19

La ausencia de Srayanka fue como un nubarrón de tormenta que amenazó con engullir a Kineas y llevárselo consigo. Sólo pensaba en el vacío que había dejado y, durante la primera noche en el campamento asagatje, en dos ocasiones lloró sin causa aparente.

Pese a su desespero, se dio cuenta de que Parshtaevalt lo necesitaba. Al líder guerrero, le venía grande ejercer de lugarteniente de Srayanka y anduvo rondando a Kineas y, entre titubeos, le habló dos veces de convocar al consejo de jefes, hasta que Kineas asintió para librarse de él.

La traición de Espitamenes no era la única novedad que le aguardaba en el campamento de los asagatje. Cuando Parshtaevalt convocó el consejo de los jefes de clan y todos se hubieron sentado en torno a la fogata que había delante del carromato de Srayanka, Kineas vio a un desconocido vestido de seda. Hizo una seña a Parshtaevalt.

—¿Quién es ése? —preguntó.

Parshtaevalt tenía el aspecto de un hombre que se está ahogando y a quien le han tendido un remo al que agarrarse.

—Ése es Qares, uno de los señores de Zarina. Vino del este confiando en llevarnos a la asamblea de tropas.

Kineas se rascó la barba. Tenía los ojos hinchados y le escocían, y no deseaba cargar con el liderazgo de los asagatje. De hecho, había rehuido a sus propios hombres durante un día.

Parshtaevalt alzó las manos al cielo.

—¿Qué podía hacer yo? ¡No soy el señor de los asagatje! —exclamó—. ¡Kineax! Libérame de esta carga. Puedo dirigir asaltos o incursiones. Pero ¿dónde vamos a pasar el invierno? ¿Debemos acudir a esta asamblea? ¿Cómo podemos rescatar a nuestra señora? —Estaba angustiado, con los brazos levantados al cielo como si implorase a los dioses—. ¡Yo no soy rey!

Kineas negó con la cabeza, desalentado.

—Yo tampoco —repuso—. Pero tú has convocado al consejo en mi nombre y no en el tuyo.

El jefe sakje se rascó la cabeza y suspiró.

—Soy un jefe guerrero —dijo—. Los consejos de paz me dejan confundido. Estaba… aguardando. Y mira, ¡has venido!

—Yo no soy el rey de los asagatje —insistió Kineas.

—Eres su consorte —dijo Parshtaevalt—. Con eso basta.

Y así resultó ser. El consejo dejó claro con su respetuoso silencio que deseaba que Kineas tomara el mando. Kineas tenía suficiente experiencia con los sakje para escuchar lo que no decían. Se levantó, enojado con su vacilación y su silenciosa insistencia.

—No soy vuestro rey. ¿Por qué aguardáis sentados a que os dé órdenes? —preguntó.

Ninguno de los jefes dijo nada. Varios de ellos miraron a Parshtaevalt como esperando que lo hiciera él. Finalmente, Bain, el más agresivo de los líderes militares, se levantó.

—Señor, eres el consorte de nuestra señora y fuiste nuestro líder durante todas las campañas del año pasado. Aunque Srayanka estuviera aquí, compartiría su autoridad contigo. ¡Guíanos!

Kineas suspiró profundamente.

—Quiero rescatar a Srayanka —dijo—. ¿Acaso aún será posible? Tenemos que saber qué ha sucedido en el mundo. He oído rumores de traición, y también de que la han tomado como rehén.

Mientras decía esto, sintió que el corazón se le hundía en una marea de desesperación. Por un momento, el dolor fue tan intenso que dejó de hablar y se quedó plantado en medio de los asagatje con la cabeza gacha.

Kineas había seguido a Srayanka durante meses, y allí, en medio del mar de hierba, la volvía a perder. Aquello era demasiado.

Una mano firme le apretó el hombro, cálida en el fresco de la noche.

—¡Coraje, hermano! —lo animó Filocles—. La encontraremos. —El espartano estaba sobrio, cosa rara habiendo anochecido, desde la toma de la ciudadela—. Venga, ateniense. Levanta la cabeza. Estas gentes cuentan contigo.

Kineas tragó saliva y levantó el mentón.

—De acuerdo —dijo—. Oigamos a quienes sepan algo sobre lo ocurrido.

Pese a los esfuerzos de Alejandro por evitarlo, había un constante intercambio de hombres e información entre las tribus que servían a Espitamenes y sus primos al servicio del rey macedonio, de modo que los rumores cruzaban las líneas en cuestión de días y ambos bandos conocían las intenciones del otro y lo que cada uno había hecho, y en el campamento de los asagatje había una docena de guerreros que sabían lo que había ocurrido en el Oxus y en el valle del Jaxartes durante el verano. Uno tras otro se fueron levantando para declarar ante el consejo o fueron mandados llamar por sus jefes.

Había tres ejércitos. Espitamenes sitiaba Maracanda, la legendaria ciudad de la ruta comercial, y el suyo era el último ejército persa que seguía combatiendo contra Alejandro, con veteranos jinetes persas y endurecidos nobles sogdianos, exiliados en su propia tierra, que habían luchado contra Alejandro durante tres y a veces incluso cuatro años. Alejandro tenía una guarnición en Maracanda que defendía la ciudad con prudencia y tenía la vista puesta en Oriente, a la espera de que llegaran refuerzos del ejército real. Era en el este donde Alejandro tenía al grueso de su ejército, todavía empeñado en rescatar a las siete guarniciones que había dejado en el Jaxartes y en mantener al tercer ejército en observación. El tercer ejército lo constituía la horda escita, al mando de la reina de los masagetas. Su contingente era reducido, tan sólo de unos pocos miles de jinetes, pero había convocado una gran asamblea de tropas y parecía que la hierba misma estuviera cruzando la estepa hacia el punto de encuentro establecido.

Cuando uno de los caballeros de Bain describió las fuerzas de Zarina, Qares se levantó, aguardó a que lo reconocieran y dio un paso al frente para dirigirse al consejo.

—Soy Qares, de los masagetas de los Montes de Hierro —dijo, su voz con la misma tonalidad que la de Ataelo—. Vengo de la reina Zarina a vuestra reina. Veo una fuerza considerable aquí, una fuerza que los masagetas necesitan y que es mayor de lo que habíamos osado imaginar. —Su voz era firme. Llevaba el pelo recogido en doce trenzas, cada una terminada con una campanilla de oro, y era un hombre bien parecido—. Yo también lloro la pérdida de vuestra reina. Pero todos los sakje deben cabalgar juntos para enfrentarse a Iskander. La reina Zarina tiene buenas huestes, y tendrá más cada semana. Pero cuando Iskander libere Maracanda y derrote a Espitamenes, en quien no confiamos, entonces se volverá hacia el este. Tenemos que estar preparados. ¡Démonos prisa!

Kineas asintió y Qares se calló.

—Señor Qares —dijo Kineas alzando su fusta—. ¿Cuánto hay de aquí al campamento de vuestra reina?

—Veinte días cabalgando sin prisa —contestó Qares.

—¿Hay agua? —preguntó Parshtaevalt.

Qares se encogió de hombros.

—Ahora más que dentro de un mes —contestó.

El consejo no tomó ninguna decisión esa noche, y Kineas se mostró amargado cuando bebió vino con sus oficiales.

—Si hubiese querido ser arconte, podría haberme quedado en Olbia —confesó Kineas.

Filocles había bebido mucho. Los asagatje tenían una provisión de vino persa y Filocles había decidido agotarla.

—Sé más hombre —dijo arrastrando las palabras—. Esta gente te necesita.

—Vete a la cama —le recomendó Kineas.

—Está borracho —observó Diodoro. Pero cuando Temerix y Safo se llevaron a Filocles, admitió—: Tiene razón. Estas gentes te necesitan.

Kineas inspiró profundamente. Tuvo ganas de decir que lo único que quería era a Srayanka, y también de maldecir, pero se lo pensó mejor y soltó el aire sin haberlo usado.

Kineas estuvo silencioso por la mañana. Tras haber dormido en el carromato de Srayanka, se despertó oliendo su aroma en las mantas. Al amanecer, permaneció despierto en el lecho contemplando los dragones, grifos y venados de los gruesos tapices de fieltro que mecía la brisa matutina. Y cuando ya no pudo seguir tumbado, se levantó, fue en busca de Talasa y salió a las llanuras. Cabalgó solo, galopando por el mar de hierba hasta que Talasa estuvo tan cansada como él. Entonces desmontó de sus lomos y le tejió una guirnalda de rosas tardías mientras la yegua respiraba pesadamente y luego pastaba buscando la hierba verde que aún había bajo la hierba agostada que formaba olas doradas en el llano. El sudor dibujaba manchas negras en su pelaje gris plateado y Kineas le secó el cuello.

Le puso la guirnalda en la cabeza y Talasa trató de sacudírsela porque le picaba, pero luego se serenó y Kineas cantó un himno a Poseidón. Estaba solo bajo la bóveda del cielo, observándolo, hasta que finalmente un ave solitaria se alzó por el este a su derecha y describió grandes círculos en el cielo. Era un águila, y después de que el sol avanzara hacia el oeste, una segunda águila se le unió, y juntas bailaron sobre su cabeza antes de dirigirse a Occidente.

Kineas montó a lomos de Talasa y cabalgó al paso cruzando las llanuras hacia su campamento.

Aquella noche convocó al consejo de motu propio, y un tercio de la gente acudió, de modo que el murmullo de sus voces llenaba el aire nocturno. Los sakje se sentaron en corro con los olbianos, tal como hicieran un año antes. Kineas se levantó.

—¿Me aceptaréis como líder hasta que nos devuelvan a Srayanka? —preguntó Kineas.

Parshtaevalt se puso de pie de un salto.

—¡Lo haremos! —gritó a voz en cuello.

—Muy bien —dijo Kineas. Miró a su alrededor. Invitó a todos los jefes a hablar, y uno tras otro se fueron levantando para exigir el rescate de Srayanka, y para hablar sobre el forraje y el grano, sobre transgresiones de la ley, sobre los peligros de invernar en el mar de hierba.

Entonces Kineas se levantó, empuñando la fusta que Srayanka le había regalado. Primero bosquejó con palabras lo que sabía de la gran guerra que se libraba en el sur. Luego, describió tan bien como pudo cómo debían de haber traicionado a Srayanka. Hizo hincapié en que Alejandro carecía de motivos para hacer daño a sus rehenes, ni a Srayanka de los Manos Crueles ni a su joven amiga Urvara de los Gatos Esteparios ni a su trompetera Irene.

Los hombres y mujeres jóvenes que habían cabalgado al extranjero se levantaron para contar lo que habían oído en el gran campamento de Maracanda, así como de boca de los mercaderes que transitaban por la ruta comercial. Hablaron demasiado, como suelen hacer los jóvenes, pero, a pesar de todo, en el círculo aumentó la excitación.

Y entonces Diadoro se levantó. Su sakje no era bueno, y llamó a Eumenes para que lo tradujera.

—Aquí no nos conocen —dijo. Se volvió hacia Qares—: Los masagetas no desdeñan a Espitamenes por su traición porque no conocen a Srayanka ni lo lejos que ha llegado. —Luego se volvió hacia Darío—: Espitamenes no está al corriente de la campaña que hicimos el año pasado. —Finalmente, se volvió hacia Kineas—: Alejandro no nos conoce. —Miró al círculo; rostros sakje, rubicundos a la luz de la hoguera, con adornos de oro que brillaban en el pelo, rostros griegos, con las barbas largas y a menudo entrecanas, y celtas con sus barbas de bronce y oro. Kineas los observó a todos; se sentía como si hubiese regresado a casa aun sin Srayanka. Aquéllos eran los camaradas de su última campaña y allí, entre ellos, podría haber estado a unos pocos estadios de Olbia, en otro trecho del mar de hierba.

Diodoro hizo una pausa y dejó que se prolongara.

—Es una lástima que no nos conozcan, pues de lo contrario ninguno de ellos habría permitido que nada de esto ocurriera. —Aguardó a que Eumenes terminara de traducir—. Hace un año, oí a Satrax decir esto cuando Macedonia se acercaba. —Hizo otra pausa y, en buen sakje, dijo—: Que sientan el peso de nuestros cascos.

En torno a la hoguera, olbianos, sindones y sakje profirieron sus gritos de guerra. Diodoro se volvió hacia Kineas.

—¡Guíanos contra el enemigo! —exclamó. Kineas se levantó.

—Propongo que rescatemos a Srayanka —dijo. Cuarenta voces bramaron asentimiento. Kineas levantó las manos pidiendo silencio—. Se requerirá paciencia y disciplina, como en la campaña contra los getas, y suerte, como en toda guerra.

El círculo de los cuarenta bramó su aprobación.

Kineas se volvió hacia Qares, el mensajero de la reina de los masagetas.

—Acudiremos a la asamblea de tropas. Pero antes debemos hacer cuanto podamos por rescatar a nuestra señora.

Qares negó con la cabeza.

—Quizá lleguéis demasiado tarde y sólo veáis un festín de cuervos.

Kineas asintió.

—Tal vez será como tú dices, pero sin Srayanka nunca habríamos venido al este. Dile a tu reina que acudiremos, junto con los sármatas, después de haber intentado lo posible por rescatar a Srayanka.

Qares miró a los componentes del círculo y optó por guardar silencio.

—Quiero enviar exploradores al sur —manifestó Kineas. Señaló a Ataelo—: Ataelo irá al este con Qares para reunirse con los masagetas. —Señaló a Filocles con el mentón—: Filocles llevará una patrulla hacia el sur en busca de Alejandro —dijo, y se miraron a los ojos. En el rostro de su amigo, Kineas vio desagrado y aceptación. Con su educación espartana y sus trazas, Filocles podría meterse derecho en cualquier unidad mercenaria de Alejandro y ser aceptado.

—Y pediré a Darío que cabalgue en pos de Espitamenes —agregó.

Darío levantó la vista y miró primero a Filocles y luego a Kineas. Asintió, aunque con cierta vacilación.

Los ojos de Kineas volvieron al círculo.

—Avanzaremos hacia el sur, adentrándonos en el valle del Oxus, manteniéndonos ocultos a todos excepto a los sármatas en la medida de lo posible. Ataelo me asegura que puede hacerse. Allí aguardaremos los informes de nuestros exploradores. Uno de los tres nos traerá noticias de Srayanka. Sólo entonces actuaremos. Hasta entonces no habrá ninguna incursión, ningún acto de venganza.

Sus ojos se apartaron de los griegos para dirigirse a Parshtaevalt y a los jefes de los clanes sakje. El joven Bain, el más desenfrenado de los jefes, le sostuvo la mirada.

—¡Esto va por ti, Bain! —gritó Kineas—. Si montas una incursión sin permiso, serás expulsado.

Bain lo fulminó con la mirada.

—¿Tendremos venganza? —preguntó.

Kineas asintió.

—Lo prometo —dijo.

Bain se puso en pie.

—Yo, Bain, el Arco del Oeste, juro no levantar la mano hasta que regresen los exploradores.

Los demás jefes, hombres y mujeres, asintieron con aprobación.

A la mañana siguiente Ataelo, Filocles y Darío abandonaron el campamento a orillas del río con sendas comitivas de miembros de las tribus, guías y reatas de caballos. Kineas tuvo que quedarse junto al río, entrenando a su caballería, mordiéndose la mejilla con preocupación durante el día y soñando con guerras, desastres y muerte por la noche.

Al cabo de una semana, los escoltas de Lot llegaron al campamento y ambos grupos se mezclaron. La hierba había desaparecido del lugar donde los sakje habían acampado y ambas tribus se desplazaron al norte y el oeste siguiendo el curso del río. Sus exploradores encontraron franjas de hierba pisoteada y las huellas de miles de cascos en la principal ruta comercial que cruzaba el Oxus justo al norte del Polytimeros.

Los sakje avanzaban hacia el este.

Kineas siguió avanzando hacia Oriente durante cinco días y luego dio descanso a sus olbianos, con Lot a un día de marcha tras ellos, más cerca de la ribera del Oxus. Sus manadas de caballos eran demasiado grandes para que fuera fácil acampar juntos cuando escaseaba la hierba, aunque había un constante tráfico en ambos sentidos, tráfico en el que León y Mosva participaban. La guerra y la caminata habían contribuido a que surgieran lazos de amistad y matrimonios mixtos, y Kineas se había fijado en que pertenecer a una tribu no era tanto una cuestión racial como de tradición, y cuando una familia prefería a un jefe distinto del suyo, trasladaba sus caballos a la manada de aquél y se unían a su tribu.

La noche siguiente, el contingente entero estaba congregado en las riberas del Oxus. Cuando sus manadas de caballos se mezclaron, agua marrón fluyó por un lecho tres veces más ancho que el arroyo a principios de verano, que se dividía y volvía a reunir en veinte canales, creando miles de islas, unas cubiertas de hierba y otras de árboles. La fragancia de las madreselvas y las rosas silvestres embriagaba los sentidos, y el sonido de diez mil caballos pastando la abundante hierba de los prados ribereños ahogaba cualquier otro ruido. Por la noche, las fogatas de tamarisco olían a cedro del Líbano. Toda el agua sabía a barro.

Kineas se sirvió de su recién adquirida autoridad sobre los sakje para seleccionar a los mejores guerreros de todos los clanes y tribus que habían seguido a Srayanka. Los juntó en una compañía de doscientos hombres que puso al mando de Bain. Bain era un soldado magnífico, y eso le convertía en líder sakje. Kineas hubiese preferido que Parshtaevalt estuviera al mando de los hombres escogidos, pero lo habían votado jefe de los Manos Crueles y Kineas lo necesitaba en ese cargo.

Bain no se adaptó fácilmente a la instrucción, pero en cambio sí al mando; y Diodoro, que había trabajado tanto con adolescentes como con bárbaros, no tardó en hacer comprender al joven caballero que su autoridad dependía de su habilidad para mantener vivo el interés de sus jinetes por la instrucción griega.

—Nunca serán un regalo para la vista —dijo Andrónico. Se esforzaba en desempeñar las funciones de Niceas como hipereta del Estado Mayor. Cada vez que Kineas oía su acento galo, echaba en falta a Niceas, pero Andrónico reunía las condiciones para el puesto—. Aunque ya han aprendido la cuña y saben volver a formar obedeciendo a la trompeta, y con esas dos habilidades ganarán batallas.

Diodoro tenía planes más ambiciosos, según pudo comprobar Kineas la tarde siguiente. Dos escuadrones de olbianos formaron en línea con los sakje de Bain detrás de ellos. A una señal de la trompeta, los sakje comenzaron a disparar flechas por encima de los olbianos, que entraron a fondo a la carga apoyados por la lluvia de flechas que volaban sobre sus cabezas.

Diodoro cabalgó para reunirse con Kineas y se quitó el yelmo.

—¿Qué te parece? —preguntó—. Como los hippotoxotai de la época de nuestros padres.

Kineas se había fijado en que Barzes, un hircano que habían reclutado en Namastopolis, había perdido a su caballo, víctima de una flecha amiga. Se lo señaló a Diodoro.

—Si los sakje se encuentran con una sorpresa, si tropiezan con un obstáculo imprevisto o tu carga se queda corta, tendrás que comerte un montón de tus propias flechas.

—¡No seas muermo! —protestó Diodoro—. Esto revolucionará la guerra de la caballería.

Kineas se encogió de hombros.

—Eres el astuto Ulises —dijo, y sonrió—. Yo lo veo bien.

Diodoro sonrió.

—Si yo soy Ulises —dijo—, supongo que tú eres Agamenón.

Kineas hizo una mueca.

—¡Uff…! —exclamó.

Con los hombres de Lot que había seleccionado y su propia caballería, Kineas tenía casi ochocientos veteranos de la campaña del año anterior. Los instruyó, divirtiendo a los sakje y aburriendo a los sármatas, enseñándoles unas pocas órdenes de trompeta, la cuña y el romboide, así como a cargar y a volver a formar deprisa, hasta que los tuvo a todos al borde de la revuelta, y entonces les concedió dos días de fiesta y derrochó lo que quedaba de grano para alimentar a los caballos de combate.

Samahe llegó con la noticia de que los exploradores de Lot que habían ido hacia el oeste habían visto a Coeno. Todavía estaba lejos, más allá de las Montañas de Sal, pero había cruzado el desierto y ya tenía una escolta de sármatas. La noticia de su venida hizo más por los olbianos que cien discursos, porque traía vino y oro para su paga, además de novedades de la patria.

Samahe iba cubierta de polvo, y el olor a sudor de caballo la precedió al entrar en el carromato de Srayanka. Kineas le ofreció una copa de vino que saboreó con la delectación de una entendida.

—Verano en las llanuras —dijo Samahe—. Desierto apestoso. —Tiró el resto del vino—. No como en casa, donde hay hierba en verano. La hierba alta ha desaparecido.

—Ataelo volverá pronto —anunció Kineas, y Samahe sonrió.

—Apesto como un perro —reconoció—. ¡Baño de rosas para él!

Su alegría ante la inminente llegada de su pareja hizo que a Kineas se le partiera el corazón. Sonrió a la muchacha, pero su mente clamó: «¡Srayanka!»

Trabajaba para rescatarla, pero lo hacía con poca fe.

Kineas ofreció sacrificios a los dioses y rezó, y al octavo día se encontraba bajo el sol despiadado con un sombrero de paja tan ancho como sus espaldas, almohazando a su caballo con un cepillo sakje, una herramienta maravillosa tejida como una cuerda con pelo de cola de caballo y cerdas de un animal misterioso que al parecer vivía en el lejano norte. Había almohazado a cuatro caballos a lo largo de miles de estadios y el cepillo seguía tan tieso y nuevo como el día en que Urvara se lo regaló, horas antes de la gran batalla en el vado. Significaba mucho para él. Andaba pensando en ella y Srayanka, cuando oyó un griterío procedente del campamento principal. Vio a un jinete surgir del sol, con piqueros llamándolo a ambos lados, y corrió ribera arriba hacia su campamento sin soltar el cepillo.

Era Nihmu quien parecía surgida del sol. Estaba exhausta, con los ojos hundidos en las cuencas y oscuras ojeras que asemejaban magulladuras. Su delgadez era comparable a la de una rama de tamarisco, y cuando desmontó junto a Kineas bebió toda el agua que éste le pudo ofrecer. El agua pareció hacerla crecer un poco, y de pronto sonrió radiante como el sol que atraviesa un cielo encapotado.

—«¡Prepara tus caballos, Rey!», dice Ataelo, y Filocles dice que han encontrado una manera de rescatar a la señora.

Kineas sintió el corazón palpitar con tanta fuerza en el pecho que parecía que no hubiese latido durante días o incluso semanas hasta ese momento.

—¿Cómo? —preguntó, cogiéndole las manos.

Nihmu se apartó el pelo de los ojos. Las trenzas se le habían deshecho con la cabalgada y tenía un halo de cabellos de bronce alrededor de la cara. Sacudió la cabeza aburrida.

—No por decirlo a mí. Dioses, parezco Ataelo. —Sonrió—. Llevo muchos días sin pensar en griego, señor. Me dijeron que debes llevar a la gente tan deprisa como puedas a las hoces del Polytimeros. Es todo lo que sé. Y tengo que decirte que Iskander está en el campo, que Cratero está en el Polytimeros y que Espitamenes sigue sitiando Maracanda.

Repitió esto último con el sonsonete de lo que se ha aprendido de memoria.

—Ve a acostarte, niña —ordenó Kineas. Se volvió a Diodoro—. Que Eumenes vaya a llevarle las novedades a Lot. Dile que partiremos por la mañana.

Diodoro asintió.

—¿Dónde están exactamente las hoces del Polytimeros? —preguntó en voz baja.

Kineas se rascó la barba.

—Será mejor que también le pidas unos guías.

Luego se tumbó al raso envuelto en su clámide, bajo las estrellas, en lugar de hacerlo en el carromato de Srayanka, y aguardó a que el velo del sueño se posara sobre él.

Reía porque ningún derroche de color, ninguna cacofonía de sonidos irreales, ningún bestiario de monstruos imaginados lograba conmoverle como sus sueños le habían conmovido antaño. De hecho, estaba enfadado.

Kam Baqca se posó en una rama frente a la suya, la espalda acurrucada contra el tronco del árbol.

—Ya casi lo has conseguido —dijo.

Kineas estaba sentado con las piernas colgando. Encima de él, una pareja de águilas trazaba círculos cada vez más grandes en torno a su cabeza y chillaban. Kineas gritó:

—Vosotros, los dioses, me habéis convertido en una flecha y me disparáis con vuestro arco. Cualquier día de éstos daré en el blanco y me haré pedazos, y mis días habrán terminado. Para vosotros, la flecha habrá cumplido con su cometido. Para mí, sólo existen Srayanka y la vida. La madreselva es dulce. Las rosas silvestres huelen a amor y las mujeres sakje se frotan con pétalos y hierbas aromáticas acicalándose para el amor, y yo habré muerto sin volver a verla.

Kam Baqca levantó la cabeza de modo que Kineas pudo ver que casi toda la piel se le había escamado del rostro, dejándole el cráneo a la vista. Era una imagen horrible pero, a la vez, reconfortante. Otra parte de su mente se preguntaba por qué Ajax aparecía incorrupto mientras que Kam Baqca, que había muerto el mismo día, se había podrido.

—¿Acaso eres un niño, para que te me vengas a quejar de lo injusto que es todo? —preguntó Kam Baqca con pícaro desdén—. Yo ya estoy muerta, ningún amante me tomará en sus brazos. —Se miró los brazos; huesos y tendones blanquecinos—. ¡Qué bonita soy! Si me froto con pétalos de rosa, ¿borraré el hedor a podredumbre?

Kineas la fulminó con la mirada.

—Tú elegiste tu camino.

Kam Baqca sonrió con sus horribles mandíbulas.

—Y tú elegiste el tuyo, Rey. Arconte. Hiparco. Viniste al este. Ahora termina tu labor como un buen artesano. Ve y lucha contra el monstruo…

Kineas se despertó y se halló inmerso en el ruido de diez mil quijadas mascando hierba. Se tumbó de nuevo y la desesperación lo envolvió como una niebla matutina hasta atragantarlo y hacerlo llorar. Pero, cuando se durmió de nuevo…, dejó atrás a sus amigos muertos y saltó al árbol otra vez y trepó sin mucho interés. Vio la copa encima de él y se maravilló al comprobar lo alto que había llegado. Miró hacia abajo y vio una llanura a sus pies, extendiéndose hasta unas montañas que se alzaban como una muralla y se prolongaban sin fin, y supo lo que era el asombro. Y entonces alargó la mano para seguir trepando…

—Si eres incapaz de controlarte mejor —dijo Focionte—, no me molestaré en enseñarte nada más.

Kineas estaba en la arena de la pista de prácticas. Tenía el brazo entumecido y los ojos le escocían por culpa de las lágrimas.

—¡No es justo! —gimoteó.

La espada de madera de Focionte le golpeó una sien.

—Las bestias luchan con rabia —dijo—. Los griegos luchan con conciencia. Cualquier bárbaro puede tener más rabia que tú, niño.

—¡No soy un niño! —berreó Kineas. Quiso que sonara como un bramido, pero más bien profirió un chillido. Los demás jóvenes que aguardaban su turno se rieron con disimulo o guardaron un violento silencio.

El crimen de Kineas había sido declarar con total naturalidad que era el mejor pupilo de Focionte. Focionte había reaccionado desarmándolo repetidamente y venciéndolo con descorazonadora facilidad, no una sino diez veces seguidas. Usó un mismo movimiento muy simple una y otra vez, ejecutado con perezosa elegancia, y las respuestas de Kineas se fueron volviendo más y más torpes con cada encuentro, hasta que el muchacho rompió a llorar.

Focionte retrocedió unos pasos.

—Si eres un hombre, recoge esa espada y usa el cerebro.

Kineas caminó por la arena hasta su espada y la recuperó, ardiendo en deseos de vengarse. Pero pensó en Niceas y en Graco, y en la pelea en el callejón, y en el dolor y la sangre. Y en lo mucho que le debía a Focionte. Se irguió a pesar de sus diez nuevas magulladuras. Obligó a su cerebro a analizar el ataque de Focionte, una sutileza en la finta. Optó por una solución sencilla.

—Estoy listo —manifestó, adoptando la postura de combate, el escudo delante y la espada detrás. Se movió con cautela y Focionte bailó en torno a él, pero esta vez Kineas no le ofreció su espada. Se mantuvo detrás del escudo, encajó un golpe ligero en la cadera y un corte en la rodilla izquierda. Focionte dio un revés y Kineas tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para evitar la respuesta que le habían enseñado: un corte en la muñeca del adversario. En lugar de eso, se limitó a dar un paso atrás y bloquear con su escudo. Fue una maniobra sin brillo; el peso del escudo le dio un tirón en el brazo y, al cabo de unos minutos, Focionte amagó un golpe y le pegó en la cabeza, derribándolo. Focionte le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.

—¡Eres un hombre! —exclamó. Y sonrió de oreja a oreja—. Tal como sospechaba.

Kineas asintió. Le dolía la cabeza.

Focionte le sonrió.

—¿En qué consiste mi nueva finta, Kineas? —preguntó.

Kineas se rascó la cabeza.

—Ni idea, maestro. Comienza con un falso revés. Sólo he necesitado diez intentos para establecerlo.

Focionte asintió.

—¿Y cómo la vences? —preguntó.

Kineas negó con la cabeza.

—Ni idea, maestro.

Focionte sonrió, pareciendo mucho más joven.

—Tal vez seas el mejor de mis alumnos, fanfarrón. Ve a untarte de aceite y date un buen baño.

Graco meneó la cabeza.

—No lo entiendo, maestro —dijo.

Focionte se encogió de hombros.

—Ya lo entenderás —aseveró.

Kineas sonrió a Focionte.

—Yo sí —dijo.

Y entonces se vio en una rama del árbol, más alto que cualquier otro en el que hubiera estado jamás.

Y entonces soñó que era un dios, Zeus personificado, y que empuñaba el rayo cuyo fuego blanco brillaba y se agitaba en su mano y que, no obstante, parecía compuesto de hombres y caballos…

Se despertó con el sabor del orgullo desmedido en la boca.

Al cabo de una hora, la columna entera avanzaba. Cabalgaban hacia el norte y el oeste siguiendo el curso del Oxus, con los hermanos de Mosva, Héctor y Artú, así como con Gwair Caballo Negro al frente de la columna. Tenían diez mil caballos, y el conjunto de sus fuerzas se prolongaba cuatro estadios desde Kineas, que iba en cabeza, hasta las últimas doncellas sármatas, envueltas en pañuelos, que cabalgaban en la nube de polvo de la cola, vigilando el ganado.

En dos ocasiones vieron distantes figuras a caballo. Kineas ordenó a los exploradores que no las persiguieran, pero dispuso a más sármatas a modo de cortina defensiva. No quería que todos los jefes tribales de mil estadios a la redonda conocieran la composición de su columna.

Ahora se hallaban en la frontera macedonia. El Polytimeros marcaba el linde del territorio de Alejandro.

Entrada la segunda mañana después del regreso de Nihmu, los exploradores informaron de que tenían delante las hoces del Polytimeros, y una hora más tarde, mientras comían gachas frías y los caballos pastaban, regresó Ataelo. Besó a Samahe, ambos se entrelazaron como dos árboles en una isla azotada por el viento en el Egeo, y luego Ataelo se apartó de ella y se volvió hacia Kineas. Sonrió.

—Filocles dice «¡Ven ahora!» —dijo—. Suerte por estar al lado. Más cosas como Filocles por decir.

Ataelo se encogió de hombros, sonriendo.

Kineas hizo un gesto que abarcó toda la columna.

—Aquí estamos —soltó.

—¡Ven ahora! —insistió Ataelo.

—Te lo dije —recordó Nihmu, y Ataelo le revolvió el pelo y ella sonrió.

—¿Falta mucho? —preguntó Kineas.

—Dos días, para montar como sakje. —Ataelo lo recalcó con el puño—: Como sakje. —Sonrió otra vez—. Ven para rescatar a doña Srayanka. Dar golpe contra Iskander. —Dio un puñetazo contra la palma de la mano que sonó como una calabaza al romperse—. ¡Deprisa! Filocles dice… —el jefe de los prodromoi torció el semblante, recordando—, con la mayor celeridad. ¿Sí? —Miró a los amigos que lo rodeaban—. ¡Montar como sakje!

Kineas se volvió hacia Diodoro.

—Abrevad a los caballos. Que cada hombre tenga a mano su montura de refresco.

Diodoro hizo el saludo militar.

—¡Montar como sakje! —exclamó con regocijo.