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El sol brillaba sobre el río Borístenes, la crecida de la lluvia avanzaba como una manada de caballos y resplandecía como hierba mojada bajo el sol. El campamento sakje se veía despejado y limpio tras varios días de lluvia, buena parte del estiércol de los caballos había desaparecido en el barrizal que anegaba todas las calles, las yurtas de fieltro y los carromatos relucían como si estuvieran recién hechos. Kineas había interpretado la salida del sol como una señal favorable y se levantó de la cama pese al dolor de sus heridas y su reciente temor a la muerte.

—Deberías buscar la piedra —dijo la niña. Tendría once o doce años, iba vestida con pieles de caribú y una capa roja que ondeaba al viento. Kineas ya la había visto por el campamento, una delgada figura de cabellos caoba y con un caballo plateado de la manada real.

Kineas se agachó, haciendo una mueca por la tremenda punzada de dolor que sintió en la cadera y que se irradió hacia la ingle y la pierna. Le dolía el cuerpo entero y la mayoría de movimientos lo mareaban.

—¿Qué piedra? —preguntó. La niña tenía los ojos grandes, intensos ojos azules con un borde negro que la hacían parecer loca o poseída—. Es cosa de baqca, ¿verdad? —insistió Kineas—. Lo de buscar la piedra.

La niña se encogió de hombros, se entrelazó las manos en la espalda y comenzó a menear la cadera adelante y atrás, adelante y atrás, de modo que el pelo le cubría y descubría la cara. Iba sucia y olía a caballo.

El sakje de Kineas no alcanzaba para hablar con mimo a un niño.

—Lo siento —dijo—. No entiendo.

Ella le dedicó la mirada que los niños reservan para los adultos que tardan demasiado en comprenderlos.

—La piedra —repitió la niña poniendo más énfasis—. Para el túmulo del rey. —En vista de su incomprensión, señaló un viejo túmulo, el kurgan de algún antiguo señor de los caballos que se alzaba junto al gran meandro—: En la cima de todos los túmulos, el baqca pone una piedra. Tendrías que ir a buscarla. Lo dice mi padre.

Kineas hizo una mueca, tanto por el dolor como por el esfuerzo de comprensión.

—¿Y quién es tu padre, pequeña? —preguntó, aunque al hacerlo se dio cuenta de dónde había visto antes aquel perfil de nariz larga y los delicados huesos de sus manos.

—Mi padre era Kam Baqca —respondió la niña, y salió corriendo entre risas.

En cuanto la niña habló, Kineas supo que había visto la piedra en sueños; la había visto y desdeñado. Ahora le daban miedo sus sueños y, si podía, los olvidaba.

Pero aun así reunió a una docena de criados suyos sindones y a unos pocos griegos: a Diodoro y Niceas porque eran amigos, y a Anarjes, un caballero de Olbia, porque Eumenes estaba herido y él lo sustituía. Juntos cabalgaron una docena de estadios río abajo.

—¿Qué andamos buscando? —preguntó Diodoro. El también se estaba recuperando de una herida, y el cabello pelirrojo que salía del vendaje en que llevaba envuelta toda la cabeza brillaba bajo un gorro sakje de piel de zorro y lana roja. Temerix, el herrero sindón, se aproximó.

—Buscamos una piedra —contestó Kineas.

—Para kurgan —añadió Temerix, como si fuese la cosa más normal del mundo—. Kineas la ve en sueños. Venimos a buscarla.

Los ojos del joven Anarjes se abrieron como monedas fúnebres al oír hablar con tanta naturalidad sobre los poderes divinos del hiparco.

Diodoro arqueó una ceja y asintió lentamente. Rebuscó bajo su clámide y sacó un frasco de arcilla del que bebió un buen trago. Luego lo ofreció a los demás.

—¿Nunca habéis pensado que nuestras vidas eran mucho más sencillas como simples mercenarios? —preguntó.

Kineas y Niceas intercambiaron una mirada.

Diodoro señaló con el puño que sostenía el frasco.

—¡Fijaos! Kineas lleva una clámide tracia. Aquí Anarjes, uno de los mejores luchadores que hemos visto jamás, un olímpico, por Apolo, lleva pantalones sakje como si fuese lo más normal del mundo. Todos nuestros hombres usan sus gorros. —Diodoro se tocó los vendajes y el gorro sakje que los coronaba—. ¿Acaso ya ni siquiera somos griegos? —preguntó. Bebió otro sorbo de vino del frasco y se lo pasó a Kineas.

Kineas, por su parte, se encogió de hombros.

—Pues claro que seguimos siendo griegos. ¿Viajar a Persia te convirtió en persa?

Diodoro se puso serio.

—Me volvió mucho más persa de cuanto lo era antes de ir allí. ¿Te acuerdas de Ecbatana? Jamás volveré a pensar en Grecia de la misma manera.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Kineas.

—Corren rumores de que tú y Srayanka tenéis intención de llevarnos a Oriente para luchar contra Alejandro —dijo Diodoro—. Os he oído hablar de ello. Lo decíais en serio, ¿verdad?

Kineas meneó la cabeza.

—Lot insiste y Srayanka quiere darle su apoyo. La reina de los masagetas ha enviado mensajeros a los asagatje. Ayer llegó otro. —Echó un trago.

Diodoro gruñó y le arrebató el frasco.

—¡Oye! ¡Que ese vino es mío! Tenemos otros asuntos pendientes antes de emprender una campaña contra el niño rey. El tirano, por ejemplo. —Diodoro oteó el horizonte. A su derecha, el Borístenes fluía hacia el mar Euxino. A la izquierda, el viento ondulaba el mar de hierba hasta donde alcanzaba la vista, y otros cuarenta mil estadios más allá; al menos, eso sostenía Heródoto—. No quiero luchar contra Alejandro. No quiero ver más bárbaros fascinantes. Me gustaría retirarme a Olbia y ser rico.

Kineas seguía cabalgando, acompasando el movimiento de las caderas al de su montura. Padecía, pues aun habiendo pasado semanas en un catre en el carromato de Srayanka, o quizá debido a ello, le dolían todo los músculos.

—Las cosas cambian —repuso Kineas.

Diodoro asintió.

—Desde luego. Los partidarios de la paz tomaron el poder en Atenas mientras nosotros ganábamos esta campaña.

Kineas se rió, cosa que también le hacía daño.

—Atenas parece muy lejana —dijo.

Diodoro volvió a asentir y pasó el frasco al silencioso Temerix.

—A eso me refiero. Al partir de Atenas contigo, creí que se me iba a partir el corazón. Cuando estábamos fracturando el imperio de Darío, a menudo soñaba con el Partenón. Luego emprendimos esta campaña. Ahora Atenas está demasiado lejos para recordarla y soy un caballero de Olbia. Ahora sueño con encontrar esposa y comprar una granja a orillas del Euxino. —Diodoro hizo una pausa—. Me da miedo acabar en una yurta en el mar de hierba.

Kineas había parado su caballo sin darse cuenta. Miraba fijamente la piedra que había visto en sueños, y el día le pareció más frío.

—¡Hera! —exclamó. Y pronunció en voz alta una plegaria pidiendo protección divina. Diodoro lo observaba.

—Es tal como la soñé —susurró Kineas en voz muy baja—. La piedra es más ancha por la parte de arriba. Cuando la desenterremos, el fondo tendrá forma de cabeza de caballo. Le daremos la vuelta y la cabeza de caballo señalará la tumba de Satrax.

Diodoro negó con la cabeza, pero a medida que los sindones fueron cavando la tierra en torno a la piedra, se puso meditabundo, y cuando apareció la forma oculta de la base de la piedra, se mesó la barba con fastidio.

—¿Recuerdas cuando éramos simples mercenarios? —preguntó Diodoro otra vez.

Enterraron al rey a la antigua usanza. Fue el último acto del ejército que había ganado la batalla en el Vado del Río Dios, y mientras los hombres cortaban terrones bajo la lluvia, Kineas percibía que el espíritu que los había animado se alejaba como el río crecido a sus espaldas arrastraba el agua de la lluvia hacia el mar.

Los griegos pusieron de su parte. Diodoro, Niceas, Filocles y Kineas cortaron terrones codo con codo, las clámides empapadas y la tierra fértil de debajo de la hierba volviéndoseles limo pegajoso en manos y pies. En varios estadios a la redonda, los sakje y los griegos trabajaban juntos; cada guerrero cortaba suficientes terrones para cubrir a un hombre y su caballo. Luego los cortadores llevaban los terrones a los constructores, en su mayoría granjeros de tribus sindonas que vivían río arriba; los sakje los llamaban «el pueblo de la tierra». Ellos desenterraron las cámaras del túmulo y las reforzaron con pesados troncos que el río traía flotando desde los bosques del norte.

Tiempo atrás, en aquel mismo vado, Satrax había preguntado a Kineas si le gustaría ir al norte a ver los bosques.

Y ahora el rey estaba muerto. Kineas negó con la cabeza ante los designios de los dioses, ante Moira y Tiqué,[2] el destino y el azar. Se irguió y se frotó la cadera, que lo hacía padecer en cada trayecto hacia su propia pila de terrones. Sólo podía llevar un bloque de tierra y hierba a la vez; tenía mejor el hombro derecho, pero los tajos del brazo de la brida y de la pierna izquierda aún le causaban problemas.

Diodoro, Niceas y Filocles, también con heridas, trabajaban junto a él. Kineas estaba empeñado en hacer la parte que le correspondía sin quejarse, pero en el trayecto siguiente el brazo izquierdo le dolió tanto que tuvo que dejar el terrón en el suelo y sentarse bajo la lluvia.

—Necesito un guantelete —dijo—. Parmenio tenía uno.

Filocles asintió.

—Supongo que Temerix podría hacerte uno —repuso el espartano.

—¡Mirad! —exclamó Niceas, señalando el nuevo kurgan.

En el montículo, Marthax y Srayanka, caudillo y sobrina del difunto rey, discutían acaloradamente, levantando los puños; sus voces se oían a medio estadio.

Ambos habían compartido el peso del diseño y la construcción, pero ahora no se ponían de acuerdo en nada. Discrepaban en el tamaño del kurgan, en la ubicación de las cámaras, en la orientación de la puerta y en el papel que ellos mismos desempeñarían en los ritos finales. Cuando Kineas veía a Srayanka, ya fuera en encuentros fortuitos o en breves citas cuidadosamente acordadas, ella olía a tierra y sólo hablaba de la perfidia de Marthax. Intentaba ocultar su ira pero, en la llanura, los guerreros estaban más que enterados de las discusiones de sus líderes. Cortaban el tepe, lloraban la pérdida y les preocupaba el futuro.

Aparte de los terrones, se esperaba que cada guerrero llevara un presente al túmulo del rey. En torno a la base del cuadrado de tierra, otros sindones abrieron una zanja. Una larga reata de caballos, en su mayoría bestias de carga, todos con sus mejores galas, aguardaba a ser sacrificada para las exequias.

La batalla había costado a los aliados miles de hombres, pero la campaña en sí había estrechado los vínculos entre sakje, sármatas y griegos del Euxino. Ahora todos trabajaban juntos, casi sin necesidad de órdenes, para construir una imponente tumba en honor al rey de los sakje. Los ladrillos de adobe levantaron un muro, luego un bloque y finalmente una pirámide chata de hierba mientras diez mil hombres y mujeres hacían sus ofrendas de tierra y oro. Y cuando la tarde tocaba a su fin, las nubes comenzaron a rasgarse y las semanas de llovizna dieron paso a una noche templada. Los últimos cargamentos de terrones subieron hasta la cima truncada y se encendieron antorchas; entonces Kineas y una docena de baqcas menores de los distintos clanes izaron la piedra elegida y la arrastraron hasta lo más alto del kurgan, donde fue cuidadosamente colocada. Ninguno de los baqcas puso en entredicho la elección de Kineas ni su derecho a estar allí, y celebraron un silencioso y venerable aquelarre mientras hacían su trabajo.

Para cuando la piedra estuvo en su sitio y le hubieron dedicado un cántico, ya era noche cerrada y se trajeron más antorchas. Cuando Kineas cruzaba dos árboles dispuestos a modo de puente, los caballos de la zanja que tenía debajo comenzaron a respingar y relinchar. Tenían miedo, y era lógico.

Marthax y Srayanka se turnaron para hacer bajar a los caballos; primero los agarraban del cabestro y luego asestaban el golpe mortal con una espada corta, acuchillando a las bestias en el cuello, donde el músculo era blando y la arteria estaba cerca de la piel. Compartieron la tarea como primos y sacerdotes, pero Kineas veía el hierro de la columna vertebral de Srayanka y la estudiada posición de sus hombros, y una temporada en la silla de montar compartida con Marthax permitió que reconociera la misma tensión en el corpulento caudillo sakje.

Ambos anhelaban ser considerados dignos… del trono. La competición había comenzado. Kineas deseó que la resolvieran con presteza. Los griegos del Euxino tenían otras preocupaciones, y necesitaban una mano firme en aquellas llanuras.

Kineas deseó estar seguro de que Srayanka era la reina que los sakje necesitaban. O incluso de que Marthax fuera apropiado para ejercer de rey.

Deseó que muchos hombres no hubiesen muerto; Nicomedes y Ajax, el devoto Agis, Cleito y su hijo Leuconte, Varo de los Gatos Esteparios y tantos otros, muchos de ellos amigos y compañeros. Laertes, a quien conocía desde la infancia, que lo había seguido hasta los confines del mundo. Sin embargo, de entre todos ellos, el rey Satrax era el único cuya muerte afectaba a todos los hombres del ejército. Satrax era el hombre que mantenía unida a la tropa, y su muerte marcaba un final.

Las antorchas llameaban y chisporroteaban bajo las últimas gotas de lluvia. Al oeste, las estrellas aparecían en el cielo. El suelo hedía a sangre de caballo, y la luz de las antorchas relumbraba parpadeante sobre el oro, el hierro y la lana.

Marthax vestía de rojo, pues estaba en su derecho como comandante de la escolta del rey fallecido. Llevaba la espada del rey en brazos, y con ella subió a la pirámide de tierra y hierba hasta plantarse en lo alto.

Srayanka, vestida de la cabeza a los pies con pieles blancas salpicadas de crines azules y conos de oro, subió tras él llevando en sus manos el casco del rey, que dejó en la misma cúspide de la pirámide. Entonces tomó la espada que Marthax sostenía. La alzó hacia las tinieblas.

Un trueno retumbó en la distancia y la multitud de guerreros emitió un sonido como el susurro del viento sobre la llanura de hierba.

—Vencedor en dos grandes batallas, azote de los getas, amo de diez mil caballos —entonó Srayanka. Kineas entendía bastante bien el sakje cuando lo pronunciaban despacio. Además, la había oído practicar aquel cántico durante diez noches.

Una vez más, pareció que los guerreros suspiraran.

—Joven como un dios, rápido en la batalla, terrible para sus enemigos, arrebatador de vidas, amo de diez mil caballos —prosiguió Srayanka, y de nuevo suspiraron.

Marthax estaba de pie tras ella con los brazos cruzados.

—Sabio como un dios, dador de oro, grande en la paz y el consejo, amo de diez mil caballos —añadió Srayanka, la espada inmóvil en su mano. Sus brazos eran como barras de hierro, bien lo sabía ahora Kineas.

Satrax había contribuido a unirlos, pero también había sido un adolescente insensato empeñado en quedarse a Srayanka para sí. En el fondo, Kineas no lamentaba tanto que hubiese fallecido.

—¡Fue el rey de los sakje! —gritó Srayanka, con voz súbitamente grave y desaforada. Y con la última palabra dio la vuelta a la espada y la clavó en la hierba.

Los guerreros lanzaron un grito atronador, un bramido de pesar y cólera, de victoria y pérdida, y luego se dirigieron al banquete que les aguardaba, un festín a los pies del nuevo túmulo, un último festín con el antiguo rey. Comieron, bebieron y lloraron, y los bardos entonaron canciones de las batallas. Y todos los griegos, los sakje y los sármatas fueron como hermanos y hermanas.

Por última vez.

Ataelo, el guerrero masageta que estaba al frente de los exploradores de Kineas, presentó al último mensajero de Oriente levantando el brazo:

—Cabalga cincuenta días en un buen caballo rumbo al este, más allá del Caspio, pasado el lago del Mar de Hierba y pasados los sármatas; con otros cinco caballos de refresco, para cabalgar cincuenta días y no para descansar, porque allí está la reina de los masagetas. —Los ojos de Ataelo miraron en derredor. La tienda abierta estaba atestada y había más guerreros sakje en torno a ella. Se mantenía bien erguido, consciente de la importancia de la ocasión—. Este hombre es como mi primo. Qares habla por la reina. —Ataelo dio un paso atrás.

El mensajero de los masagetas era más bajo que Ataelo, aunque guardaba cierto parecido con él: tirabuzones negros como un espartano, el rostro curtido y la nariz respingona como un sátiro. Llevaba un manto de seda encarnado sobre la armadura de escamas de bronce que resplandecía como una llama a la luz del sol. En la mano sostenía una espada corta sakje con la empuñadura de esmeralda. La blandió ante el consejo de jefes y oficiales griegos sentados en torno a la hoguera que ardía ante el carromato vacío de Satrax.

Las reglas del consejo sakje permitían que cualquier persona interesada asistiera, de modo que cientos de hombres y mujeres, muchos de ellos armados, y docenas de niños se habían congregado en la colina del consejo. Nunca estaban del todo callados, y tanto el murmullo de sus comentarios como el suspiro del viento obligaban a los oradores a gritar para hacerse oír. El mensajero de los masagetas tenía la voz grave y se le oía bien.

—¡Guardianes de la puerta occidental! —gritó Qares, y Eumenes, todavía envarado por las heridas, tradujo en voz baja—. ¡La reina Zarina, señora de todos los jinetes de Oriente, os llama para que acudáis a la reunión de todos los sakje! ¡Iskander, a quien los griegos llaman Alejandro, Rey de Macedonia, amenaza con declarar la guerra en el mar de hierba! ¡Zarina solicita la ayuda de los masagetas! —Mostró la espada—. Envía esto, la espada de Ciro, como recuerdo de su necesidad. Dejemos que Iskander oiga el trueno de vuestras monturas y pruebe el bronce de vuestras flechas.

Srayanka dio un paso al frente y aceptó la espada. Hubo vítores entre la muchedumbre expectante, pero también silbidos de desaprobación.

—¡Dejemos que Zarina haga su propia guerra! —gritó un joven jefe guerrero del clan de los Caballos Rampantes. Se tiró de las trenzas con fastidio—. ¿Y quiénes sois vosotros, Manos Crueles, para tomar la espada de Ciro? ¿Eh? ¿Eh? ¡Dádsela a Marthax!

Parshtaevalt, uno de los jefes de Srayanka, dio un manotazo en la espalda al Caballo Rampante.

—¡Silencio! —rugió—. Srayanka es la heredera del rey.

Kineas escuchaba opiniones encontradas y se retorcía en su banco.

A su lado, Filocles afilaba una rama con su navaja.

—Acaban de terminar una guerra —dijo Filocles en voz baja—. Ahora no quieren otra.

Srayanka levantó la espada y aguardó a que se hiciera el silencio.

—¡Acepto la espada de Ciro para los asagatje! —gritó—. No vamos a enviar diez mil jinetes a Oriente. Dile a Zarina que ya hemos combatido a Iskander en Occidente. —Y se volvió hacia la multitud—: Pero ¿dejaremos que nuestros primos se enfrenten solos al monstruo? ¿Acaso Oriente no nos envió a Lot?

Lot se abrió paso a empellones. El príncipe sármata era alto, rubio y de ojos claros, había dejado atrás la primera juventud pero aún estaba en excelente forma. Tenía una nueva cicatriz que le cruzaba la cara desde el ojo derecho hasta la comisura izquierda de los labios. Cuando se aproximó a Srayanka, alargó el brazo y ella le entregó la espada. La alzó por encima de su cabeza y la muchedumbre comenzó a callar. Cuando habló, su excitación y su marcado acento del este hicieron que resultara difícil entenderle.

—De la misma manera que vosotros necesitasteis nuestros caballos —gritó—, ahora la reina Zarina os pide apoyo cuando más lo necesita. Incluso un diezmo de vuestras fuerzas le sería de gran ayuda. Cuando partí hacia Occidente prometí a Zarina que llevaría a los asagatje de regreso conmigo. ¿Vais a convertirme en un mentiroso? —Se volvió hacia Kineas—: ¿Y van a abandonarnos nuestros aliados euxinos? Olbia y Pantecapaeum y todas las ciudades del Euxino se han beneficiado de nuestra alianza. ¿Apoyarán ellas a las tribus?

Eumenes tuvo que hablar deprisa para seguir el ritmo de Lot, y el esfuerzo de traducir el difícil dialecto estaba agotando al joven. Kineas le puso una mano en el hombro y notó la calentura de la fiebre en su piel desnuda. Se volvió hacia Filocles.

—Lleva a este muchacho a su catre —le ordenó Kineas—. ¡Chitón! ¡Mi sakje es lo bastante bueno para entender esto!

Pese a su afirmación, Kineas miró en derredor buscando a Ataelo. El griego de Ataelo no era excelente, pero traducía bastante bien. Ataelo se acercó con su esposa, Samahe.

—¿Señor? —preguntó Ataelo.

—Ayúdame a hablar —contestó Kineas.

Ataelo se plantó junto al hombro derecho de Kineas.

Kineas se levantó.

—Yo no soy el señor de los griegos euxinos —gritó. Ataelo tradujo. Luego Kineas prosiguió, hablando despacio, medio escuchando la versión de Ataelo—: No puedo hablar en nombre de Olbia o Pantecapaeum. Cuando la falange de Olbia haya resuelto los asuntos de nuestra ciudad, estaremos dispuestos a escuchar planes de alianza y guerra en Oriente. Nosotros somos, aliados leales. Pero todavía no estamos preparados para hablar.

El príncipe Lot meneó la cabeza y esta vez habló con más cuidado, imprimiendo a su acento sakje una rítmica cadencia como si declamara un poema épico. Ataelo se esforzaba para no rezagarse.

—Por ser nobles aliados. Por defender el territorio, ¡valientes! ¡Manteneos firmes! Pero ahora, dice, ¡no hay rey de los sakje! ¡No hay ejército sakje! No hay aliados para ir al este a luchar contra el monstruo con los masagetas. Dice que se va a poner a llorar.

Marthax se levantó. Se dirigió al centro del círculo, pero no pidió la espada de Ciro. Era un hombre alto y fornido con una barba rojiza y una enorme barriga. El jefe militar más conocido de los sakje, primo del rey, su brazo armado. Y uno de los dos aspirantes al trono.

—¡Claro que están por irse a casa! —dijo Ataelo, traduciendo sus palabras.

Kineas estaba bastante acostumbrado a escuchar a Marthax y siguió directamente el discurso sakje, con un oído puesto en Ataelo para comprobar que lo estaba entendiendo bien.

—Mi pueblo vuelve a casa para recoger la cosecha y enviarla por río —dijo Marthax—. Satrax soñaba con llevar un ejército al este para unirse a los masagetas. Era un gran rey, pero en el fondo también era un niño. Deseaba vivir una gran aventura. Ahora ha muerto. —Marthax se cruzó de brazos y miró al príncipe Lot—: Las cosas cambian. Las estaciones cambian. Antes de que Zoprionte llegara, quizás habríamos podido enviar guerreros hacia el sol naciente para socorrer a nuestros primos de las puertas orientales. Pero eso no llegó a ocurrir. Distintos soles salieron y se pusieron, y ahora tenemos que llenar nuestros carromatos de grano y prepararnos para sobrevivir a otro invierno en las llanuras. Tal vez la próxima primavera podamos enviar un diezmo de nuestros jóvenes guerreros al este para que se reúnan con la reina Zarina y los guardianes de las puertas orientales.

Un joven jefe de los Caballos Rampantes se levantó para hablar; el mismo hombre que había gritado a Srayanka. Marthax le dedicó una reverencia y fue a sentarse a su sitio, y entonces el joven guerrero, con el brazo en cabestrillo, se puso en medio del círculo.

—Soy Graethe de los Caballos Rampantes —dijo. Tenía el acento de su clan, que Kineas había llegado a identificar como propio de los sakje del norte. Pero hablaba despacio, según era costumbre en el consejo, y Kineas podía entenderlo todo bastante bien—. Mi señor se ha llevado a nuestros guerreros al mar de hierba a pasar el verano al viento y a vigilar a nuestros sindones. Si estuviera aquí, diría que Zoprionte no era el único lobo que amenazaba nuestros rebaños, sino tan sólo el más fuerte. Los Caballos Rampantes no cruzarán el mar de hierba para ir a la puerta oriental. Dejemos que los masagetas resuelvan sus propios asuntos.

Una jovencita, o tal vez una niña, que estaba sentada detrás de Marthax jugando con un arco, atrajo la atención de Kineas. Los niños de los sakje siempre andaban por todas partes; gozaban de una libertad sin límites. Pero aquélla era la niña que se había presentado como hija de Kam Baqca.

En lugar de lanzar flechas de juguete, había enrollado la cuerda del arco en una flecha y se servía de ella para hacer girar la flecha cada vez más deprisa. Kineas había visto a un joyero de Atenas usar un taladro, y se preguntó si la niña habría inventado la herramienta por su cuenta. Ella la usaba para hacer agujeros en el gran escudo de cuero sin curtir y en listones de madera; la punta de flecha de bronce fue cortando la cubierta de bronce y las cuerdas de cuero hasta que toda la estructura estuvo a punto de ceder.

Kineas alargó el brazo para detenerla y la chiquilla lo miró a los ojos. Eran ojos ancianos para un rostro tan joven, intensos y azules como el agua fría, y Kineas detuvo el movimiento de su mano como si lo hubiera picado un insecto.

Ella sonrió. Era una niña a punto de ser mujer, y su sonrisa era entre traviesa y perversa.

El Caballo Rampante seguía con la misma perorata. Marthax lo observaba con los párpados entrecerrados. Srayanka, por su parte, miraba al muchacho como si fuera a echársele encima. Cuando éste tomó aire para una nueva proclama, Srayanka se levantó y alzó la mano con la espada para impedirle continuar.

—¡Grande es la sabiduría del Caballo Rampante! —exclamó Srayanka—. Sabemos que ocuparon su lugar en la batalla y que no irán al este a apoyar a los guardianes de la puerta oriental. ¿Tienes algo más que añadir?

El joven inclinó la cabeza y no dijo nada, pero la fulminó con la mirada.

—Agradecemos tus palabras, Graethe. —Srayanka apretó con mano firme el hombro del joven y éste se sentó. Uno de los jóvenes jefes de Srayanka, Bain, se rió y aulló, y Graethe se puso rojo.

Srayanka se volvió y lanzó a Bain una desafiante mirada.

—¡Silencio! —gritó.

El rostro de Bain era la encarnación de la malicia adolescente, pero se apaciguó cuando Urvara se puso en pie. Hija de Varó, el señor de los Gatos Esteparios que había muerto en la gran batalla, Urvara tenía sus propias cicatrices; acababa de estrenarse con el arco, y Kineas la recordaba reagrupando a su gente para apoyarlo en la carga final. Sólo tenía dieciséis o diecisiete años, las cejas muy pobladas, labios carnosos y brazos fibrosos como las cuerdas de un arma de asedio. Bain la amaba.

—Los Gatos Esteparios miran al sol naciente —dijo Urvara, señalando hacia el este con su fusta.

Tenía una voz profunda y serena para ser una chica tan joven, y Kineas tuvo que admitir que Srayanka no era un caso único; entre los sakje se daban mujeres excepcionales. Amazonas, pensó.

—Iremos al este hacia el sol naciente y prestaremos nuestra ayuda a los guardianes de la puerta oriental —concluyó Urvara sucintamente.

—Las tierras de vuestro clan están en el este —repuso Marthax sin levantarse—. Vuestros hogares están de camino —agregó con desdén.

—Vinimos aquí —replicó Urvara sin más—. Mi padre murió por el rey de los asagatje. Sé lo que piensas, Marthax, pero me da igual. —Y se sentó.

Los ojos de Srayanka buscaron a Kineas, que enseguida se levantó. La mayoría de los hombres que estaban en torno a Marthax gruñeron como para sus adentros.

Antes de que dijera palabra, Marthax también se levantó. Era un palmo más alto que Kineas.

—Aquí no tienes voz —dijo.

Kineas lo miró de hito en hito.

—Aquí mi «clan» es el más grande —protestó Kineas. Miró a los presentes en la tienda. Algunos ojos se mostraban abiertamente hostiles; los de Graethe, por ejemplo. Otros, amistosos; Parshtaevalt de los Manos Crueles asintió, como indicándole que hablara.

Kineas dio un paso hacia Marthax.

—Hemos muerto por vosotros —prosiguió—. Resistimos en el vado y repelimos a Zoprionte hasta que vosotros llegasteis. Mi pueblo murió. Mis amigos murieron. —Kineas levantó un brazo cubierto de cicatrices fruto de su participación en la lucha y miró de nuevo a los allí presentes—. Mi ciudad sigue en manos de un tirano y su guarnición de macedonios, y debo hacer algo al respecto o mi «clan» se quedará a vivir con vosotros para siempre. —Se encogió de hombros y dio la espalda a Marthax, lo cual hizo que la piel de entre los omóplatos le picara al volverse hacia la muchedumbre, y pensó: «¿Cuándo he dejado de confiar en el caudillo?»—. Debe permitírsenos ir a reclamar nuestra ciudad antes de que los ciudadanos desesperen y actúen con imprudencia. —Giró en redondo hacia Marthax—: Y tú no puedes pretender darme órdenes y luego hacerme callar en el consejo. Eras el caudillo de Satrax. ¿Quién eres ahora?

Marthax no esperaba que Kineas lo atacara. Como tampoco Srayanka, que puso la cara de preocupación de una mujer que duda de la prudencia de su hombre. Marthax dio un paso atrás como si lo hubieran herido y se puso tan encarnado como su atuendo.

—¿Que quién soy? —preguntó—. ¡Soy el rey de los sakje! —bramó.

Pandemónium. Los jefes de todos los clanes se pusieron en pie: unos protestaban, otros vitoreaban o gritaban para ser escuchados.

Marthax aprovechó la ocasión para hablar:

—Soy el primo de Satrax y era su caudillo. He comandado todas las tribus en la batalla y he salido victorioso de cada contienda. Yo encabecé la expedición contra los getas cuando los masacramos. —Alargó el brazo a sus espaldas y blandió su escudo—. ¡Soy el poderoso escudo de los sakje! —rugió.

El escudo se hizo pedazos en su mano y el silencio se apoderó de la tienda; el silencio del terror y los augurios.

Una voz aguda llegó de detrás de Marthax, como el falsete de un hombre o la voz de un niño pequeño.

—¡Podrás ser rey hasta que el monstruo haya muerto y las águilas vuelen! —chilló la voz.

Marthax tiró los trozos de su escudo al suelo y fue a por la niña, pero ésta se escurrió bajo la lona de la tienda y se esfumó.