29
Dejaron atrás la hierba agostada y llegaron al valle del lago del Jaxartes dos días después de que los prodromoi encontraran agua. Habían coronado unas lomas con tan poca pendiente que las habían subido sin siquiera darse cuenta, y al asomarse a la otra vertiente no vieron desierto sino estadios de agua que se extendían hacia las montañas que ahora se alzaban al sur. Habían muerto caballos y aún había más en malas condiciones, en su mayoría debido a la última carrera hacia el agua y la brutal melé subsiguiente; pero ningún hombre, mujer o niño había perecido. Los caballos habían sufrido, y sus agotados jinetes tuvieron que pelear con ellos, hombre y mujer contra caballo, para sacarlos a rastras del agua antes de que se suicidaran bebiendo más de la cuenta.
La gente de Lot ayudó, pues había pasado por lo mismo una semana antes. Habían aguardado en el primer abrevadero, confiando en que Srayanka los alcanzaría. La esposa de Lot se había marchado a las tierras altas con los jóvenes, los ancianos y todas sus yeguadas, y Lot parecía más viejo. La pérdida de sus hijas y el desierto le habían encanecido el pelo, aunque no le habían robado su proverbial cortesía.
—Mis disculpas —dijo a Srayanka, pero ella lo interrumpió con un rápido abrazo y un beso en la mejilla.
—¿Acaso somos griegos? Tú atendiste a tu pueblo, y yo al mío; y aquí estamos.
Lot sonrió, pero la sonrisa se le borró al contemplar a Kineas, que yacía envuelto en una manta, despierto pero mudo.
—Una coz —explicó Filocles.
—Parece que oye todo lo que decimos —dijo Srayanka.
Lot asintió.
—Tuvimos varios casos muy malos; todos entre los que menos agua bebieron.
Su tono dejó entrever que ocultaba algo. Kineas estaba recostado con una copa espartana de agua que no había tocado.
—¿Se recobraron? —preguntó Srayanka, como si la pregunta careciera de importancia.
—Uno sí —contestó Lot.
—¿Uno de cuántos? —preguntó Filocles, y luego repitió la pregunta en sakje.
—Uno de cuatro —contestó Lot. Y se encogió de hombros—. Me disculpo otra vez. De no ser por Upazan, el rey habría tenido a Iskander en el Oxus. Es una pesada carga la que llevo en mis hombros.
—¿Más pesada que la pérdida de una hija? —preguntó Kineas, levantando la cabeza—. La he visto, junto al árbol.
Todos los comandantes, tanto griegos como sakje como sármatas, dejaron de hablar.
Lágrimas surcaban el semblante de Lot.
—No, señor. No más pesada que la pérdida de Mosva.
Los ojos de Kineas se desviaron más allá de la cabeza de Lot, hacia el cielo azul.
—La muerte no es como piensas —dijo. Luego bajó la cabeza, y la luz de sus ojos menguó, y se durmió.
Era consciente del paso del tiempo, aunque dicha conciencia era imperfecta y lo sabía, tal como un hombre con fiebre es consciente de que el tiempo no pasa por igual para él y para la esposa que le refresca la frente y le asea la cama. Oía las voces tranquilizadoras de aquellos a quienes más amaba, amigos y esposa, los balbuceos y el llanto de sus hijos, y sentía tal pasión por ellos que era como un dolor corporal, como una jabalina atravesándole el pecho, directa al corazón.
Sabía que había venido un extranjero que hablaba un extraño dialecto, parecido al sakje, con muchas palabras iguales pero con un tono distinto, más musical. Él escuchaba, pero no abrió los ojos durante mucho tiempo.
Cuando lo hizo, ya se encontraba mejor y podía respirar sin resollar. Intentó incorporarse y dio un grito, acurrucándose en posición fetal, y entonces Srayanka acudió a su lado.
—¡Calla, Kineas!
—Estoy mejor —repuso él con voz ronca—. ¡Oh, qué mala suerte he tenido! Justo donde me alcanzó la lanza.
Srayanka le acariciaba la mano.
—Tengo noticias —anunció.
—He oído a un extranjero —dijo Kineas.
—Un mensajero de la reina de los masagetas, pidiéndonos que acudamos enseguida a la asamblea de tropas. Resulta que mi esposo es un guerrero famoso. Tanto que su fama ha llegado a oídos de la reina de los masagetas.
Kineas sonrió y se durmió.
Durante un día, fue consciente de la comida, consciente del vino, consciente de las caricias de Srayanka en la mejilla. Habría cogido en brazos a sus hijos para sentir la penetrante saeta del amor. Lo veía todo a través del velo de los sueños, y nada tenía la inmediatez de sus pensamientos, que corrían sin cesar como una manada de venados perseguida por una jauría de perros. No era muy distinto de las calenturas que había padecido de niño.
Una noche se despertó y encontró a Srayanka llorando con los niños en brazos. Su esposa lo miró y susurró:
—¡No soy una maldita griega! ¡Habría sido mejor que murieras en vez de dejarme con este cadáver andante!
Y Kineas pensó que lo que decía era cierto, a su manera, pero no importante. «Estoy muerto —se dijo—. ¿Qué esperabas?»
Otro sol, y otro día en la silla, las caderas contoneándose con soltura siguiendo el paso del caballo, la cabeza en las nubes. En torno a él, todos charlaban. ¡Cuánta cháchara! Sobre él, sobre el tiempo, sobre los masagetas y los dahae y las tribus reunidas en una gran horda delante de ellos, sobre el ejército de Alejandro al otro lado del río. Y luego se hizo de noche, y soñó con la asamblea de Atenas y escuchó a Demóstenes y a Focionte debatir sobre la conveniencia de seguir apoyando a Alejandro, reviviendo el momento en que el consejo le designó general de los jóvenes más ricos de la ciudad para apoyar a Alejandro. El sueño fue tan claro como la experiencia real.
Se puso a llorar porque nunca había pensado que volvería a ver Atenas y porque la añoraba mucho. ¿Cómo había olvidado que el Partenón brillaba tanto a la luz de la luna?
—¿Qué es la muerte, hermano? —preguntó una voz a su lado.
Seguía llorando y apenas recordaba por qué. Pero la pregunta fue de lo más oportuna. Le ocupó la mente y dejó de llorar. Contempló el firmamento y finalmente dijo:
—La cesación del cuerpo.
—¿Y la verdad? ¿Qué es la verdad?
Kineas inspiró profundamente. Iba montado otra vez, las caderas se le movían con vida propia.
—No tengo ni idea —dijo, y las costillas le dolieron como una magulladura reciente al reír. Y al decirlo en voz alta cobró conciencia de todo, desde las puntas del pelo hasta el dolor de sus heridas. Iba sentado en su montura geta, las piernas aferradas a su estrecho lomo, y en torno a él había miles de caballos pastando la hierba del valle del Jaxartes, y él era Kineas.
—¿Qué has dicho? —preguntó Srayanka, acercándose esperanzada.
—Te amo —susurró Kineas. Alargó el brazo hacia ella con una mueca por la punzada de dolor.
Srayanka dio un chillido como los que a veces murmuraba en la intimidad.
—¡Has vuelto!
—Nunca he estado muy lejos —repuso él. Sonrió y se rascó la barba.
—¿Has trepado al árbol? —preguntó Nihmu, rebosante de entusiasmo. Era de noche y estaban cenando en un campamento en el valle del Jaxartes.
—Esfúmate, pájaro de mal agüero. Esfúmate con tu bárbara concepción de la vida.
Filocles hizo ademán de ahuyentar a la niña bronceada de Kineas como un granjero espanta a las gallinas de su patio.
—¡Calma, hermano! —exclamó Kineas. Sonrió a Filocles. A Nihmu le dijo—: He trepado al árbol. Ahora lo he dejado a mis espaldas. —Se encogió de hombros—. No creo que mi árbol y el tuyo sean el mismo.
—¿Tu muerte? —preguntó Nihmu.
—Eso es asunto mío, niña —espetó Kineas.
—¿Y Alejandro? —preguntó León.
—Es un comandante muy capaz, con un buen ejército. —Kineas sonrió—. He soñado con él y he pensado en su ejército. —Se encogió de hombros—. Pero está al otro lado del río, según tengo entendido.
Filocles sacaba brillo a su casco, usando un estropajo envuelto en estopa para aplicarle sebo y arenilla.
—Hemos tenido refriegas con sus avanzadillas a diario desde que te pusiste malo, hermano. Ayer mismo le arrojé a Upazan mi mejor lanza. —Filocles sonrió con amargura—. Resulta que todos los deseos de paz que me induce el vino desaparecen en cuanto tengo ocasión de matar. —Dejó el yelmo en el suelo y se puso una gorra de fieltro, y luego el yelmo otra vez, pasando de filósofo al espíritu de Ares en un abrir y cerrar de ojos—. ¿Qué sentido tiene, Kineas? ¿Cuál es el sentido de tanto marchar, tanto esforzarse, tanto matar? ¿Te lo ha dicho tu querido árbol?
Se quitó el yelmo, claramente insatisfecho con cómo le quedaba. Miró las ataduras con detenimiento.
Kineas a menudo se sentía perdido cuando debatía con Filocles, pero esa noche las respuestas manaban de su mente como el Jaxartes crecido fluía a través de los llanos.
—Venga, hermano, conoces muy bien la respuesta. —Rio al ver cómo lo miraba su brillante y filosófico amigo. Le dio un abrazo—. ¿Qué te diría Aquiles, espartano? ¿Qué diría Sócrates?
Filocles bebió agua de un odre. Se estaba sonrojando.
—Dirían que el sentido es la virtud —respondió.
—Exacto. —Kineas tomó aire como si le encantara saborearlo—. A veces matamos porque somos hombres de virtud y a veces nos abstenemos de matar por la misma razón. A veces un hombre puede decidir beber vino y en otra ocasión quizá decida abstenerse. El modo de hacer las cosas es lo que granjea la gloria. No deberíamos precisar ni recompensa ni alabanza.
Nihmu miraba a uno y a otro.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó con la irritación de una jovencita que piensa que se están burlando de su ignorancia—. ¿Es una cosa griega?
Kineas sonrió y meneó la cabeza.
—Tal vez sí, tal vez no, niña. La búsqueda de la virtud.
Kineas arrebató el yelmo a Filocles.
—Eres el último hombre de la Tierra que lleva casco corintio, hermano. ¿Qué le pasa? —preguntó.
—Tiene el forro raído.
Kineas asintió.
—No tiene remedio. Hay que separar el cuero y coser uno nuevo.
—Me daba pereza. —Filocles sacó la navaja del cinto, cortó los hilos y arrancó el forro de un tirón—. Ares me asista si nos atacan ahora —dijo.
Nihmu meneó la cabeza.
—No entiendo nada de lo que estáis diciendo —protestó, y se fue muy ofendida.
Cuando se hubo marchado, Diodoro se unió a ellos, con León y Srayanka. Ataelo se sentó pesadamente en el suelo. Se le veía muy flaco.
—Reina Zarina —dijo Ataelo—. Por preguntar por ti. —Señaló hacia el horizonte oriental—. Por muchos mensajeros.
Diodoro asintió y preguntó:
—¿Cuándo llegaremos hasta ella?
Srayanka se desperezó.
—Dos días más y llegaremos a la reunión de tropas. Aun yendo despacio. Los caballos están recobrando el pelaje.
Kineas asintió.
—Antes quiero hablar con Espitamenes —dijo—. Tiene que estar cerca.
—Dioses, ¿lo sabes por ser baqca? —preguntó Diodoro.
Kineas se frotó el mentón y se mesó la barba, gozando con la incomodidad de su amigo.
—No —replicó Kineas—. Es por llevar diez años en la silla. Piénsalo, amigo. Cuando estábamos en el Oxus, Espitamenes estaba cien estadios al sur de nosotros. No nos alcanzó en el Polytimeros. Nadie ha dicho que Alejandro lo atrapara. Todos nos dirigimos al mismo sitio. No puede andar lejos.
Filocles rió.
—Y llamamos zorro a Diodoro. ¡Bien razonado, Kineas!
Ataelo gruñó.
—Podrías haber preguntado a mí. Los jodidos persas en el segundo abrevadero hoy. —Se encogió de hombros—. Garait lo dijo.
Kineas se volvió para besar a Srayanka.
—Primero quiero hablar con el viejo bandido. Luego vamos a la asamblea de tropas.
—El viejo bandido me vendió a Iskander —repuso Srayanka.
—Quiero zanjar este asunto antes de entrar en campamento ajeno —dijo Kineas.
Srayanka puso los ojos en blanco.