26

A Kineas le dolían demasiado las costillas para montar, de modo que viajó en una litera montada entre dos caballos durante tres días de presuroso avance hacia el noreste, siguiendo el curso del Polytimeros. Srayanka iba al mando. En ningún momento perdió el conocimiento, y tampoco tenía fiebre, pero pasaba los días aturdido por el dolor. Al cuarto día ya pudo montar, aunque la punzada cuando su montura daba un paso en falso era importante, si bien breve.

—Costillas fracturadas —diagnosticó Filocles por cuarta vez, tensándole los vendajes.

—Un peto de bronce habría desviado esa punta sin una magulladura —dijo Kineas—. Pero el coselete sakje de escamas es más fácil de llevar todo el día y cubre mejor. Cada pueblo tiene sus costumbres.

—¡Gracias, Sócrates! —exclamó Filocles, sonriendo.

En cuanto Kineas volvió a montar, Srayanka convocó un «consejo de marcha». Todos los jefes, tanto griegos como tribales, cabalgaron a la cabeza de la columna.

León entregó a Kineas la espada egipcia.

—He pensado que querrías recuperar esto —dijo—. Logramos resistir.

Diodoro dio una palmada al nubio en la espalda.

—León envió a uno de los hombres de Temerix a buscarme. He traído aquí al resto de los olbianos y a Parshtaevalt. —Su sonrisa petulante pasó a ser de franca alegría—. Tu esposa cruzó hasta su flanco y Eumenes cabalgó hasta el otro lado. Echamos por tierra sus planes.

—Ni siquiera le plantaron cara a Lot —terció Filocles—. Dieron un espectáculo lamentable para Macedonia.

Kineas negó con la cabeza.

—Eso no era Macedonia —repuso—. Sólo un puñado de oficiales macedonios con un montón de ayudantes lugareños. Alejandro tiene que andar apurado de recursos. —Tosió y le dolieron las costillas.

Antígono soltó un gruñido que recordó a los de Niceas:

—¡Y sacamos algo de botín! Oro. Caballos. Y prisioneros.

Kineas miró alrededor, entre contento con la victoria y un poco malhumorado porque la hubieran alcanzado sin él.

—¿Cuántos prisioneros? —inquirió.

—Una docena —respondió Filocles—. Jinetes rasos salvo por un oficial. Poco hablador. —Filocles sonrió con ironía—. Me cae bien.

Diodoro acercó su caballo.

—Un bastardo macedonio —comentó.

Todos los oficiales se sonrieron con complicidad. Kineas no les hizo caso y dejó el asunto del prisionero para más tarde.

—Deduzco que eran bastantes más de los que creíamos —señaló Kineas.

—No —desmintió Diodoro—. Dos escuadrones; el doble de tus efectivos, si cuentas los exploradores de Ataelo. Cabalgaste en círculos en torno a ellos. —Echó un vistazo a los demás oficiales. Parshtaevalt lo miró a los ojos y ambos hombres sonrieron torciendo la boca, como si hubiesen alcanzado un mayor entendimiento mientras Kineas estaba herido—. Aparecimos nosotros y aplastamos a los supervivientes.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kineas.

Ataelo contestó:

—Iskander controla toda la margen sur del Polytimeros. Patrullas todo el día, pero cautas. —Sacudió la cabeza—. Por estar cagado después de la lucha, creo.

Kineas también asintió. Divisaba montañas en la distancia, aunque ya no quedaban tan lejos. Alcanzables, en vez de imposibles.

—¿El Polytimeros baja de esos montes?

—Sí —contestaron Ataelo y Temerix al unísono—. Y fuertes macedonios tan apiñados como tus dientes. Seis fuertes y un campamento. —Temerix añadió—: Los exploré yo. En persona.

Kineas miró a su esposa y a Diodoro.

—¿Y bien? —inquirió.

Srayanka dijo:

—Ayer decidimos que hoy acamparíamos temprano, cargaríamos agua y abandonaríamos el Polytimeros para adentrarnos en el mar de hierba. Luego, nos dirigiremos al noreste rodeando los Montes Sogdianos hasta llegar al desierto. Hay que hacerlo así.

Diodoro estaba de acuerdo.

—Querrá volver a interceptarnos, Kineas. Y estamos firmando nuestra sentencia de muerte; cuanto más remontemos el río, más cerca estaremos de su ejército. De su ejército principal. —Meneó la cabeza—. ¡Mira!, apenas le hemos causado bajas y vemos a sus exploradores a diario. Esto no va a dar resultado. Tenemos que viajar por el desierto.

Kineas se frotó la mandíbula. Se encontraba fatal: le dolían todos los huesos y los músculos, y al respirar sentía una tremenda punzada en el pecho. No obstante, tenía la cabeza sorprendentemente despejada.

—Cratero aún está en el Polytimeros —observó Kineas—. Pero Alejandro avanza hacia el este. Es lo que haría yo: intentar combatir con la reina de los masagetas antes de que ésta se reúna con Espitamenes.

Diodoro entrecerró los ojos.

—¿Cómo dices?

Kineas extendió el brazo hacia la orilla sur.

—No somos ni un grano en el culo de Alejandro —dijo. Cuando este comentario fue traducido, los jefes sakje sonrieron y soltaron alguna carcajada—. Alejandro marcha a Oriente. Ha contenido el problema que tenía en Maracanda y ahora se centrará en luchar contra la reina Zarina. En las llanuras sólo hay polvo y hierba seca, con lo cual apenas hay forraje. ¿Cierto?

Ataelo asintió. Avanzaron un breve trecho sin hablar.

—Alejandro no podrá centrarse en su lucha por mucho tiempo —prosiguió Kineas—. No hay bastante comida. Y Zarina tiene todas las praderas al norte del Jaxartes disponibles para alimentar a su ejército. Además, a los sakje se os da mucho mejor vivir de estos llanos que a los macedonios.

Diodoro dijo:

—Ya lo entiendo. No puede dar media vuelta para combatirnos sin desbaratar sus planes.

—Le estamos echando una carrera —dijo Kineas—. Apuesto a que está a menos de cien estadios al sur, avanzando hacia el este tras una pantalla de patrullas. A un día a caballo de aquí.

Srayanka se encogió de hombros.

—¿Y qué? ¿Acaso eso cambia algo de lo que hemos acordado?

—No —respondió Kineas—. En absoluto. Significa que teníais razón. Debemos darnos prisa si queremos alcanzar a Zarina antes de que Alejandro lance su ataque. Sin duda tiene intención de cruzar el Jaxartes y efectuar una campaña contra los masagetas a finales de verano.

Srayanka entrecerró los ojos y agitó las trenzas.

—Pues entonces es idiota. En verano no hay agua en las llanuras.

—Alejandro no es idiota, querida —repuso Kineas—. Es capaz de llevar a sus hombres y bestias al límite. Condujo a su ejército a través de los montes más altos, ¿no? Incluso los sakje hablan de ello. Si quiere que marchen por el altiplano, lo harán. —Miró a su alrededor—. Al fin y al cabo, ¿no es exactamente lo mismo que nos proponemos hacer nosotros?

—Pero nosotros somos unos pocos cientos —rebatió Srayanka—. ¿Te parece bien que nos dirijamos hacia el norte? ¿O vamos a tener que discutir aquí sobre el vuelo de los gansos y los movimientos de los venados en la estepa?

Kineas la miró enarcando una ceja.

—Sí —contestó—. Vayamos al norte.

Cuando el grupo de mandos dio por finalizada la reunión, Kineas se acercó a su esposa.

—Me gustaría que manifestaras tu opinión en los consejos —dijo—. Detesto que te quedes callada, temiendo interrumpirme.

—¿Qué costado te duele más? —preguntó Srayanka, fingiendo darle un puñetazo en el izquierdo.

Tras la siguiente parada, Srayanka envió a los prodromoi hacia el norte y encargó a Parshtaevalt que los cubriera por el sur. Acamparon temprano en un meandro del Polytimeros, donde las ruinas de un pueblo con murallas de adobe narraban la epopeya de los años de guerra que ya había conocido aquella región. Kineas se reunió con el grupo de su rancho y se sentó recostándose contra una roca que el sol había calentado. Srayanka se apoyó en su hombro y le pasó a Lita. La roca anunciaba que el terreno cambiaba iniciando el ascenso hacia el este. Habían llegado a las faldas de los Montes Sogdianos.

Darío se puso en cuclillas con una copa de vino arrebatado al enemigo. Iba vestido como un medo de la cabeza a los pies y parecía avergonzarle la desnudez de los numerosos olbianos que se bañaban en las aguas del Polytimeros.

—¡Bienvenido seas! ¿Encontraste a Espitamenes?

Darío asintió. Kineas le estrechó los hombros.

—Deduzco que Espitamenes ha jurado mantenerse alejado de nosotros —dijo, haciendo caso omiso de la vestimenta de Darío.

—Le mortifica haberse granjeado nuestra enemistad —explicó Darío. Lanzó una mirada a Srayanka y, acto seguido, apartó la vista como si Artemis lo hubiese cegado—. Sostiene que no tenía idea de lo que Alejandro se proponía hacer con las amazonas; fue inducido a creer que el rey simplemente tenía ganas de conocer a alguna. —Se irguió—. Siente que su honor está mancillado por lo sucedido y promete cualquier reparación que tú y tu señora exijáis.

Srayanka lo estaba escuchando todo. Puso a Sátiro en brazos de Kineas.

—Eso, como decís los griegos, es un pestilente cagarro de perro. No obstante —sonrió Srayanka—, a todos conviene que finjamos creerle.

Darío se escandalizó:

—¡Lo juró por su honor!

Kineas se sorprendió ante la ingenuidad del joven.

—¡Te cayó en gracia!

—Será un gran rey —dijo Darío muy serio.

—Acabará con la cabeza clavada en una lanza, o algo peor. —Srayanka acomodó a su hija en su regazo—. Jamás olvidaré que él me entregó a Alejandro; pero mi memoria es larga y el tiempo corto. —A su hija le dijo—: Igual mamarás parte de mi repugnancia por ese persa con mi leche, angelito.

Darío llevaba una hermosa espada, un xiphos de hoja recta con adornos de oro como los de una espada sakje. Kineas la señaló.

—¿Un regalo? —preguntó.

—Sí. Le asombró gratamente que alguien de mi linaje siguiera vivo. Tiene en gran estima a los nobles que le quedan. Muchos hombres que conocí hace tiempo sirven en su caballería. —Sonrió a Filocles, quien venía hacia ellos desde la arboleda de tamariscos que coronaba el risco—. ¡Espitamenes envía vino!

Filocles sonrió y gritó algo que se perdió entre el ruido de ochocientos caballos abrevando.

Kineas asintió.

—Darío, puedes irte con él, si eso es lo que deseas. Me has servido bien y no me debes ningún rescate. Maté a tu primo; eso siempre se interpondrá entre nosotros. Pero nunca olvidaré cómo me ayudaste en el castillo de Namastopolis.

Darío guardó silencio. Hasta que por fin preguntó:

—¿Estoy despedido?

—¡Ni hablar! —negó Kineas—, pero comprendo la fuerza de los lazos de sangre y tradición. Espitamenes es un señor de tu pueblo. Si deseas cabalgar con él, ve con mi amistad.

—Y con la mía —agregó Srayanka.

Darío fue incapaz de sostenerle la mirada a Srayanka y desvió los ojos hacia Filocles, que acababa de bajar la cuesta; entonces se sonrojó, hizo una reverencia y tomó la mano de Kineas.

—Creo que por el momento seguiré cabalgando contigo —dijo. Luego, tras una incómoda pausa, señaló las ruinas de la ciudad—: Besos se alzó contra Darío hace cuatro o cinco años. Desde entonces no ha vuelto a haber paz en esta frontera. Sea cual sea el bando que domine la situación, el otro paga a los dahae y a los masagetas para que ataquen. Ahora Espitamenes sigue los pasos de Besos.

—¿Serviste con Besos?

—Yo no, mi padre —contestó Darío—. Yo serví con el Rey de Reyes. —Esbozó una sonrisa que no llegó a iluminarle los ojos—. Es costumbre entre los nobles bactrianos; un hijo para cada ejército, o incluso dos; gane el bando que gane, el clan se mantiene fuerte.

Diodoro llegó con un hombre barbudo que vestía una toga roja muy sucia encima de un peto macedonio, con la estrella de la casa real grabada en el pecho. Tenía la nariz aguileña y la frente despejada. Aparentaba unos cuarenta años, o quizá más, pero era de complexión robusta, los músculos de atleta.

—Mirad a quién han encontrado los perros —dijo Diodoro, sonriendo—. ¿Os acordáis de este bastardo engreído?

Kineas lo miró.

—¡Tolomeo! —exclamó Kineas, acariciando la cabeza de su hija. No se levantó, pero sonrió al prisionero—. ¡El Granjero!

El macedonio inclinó la cabeza.

—Te recuerdo bien, Kineas de Atenas —declaró—. Favorito de los dioses —agregó con una reverencia, exagerando el saludo.

—Antes no creías en los dioses —replicó Diodoro, atizándole.

Tolomeo se rascó el mentón y citó a Aristófanes.

—«Si no hubiera dioses, no podrían haberme abandonado» —citó, y todos rieron.

Filocles le pasó un cuenco de comida.

—¿Cordero? —preguntó Tolomeo.

—Potro —respondió Kineas—. Lamento el enfrentamiento, Tolomeo. No te conocía con ese atuendo.

Tolomeo bajó la vista a la toga de lino que llevaba sobre la coraza. Luego miró detenidamente a los congregados en torno a la fogata.

—Tampoco es que vosotros tengáis mucho aspecto de hippeis atenienses —observó—. ¿Dónde están los mechones rizados de antaño? ¿Las elegantes clámides?

Kineas sonrió.

—«Si volviera la paz y nos viéramos libres del penoso trabajo, no guardéis rencor a nuestros mechones rizados ni a nuestra piel ungida.»

Tolomeo aplaudió.

—Bien citado. Aunque no veo muchos mechones rizados por aquí.

Diodoro volvió a atizarle.

—¡Aquí el espartano tiene rizos de sobra para todos! —exclamó.

—La última vez que te vi, lucías un peto cincelado en plata que habías comprado a un saqueador en Ecbatana —recordó Kineas—. No somos los únicos que han conocido tiempos difíciles.

Tolomeo meneó la cabeza.

—¡Maldita Sogdiana! —dijo—. Es brutal.

—¿Sigues en los hetairoi? —preguntó Kineas.

—Serví con Filipo Kontos antes de que regresara al oeste. —Se encogió de hombros a la luz del fuego—: Después de que matara a Artemis, lo abandoné por la falange.

Kineas se movió como si el costado le doliera.

—Entonces, ¿está muerta?

El macedonio se llevó comida a la boca con los dedos. Cuando la hubo masticado y tragado, levantó la vista.

—Nos traía buena suerte, igual que te la traía a ti —relató—. Kontos la mató cuando decidió quedarse con nosotros, el muy cabrón. Ella no quería irse a Occidente con él Diodoro había conocido a Artemis, lo mismo que Antígono, pero el galo estaba en su fogata. Diodoro soltó un resoplido para disimular su pesar. Artemis había dirigido a los seguidores del campamento mientras estuvieron en el ejército de Alejandro. Había sido la mujer de Kineas desde Issos hasta Ecbatana.

—No —dijo Diodoro, mirando a Kineas—. Claro que no. —Y alzó su copa—: ¡Por su recuerdo!

Tolomeo aceptó la copa y derramó un poco de vino por el espíritu de la fallecida.

—¡Así sea!

Kineas vertió un poco del suyo y bebió.

—Abatí a Kontos —confesó.

Se hizo el silencio en torno al fuego.

—¡Qué pequeño es el mundo! —exclamó al fin el macedonio—. Sin duda, los dioses lo habían dispuesto así; que tú, a quien más amaba ella, la vengaras.

—Dudo que me amara más que a cualquier otro —repuso Kineas, complacido aunque sus palabras lo desmintieran—. Soñé que estaba muerta —agregó—. Podrás marcharte por la mañana. Te daremos un caballo. Filocles te acompañará para que no tengas problemas con nuestros vigías.

Tolomeo estiró las piernas hacia el fuego. Las noches eran sorprendentemente frías, pese al calor infernal que hacía a mediodía.

—Loado sea Ares por haberme hecho preso de griegos —murmuró—. Tal vez tenga sentido rezar a los dioses, después de todo. Ya me veía con los huevos arrancados de cuajo por los bárbaros. ¿No pedirás un rescate?

Kineas miró a Diodoro y a Filocles. Ambos negaron con la cabeza.

—No. Puedes irte en paz. También apresamos a una docena de jinetes. Puedes llevártelos contigo.

Tolomeo asintió. Y miró en derredor.

—Alejandro te perdonaría en el acto, Kineas. Y contrataría a todo tu contingente. ¿Los sakje? ¿Con los griegos? Pon un precio.

—No estoy en venta —replicó Kineas—. Y tampoco he hecho nada que deba ser perdonado, macedonio.

—¿Acaso esto es un mal concebido complot ateniense? ¡No seas idiota! —Tolomeo se acercó más—. Permíteme aprovechar esta oportunidad enviada por los dioses. ¡Escúchame! Sabíamos que alguien estaba atacando a nuestras avanzadillas. Desde el principio del verano nos han llegado informes sobre una unidad de mercenarios griegos en el Oxus. Ahora que te he encontrado, ¡ven conmigo! Sea cuanto sea lo que te paga Espitamenes, ¡el rey te pagará más!

En torno al fuego, los amigos de Kineas rieron.

—Espitamenes no tiene amigos aquí —dijo Srayanka. Su dominio del griego ya era más que notable.

—¡Tú eres la amazona! —se sorprendió Tolomeo. Era típico de un macedonio, Kineas bien lo sabía, que tras haberse cerciorado de que era una mujer, y para colmo lactante, hubiese prescindido de ella otorgándole menos importancia que a la manta sobre la que estaba sentado—. ¿Es tu chica?

—Mi esposa, doña Srayanka, reina de los Asagatje —respondió Kineas, presentándosela.

Srayanka se sonrió al tiempo que acomodaba mejor a su hijo para que alcanzara el pezón y se sostenía la teta.

Tolomeo la miró con más detenimiento. Luego miró a Kineas como si lo viera por primera vez.

—Si mataste a Kontos es porque derrotaste a Zoprionte, ¿no es cierto? —inquirió.

Kineas sonrió lenta y maliciosamente.

—No lo hice yo solo —precisó.

Tolomeo estaba pálido, incluso a la rojiza luz de las llamas.

—Entonces… —comenzó. Todo rastro de amistad se desvaneció de su voz—. ¡Cabrón ingrato! Alejandro te convirtió en quien eres.

Kineas notó que le subía la sangre al rostro. Sin embargo, se esforzó en mantener la calma, aunque sólo fuera para enfurecer más al macedonio.

—Soy ateniense —manifestó.

—Eres un puto heleno que lucha para los bárbaros. —Tolomeo estaba furioso y, como a la mayoría de combatientes, le traían sin cuidado las consecuencias.

Kineas no tuvo inconveniente alguno en sostenerle la mirada, incluso cuando el macedonio se puso de pie, apretando los puños con rabia.

—Tú eres un bárbaro que lucha para los bárbaros —replicó Kineas. Se irguió, dejando de estar recostado—. No le debo nada a Alejandro. Fue él quien me despidió, y luego me vi en el exilio por haberle servido.

—¿Atenas ha enviado un ejército a este desierto embrujado? —preguntó Tolomeo desmoronándose—. ¡No es posible!

—Mi ciudad es Olbia —dijo Kineas con orgullo—. Soy el hiparco de Olbia. Todos los hombres de esta fogata son ciudadanos de Olbia. Las ciudades del Euxino se unieron con los sakje, los asagatje, para destruir a Zoprionte. Habría esclavizado a todos los hombres y mujeres del Euxino, Tolomeo. Lo quería todo para él. —Kineas se levantó, entregó su hija a Darío y escupió al fuego—. Perdimos a cientos de jinetes. Ni un solo niño macedonio vivió para ver a su madre en una granja cerca de Pella. Ni un solo caballo trotó por la hierba hasta su pasto en las colinas.

La voz de Srayanka, que no se levantó, rezumaba enojo y arrogancia.

—Di a tu rey que, si viene a las llanuras, le daremos más de lo mismo. El mar de hierba no es para Macedonia. Mi padre murió enseñando a Filipo esa lección, y a ninguno de nosotros le dará miedo instruir a su hijo.

—¿Olbia? —preguntó Tolomeo. Su ira se había aplacado—. ¿Dónde demonios está Olbia?

Eso hizo que los presentes en torno a la fogata rieran, porque tan sólo dos años antes todos ellos se habrían preguntado lo mismo.

Kineas apuntó una sonrisa.

—Es la ciudad más rica del Euxino. —Mientras lo decía, podía ver la ciudad como si estuviera en lo alto del risco a orillas del Borístenes, contemplando el templo de Apolo y los delfines dorados—. Junto con Pantecapaeum, más rica que todas las ciudades de Grecia juntas.

Tolomeo controlaba su ira, consciente de que era un macedonio apresado.

—Eso tampoco significa gran cosa —repuso—. He visto Persépolis y Ecbatana. Grecia es pobre.

—Lo bastante rica, con sus aliados sakje, como para detener a Macedonia para siempre —rebatió Kineas, y volvió a sentarse.

El rostro alargado y meditabundo de Tolomeo mostró una penetrante mirada.

—Recurre a tu sofistería cuanto quieras —protestó—. El rey nunca te perdonará. Ni siquiera estamos autorizados a mencionar el nombre de Zoprionte. A los supervivientes de la batalla en el Polytimeros, los amenazó con diezmarlos: uno de cada diez, ejecutado. De hecho, ejecutó a media docena antes de ordenar que pararan. ¿Lo sabías? Y hemos jurado silencio eterno sobre la derrota.

Filocles asintió.

—Así preserva el mito de su invulnerabilidad —dijo. Y luego, estudiando el rostro del macedonio, agregó—: ¡Tú lo odias!

Aguijoneado en lo más vivo, Tolomeo dio un traspié al alejarse de Filocles. Antígono, que llegaba entre las sombras con un odre de vino del botín, lo agarró de los hombros para sostenerlo.

—¡Cuidado, muchacho! —advirtió Antígono en griego con su marcado acento.

Tolomeo miró alrededor y volvió a desmoronarse. Suspiró.

—Todos lo amamos y lo odiamos. Es mitad dios y mitad monstruo. —Levantó la cabeza—. Igual que tantos otros hombres, me gustaría volver a casa. Me gustaría dejar de jugar al interminable juego de la traición y la política y la búsqueda de poder y el dominio sobre el ejército. Me gustaría construir algo. Algo real.

Filocles enarcó una ceja, frunció el ceño y asintió.

—Pues déjalo.

Tolomeo negó con la cabeza.

—No puedo.

—¿Por qué no? —preguntó Filocles.

—Porque, si Tolomeo deja de jugar, alguien que esté por debajo lo tendrá que matar para ascender —respondió Kineas, y Diodoro mostró su acuerdo—. Nosotros nunca hemos jugado al juego macedonio; somos meros griegos. Pero sí que hemos visto cómo otros jugaban.

Kineas miró el semblante de Tolomeo y pensó en el sinfín de veces en que Filocles le había hecho a él preguntas como aquéllas con la misma insistencia. Resultaba interesante ver cómo se lo hacía a otro hombre, constatar el efecto, la confusión, la súbita duda acerca de uno mismo.

—Lo mejor sería que te unieras a nosotros —le aconsejó Diodoro—. Tenemos nubios y celtas, megaros y espartanos. Hay un judío babilonio en el segundo batallón, o al menos eso dice él. Y tenemos un par de persas. ¿Por qué no un macedonio?

Tolomeo se rió.

—Eres un… —Miró en torno a la fogata—. ¡Ja! —soltó, meneando la cabeza—. ¿De verdad dejaréis que me vaya?

Kineas asintió:

—Por supuesto.

Tolomeo se puso firmes.

—El honor me obliga a informar sobre todo lo que he visto y oído —advirtió.

Filocles habló de nuevo.

—Pero ¿lo harás? —preguntó.

De repente, Tolomeo pareció más joven y vulnerable que en todo el rato que llevaba junto al fuego.

—Es… Es mi deber —contestó.

Filocles se encogió de hombros.

—Pero, si se lo cuentas todo al rey, jamás volverás a casa. En primer lugar, porque los tiranos culpan al mensajero. ¿Me equivoco, Kineas?

—¿Me lo preguntas porque conozco a muchos tiranos o porque yo mismo lo he sido? —preguntó Kineas—. Da igual, la respuesta es que sí.

—Cosa que tú sabes de sobra, ¿no? —dijo Filocles a Tolomeo, poniéndose de pie—. Y porque, si le cuentas a Alejandro todo lo que sabes, lo obligarás a cambiar la estrategia de la campaña. Su amazona, ¡su premio!, está justo aquí. Igual que el hombre que derrotó a Zoprionte. —Filocles nunca había parecido tanto un filósofo, pese a la túnica manchada y las piernas sucias, como en ese momento, resplandeciente a la luz dorada de las llamas, inclinado hacia delante como la estatua de un orador—. Si se lo cuentas, dejará todo lo demás para combatir contra nosotros; en el mar de hierba. Jamás volverás a casa. —Los ojos de Filocles brillaban—. Y tú lo sabes.

Diodoro, todavía recostado, dijo:

—Tienes un dios a tu vera, Filocles.

Los demás callaron. Un sorbetón de Lita rompió la solemnidad del momento.

Tolomeo se marchó por la mañana con los demás prisioneros. Filocles cabalgó con él hacia el sur, acompañado por Ataelo, y regresó solo a mediodía, cuando la columna entera estaba tan alejada en el mar de hierba que los árboles del valle del Polytimeros se confundían en la calima. Sólo los montes que se alzaban al este estropeaban el cuenco perfecto de la tierra.

Al anochecer, la naturaleza desértica del suelo comenzó a pasar factura. Los exploradores habían encontrado abrevaderos, y sus campamentos dependían de éstos; pero ningún lugar ofrecía agua suficiente para abrevar a ochocientos caballos. Kineas tuvo que fragmentar a su contingente en cuatro grupos, basándose más en la resistencia de los caballos que en la de los hombres. Srayanka y los sakje estaban en otro manantial. Permaneció despierto escuchando a los caballos inquietos por la escasez de agua. No estaba acostumbrado a dormir solo y echaba de menos a sus hijos. Se despertó con la boca seca. Bebió agua de la fuente después de los caballos, y halló más limo que refresco.

A mediodía tenía la boca como de pergamino, la lengua había adquirido un volumen inaudito y su cantimplora de cerámica, de un tamaño perfecto para Grecia donde decenas de arroyos surcaban los llanos, estaba casi vacía. Había viajado por desiertos con anterioridad, en Persia y en Media y también en Occidente, así como en Hircania, de modo que conocía el truco de ponerse un guijarro debajo de la lengua y ponía cuidado en racionar el agua del odre. Se aseguró de que Antígono y los suboficiales vigilaran en todo momento a los griegos y los celtas, haciéndoles beber y atentos a cualquier síntoma de enfermedad.

Incluso con todos esos problemas para abastecerse de agua, volaban. Libres del suelo escabroso de las faldas de los Montes Sogdianos, las cuatro pequeñas columnas avanzaban a un ritmo que sólo cabía mantener si cada hombre contaba con un mínimo de dos caballos. Montaron el segundo campamento en el mar de hierba tras un trayecto de casi trescientos estadios; una marcha increíble para una jornada. Los prodromoi iban y venían de una columna a la otra, informando sobre el agua que les aguardaba más adelante y sobre la distancia que a cada una le faltaba hasta el siguiente campamento; sin embargo, los caballos no tardaron en oler el agua y poco después vieron un arroyo que descendía de las montañas, montañas que se habían desplazado desde el horizonte oriental hacia el sur y ya estaban más cerca. El agua del arroyo era fresca, así que los caballos relincharon al olería y a duras penas se dejaban controlar.

—Por preocupar —confesó Ataelo mientras observaban cómo los caballos se precipitaban al arroyo—. Por un día en Gran Estepa. —Señaló en silencio hacia el caos que habían armado las bestias—. La próxima vez, cuatro días. Y una noche sin agua.

Se encogió de hombros. Lo hizo con un ademán tan griego que bien podría haber estado en el ágora de Atenas.

—Sobreviviremos —dijo Kineas.

Ataelo le dedicó una mirada como dando a entender que el optimismo de los mandos no pondría remedio a una noche sin agua.

Gracias al arroyo, acamparon todos juntos. Kineas se acurrucó junto a Srayanka, que se le arrimó.

—Te he añorado —confesó ella—. Sé que te perderé, por eso me fastidia separarme de ti. Sigo siendo una niña tonta.

—No —repuso Kineas, oliendo el dulce aroma a hierba, humo de leña y caballo que emanaba de ella—. ¿Cómo lo han llevado los niños?

Srayanka movió las caderas, arrimándose más a él.

—Pues como bebés. Cuando se les seca la boca, lloran. Me preocupa más cuando no lo hacen. —Volvió la cabeza hacia él—: Casi todas las mujeres con hijos pequeños se han marchado, las demás son doncellas. Ojalá tuviera a quien preguntar…

—¿Preguntar qué?

—Lita no se mueve tanto como me gustaría —contestó Srayanka. Y le dio un beso—. Soy una madraza. No me hagas caso.

Kineas se quedó un rato callado.

Srayanka cambió de postura para mirarlo a la cara.

—¿En qué estás pensando? —inquirió.

Kineas la observó a la luz de las estrellas, y respondió:

—Pienso en la cantidad de cosas de las que hay que preocuparse. Bebés y agua, caballos y agua. Alejandro. La muerte.

Srayanka le puso una mano en la nuca.

—Se me ocurre una cosa que podemos hacer para dejar de preocuparnos —dijo, con la mano derecha juguetona—. ¡Pero no hagas ruido!

Kineas sofocó la risa besándola. Iba a decir algo ingenioso, pero de pronto fue incapaz de seguir pensando.

Un par de minutos después, algo golpeó el trasero de Kineas.

—¡Menos ruido! —exclamó Diodoro, y cuarenta hombres y mujeres rieron.

—Te he dicho que no hicieras ruido —susurró Srayanka, pero su risa no se prolongó demasiado.