13
Durante aquella estación, el tiro con arco se erigió en el deporte de la tropa. El invierno de Hircania era más crudo que cualquier otro que hubieran conocido las ciudades del Euxino, con nevadas en los ventisqueros y gélidas lluvias todas las semanas, pero aún era lo bastante clemente para ejercitar a los caballos y hacer prácticas de tiro con los arcos sármatas.
Comenzaron Lot y Ataelo, disponiendo atados de paja contra los muros de adobe de la ciudadela del campamento y disparando para que se hicieran apuestas. Kineas sabía si algo era bueno en cuanto lo veía; un deporte que beneficiaba a sus tropas y que costaba muy poco, ayudaba a matar el rato y mantenía la disciplina: perfecto. Ofreció premios para un torneo semanal, buenos premios, y él mismo compitió.
Las primeras semanas reunieron a los prodromoi de Ataelo y a todos los sármatas para reírse de cómo tiraban al arco los griegos. Algunos eran tiradores natos o se habían entrenado, sobre todo los aristócratas de las ciudades del Euxino; Herón era un buen tirador, como varios de sus jinetes. Eumenes tiraba con una suerte de cansina resignación, como si su apolínea destreza fuese una maldición y no un don divino. Pero otros no eran tan afortunados. Un joven de la falange se las arregló de algún modo para partir el arco al tensarlo, y el consiguiente latigazo de la cuerda lo hizo sangrar. Muchos de los miembros de las tribus lo consideraron la mejor chanza que habían visto jamás, cosa que no fue precisamente favorable para el daimon de la milicia y que provocó un par de incidentes desagradables. Otros hombres simplemente no daban en el blanco, aun practicando semana tras semana; Diodoro amenazó con dejar de competir alegando que su excepcional habilidad para disparar flechas por encima de las dianas de paja estaba socavando su autoridad.
—¿No aprendiste a disparar cuando eras un efebo? —preguntó Kineas con malicia. De hecho, recordaba cómo tomaba el pelo a Diodoro cuando el desdichado adolescente erraba el tiro una y otra vez.
Diodoro respondió con un gruñido. Sin embargo, cuando entrada la mañana se enfrentaron en un combate de lucha, Kineas reparó en que estaba siendo arrojado al gélido barro con molesta regularidad. Diodoro se había enojado. A partir de ese momento, Kineas se guardó sus pullas para sí.
Seis semanas de tiro al arco sin tregua se tradujeron en que hasta el peor de los hoplitas era capaz de disparar contra una bala de paja, y los mejores se estaban volviendo muy competentes. Kineas cursó pedidos de arcos y flechas a los artesanos locales. Conocía lo bastante bien su particular Anábasis como para darse cuenta de que armar a todas sus tropas con arcos, aunque sólo fuera para llevarlos con el equipaje, las haría más capaces de responder a las amenazas con que se enfrentarían en los desfiladeros y los angostos valles de las montañas, donde la táctica de la falange y el romboide de caballería perderían la eficacia que presentaban en el campo de batalla.
Algunos hombres prefirieron la onda, y Diodoro convenció a Kineas de que las hondas eran un arma con un alcance aceptable, de modo que podía verse a varias docenas de griegos euxinos usándolas para lanzar pesadas piedras contra las balas de paja. Tenían menos alcance, pero la potencia del golpe era capaz de derribar a un buey, demostración que Diodoro llevó a cabo ganándose el aplauso general durante la fiesta de invierno de Apolo.
Los bárbaros sármatas constituían un reto de liderazgo mucho mayor que los griegos euxinos. Estaban muy lejos de casa, pasando el invierno en un campamento militar, sujetos a normas que apenas entendían y rara vez respetaban. Pero los éxitos militares contra los bandidos y la buena disposición de los líderes griegos a predicar con el ejemplo y a ser vistos fallando en los torneos de tiro al arco y otras competiciones acortaron las distancias.
La mayor dificultad atañía al incumplimiento de la disciplina y a cómo debía castigarse. Kineas recordaba una amarga discusión que había tenido con Srayanka acerca de las ideas griegas sobre el castigo. Ella sostenía que tendría que matar a un hombre de sus clanes para hacerle acatar la disciplina griega, porque cualquier otra medida conduciría a enemistarse con todo el clan. El recuerdo de Srayanka y la progresiva comprensión de las costumbres tribales hacían prudente a Kineas. No podía mostrar un trato de favor con los bárbaros, pero su juicio debía adaptarse a sus propias ideas acerca de la justicia.
Kineas nunca tenía tiempo de aburrirse.
El ejército había sufrido dos ventiscas y llevaba ocho semanas acampado en Hircania, cuando Kineas celebró su segunda audiencia pública y varias unidades le llevaron a sus infractores para que fueran juzgados. A veces las autoridades locales hircanas exigían que el reo fuese enviado a la ciudadela, cosa a la que Kineas siempre se negaba. Cada negativa conllevaba una visita a palacio.
Los sármatas, con su arrogancia y su escaso interés por las sutilezas del comercio y la adquisición, a menudo eran llevados a juicio por ladrones, acusación que las más de las veces conseguía que incluso el lacónico Lot perdiera los estribos. Los caballeros sármatas sólo eran ladrones en sus respectivas tribus si robaban caballos, acto que sólo constituía un «crimen» cuando el caballo robado pertenecía a su propia tribu. El robo de caballos se castigaba con el exilio inmediato o la muerte. El arresto de un o una noble sármata por robo inducía a celebrar asambleas al aire libre para juzgarlos. Los griegos euxinos disfrutaban con estas asambleas al aire libre tanto como los sármatas con los torneos de tiro al arco. El entretenimiento que les proporcionaban ayudaba a hacer la nieve más llevadera.
—El mercader dice que robaste el valor de la chica —dijo Kineas en un sakje aceptable. El jinete sármata, un señor entre su gente, vestido con una túnica púrpura con placas de oro y pantalones bombachos de tafilete de caribú bordado con pelo de venado, se mantenía erguido como una flecha. Su actitud era tan respetuosa como orgullosa. Se llamaba Gwair. Kineas pensaba en él como Gwair Caballo Negro para distinguirlo de otro Gwair sármata, también señor, que montaba un caballo gris. Pese a su etimología sakje, los nombres sármatas lo superaban.
—No, señor —negó Gwair sin alterarse. Sus ojos buscaron los de Kineas y sonrió—. Ella me gustó y yo a ella. —Se encogió de hombros—. Fornicamos. Calentó mi cama. —Sonrió—. Nos complacemos el uno al otro, de modo que puede quedarse conmigo.
Kineas suspiró.
—Es una esclava del burdel de este hombre —repuso. Señaló al mercader hircano que tenía a su lado, un hombretón por derecho propio. Junto a él se encontraba Teraponte, el capitán de la guardia de Banugul.
Gwair sonrió.
—¿Quiere luchar conmigo por ella?
Kineas negó con la cabeza.
—No me vengas con ésas, Gwair.
Caballo Negro volvió a sonreír.
—Un mercader idiota no puede quedarse con una chica como ésa. Una chica como ésa es para héroes. Y tú lo sabes.
Teraponte removió los hombros.
—Me enfrentaré a él —dijo—. Y, cuando lo mate, la reina estará satisfecha.
—No tan deprisa —atajó Kineas. El problema era que Kineas sabía que, entre los sármatas, las esclavas se iban con quien podía retenerlas; al menos hasta que intervenían las mujeres. Las mujeres sármatas combatían con la lanza y el arco igual que los hombres, y no era fácil contrariarlas, y los hombres que se casaban con ellas tenían que ser héroes. Kineas se volvió hacia Lot, que estaba sentado a su lado.
—¿Tendrías la amabilidad de mandar a buscar a alguna de tus nobles? —le pidió—. Me parece que necesitamos su ayuda.
Era importante que todo el mundo viera que Kineas hacía cuanto podía antes de ordenar que se castigara a un sármata o de permitir que éste entablara un duelo a muerte que seguramente perdería. Teraponte era un hombre peligroso y ninguno de los sármatas estaba a su altura.
Lot enarcó una ceja y se puso de pie. La impresión inicial de Kineas de que Lot era un hombre pausado y cauto había resultado ser fruto de la barrera idiomática. Lot miró a Kineas entornando los ojos, echó un vistazo a Teraponte como evaluando su potencial y asintió con resolución.
—Sí —contestó—. Aunque, como sin duda sabes, no puedo enviar a nadie a llamarlas. Debo ir yo en persona a pedírselo.
Kineas asintió.
—¿Voy yo? —preguntó.
—Sería lo mejor —dijo Lot.
—Esta asamblea aguardará mi regreso —dijo Kineas, y se levantó.
—Acabemos de una vez —dijo Teraponte—. Castiga al bárbaro y pasemos al siguiente caso. Tengo frío.
Kineas hizo caso omiso del tesalio y se volvió hacia Niceas.
—¿Puedes encargarte de los infractores griegos mientras yo esté ausente?
Niceas esbozó una sonrisa lobuna, muy propia de su antiguo talante, y voceó el nombre de un par de hoplitas que habían iniciado una pelea con los mercenarios locales. Kineas se envolvió con la clámide y enfiló la calle principal del campamento, pasando ante su megaron de leños y el carromato pesado de Lot hasta donde las yurtas de los sármatas se alineaban formando calles con un orden militar que las hacía parecer fuera de lugar, como gatitos regimentados.
En su mayoría las mujeres vivían con sus hombres, pero las doncellas nobles tenían una yurta para ellas. Por lo general contaban entre catorce y veinte años, aunque había un puñado de más edad: arqueras solteras que decidían llevar vida de soldado.
Kineas llamó con su fusta a la jamba de la puerta y asomó la cabeza una joven doncella que se ruborizó de inmediato, haciendo una venia.
—¡Señor Kineas! —dijo.
Kineas sonrió. Ningún griego lo llamaba «señor Kineas», y resultaba irónico que los sármatas le plantearan la mayoría de los problemas de disciplina porque todos ellos, tomados por separado, lo adoraban, algo que distaba mucho de suceder en el grueso de las tropas olbianas.
—Quisiera ver a la señora Bahareh, si es que me puede recibir —solicitó Kineas.
Bahareh acudió a la puerta de la tienda, lo tomó de la mano y lo condujo al interior. Era una guerrera mayor, con canas en las trenzas y un rostro más de cuero curtido que de pétalo de flor. También era una de las mejores lanceras del ejército, y su profunda voz femenina se imponía en cualquier conflicto. No ostentaba ningún rango en concreto, aunque solía estar al mando en tiempos de guerra.
Kineas aceptó la taza de té que ésta le ofreció.
—Quisiera que vinieras a ayudarme a juzgar a Gwair Caballo Negro —le rogó.
Bahareh arqueó una ceja con ademán imperioso.
—Le arrebató esa chica infiel al esclavista. ¿Eso es delito?
Kineas asintió.
—Un esclavo es como un caballo; algo que tiene valor para el amo del burdel.
Bahareh frunció el ceño.
—O sea que debería comprarla. —La sármata sonrió—. Es toda una pieza.
—El amo del burdel quiere que se la devuelva. No desea vender a esa mujer. —«Comprársela ha sido lo primero que intenté», pensó Kineas.
Bahareh chasqueó los dedos y un par de adolescentes la ayudaron a ponerse su abrigo largo forrado de pieles. Pesaba casi tanto como una armadura. A diferencia de los abrigos de hombre, se ceñía a su figura; era una prenda muy elegante, aun siendo bárbara. Otra chica le recogió el pelo en lo alto y le puso un gorro sakje, anulando por completo su género. Presentaba el aspecto de cualquier sakje de buena posición. Tras ponerse de pie, Bahareh preguntó:
—¿Está preñada, la chica?
Kineas tuvo ganas de darle una palmada en la espalda.
—No se me ha ocurrido preguntarlo —respondió—. Supongamos que lo está.
Iban caminando por la calle. La señora Bahareh tenía las piernas más largas que Kineas, así que éste tenía que apurar el paso para no rezagarse.
—Entonces cuando dé a luz, si sobrevive, será una mujer libre del clan. El le da unos cuantos caballos como obsequio por el parto y el bebé forma parte de la familia. Así es la ley.
Kineas gruñó:
—Ya veo cómo juzgar esto. Escucha, señora, convendría que hicieras saber que los hombres de las tribus que visiten los burdeles tienen que pagar cada vez, y que el próximo hombre que se lleve una de esas chicas a su yurta sufrirá el mismo castigo que si hubiese robado la chica a otra tribu. Si haces esto por mí —la detuvo en medio de la calle, porque caminaba tan deprisa que iban a llegar a la asamblea antes de tener lista la estrategia—, yo mentiré para salvar a Gwair Caballo Negro.
Bahareh era alta, casi de la misma estatura que él. Frunció el ceño.
—No te corresponde a ti castigar a los hombres de las tribus, don Kineas. Eso debe hacerlo nuestro príncipe.
Kineas le sostuvo la mirada.
—Señora, no llegaremos al final del invierno como amigos, a no ser que todos obedezcan. Sin duda, ocurre lo mismo en un campamento de invierno sármata.
Bahareh toqueteaba su fusta.
—Sí —asintió—. De acuerdo. Salva a Gwair; es un idiota, pero casi todos los hombres lo son. Yo meteré a los hombres en cintura. —Su fusta cortó el aire—. Lot hace bien en seguirte —agregó.
Kineas dedicó la mayor parte de la hora siguiente a regatear con el amo del burdel y el autoproclamado arconte sobre el valor de la mujer, mientras que Teraponte, al verse sin pelea, se largó indignado. Kineas se sirvió de la falsa preñez para liberarla de su amo. Hizo que el clan entero pagara un precio inflado, dejando así a Gwair mal parado entre su gente. El proceso requirió cuatro veces más tiempo y dinero de lo que habría requerido castigar a uno de los suyos.
—Vamos a tener un invierno muy largo —le dijo a Niceas.
—Eso no pinta bien —dijo Diodoro, señalando hacia la puerta.
Dos jinetes venían al galope bajo una intensa nevada. Uno de sus destacamentos. Pasaron directamente a la asamblea.
—Hay un barco en la playa —informó Sitalkes. Su aliento echaba vapor igual que el de su caballo, audible desde el interior—. Viene del fuerte que construimos en Errymi. Alguien de Olbia.
—Eso no pinta bien —repitió Diodoro.
Kineas envió una patrulla con caballos de refresco a la costa, a tres estadios de allí, y Sitalkes al mando. Regresó con Nicanor, un liberto que ahora era el encargado de la antigua casa de Nicomedes. Kineas hizo que lo condujeran al megaron, donde se arrimó al fuego para entrar en calor.
—Pensaba que nunca más volvería a estar caliente —dijo—. He pasado tres días en ese barco, helado y calado hasta los huesos.
Suspiró. Era gordo, llevaba demasiada ropa y estaba completamente fuera de lugar, y su tono quejumbroso no era algo que se oyera con frecuencia en el campamento de Kineas.
—Gracias por venir tan deprisa. ¿Traes un mensaje para mí? —preguntó Kineas amablemente.
El hombre sacó de entre los pliegues de la túnica un tubo para rollos. Aunque ni siquiera el tubo de hueso había resistido bien la humedad, el papel de vitela se podía leer bastante bien.
Likeles a Kineas de Atenas, saludos.
Amigo, he recibido tu solicitud de fondos y no puedo satisfacerla. La ciudad está casi en estado de guerra; las facciones han intentado asesinar a Patroclo y su hijo en dos ocasiones. No me atrevo a sacar riquezas de la ciudad por miedo a que las roben y las utilicen contra nosotros. Te envío a Nicanor para que comprendas lo presionado que estoy. Si no has llegado demasiado lejos, regresa, por favor. Y juntos aplastaremos a estos arribistas.
Me consta que te he fallado en esto, pero no veo otra opción.
Adjunto una carta que llegó desde Atenas en memacterión.[6] Seguramente, si tu ciudad cuenta con que emprendas campaña contra Anfípolis, el deber te llama.
Kineas leyó la carta, y después también la carta adjunta de Demóstenes de Atenas, o de alguien de su facción, con creciente alarma. Se las pasó a Filocles, que había estado interrogando a Nicanor. El antiguo esclavo ya estaba reducido al llanto.
—Has sido muy valiente al cruzar el Caspio en esta época del año —dijo Kineas. Lanzó una mirada al espartano, como diciendo: «¡Mira lo que has conseguido!»
Nicanor negó con la cabeza, los ojos clavados en el suelo.
—Tenía que venir —repuso—. El amo Likeles dijo… que tenía que alcanzarte… y… y lo he hecho.
Filocles terminó de leer las cartas y se las pasó a Diodoro.
—No están en condiciones de gobernar la ciudad —dijo Nicanor. Seguía mirando al suelo—. He venido para decirte eso. Serví a Nicomedes como factor jefe durante diez años. Sé cómo van estos asuntos. Likeles quiere emprender una acción directa; pagó por un asesinato. Me consta; yo mismo reuní el dinero y pagué a los asesinos.
Kineas asintió. Lo había visto venir; sospechaba que en realidad ya lo sabía.
—¿Alceo? —preguntó.
Nicanor dio un respingo y le temblaron las manos.
—¿Lo sabías? ¿Lo ordenaste tú?
Kineas negó con la cabeza.
—Se erigirá en tirano —prosiguió Nicanor—. No puede negociar. Y Patroclo es débil; amable y bienintencionado, pero débil. Está perdido sin mi amo, es decir, Nicomedes, y su amigo Cleito. Titubea. Sus aliados lo abandonan.
Kineas respiró hondo.
—Como bien decía Diodoro, esto pinta mal —dijo.
El megaron se estaba llenando de sus oficiales más allegados. Los rumores circulaban deprisa en el campamento, y eran una comunidad reducida. Herón estaba fuera patrullando y Lot rara vez mostraba interés por la política de los griegos, pero el resto acudió con prontitud, deslizándose entre las mantas que cubrían la puerta.
León asintió.
—Necesitamos dinero. Sin él, tendremos problemas para conseguir caballos de refresco en primavera. Ya estoy preocupado por la próxima paga de los hoplitas. —Rodeaba con un brazo los hombros de Nicanor—. Estoy cerrando tratos aquí; cuento con el respaldo de Olbia y Pantecapaeum para avalar el crédito que me conceden. De no ser así, tendremos un montón de acreedores enfadados cuando llegue el buen tiempo; y mis nuevas perspectivas de negocio se irán al garete.
—Likeles intenta hacernos regresar —señaló Diodoro—. Detesto ser yo quien lo diga, pero alguien lo manipula. Trata de retener tu dinero para obligarte a volver.
—¿Atenas? —preguntó Filocles.
—¿Macedonia? —preguntó Safo—. Es un secreto a voces que vas a combatir contra Alejandro. Esa mujer del palacio aún está a su servicio. Me juego la vida.
—Curiosa coincidencia de intereses —dijo Filocles. Estaba pensativo—. Suponiendo que tú regresaras a Olbia, el ejército se quedaría aquí toda la primavera, ¿no es así? —Miró a la concurrencia—. ¿Qué dices, Kineas?
Kineas suspiró.
—Si regreso, jamás volveré a marcharme. Lo presiento.
Diodoro se encogió de hombros.
—¿Habéis llegado a un acuerdo sobre la campaña de primavera tú y la reina? —Volvió a encogerse de hombros—. Lamento preguntarlo, pero guarda relación. Si vamos a efectuar una campaña de primavera, tenemos tiempo para enviar a alguien de regreso.
—Quiere mucho más que una simple campaña de primavera —dijo Kineas, provocando sin querer que todos se sonrieran con complicidad.
Niceas hizo oír su voz ronca:
—Deja que Diodoro dirija la campaña de primavera. Así tendrás tiempo de ir a Olbia, ponerlos a todos en su sitio y volver. Nos trasladaremos en pleno verano.
Diodoro sonrió.
—Lo admito, deseo estar al mando otra vez —dijo mirando a Niceas—. Aunque no creo que Kineas vaya a tenerlo tan fácil. Si esto es lo que creo que es, los poderes ocultos tras esta llamada contarán con varios medios, todos perfectamente legales, para retener a Kineas en Olbia.
Kineas asintió y miró a Filocles. El espartano apoyó el mentón en la mano.
—Tiene sentido lo que dice Diodoro. Tal vez restablezcas el orden en cuestión de días. —Se incorporó—. O tal vez no. Puedes verte embrollado en meses de debates, un año de acusaciones.
Diodoro volvió a pronunciarse.
—Y la flor y nata del ejército, los votos que siempre te respaldan, estarán aquí.
Filocles inspiró profundamente.
—Y es muy posible que te hagan matar.
La voz de Eumenes se oía como un murmullo de fondo, explicándole la situación política a Darío, cuya juventud persa lo privaba de la menor experiencia sobre la volubilidad de una asamblea griega.
—Sí —asintió Coeno—. Zorro, para variar llevas razón. Los acontecimientos superan a Likeles, eso está claro. —Coeno sonrió—. Pero os garantizo que no es deshonesto. Diodoro, tú deberías saberlo. Siempre ha estado de nuestra parte. Aunque a veces puede ser un idiota. —Diodoro asintió, admitiendo la verdad de ambas afirmaciones. Coeno prosiguió—: Pero es uno de mis más viejos amigos. Envíame a mí. No es que sea precisamente lo que pensaba hacer este invierno. —Lo que Coeno tenía previsto hacer aquel invierno era pasarlo con Artemisa, la cortesana más bella de Banugul. Se encogió de hombros—. Kineas, si vas tú, te hundirán en el lodo, tal como aquí nuestro Ulises sostiene. Si me envías a mí, nadie se gastará ni un dárico en matarme, y en cambio puedo ayudar a Likeles a poner orden, conseguir que me dé dinero en efectivo y trasladarlo por barco. Probablemente no estaré de vuelta hasta bien entrada la primavera; en cualquier caso, hasta que el lago Meotis se abra a la navegación. Pero nadie me retendrá. Y además —se encogió de hombros—, tengo cierto renombre. No es muy probable que se metan conmigo.
Diodoro lanzó una mirada a Safo.
—Lleva razón. Yo prefería el plan en que comandaba la campaña de primavera, pero lleva razón.
Filocles se mostró de acuerdo.
—Ha pasado el otoño cazando en los desfiladeros que conducen al Tanais. Conoce el terreno; será el más rápido.
Kineas detestaba renunciar a uno de sus amigos más íntimos. Echó una mirada a León y a Eumenes, pero ambos tenían vínculos con facciones de la ciudad y por tanto no podrían hacer lo que era preciso.
—Estás preparado para comandar un escuadrón —observó Kineas—. Haz esto por mí, Coeno, y lo tendrás.
—¡Quiá! —exclamó el aristócrata—, no me tienes que sobornar para que haga el viaje. Si no voy, Likeles quedará como un idiota y todos saldremos perdiendo. Además, ahora soy ciudadano de Olbia. Es mi deber para con la ciudad, no lo olvides. —Miró a los miembros del Estado Mayor—. Juradme que no os acercaréis a la cama de Artemisa. Puede que me case con ella.
Todos lo juraron entre risas.
Coeno navegó hacia el norte con los diez hombres que le habían acompañado en otoño. Zarparon un clemente día de invierno con viento favorable. Nicanor se quedó para encargarse de la casa de Kineas. Dijo que prefería conquistar Asia antes que volver a cruzar el Caspio otra vez. Le bastó un día para comprar cuatro esclavos, y Kineas ya no tuvo que servirse más el vino.
Dos días después llegó la tercera ventisca. Caían copos de nieve como las plumas de un ave monstruosa, según había descrito Heródoto, que el viento del norte arremolinaba.
—Coeno estará sano y salvo en la desembocadura del Rha, bebiendo vino caliente en nuestro antiguo fuerte —dijo Filocles.
Kineas rezó a Poseidón y al día siguiente sacrificó un cordero con sus propias manos. En la ciudadela, seguía negándose a emprender una campaña de primavera el día siguiente a la festividad de Perséfone, pese a las lisonjas y al oro que le prodigaba la reina.
Oyeron decir que Antípatro, el gobernador de Macedonia en ausencia de Alejandro, había infligido una contundente derrota a Esparta.
Oyeron decir que Alejandro se había esfumado de los confines orientales del mundo; que estaba en Bactria, o tal vez en Sogdiana.
Oyeron rumores de que Parmenio estaba alineando a los sátrapas de Occidente para destruir a Alejandro si regresaba. Leóstenes les había dicho que Artabazo estaba aliado con Parmenio y que su jefa, la reina Banugul, lo estaba con Alejandro y condenada a caer. Y que Atenas estaba preparada para liberarse del yugo y declarar la guerra a Antípatro.
León se sentaba en el mercado, o en el megaron, y oía hablar a los mercaderes sobre el este; la ruta comercial que atravesaba montañas, desiertos y estepas hasta un remoto país llamado Kwin. Sus ojos ardían con algo semejante a la lujuria. Los comerciantes hircanos y los nómadas de la estepa que invernaban en Hircania contaron a León que la seda procedía de Kwin.
De todas direcciones, este, oeste y sur, les llegaban rumores de revuelta y de guerra; hasta que la nieve vino en serio.
Y entonces la nieve se cuajó como las murallas de una blanca fortaleza, y todos los rumores cesaron.
Hasta la primavera.