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Las lluvias del final del verano aplanaron el mar de hierba y llenaron los ríos hasta profundidades que sólo un hombre montado podía cruzar, incluso en los mejores vados. Limpiaron la sangre y arrastraron consigo los abundantes cadáveres del vado del río Dios hasta el mar, donde los vecinos de la ciudad de Olbia los veían pasar flotando, hinchados, repugnantes y apestosos. Siendo mercaderes, muchos de ellos llevaban la cuenta aproximada de lo que veían y sonreían forzadamente.

Llovió durante días, de manera que cada hogar estaba mojado y en ninguna casa griega había un rincón realmente seco, porque la humedad se pegaba a las mantas y las túnicas de lana. El humo que se alzaba sobre la ciudad hablaba de fuegos que ardían mal por culpa de la leña empapada, y el olor de la madera quemada competía con el hedor de la lana mojada y la subyacente acritud del estiércol.

Quienes contaban cadáveres en el río miraban hacia las puertas y las carreteras que conducían a la ciudad preguntándose qué había ocurrido en el mar de hierba. Aguardaban noticias de sus hermanos, sus padres, sus hijos y maridos, de sus amantes; prácticamente de toda la población de hombres libres. Unos pocos habían pasado flotando. Las mujeres los lloraron. Los hombres alzaron la vista hacia la ciudadela, con su guarnición macedonia, y sus maldiciones se elevaron a los cielos.

Los días pasaban y seguía lloviendo, y las maldiciones manaban como la lluvia. Las imprecaciones comenzaron a fluir día y noche. Un par de macedonios, en realidad peones de granja pese a los aires que se daban, fueron acorralados y apaleados en el ágora por una turba de esclavos. El comandante de la guarnición, Dion, respondió brutalmente, enviando a dos tercios de sus hombres a arrasar el mercado al alba, donde perecieron doce hombres, uno de ellos ciudadano.

Tras la tempestad, llegó la calma. Dion dijo al tirano que tenía a la ciudad atemorizada.

El tirano lo llamó idiota y bebió más vino sin aguar.

A la noche siguiente, otro jornalero macedonio fue degollado. Los insensatos que lo hicieron habían dejado su cuerpo ante la puerta de la ciudadela. Dion dio sus órdenes y, por la mañana, tomó represalias.

La muralla de la ciudad estaba resbaladiza a causa de la lluvia. Los hombres que trepaban en la húmeda oscuridad agradecían las gruesas sogas de cáñamo con nudos a cada tanto, y más aún los fuertes brazos de sus amigos y esclavos en lo alto de la fortificación. Permanecieron allá arriba tras unos momentos de terror, se abrazaron y desaparecieron en la noche.

—Estamos demasiado lejos de la puerta —dijo un hombre mayor. Le dolían las recientes heridas, y su genio, nunca del todo sereno, estaba encendido—. Si tienen arqueros en las murallas, ya podemos darnos por muertos.

Los hombres que tenía alrededor iban agachados, atentos como cazadores, escuchando cualquier sonido procedente de la ciudad que tenían debajo. Las murallas más cercanas quedaban a dos estadios de allí. Todos los hombres estaban de pie junto a la cabeza de sus caballos, con ambas manos levantadas, listos para sofocar cualquier relincho.

—¡Silencio! —ordenó el hipereta—. Atentos a las antorchas.

—Ya tendrían que estar aquí —observó uno de ellos.

—Quizá los han interceptado en la muralla —dijo otro.

—¡Callaos de una puta vez!

El susurro del hipereta transmitió más furia que si hubiese gritado.

Se oía un retumbar de pasos en la ciudad baja; demasiado ruido, y nada que hacer al respecto. La madera se golpeó contra la piedra cuando una mujer cerró las persianas de un portazo al asomarse a su balcón para ver qué pasaba.

Respiración ronca, piernas que avanzaban vigorosas, pies que chapoteaban por entre la mojada inmundicia de la ciudad sin importarles el cieno. Escudos que golpeaban espaldas, correas que cortaban el resuello de los hombres y les dejaban magulladuras en los hombros. Ojos que se esforzaban por seguir al hombre que tenían delante, uno tras otro, de modo que la larga hilera serpenteaba como un gusano a través del barrio de los esclavos al que la mayoría de hombres libres sólo acudía para echar un polvo rápido contra la fachada de una casa, a lo sumo. Esta vez no.

La ciudadela, otra muralla de roca que se encumbraba en la oscuridad. Y ninguna soga. Ningún amigo dentro.

Desde luego, eso no era del todo cierto.

La poterna estaba abierta.

Dion percibía que la ciudad estaba inquieta. Esperaba encontrar resistencia. Se alegró. Había llegado la hora de hacer limpieza.

—¡Seguidme, chicos! —ordenó a sus hombres, un cuarto de taxeis de reclutas macedonios novatos, apenas lo bastante profesionales para cerrar una formación. Corría la voz del número de macedonios que habían bajado flotando por el río, pero él hacía oídos sordos. Dion tenía sus órdenes.

Mientras sus hombres de servicio abrían la puerta principal de la ciudadela, se volvió para arengar a quienes tenía detrás.

—Matad a todo el que encontréis en las calles —dijo. Su voz se hacía oír a pesar de la lluvia, de modo que incluso los hombres pegados a las torres de la puerta lo oyeron claramente. Sus rostros habrían servido de modelo para una escultura de las Furias.

A un gesto de su mano, sus pesadas sandalias resonaron en el túnel de acceso a la ciudadela, y la guarnición de Dion bajó trotando a la ciudad baja. El sol salía entre las tinieblas de Oriente. Los hombres podían ver los escudos de quienes tenían delante mientras corrían, transmitiendo amenaza con su pesada carrera.

Un mendigo fue sorprendido en la entrada del ágora, y las entrañas se le derramaron sobre el regazo cuando la espada de Dion lo rajó.

Un par de antorchas se alzaron por encima de la puerta de los delfines como dos estrellas rojas que anuncian la mañana.

Los jinetes montaron en cuestión de segundos, saltando a lomos de sus caballos con la práctica de todo un verano cabalgando sin cesar, sin la menor preocupación por el ruido que pudieran hacer. Después de un mes, la espera había tocado a su fin.

—¡Ahora! —ordenó Kineas.

Bajaron la prolongada colina aledaña al puerto interior y luego fueron directos a las puertas que los aguardaban abiertas de par en par. Aunque había cadáveres por el suelo, los caballos no se asustaron; ya habían visto cadáveres antes. Los cascos golpeaban el suelo con fuerza, hacían más ruido que la marcha de los hombres de Dion y eran más mortíferos, y allí por donde pasaban sólo dejaban el silencio de la expectación.

En la ciudadela, en cuanto la guarnición cruzó la puerta, los hombres que acechaban pegados a los muros saltaron al patio y masacraron la guardia. Los hombres que saltaban de las murallas habían sido tan novatos como sus víctimas, pero meses atrás, y los peones de granja macedonios murieron resignados como los corderos de un sacrificio. Unos pocos tuvieron tiempo de gritar y uno de ellos intentó alcanzar la puerta. Murió con una pesada lanza negra atravesándole el peto de cuero por la espalda.

Dion limpió su espada con el harapo que el mendigo llevaba por abrigo y condujo a sus hombres hacia el espacio abierto del ágora. Era lo bastante inteligente para no preguntarse por qué estaba vacía, por qué no había ni un solo mercader montando allí su tenderete; sin duda, los muy cobardes sabían que iría en busca de sangre. Formó a sus hombres en una apretada falange. Aunque sus movimientos ahogaban cualquier otro sonido, algo lo tenía inquieto, y cuando el último hombre ocupó su puesto, Dion ordenó silencio.

Ruido de cascos.

Dion se estaba volviendo para bramar una orden, cuando una lanza se le clavó bajo la axila. La punta le salió a través del cuello y sólo vivió unos segundos, lo suficiente para ver a los lobos que se abalanzaban sobre su falange. Parecían lobos…

—¡Matadlos a todos! —bramó Menón al tiempo que arrancaba su espada de un cadáver.

Kineas había subido con sus hombres por la calle que rodeaba la ciudadela. Seguía esperando una lluvia de flechas o de arena al rojo vivo, pero una antorcha lo saludaba con entusiasmo desde lo alto de la gran torre que coronaba la puerta y, poco después, entró por el túnel que retumbó con el batir de los cascos de su caballo contra los adoquines del suelo. Ya estaba en la ciudadela: más sangre en el patio, una docena de macedonios muertos con la armadura puesta y Filocles y sus veinte lanceros ya en formación frente a los cincuenta celtas de la escolta del tirano que aguardaban al otro lado del patio.

En aquel frío y gris amanecer, Kineas vio al tirano y a su adlátere persa al fondo, sacando a más celtas de sus barracones.

Kineas se volvió hacia Antígono, el hipereta de Eumenes y uno de los jinetes que lo habían acompañado desde el principio. Antígono era un celta galo de nacimiento.

—Diles que se aparten, y aceptaremos sus servicios. De lo contrario, pueden resistirse y morir.

Antígono avanzó en el relativo silencio del patio de palacio. Todos llevaban la resignación escrita en la cara, incluso el tirano.

La ciudadela había caído. El clamor ante el éxito de la escalada de las murallas puso el telón de fondo a la voz de Antígono. La calle del ágora estaba llena de hoplitas de la ciudad que daban caza a lo que quedaba de la guarnición. Los gritos de los mozos macedonios se oían al otro lado del río y la cabeza de Dion ya estaba ensartada en una pica en lo alto de las puertas.

Antígono habló en la lengua celta de sus padres, gesticulando repetidamente hacia los lanceros que tenía detrás y una vez hacia el tirano.

El jefe de los celtas, un hombre alto y delgado con un pesado torque y grandes brazales de oro, dio un paso al frente sosteniendo su pesada espada tracia con ambos puños. Tenía tatuajes azul oscuro que comenzaban en las piernas, desaparecían bajo la túnica y volvían a aparecer a la altura del cuello hasta cubrirle el rostro. Asintió con desenvoltura a Antígono y luego a Kineas.

Cuando habló, su voz parecía triste. Su griego era bueno, aunque tenía un marcado acento.

—Comemos su comida. Aceptamos su dinero. Hemos hecho un juramento. —El fornido celta se encogió de hombros—. Morimos aquí. —Señaló con la espada el patio adoquinado de la ciudadela.

El tirano se rió. Fue una risa amarga. Se puso derecho y dio unos pasos al frente algo borracho, como de costumbre.

—Bueno, hay cosas que merece la pena comprar —soltó desde el cobijo de la última fila de celtas—. Al final, has venido a por mi ciudad —le dijo a Kineas.

Kineas sintió que la ira de los dioses se apoderaba de él. De no haber sido por aquel hombre, Agis y Laertes seguirían con vida, igual que Nicomedes, Ajax y Cleito. Y el rey.

—He venido a por ti, traidor —susurró con voz bronca. El tirano se estremeció.

—Es curioso ver cómo coinciden el interés público y el personal. Me figuro que no puedo ofrecerte oro para que me dejes vivir.

—Lucha conmigo cuerpo a cuerpo —gruñó Kineas—. Si vences, mis hombres te dejarán en libertad.

Hizo avanzar el caballo por la izquierda para ver al tirano con más claridad. Otro jinete lo seguía de cerca.

Era un reto estúpido, y se sintió como un estúpido al asumirlo. Apenas se tenía en pie después de las heridas sufridas en el vado del río Dios y el asalto nocturno. El combate individual era para jóvenes que deseaban ser Aquiles, no para hombres maduros que estaban enamorados.

El tirano echó un vistazo alrededor y rió forzadamente.

—No. No lo creo. Aunque venza, esta gente me matará como a una vaquilla.

Kineas lo negó moviendo la cabeza.

—Sólo un hombre deshonesto teme la deshonestidad del prójimo —citó.

El tirano escupió:

—Ahórrame tu filosofía. Y el resto de vosotros, ¿tenéis planeado seguirlo a él? ¿Seréis tan leales a él como lo habéis sido conmigo? ¿Eh, Kineas? ¿Estás listo para montar al león?

Kineas se irguió en la silla.

—No tengo intención de hacerme con el control de la ciudad —dijo fríamente. El tirano sonrió.

—Mientes. —Se encogió de hombros—. Pero ¿qué más me da? Tu ignorancia traerá la muerte a todos los hombres que están aquí, pero yo ya habré muerto. Mi papel en esta historia se acaba aquí, ¿no es cierto?

Los hippeis, que pedían a gritos la muerte del tirano, entonaron un cántico. Los celtas prepararon sus escudos.

—¿Mi ignorancia? —preguntó Kineas—. ¿Ignorancia? ¡Lo que ignoro es qué clase de hombre traicionaría a su ciudad entregándola a una guarnición extranjera! Y no he venido aquí a discutir con semejante traidor.

El tirano se puso muy derecho, como un soldado en un desfile militar. Destacaba entre sus celtas.

—¡Escúchame, cabrón aristócrata! —gritó—. El mundo está a punto de irse a la mierda. Cuando Alejandro y Parmenio van a la guerra, ¡escucha! El monstruo ha perdido la cabeza. ¡Necesitamos a Antípatro! Ahora todo se desmoronará; todo lo que hizo el niño rey se vendrá abajo como un tenderete expuesto a una racha de viento; y todos sus lobos se pelearán por el botín. ¿Estás preparado para eso?

Detrás de Kineas, Antígono traducía la conversación. El jefe celta escuchaba pacientemente con la espada al hombro, postura que al parecer podía mantener durante horas.

Detrás de los celtas, en la escalinata del palacio, el administrador persa del tirano sacó un arco, un elegante arco recurvo que resplandecía encerado. Lo elevó hacia Kineas; pero, antes de que tuviera ocasión de disparar, recibió una flecha en el pecho y una segunda en la ingle y cayó al suelo gritando. Sus chillidos rasgaron la humedad matutina e hicieron que los hombres, incluso los más curtidos, se estremecieran. El tirano se volvió para mirar por encima del hombro. Sonrió; una sonrisa enloquecida de calavera. Luego cogió una daga del cinturón del celta que más cerca tenía y la blandió en lo alto como un atleta.

—¡Tu turno, Kineas! —exclamó—. ¡Por todos los dioses, Hama, os libero a ti y a tus hombres de vuestro juramento!

Y, dicho esto, se clavó la daga en el cuello.

Arrimado a Kineas, Ataelo, el escita, azuzó con las rodillas a su caballo y éste se encabritó, retrocediendo y agitando las patas como un boxeador. En su intento por subir a los cielos, se apoyó sobre el cuello del caballo y disparó otras dos flechas por encima de los celtas.

A diferencia del persa, el tirano se desplomó sin emitir sonido alguno.

Antígono habló de nuevo en la gutural lengua celta. El cacique, Hama, dedicó una respetuosa mirada al cadáver retorcido y asintió.

—Creo que vivimos —dijo, y apoyó con cuidado la punta de su espada contra el suelo—. Nuestro juramento muere con él.

Los demás celtas envainaron sus armas o las depositaron con delicadeza sobre el adoquinado mojado.

Filocles se dirigió al cadáver del tirano como Ares reclamando su botín.

—Ha muerto bien —declaró el espartano.

—Así muera yo también —dijo Kineas.

Este ordenó que se formara una guardia para proteger a los celtas antes de que una turba de sus propios soldados lo alzara sobre un escudo y se lo llevara al ágora. Y mientras la ciudad lo aclamaba pensó en Srayanka, que ya estaría en el mar de hierba, viajando rumbo a Oriente.

Tomar la ciudad había sido la parte fácil. Porque el rey Satrax había muerto, la alianza con los sakje estaba rota, Alejandro el Rey de Reyes se encontraba en el mar de hierba y los viejos dioses del Caos se reían.