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Filotas sostenía con desenvoltura la fulminante mirada de Alejandro.

—¿Qué se supone que he hecho exactamente, majestad? —preguntó.

—¡Más respeto cuando hables con el rey, Filotas! —le espetó Hefestión. El mejor amigo y amante ocasional del rey iba vestido con sencillez, sin adornos en el cabello broncíneo, pero parecía haber ganado estatura de la noche a la mañana y su tono acusatorio restalló como el látigo de un arriero.

Filotas volvió la cabeza con exagerada lasitud, como si mirar a Hefestión le costara mucho trabajo.

—Soy respetuoso —protestó. Y se encogió de hombros—. También estoy ocupado. —Sus ojos volvieron a buscar los del rey, y el rechazo a Hefestión y a todo lo que a éste atañía fue palpable. Ambos hombres siempre se habían detestado mutuamente. Filotas era hijo de Parmenio, y el mejor oficial de caballería del ejército. Su arrogancia era de esa clase que tanto gusta a la tropa; una arrogancia respaldada por sus muchos logros. Ser guapo y de noble linaje no le perjudicaba; sin embargo, no había medrado valiéndose sólo del nombre de su padre. Era valiente, calculador y, por encima de todo, implacablemente exitoso. Algunos de la vieja guardia decían que, sin él, la batalla de Arbela quizás hubiese terminado en derrota.

La posición de Hefestión se fundamentaba en su privilegiada relación con el rey. Los observadores perspicaces, y en la corte militar en torno al rey de Macedonia abundaban, se fijaban en que cada vez que se daban órdenes, órdenes de combate, incluso el enamorado Alejandro pasaba por encima de su amigo para beneficiar a Filotas.

Así pues, pese a los rumores que circulaban por el campamento desde hacía un par de días, Filotas estaba en posición de descanso ante el rey.

—He oído muchas habladurías —dijo Filotas—. ¿Se me acusa de algo, majestad?

—Se te acusa de participar en un complot para asesinar al rey —reveló Hefestión.

Alejandro permaneció callado.

Filotas siguió mirando al rey.

—¡Eso es una gilipollez! —exclamó—. Soy absolutamente leal y todo el mundo lo sabe.

—Los conspiradores te han delatado —dijo Hefestión.

—Me importa un pelo de coño lo que tus torturadores hayan arrancado a un campesino —dijo Filotas.

—¿Por qué no acudiste a mí cuando Cebalino te acusó? —preguntó Alejandro con voz cansada.

Filotas asintió bruscamente.

—Ya me figuraba que se trataba de esto. Escucha, Alejandro —Filotas, como noble y Compañero, tenía derecho a dirigirse al rey con familiaridad—, ya sabes las malas pulgas que llega a tener el idiota de Cebalino. Como cualquier amante —y aquí Filotas sonrió a Hefestión con evidente mofa—, se pone mujeril y cotillea. De modo que oyó algo mientras le daban por el culo. Me lo contó. Me pareció que era una sarta de sandeces. Y no le hice caso.

—Pues no eran sandeces —repuso Alejandro—. Tenemos confesiones.

—Si me equivoqué —dijo Filotas en un tono que daba a entender que pensaba que todo aquello era un montaje—, presentaré mis más sentidas disculpas. Su majestad debe creer que yo jamás permitiría que un complot contra él prosperase. Por otra parte…

Aquí hizo una pausa porque se dio cuenta de que estaba a punto de entrar en terreno prohibido. «Si informara de todos los complots contra ti, nos quedaríamos sin ejército», no parecía algo muy apropiado para decir en aquel momento.

—No parece que te incomode demasiado la idea de una traición —soltó Hefestión.

—Eso es un montón de basura —dijo Filotas. Estaba perdiendo la paciencia. Era una acusación demasiado ridícula para tomarla en serio.

—En privado, dices que salvaste al rey en Arbela. Que tú y tu padre habéis ganado todas las batallas; que el rey no tiene competencia para dirigir un ejército.

Filotas se alarmó por primera vez y se notó. Levantó el mentón. Pensando deprisa, optó por la sinceridad.

—Quizás haya fanfarroneado estúpidamente, estando ebrio. —Procuró ganarse una sonrisa del rey—. Se da con frecuencia entre los soldados. —Al ver que el rey no sonreía, Filotas abrió más los ojos—. No puede ser que hables en serio. Me disculparé ante el ejército si es preciso, majestad, pero la fanfarronada de un borracho dista mucho de una traición.

—Tu padre lleva años conspirando contra mí —dijo Alejandro de repente. Parecía de mal humor.

—¿Qué? —exclamó Filotas. Ahora sí que se alarmó—. Eso no es cierto. ¡Por los huevos de Ares, Alejandro, ni siquiera serías rey de no haber sido por mi padre!

En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, se dio cuenta de que Hefestión había estado jugando con él. Fulminó al favorito con la mirada. Hefestión se la sostuvo.

—¡Traidor! —le espetó.

Filotas se irguió.

—¡Demuéstralo, subalterno!

Hefestión se volvió hacia Alejandro.

—Confesará bajo tortura.

—¡No puedes torturarme! —soltó Filotas—. ¡Soy el comandante de los Compañeros! ¡Por los huesos de Aquiles, el mejor de los aqueos, juro que no soy un traidor! ¡Y nunca podrás demostrarlo ante la asamblea!

Se quedó allí plantado, alto y bien parecido, la viva imagen del oficial gallardo.

Pero la asamblea pensó diferente dos días después, cuando fue llevado ante ellos sin dientes, con buena parte de la cara arrancada. Parecía un traidor con las manos rotas. Hefestión dijo que había confesado su culpa, y el rey lo corroboró. Nadie entendió a Filotas cuando habló.

Lo ejecutaron.

—Ahora puedo hacer limpieza —confesó Alejandro a Hefestión. Era un consejo privado, con sólo unos pocos hombres: Eumenes, Kleistenes y Hefestión.

—Tienes que matar a Parmenio —instó Hefestión—. Cuando se entere…

—¡Sí, Patroclo! —Alejandro le revolvió el pelo—. Ya lo sé. El padre debe perecer, ahora que se ha demostrado que el hijo es un traidor.

Incluso a Kleistenes, sofista y propagandista profesional, se le heló la sangre en las venas al oír que el rey llamaba traidor a Filotas en privado. El rey se había convencido a sí mismo, sentando un peligroso precedente.

El cardio Eumenes mantuvo la compostura.

—Espitamenes ha aceptado nuestras propuestas sobre la negociación —dijo. Eumenes había aprendido a no usar palabras que el rey pudiera interpretar como si los macedonios estuvieran haciendo un requerimiento a la paz con un sátrapa rebelde. La verdad era que Espitamenes, con los restos del ejército persa de Besos y el apoyo de los masagetas y los dahae, estaba retrasando su conquista del norte de un modo difícil de digerir.

El rey bebió un poco más de vino.

—Cuando Parmenio haya muerto, tendré la retaguardia segura —aseguró—. Dispondré de todo el tiempo necesario para conquistar el resto del mundo. No necesito a Espitamenes. Dile que se joda.

Hefestión rió a carcajadas.

Eumenes, que había trabajado todo el invierno para montar una ronda de negociaciones, inspiró profundamente.

—A Espitamenes le interesan las cuestiones religiosas, majestad. No desea ser Rey de Reyes. —Estaba imparable y dijo la verdad—. Mientras cuente con las tribus escitas, puede cruzar el Jaxartes cuando quiera. Y nosotros no podemos seguirle.

Alejandro se volvió y clavó sus ojos de loco, pintados de blanco, en la cabeza de Eumenes.

—No hay ningún lugar al que mi ejército no pueda ir —dijo.

Eumenes desvió la mirada hacia Hefestión, confiando en que aquel hombre tan consentido recordara lo que le convenía.

Hefestión hizo girar el vino de su copa y se inclinó hacia delante.

—Si emprendemos una campaña a la otra orilla del Jaxartes, perderemos toda una temporada de campaña en India.

Tendría que haber sido actor, pensó Eumenes. Se enjugó la frente.

Alejandro se tumbó en su diván.

—De acuerdo. Incluso Aquiles escuchaba cuando Fénix hablaba. Di a Espitamenes que quiero una amazona; o mejor aún, una docena. Di a Espitamenes que me consiga doce amazonas.

Este era el tipo de exigencia que podía desbaratar una negociación en un momento, pero Eumenes conocía la voz de su amo. Asintió.

—Sí, majestad —dijo.

Y Kleistenes se estremeció.