía al cuartel y se sentaba con los veteranos a escuchar relatos sobre su hijo; relatos que todos los hombres contaban de buena gana. Ajax y su implacable heroísmo ya formaban parte de la tradición de la compañía. El chico se había criado con el embriagador vino del Poeta, y las hazañas de Aquiles le habían hecho hervir la sangre. Había dejado una estela de combates singulares y brillantes proezas a lo largo de aquel sangriento verano, y su padre los oyó todos, adornados por el paso del tiempo hasta tal punto que Ajax parecía destinado a ocupar un lugar entre los héroes de la Ilíada, lugar que le asignaba hasta el último jinete de los hippeis.

Sin embargo, tras haber pasado tres días escuchando alabanzas a su hijo y bebiendo vino, Isocles se abrió paso hasta donde estaba Kineas rodeado de su Estado Mayor, leyendo listas de bienes para embarcar con su pequeño ejército, y explotó como un nido de avispas arrojado contra el suelo.

—¡No tenía por qué ser un héroe! —gritó Isocles sin preámbulos.

Diodoro se puso de pie de un salto; Isocles tenía los andares y el aspecto de un loco, los ojos se le salían de las órbitas y empuñaba una espada.

Kineas puso una mano en el brazo derecho de su amigo.

—Es la aflicción —le dijo a Diodoro.

Isocles estaba chillando, la espada prácticamente olvidada mientras daba empujones para acercarse a Kineas.

—¡Era joven y guapo! ¡Era bien amado, despierto en los negocios! Te lo confié un verano, para quitarle la insensatez de la cabeza, y ahora está muerto. ¡Muerto para siempre! ¡Muerto en una guerra que no era de su incumbencia!

Niceas lo agarró por detrás, sujetándole los brazos, pero Isocles se revolvió y casi logró zafarse, lo cual no era nada fácil. Filocles quiso cogerlo por la cintura, pero Isocles le dio un codazo en la cara y le rompió la nariz, que comenzó a chorrear sangre.

—¡Lo mataste! ¡Todos vosotros lo matasteis con vuestra cháchara de gloria y honor!

Isocles escupió las palabras «gloria» y «honor» como si fueran veneno.

Kineas pensó en contestar razonadamente. Hacía más de un año, durante un agradable simposio en Tomis, había advertido a Isocles que su hijo podía morir. Pero Isocles no atendía a razones. Y, aunque Kineas tenía una dilatada experiencia en ver morir a quienes amaba y seguir adelante, la muerte del joven Ajax también le había afectado; tanto era así, que rara vez pasaba ante el cuarto donde yacía su cuerpo amortajado sin tocarlo o derramar una lágrima.

—Todos le queríamos —susurró Kineas a media voz.

—Si le hubieseis querido, no estaría muerto. —Isocles se detuvo en medio de la habitación, con Niceas sujetándole los brazos y Filocles, su rostro una máscara de sangre, agarrándolo resueltamente por la cintura—. Lo utilizaste por su heroísmo, igual que otros hombres usan a una prostituta por su sexo.

Lloró amargamente.

Aquella acusación hirió al arconte en lo más hondo. El implacable heroísmo de Ajax había sido un fundamento del daimon de los hippeis.

Kineas guardó silencio. No tenía respuesta para la aflicción de Isocles, y percibía la justicia de sus acusaciones. Nunca había querido llevarse a Ajax, pero sí había querido la juventud y el entusiasmo del chico, porque su compañía era grata y le levantaba la moral.

Isocles había dejado de forcejear. Estaba plantado en medio del barracón, llorando.

—Todos referís historias sobre su heroísmo. Podría haber muerto en cualquiera de ellas. Os regocijabais en ello; os distanciabais y contemplabais cómo se arrojaba en brazos de la muerte.

Niceas estaba pegado a la oreja de Isocles; le sujetaba los brazos desde detrás.

—Tu hijo era un gran hombre —dijo—, pero tú eres un jodido idiota. —Inspiró profundamente. Isocles ya no oponía resistencia—. Cada día decíamos a tu hijo que mantuviera la cabeza gacha y que dejara de tentar a los dioses. —La voz se le quebró y también se puso a llorar—. ¿Cuántas veces? —gritó Niceas, sacudiendo al padre—. ¿Cuántas veces le dije que se cubriera la espalda y no abandonara su sitio en la línea?

—La noche anterior a la gran batalla —explicó Filocles, con las consonantes nasales tan rotas como su nariz—, Kineas le dijo que se dejara de chiquilladas y se comportara como un adulto.

León, que había conocido al muchacho en otro aspecto, habló con la vacilación propia de un antiguo esclavo.

—Mi amo, Nicomedes, le pidió muchas veces que tuviera cuidado.

—Si Nicomedes estuviera vivo, lo mataría —gruñó Isocles—. Sobre él pesa la mayor responsabilidad de todas.

Filocles, que también había llevado los laureles de un héroe militar, se puso en pie.

—Brilló intensamente con luz propia —dijo—. Brilló por su virtud y su honor y murió joven, y por siempre estará con los dioses.

Isocles dirigió unos ojos cuerdos y atormentados hacia él, las órbitas blancas como estelas en el rojo de su tez.

—Guárdate tu filosofía, espartano. Está muerto. Podría haber vivido y brillado con la misma intensidad cultivando trigo y criando hijos bajo el sol.

Filocles asintió.

—O quizá lo habría lisiado una enfermedad o un accidente. O quizá se habría ahogado en un barco. Eligió su camino, Isocles, y a pesar de tu aflicción, eres injusto con quienes fuimos sus amigos. Eligió la manera en que quería vivir y morir; más que la mayoría de hombres, casi como un dios. Yo lo honro. —Filocles se encogió de hombros—. Adoraba la guerra, que es algo estúpido y terrible para adorarlo y que le mostró su verdadero rostro destruyéndolo.

Isocles y Filocles estaban frente a frente, muy cerca, el uno derramando lágrimas de sus ojos enrojecidos y el otro aún sangrando por la nariz de tal modo que parecía estar llorando lágrimas de sangre.

Entonces Isocles se dejó caer entre los brazos de Filocles.

Y lloraron juntos.