33

Incluso Talasa subió penosamente la última cuesta; sin embargo, antes de que el sol descendiera la anchura de otro dedo, Kineas coronó la colina y el campo de batalla entero se abrió ante él: una hondonada de guerra que cubría ocho estadios o más de una serrezuela a la otra. Y lo que vio le impresionó.

En el sector más próximo a él, los guerreros escitas de la ladera de la colina se batían en retirada, disparando flechas ante las sólidas líneas de la caballería enemiga, una mezcla de macedonios, griegos y sármatas. Los escitas estaban diseminados y cedían terreno deprisa sin siquiera intentar reagruparse.

Abajo, en medio de la hondonada, los piqueros de la falange habían establecido una línea a través del vado y avanzado un buen trecho. Los cuerpos de los caballos muertos, visibles aun desde aquella distancia, señalaban la futilidad de la resistencia sakje. Pero sólo había una falange; la segunda se divisaba, con las picas erectas, al otro lado del río detrás de las máquinas de sitio.

Sólo a lo lejos, en el límite de la visión sobre el flanco derecho sakje, parecía que el ejército macedonio estuviera recibiendo la peor parte. Allí, y sólo allí, el movimiento como de hormigas del adversario era de retroceso. Años de observar batallas y tomar parte en ellas habían dotado a Kineas de la facultad de captar al instante el significado de cientos de señales; los ruidos, los movimientos, incluso el tipo de reflejo de la luz podían decirle en qué dirección avanzaba un hombre. El flanco izquierdo macedonio estaba perdiendo. El resto de su ejército estaba a punto de alzarse con la victoria.

Por encima de todo ello, la niebla de Ares ascendía del suelo arenoso para oscurecerlo todo salvo los espectrales movimientos y los destellos más fuertes del metal bruñido. Los sakje todavía emitían destellos dorados, de modo que incluso a través de la bruma de la batalla Kineas podía estimar sus posiciones.

No veía por ninguna parte a la reina Zarina, que tendría que haber estado en el centro. En cambio, justo en medio del centro enemigo, justo detrás del combate, Kineas alcanzó a ver una clámide púrpura rodeada de asesores. Ante sus ojos, Alejandro encabezaba una cuña de Compañeros contra los nobles masagetas que tenía delante.

Y detrás de las líneas macedonias se encontraba el río. Árboles muertos llenaban el vado y, al otro lado del río, un enorme árbol muerto se alzaba imponente sobre el campo agreste; entonces Kineas sintió todo el peso de su sino. Se estremeció y le dolió el costado, algo líquido parecía moverse dentro de su piel, y se balanceó en la silla. Comenzó a hacer girar a su caballo; pensaba en cómo podría, después de tanta pose, abandonar el campo, huir con honor. O sin él.

«¡No quiero morir!», pensó. El aire que respiraba le ardía en la garganta, y el corazón parecía bombear la última sangre que le quedaba, haciéndole sentir frío.

El sol del ocaso era rojo como la sangre de un hombre agonizante y brilló reflejado en sus hombres cuando éstos coronaron la colina, haciendo imposible retirarse, y le recordaron quién era él. Eran fuertes, invictos, tres nítidos triángulos que oscurecieron la ladera causando una inmediata conmoción en el centro macedonio, y entre los sakje que había en las faldas de la colina cundió el pánico porque los tomaron por macedonios. Contempló a sus hombres, los celtas y los antiguos hoplitas de Olbia, vestidos con restos de corazas griegas, con arreos sakje y alguna que otra armadura sármata, muchos con pantalones bárbaros, algunos luciendo gorras sakje en lugar de sus yelmos.

Justo a su lado, Hama sonrió.

—¡Ahora, a por la gloria! —gritó Hama. Lanzó al aire su espada, que voló como una rueda de fuego y Hama la recogió al vuelo por la empuñadura. Todos los celtas rugieron de entusiasmo.

«Gracias, Hama.» Tomada la decisión, Kineas inspiró profundamente. En lo más hondo de su ser anidaba el miedo, pero allí también había euforia. Había incluso felicidad, la felicidad de un artesano que está a punto de concluir una tarea larga y pesada. A su derecha, los sármatas coronaron la colina y formaron sus filas, con destellos de bronce y de hierro en cada hombre, mujer y caballo. Gwair Caballo Negro, el hombre más a la izquierda en la primera fila, se volvió y saludó con el brazo; el sol encendió la armadura de Lot, pero por más que su bronce y su oro brillaran, Srayanka era el sol en persona mientras cabalgaba por la cresta, su yelmo y su gorjal eran demasiado brillantes para que Kineas los mirara.

Kineas tenía un nudo en la garganta por todo aquello: el orgullo, el terror, la alegría. Tuvo la sensación de oler manzanas.

Dejó la punta de la cuña olbiana y cabalgó por la cresta con la espada en alto hasta que estuvo seguro de que las tres cuñas habían formado por completo y estaban preparadas. Si aquél iba a ser su momento, no lo echaría a perder con un simple error. Los vítores lo seguían, y en el valle que tenía a sus pies percibió el cambio. Eran demasiado dorados para ser macedonios. Mientras regresaba a su puesto a medio galope, el bramido oceánico de los vítores sakje comenzó a hallar su eco en el centro cuando por fin los masagetas cayeron en la cuenta de que su prolongado combate en el centro no era en vano. Y la clámide púrpura parpadeó con el sol poniente entre el polvo; estaba retrocediendo.

Kineas ocupó su puesto, con Diodoro a un lado y Cario al otro.

—¡Atenea! —gritó, y los hombres rieron a carcajadas; el poder fluyó por sus venas como el icor de un dios. Y olbianos, helenos y celtas juntos cantaron el pean de Atenea al iniciar el avance, y muchos de los sakje e incluso de los sármatas se sumaron a ellos, pues lo habían oído infinidad de veces en torno a las hogueras, soportando la lluvia, el calor abrasador de la estepa y las nieves de Hircania.

¡Ven, Atenea, ahora más que nunca! ¡Permítenos contemplar tu Gloria! ¡Ahora, Reina y Señora, te rogamos que des a tus siervos la victoria!

Las tres cuñas bajaron de la cresta al paso. En cuanto los caballos notaron la pendiente, Kineas los dejó avanzar cuesta abajo a un trote rápido y luego a medio galope, y vio que Lot y Srayanka, a la cabeza de sus respectivas formaciones, mantenían el mismo ritmo.

La caballería que tenía enfrente rompió filas un estadio antes de que pudiera alcanzarlos. La jornada no había sido fácil para ellos, hostigados por las flechas escitas y obligados a subir la colina. Ahora su mundo se había puesto del revés y huían hacia el vado. Sólo la caballería macedonia se mantuvo firme y contraatacó. Sus caballos cansados avanzaban trabajosamente cuesta arriba, y los sármatas del centro chocaron contra ellos con un estruendo como de tormenta de verano.

Kineas se negó a dar rienda suelta a Talasa y la hizo frenar, con un ojo puesto en el yelmo dorado de Lot mientras usaba su lanza pesada contra los macedonios peor armados, ya desalentados al saberse abandonados por sus aliados. Los macedonios, poco acostumbrados a la derrota, opusieron resistencia un rato más, luchando con agallas, y luego también rompieron filas, y los sármatas comenzaron a recomponer su cuña sobre la marcha.

El azar quiso que la colina y el terreno condujeran sus formaciones más hacia el vado que hacia las picas macedonias que ya estaban abriendo filas para plantarles cara tan deprisa como podían, aunque era demasiado tarde; a no ser que su rey se apartara del centro para salvarlos, y si lo hacía, la batalla quedaría en tablas.

Kineas lo presentía.

Acababa de dejar atrás la última colina, se hallaba en terreno llano en medio de la bruma de la batalla. A su derecha sonaban trompetas: Alejandro llamaba a sus hetairoi para salvar la batalla.

—¡Toma el mando! —gritó Kineas a Diodoro, desgañitándose. Y acto seguido—: ¡Giro a la derecha! —indicó a voz en cuello a Antígono, que tocó la trompeta transmitiendo la orden. Kineas hincó los talones en los ijares de Talasa para ponerla al galope y la yegua obedeció de inmediato, volando sobre el suelo. Kineas levantó su lanza pesada por encima de la cabeza, mostrando a las tres formaciones la nueva dirección a seguir, y los tres triángulos giraron con cierta confusión debido a la poca distancia y al escaso tiempo de reacción. Kineas se situó delante de los sármatas.

—¡Gira, Lot! ¡Gira a la derecha!

Lot comenzaba a perderse de vista entre el polvo, pero levantó su lanza y un momento después su trompetero tocó.

«Srayanka los alcanzará primero», pensó Kineas. Dio rienda suelta a Talasa y la yegua aceleró, rozando apenas la tierra con los cascos. ¿Cuán lejos estaban los hetairoi de Alejandro?

Enseguida vio el resplandor dorado de Srayanka y frenó al ver que ella se acercaba.

—¡Gira a la derecha! —gritó Kineas.

Srayanka levantó su hacha de mango largo a modo de saludo y su trompetera dio el toque pertinente mientras Kineas se arrimaba a ella, haciendo girar a Talasa.

—¡Alejandro está justo enfrente de nosotros!

Srayanka rió de pura alegría.

—¡Hefestión es mío! —gritó—. ¡Yiijaaa!

Dio rienda suelta a su caballo y los sakje se perdieron entre el polvo al tiempo que Kineas se desviaba hacia el centro. Si se había formado una idea correcta de la situación, las tres cuñas arremeterían contra los Compañeros macedonios en tres acometidas sucesivas, como tres mandobles de espada.

Estaba casi a la altura de Lot, cuando las clámides rojas surgieron de la bruma. Hizo girar a Talasa y se sumó a la formación sármata segundos antes de que los dos triángulos chocaran.

El estruendo del impacto ahogó todo pensamiento. Kineas no tuvo ocasión de lanzar su jabalina. Talasa chocó, pecho contra pecho, con un caballo macedonio que no pudo esquivar al tiempo que Kineas esquivaba la lanza del jinete, y las dos bestias se levantaron agitando las manos, empinadas sobre los cuartos traseros. Kineas apretó bien las piernas y blandió la jabalina como si fuese una espada; clavó la punta entre los brazos del Compañero y se apoyó en el arma mientras Talasa empujaba para ponerse de nuevo a cuatro patas y el jinete enemigo caía al suelo, perdiendo la montura pero por lo demás ileso. Kineas siguió avanzando de inmediato. Lanzó la jabalina contra un hombre que se enfrentaba a doña Bahareh, reconocible por sus gruesas trenzas grises, y el lanzamiento de Kineas lo alcanzó bajo el brazo de la brida y lo tiró al polvo, y ella también siguió hacia delante y se oyó otro estruendo a su izquierda cuando la cuña olbiana topó con los macedonios.

Kineas ya no era comandante. Cogió la lanza y la empuñó con dos manos por encima de la cabeza mientras los hombres y los caballos se iban apiñando; las dos cuñas arremetían con saña y las apretadas filas de caballería se vieron reducidas a luchar como hoplitas, cuerpo a cuerpo, con las piernas aplastadas entre los caballos. Su siguiente oponente aún buscaba a tientas su espada cuando Kineas le hincó la lanza, acortada hasta tener el puño izquierdo en la punta, entre el rostro y la coraza. Sonó un golpe contra su espaldarón de escamas, y luego otro. Se volvió hacia un macedonio que se las había arreglado para penetrar en su formación y le asestó un golpe con el puño de la pica, aunque la coraza lo repelió. Recibió un golpe en los brazos levantados, brazos provistos de armadura gracias al regalo de Srayanka, y Talasa, interpretando el movimiento de su cuerpo, reculó y soltó un par de coces, acertando ambos cascos contra el caballo enemigo con el ruido de un hacha que parte leña. Kineas arremetió de nuevo hacia atrás al tiempo que recibía un golpe en el yelmo, y su pica quedó atrapada bajo el muslo del adversario, desgarrándole la pierna cuando el caballo se vino abajo, arrastrándolo en su caída. Kineas vio un brillo de oro, un destello de un nuevo enemigo en la periferia de su campo visual, y blandió la lanza con ambas manos, de atrás hacia delante mientras volvía la cabeza, y todo el peso de su lanza de madera de corno chocó contra un lado del yelmo de oro de Alejandro, rompiéndole el barboquejo, y el rey de Macedonia flaqueó, y un puñado de jinetes suyos acudieron a socorrerlo a la desesperada; sin embargo, Kineas estaba encima de él y golpeó las piernas del rey, abriendo un profundo tajo, antes de que dos espadas sonaran contra su casco; golpes débiles que no obstante bastaron para apartarlo de su presa. Se defendió, levantó el puño de la lanza y lo usó como si fuese un esclavo barriendo con una escoba para parar golpes, clavando la punta en rostros y muslos sin armadura, logrando derribar a bastantes hombres; pero Alejandro se estaba escabullendo, desplomado en su silla.

La pared de sármatas ya avanzaba; Kineas lo presentía. Estaba muy adentrado en la formación macedonia y veía a Alejandro pocas filas más allá, con unos Compañeros tirando de sus riendas. Le había dado; y le había dado fuerte. Kineas recibió un golpe en el costado, el costado herido; el dolor lo cegó y el entreno le hizo arremeter a diestro y siniestro con la punta de la lanza para cubrir su sufrimiento, y otro golpe que no vio venir le partió la lanza en dos, dejándolo con un trozo en cada mano. Pero Focionte lo había preparado para enfrentar tales situaciones, y arremetió con ambos trozos, descargando golpes sin tregua contra sus adversarios, con todo su ser concentrado en alcanzar a Alejandro. Pese a ello, empezaba a padecer visión de túnel y faltó poco para que perdiera la silla cuando un kopis le atizó en el costado derecho por debajo del brazo, esparciendo escamas y trazando otra línea de dolor en su pecho. Talasa notó el cambio de peso y reculó y soltó coces, concediéndole unos instantes de respiro. Kineas arrojó al suelo las mitades de su lanza y desenvainó la espada egipcia. Apenas podía respirar.

Una lanza larga surgió de detrás de él y derribó a un Compañero, y Kineas reaccionó ante los nuevos oponentes repartiendo mandobles como un poseso, sin herir a nadie pero aún con vida, al tiempo que se le aclaraba la vista. Tenía macedonios a ambos lados, tan cerca que sus castigadas rodillas estaban aplastadas contra las de ellos, y su fusta pareció acudir a su mano de montar como un regalo de Ares. Dio un revés hacia la izquierda y luego hincó el puño de la fusta bajo la mandíbula del jinete y se dio la vuelta, con todo el peso de su cuerpo y el movimiento de Talasa imprimiendo impulso a la espada; rompió la defensa del otro hombre, y la hoja resbaló desde su hombro y aún tuvo fuerza suficiente para rebanarle un buen tajo de carne del brazo derecho desprovisto de armadura. Kineas arremetió con la fusta; uno, dos, tres golpes consecutivos contra el rostro del hombre por encima de sus armas cruzadas, y el hombre se desplomó, perdiendo más carne del brazo al apartarse, y soltó un alarido, aunque no pudo caer al suelo de tan prieta como era la pina de caballos y hombres.

—¡El Rey ha caído! —gritó en griego con acento macedonio, y renovadas fuerzas llenaron a Kineas. Pero con los músculos de Talasa crispados entre sus piernas no podía moverse, atrapado entre los hombres que había abatido; y los Compañeros, a quienes no podía alcanzar con la espada, se inclinaban sobre las cabezas de sus monturas intentando golpearle, y tuvo que ponerse a parar golpes para proteger la cabeza de Talasa. La yegua intentó encabritarse y Kineas se abrazó a su cuello para impedírselo, pues temía que en semejante melé perdiera el equilibrio y cayera.

—¡Cógela! —oyó a sus espaldas. La lanza volvió a la altura de su hombro, y él se arriesgó a mirar atrás para ver a Lot—. ¡Cógela! —le gritó otra vez.

Kineas no quería una lanza en aquella insensata melé.

—¡Cúbreme! —gritó él a Lot, parando más golpes para proteger a su caballo, y el príncipe sármata hundió la lanza en la cabeza sin casco del macedonio, dándole muerte. De pronto Darío apareció allí, y Cario, y luego Sitalkes, abriéndose paso a través de la melé como un joven Aquiles, sin casco y con la lanza roja y dorada bajo el sol del ocaso.

Darío hizo una locura, alzándose sobre el lomo de su caballo para luego saltar al caballo del último hombre al que Kineas había abatido, moviéndose como un acróbata. Con la espada dejó ciego a un hombre y se puso a golpearle el casco hasta hacer que se agachara y se cayera.

Cario, con su mastodóntico caballo, se limitó a empujar a través de la melé y, por un instante, pareció que con su implacable avance fuera a derribar a Kineas de la silla. Junto a él, al borde la conciencia de Kineas, estaba Filocles asestando golpes sin tregua contra sus oponentes como Ares redivivo.

Como un atasco de troncos en un río tracio en primavera, los macedonios cedían terreno muy despacio. Talasa avanzó un poco; una sola zancada. Kineas sólo podía repeler golpes, ya no le quedaba fuerza en los brazos para asestar los potentes mandobles que hacían falta para derribar a un hombre con armadura. Sin embargo, no tuvo que parar ningún golpe. Darío y Cario habían ocupado su lugar en la línea. Tiró de las riendas de Talasa para que Lot pudiera adelantarlo. Sitalkes abatió al trompetero cuando éste se llevaba el instrumento a los labios, y Sitalkes le arrebató la trompeta de oro y la alzó, exultante, y murió así, con una lanza macedonia atravesada en el costado.

Cuando otro caballero sármata lo adelantó, Kineas flaqueó y dejó que todos lo adelantaran mientras la melé se iba alejando; primero unos pocos metros, luego un océano de ruido más allá. Un sármata que lo tomó por enemigo le dio un golpe en la espalda; Kineas se tambaleó y el sármata se disculpó y se lo llevó de allí, sosteniéndolo a lomos de Talasa.

—No me has hecho daño —dijo Kineas.

—Estás malherido —observó el hombre. Decoro; tenía un nombre que sonaba así. Kineas no podía levantar la cabeza.

—No —repuso. En realidad, sí que tenía una herida bajo el coselete de la armadura de escamas. Notaba mojada la parte alta del costado izquierdo, y en el derecho tenía un corte y muchas magulladuras. Le volvía a doler respirar, incluso más que antes—. Vuelve a la lucha, Dekris.

—Gracias, señor. —El joven soldado se bajó el yelmo, sacó la lanza de debajo del muslo y miró a izquierda y derecha—. Parece más despejado por allí —dijo, y se dirigió hacia la izquierda.

Kineas se quedó solo, sentado en su caballo el tiempo suficiente para desear tener consigo un odre de agua. Un golpe había partido la correa de su cantimplora de cerámica. Levantó la cabeza, se sonó la nariz y miró a su alrededor. Seguía sin soplar nada de viento, y el polvo que flotaba en el aire lo volvía pesado.

Los prodromoi seguían detrás de las formaciones enfrentadas. Mientras respiraba jadeante, llegaron Ataelo, Samahe y Temerix, que compitieron por darle agua. Temerix tenía un poco de vino. Se sintió mejor de inmediato. Temerix le dio un trozo de salchichón con ajo, sin duda el botín de alguna escaramuza, dado que los sakje no tenían nada parecido, y lo engulló. Llevaba horas sin comer, de modo que se sentó a un cuarto de estadio del más encarnizado combate de caballería que hubiese visto jamás, compartiendo un salchichón con sus exploradores. Fue recobrando su percepción de la batalla a pesar del polvo.

El sol se ponía, y el aire en contacto con su rostro quemado y sucio parecía más fresco.

—Gracias por el salchichón —dijo a Temerix, que sonrió—. Vamos a ganar esta batalla —vaticinó, cosa que sonó bastante pomposa; pero así era como él lo veía.

La melé lo había dejado atrás. Los Compañeros no rompían filas; simplemente, perdían. Alrededor de Kineas, jinetes escitas de ambos sexos cabalgaban a medio galope; no nobles con armadura, sino simples guerreros de todas las tribus. Unos cuantos lo saludaron con el nombre de Baqca, y todos se abalanzaron a la melé, a menudo gritando a los prodromoi que se habían sumado a ellos. Pero los exploradores aguardaron con la disciplina aprendida durante dos años de campañas.

Comprendió que aquello era lo que Zarina había querido decir. Los escitas llevaban toda la vida cazando coordinadamente en las llanuras. Sabían cuándo una bestia estaba herida, y cabalgaban a la lucha, cada guerrero en el momento que consideraba oportuno. Sus pocos cientos ahora sólo eran la punta de la lanza, y miles de sakje y dahae llegaban detrás de ellos, cabalgando hacia la tormenta bélica para disparar flechas o asestar mandobles con sus espadas. Muchos habían cambiado de caballo tras el momento de pánico inicial, y sus monturas estaban relativamente descansadas. La conmoción estaba superada y olían la victoria.

Kineas también la olía, y olía a sudor de caballo y a polvo, con un matiz de manzanas. Talasa relinchó y dio un paso adelante, cosa extraña que se moviera de motu propio, y Srayanka surgió de entre las tinieblas.

—¡Yiijaaa! —chilló, y se abrazaron. Y luego hizo recular a su yegua—. Estás herido.

Kineas se limitó a sonreírle. Luego alargó el brazo derecho y la atrajo hacia sí, su gorjal chirrió sordamente contra las escamas, y se besaron como dos seres que podrían haberlo perdido todo.

—¡Podríamos marcharnos! —dijo Srayanka cuando se separaron. La mano que había puesto en el costado izquierdo al abrazarlo estaba ensangrentada.

—Demasiado tarde, mi amor —repuso Kineas.

—Le he dado un buen tajo al jodido Hefestión —dijo Srayanka, como si se lo estuviera pasando en grande. Le dio una jabalina—. Un regalo de bodas tardío —agregó. Apretó los labios—. Lot ha caído a la hierba.

—¡Oh, no! —exclamó Kineas, olvidando el dolor por un momento. Las trompetas tocaban retirada—. Yo he dejado a Alejandro fuera de combate. —Lloraría por Lot más tarde. Y entonces pensó: «No tardaré en reunirme con él», y sintió de nuevo el dolor, empapado de sangre como estaba. Pero aun así rió. Su sonrisa era real. El miedo se había esfumado; en realidad, ya estaba muerto y aquel último abrazo era un favor de Atenea. Volvió a erguirse sobre Talasa, todavía con fuerza en las piernas—. Acabemos con esto —dijo.

Los ojos de Srayanka se clavaron en los suyos por última vez.

—¡Llévanos contigo! —suplicó Ataelo a su lado—. ¡Caballos frescos!

Kineas miró alrededor.

—Pues formad una cuña —dijo, y Ataelo y Samahe comenzaron a dar órdenes en varios idiomas y los exploradores formaron. Avanzaron al trote.

Juntos, Kineas y Srayanka cabalgaron hacia la tormenta de Ares. Ahora la melé entera estaba en movimiento, y los guerreros les abrían paso a medida que avanzaban. Todas sus fuerzas estaban entremezcladas, empujando al adversario con la fuerza de la victoria mientras el sol se ponía teñido de rojo como una herida abierta a sus espaldas, cegando al enemigo cuando lograba penetrar en el polvo, y el daimon estaba en todos ellos, y los olbianos gritaban «Apolo» y «Niké» y unos pocos gritaban «Atenea», mientras los sakje y los sármatas gritaban otra cosa, algo que parecía carecer de sentido pero que fue formando una palabra a medida que avanzaban, de modo que todos los gritos inconexos comenzaron a ser esa palabra, repetida una y otra vez, mil voces cansadas sumándose para dar voz al dios de la guerra.

—¡BAQCA! —gritaban.

Y el sonido se llevó a Kineas hacia delante. Tuvo tiempo de pensar: «Esto es como ser un dios», y sintió que Niké, la euforia de la victoria, se adueñaba de él. Y los macedonios rompían filas tras haber cubierto su retirada, exhaustos, profesionales, espléndidos, pero ahora acabados. Filotas quizá los habría hecho resistir más, o Parmenio, pero Hefestión ya había abandonado el campo de batalla a causa de lo que él llamaba heridas, y los mil espíritus veleidosos que doblegan incluso a los mejores los indujeron a huir.

Kineas irrumpió en la primera fila y lanzó la jabalina, un lanzamiento largo y alto que alcanzó la grupa de un caballo a la fuga.

—¡Buen lanzamiento! —exclamó Filocles—. Lo encuentro un poco distinto —dijo, como si prosiguiera una conversación anterior.

El dolor causado por el lanzamiento afectaba a la visión de Kineas, pero éste se las arregló para sonreír al espartano.

—¿Hum? —dijo, como si estuvieran en el porche del megaron de Hircania, hablando de filosofía.

—Una melé de caballería. Es lo mismo. Mucho empujar, pero con un animal haciendo la faena. —Filocles sonrió. Tenía la mano derecha roja, la muñeca roja y el brazo con el que sostenía la lanza manchado de chorretones de sangre, disimulaba su tono de voz—. Creo que me gusta. Una buena manera de librar la última batalla.

Kineas rió, y se le resintió el costado.

—Eres un buen hombre —dijo.

Filocles sonrió.

—No me canso de oírtelo decir.

La bruma se iba disipando porque los escitas estaban demasiado cansados para perseguir a nadie y, además, el agua del Jaxartes ya llegaba a los corvejones de sus caballos. Los falangitas cruzaban a trompicones el vado que habían ganado con tanto esfuerzo. La carga de Alejandro los había salvado, pero no tenían órdenes y daban el día por terminado.

Kineas volvió la cabeza y los reconoció a todos, a cada hombre y mujer, y vio cómo el sueño era verdad y no lo era. Miró al frente y vio un ejército derrotado al que sólo le faltaba el golpe de gracia. Justo a los pies del gran árbol muerto, un jinete solitario aguardaba sentado en un caballo con armadura, el yelmo dorado pintado de rojo por los últimos rayos del sol poniente. Sostenía un arco.

La voz de León, lejana a la izquierda, sonó en la penumbra roja.

—¡Es mío! —gritó, y echó a correr hacia el agua. Diodoro dijo:

—¡Vuelve a la línea, por Ares!

Kam Baqca estaba a su vera. Es hora de cruzar el río, le dijo.

Kineas levantó la espada, y lo inundó una ola de dolor. Por encima del remolino rojo de polvo, vio el último retazo de un cielo azul, y en lo alto un águila volaba en círculos.

—¡A la carga! —dijo. Hizo una seña…