25
—Cratero está en las hoces del Polytimeros —informó Coeno.
El sol despuntaba en un nuevo día, y Kineas ya se sentía acalorado y pegajoso. Sólo llevaba la túnica que se había puesto apresuradamente al enterarse de que llegaba un explorador. Coeno iba cubierto de polvo, su habitual atildamiento estaba arruinado, su rostro era una máscara cómica de arena parda surcada por regueros de sudor. Había insistido en comandar una patrulla porque, según él, «le faltaba práctica».
Kineas mandó a Nicanor a avisar a todos los jefes.
—¿Lo viste? —preguntó a Coeno.
—En persona. —La máscara polvorienta sonrió—. ¡No es un hombre fácil de olvidar! Mil soldados de caballería; quizá también una parte de infantería montada. No me quedé a inspeccionar la columna entera. Mosva acababa de llegar con otra chica sármata para decirnos que Espitamenes avanzaba hacia el norte; encontraron su campamento, y acto seguido me enteré de que nuestra avanzadilla disparaba flechas contra la suya. Vino en persona mientras yo aún intentaba calcular cuántos eran.
Kineas se mesó la barba.
—Nos cortará el paso.
Diodoro vino corriendo con Filocles y Eumenes pisándole los talones.
—En un día alcanzará nuestros carromatos —señaló—. ¿Qué demonios hace aquí?
Coeno meneó la cabeza.
—Va deprisa. Pero apuesto un dárico contra una lechuza a que va en pos de Espitamenes para impedirle llegar al mar de hierba.
Diodoro empezó a abrocharse la coraza.
—Estás preparado para comandar ejércitos, Coeno. El problema es que habrá tomado a tu avanzadilla por la de Espitamenes.
Kineas se encontró con que Nicanor le traía la armadura. Mantuvo los brazos en alto mientras éste le pasaba la coraza de lino y escamas por la cabeza. En cuanto tuvo abrochadas las hombreras al peto, se puso a trazar líneas en el polvo.
—Si fueras Cratero y persiguieras a Espitamenes… —comenzó.
—Tomaría vino —interrumpió Coeno, tomándole el peso a una ánfora vacía. Nicanor le llevó una toalla y una botella de arcilla llena de agua; disfrutaba sirviendo a Coeno porque éste mantenía la clase de exigencias que él consideraba a la altura de su rango, a diferencia de Kineas, que no sentía necesidad de vestir a la manera ateniense en medio del mar de hierba—. Si yo fuera Cratero, daría media vuelta y regresaría a casa. Si me topara con resistencia en el Oxus, pensaría que Espitamenes va por delante de mí.
—O insistiría en la persecución, confiando en dañarle la retaguardia —dijo Diodoro—. Aceptémoslo, eso sería más propio de Cratero. Es un terrier, en cuanto hinca sus fauces en una presa, nunca más la suelta. ¿Cuándo habéis visto que dejara de dar caza a un enemigo hasta que su caballo ya no se sostuviera en pie?
—¿Todos conocéis a este macedonio? —preguntó Filocles.
—Ahora es mayor —dijo Kineas a modo de respuesta—. Solíamos llamarlo «el puño izquierdo de Alejandro».
—Aunque ahora tampoco tiene a Parmenio para darle ánimos —terció Diodoro.
—O sea que podría hacer ambas cosas: emprender la retirada o caer sobre nosotros en cuestión de, ¿qué, cuatro horas? —Kineas miró a Coeno.
Llegó Ataelo con el brazo aún en cabestrillo. La herida se había infectado y supuraba pus sin parar. Ataelo parecía tener fiebre y caminaba con paso poco firme.
—No estás en forma para montar, Ataelo. Vuelve a tu camastro y a los cuidados de tu esposa. —Kineas vio a Samahe detrás de su marido—. ¡Llévatelo! —le dijo.
—Alejandro está de camino, ¿y tú por enviarme a la cama? —Ataelo dio un traspié y se agarró al poste central de la tienda—. Necesitas exploradores. Necesitas para ver en las montañas. ¡Los prodromoi van! —Ataelo se golpeó el pecho—. Samahe va, Ataelo va.
Coeno, que siempre se había llevado bien con el escita, negó con la cabeza.
—Nos hartamos de explorar antes de que tú aparecieras en escena, hermano.
Ataelo sonrió.
—Un pequeño corte no me aparta de esto. Alejandro se acerca.
Coeno, algo más aseado, le pasó la toalla a Nicanor.
—No es Alejandro, Ataelo. Es sólo Cratero. Podemos arreglarnos sin ti.
Diodoro observaba las marcas que Kineas había trazado en el polvo.
—¿Dónde está Espitamenes? —preguntó.
—Ares, no tropecemos otra vez con la misma piedra —advirtió Kineas.
Diodoro cogió un palo. Y lanzó una mirada a Ataelo, que estaba a su lado, para que lo corrigiera si se equivocaba.
—A ver si lo entiendo. Pongamos que este hormiguero es Maracanda. Pongamos que esta línea es el Polytimeros, y esta otra el Oxus. —Diodoro dibujó una línea desde el hormiguero que representaba Maracanda y luego una segunda en ángulo recto que representaba el Oxus—. Si Alejandro ha levantado el sitio a Maracanda, tal como supongo, entonces Cratero está persiguiendo a Espitamenes hacia el oeste, derecho hacia nosotros. —Diodoro movió el palo resiguiendo la línea del Polytimeros y se detuvo en el Oxus, el palo de la T—. Si Espitamenes lo cruzara, desaparecería en el mar de hierba; al sur de nosotros, aunque no mucho más. Si las chicas vieron el campamento correcto, los persas están al oeste y al sur de nosotros. —Trazó otra raya—. Si Cratero está en las hoces del Polytimeros —prosiguió, señalando con el palo el lugar donde el Polytimeros se encontraba con el Oxus—, tenemos tres puntos en un triángulo equilátero: nosotros en esta punta de la T, Espitamenes en la otra punta y Cratero en la base. Y, si Espitamenes decide intentar reunirse con la reina Zarina —continuó dibujando—, pasará justo por aquí, siguiendo el palo de la T. Con Cratero pisándole los talones.
—Y no puede evitarnos —dijo Coeno—. Por otra parte, si Cratero confundió a nuestros sakje con los sogdianos de Espitamenes, ya estará de camino. Y entonces está entre Espitamenes y nosotros.
Srayanka se frotó el puente de la nariz.
—Tenemos que luchar —declaró.
En éstas, llegó Lot con dos de sus caballeros.
—¿Alejandro está aquí? —preguntó.
—Es posible que a menos de un día de marcha. —Kineas recapituló para ponerlo al corriente de la situación—. Es el general Cratero de Alejandro. El rey está en Maracanda. —Kineas se encogió de hombros—. O eso creemos.
—Nuestro pueblo debe marchar al norte —dijo Lot—. Casi todos estamos listos. Los carromatos de los sakje nos retrasarán.
—Sin ellos, muchos morirán este invierno —replicó Srayanka.
Kineas observó a su alrededor, escrutando las miradas.
—Que salgan los prodromoi. Nosotros nos mantendremos firmes aquí. A lo mejor incluso intentamos negociar.
Diodoro enarcó una ceja pelirroja, y acto seguido se marchó a toda prisa. Filocles se quedó.
—¿Con quién piensas negociar? —preguntó.
Kineas meneó la cabeza, mirando fijamente el mapa que había dibujado en el suelo.
—Alejandro es el enemigo contra el que hemos venido a combatir —respondió—. Espitamenes vendió a Srayanka a los macedonios.
Filocles se rascó la barba.
—Estoy harto de la guerra —protestó—. Ninguno de los dos me parece tan malo a mí. Alejandro es un tirano, pero heleno. Espitamenes es medo, pero patriota. —Se encogió de hombros—. ¿Quién es el enemigo?
Kineas seguía mirando el mapa.
—Cratero llegará aquí el primero, si es que viene —dijo—. Si lo retenemos y enviamos un mensajero a Espitamenes, podríamos vencerlo aquí mismo. —Kineas miró a su alrededor.
Filocles hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—¿En verdad tenemos que luchar? —preguntó.
Kineas asintió.
—Los carromatos saldrán dentro de dos horas —precisó—. Tenemos que resistir aquí, al menos hasta que anochezca; si no, la avanzadilla de Cratero se nos puede echar encima entre las columnas.
Los escitas viajaban por el mar de hierba en tres columnas paralelas de carromatos, con las manadas y los rebaños entre ellas, vigilados por una vanguardia y una retaguardia de jinetes jóvenes. Las columnas levantaban tanto polvo en las llanuras agostadas que llegaban a verse a quince estadios de distancia, y la retaguardia a menudo quedaba cegada por la polvareda.
—Conducirá a sus hombres hacia las columnas de polvo —añadió Coeno—. ¿Puedo hablar con franqueza, amigo?
A Kineas le sorprendió su tono de voz.
—¡Por supuesto! —exclamó. Coeno se terminó el agua y preguntó:
—¿De verdad quieres tender una emboscada a Cratero? ¿Con qué propósito?
Filocles asintió como si estuviera de acuerdo; sin embargo, tras una pausa de asombrado silencio, dijo:
—¡Por la liberación de Grecia! —Se irguió como un orador—. Cualquier derrota que sufra Alejandro debilita su opresión sobre Grecia. Si lo vencemos aquí, todos los estados de Grecia se alzarán y serán libres. Esparta, Atenas, Megara.
Coeno se rió.
—No seas tan crédulo, Filocles. Hallarán la manera de joderla, créeme. Lucharán entre sí. —Meneó la cabeza con tristeza—. Tampoco es que tenga mucho interés en liberar a Grecia. Ahora soy un caballero de Olbia.
Srayanka se humedeció los labios y luego sonrió.
—Deberíamos derrotar a Alejandro porque representa una amenaza —dijo—. Porque es como un perro rabioso y, si no lo matamos, atacará a nuestros rebaños.
—Cratero es el enemigo. Espitamenes, un posible aliado; y si no, una mera interrupción. Espitamenes no supone una amenaza para Olbia. —Kineas miró en derredor y recibió muestras de asentimiento—. Me alegra que coincidamos; asunto zanjado —resolvió Kineas. Llevaba puesta la armadura, como la mayoría de hombres allí presentes—. ¡En marcha!
Las columnas emprendieron la marcha antes de que el sol asomara por el horizonte. Los sármatas iban delante, aunque Lot y sus mejores guerreros se quedaron con las tropas de Kineas para defender la meseta de la margen occidental del Oxus. Los sármatas ocupaban la derecha de la línea, ocultos en un pliegue del terreno justo debajo de una serrezuela que corría paralela al camino de la ruta comercial. Kineas puso a la bien instruida caballería griega en el centro, a las órdenes de Diodoro, con los olbianos a la derecha bajo Eumenes y Antígono y los celtas a la izquierda bajo Coeno y Andrónico. En el flanco derecho, Srayanka conducía a los sakje con Parshtaevalt y Urvara. Kineas se quedó con una caballería mixta, compuesta de sakje y griegos, hombres y mujeres que habían hecho la instrucción juntos durante un mes, asumiendo en persona el mando de la retaguardia. La suma de sus tropas no llegaba a ochocientos soldados porque más de un tercio del contingente protegía las columnas y conducía el ganado.
Darío había partido en busca de Espitamenes para intentar convencerlo y conseguir su alianza, o al menos su tolerancia, pese a las objeciones de Srayanka.
Ataelo y sus prodromoi, con Coeno y sus mejores hombres, habían bajado por el valle del Oxus hacia el sureste.
Ya era mediodía cuando el campo de batalla estuvo listo y todos los hombres en sus puestos. Kineas se hallaba en la cresta de la colina con León, Filocles, Diodoro y un puñado de doncellas sakje que hacían las veces de mensajeras. No había sombra, y el sol los pintaba de fuego; ni un soplo de viento removía el polvo. Cualquier parte del cuerpo cuya piel al montar entrara en contacto con la armadura, cosa de lo más frecuente, quedaba señalada por una línea de dolor. Kineas usó su clámide para cubrir la coraza y lo sofocó el calor arenoso de un manto de lana.
Tenía la boca tan llena de polvo que aun después de enjuagársela y escupir, las muelas le rechinaban como si masticara restos de cerámica.
León escrutaba los bosques del valle con toda la tensión de un amante preocupado por su amiga. Y no era de extrañar. Mosva estaba allá abajo con Ataelo en lugar de detrás de la serrezuela con su padre.
Transcurrió una primera hora, y luego una segunda.
Una tercera hora.
Una cuarta.
El sol había iniciado su descenso. Había refrescado. Los caballos estaban inquietos, ansiosos por beber el agua que olían en el lecho del Oxus, manifestando su desagrado con estridentes relinchos, pateando y mordiendo las riendas.
Kineas lo observaba todo sumido en una agonía de duda e indecisión. «¿Y si doy agua a los caballos y aparece justo entonces? ¿Y si Espitamenes se niega a cooperar? ¿Y si Espitamenes llega el primero? ¿Y si Cratero viene del este por esta margen del Oxus? ¿Y si los caballos necesitan agua ahora mismo? ¿Ahora? ¿Ahora? ¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está Cratero?»
Vieron la nube de polvo antes de que los exploradores les trajeran novedades. La polvareda parecía hallarse a cuarenta estadios o más, pero las distancias eran engañosas en las llanuras. Mientras todos sus amigos debatían qué podía significar, Samahe vino al galope levantando una polvareda que parecía un nubarrón de tormenta. Su guerrera de cuero rojo se veía marrón de tan sucia de polvo como estaba, pero su cadena de placas de oro destellaba con el sol.
—Viene Cratero —advirtió—. Por matar a un enemigo disparé. —Imitó el gesto de tirar con el arco—. Ataelo por decir «¡Corre y dile a Kineas que viene!», y Ataelo dice palabra. Dice «¡Iskander se despliega!». —Samahe señaló—: ¡Y por sogdianos que muerden polvo! Luchan por Iskander, luchan por Espitamenes. Lo mismo.
Kineas se inclinó hacia delante.
—Samahe, ¿estás segura de que son hombres de Cratero y no los sogdianos de Espitamenes?
—Griegos con bronce y capa como la tuya —dijo, asintiendo. Y señaló.
Kineas miró alrededor.
—¿Hay tiempo para que el ejército abreve a los caballos? —preguntó.
—Fácil —respondió Samahe—. Una hora. Quizá más.
Kineas asintió.
—¡Abrevad a los caballos! —ordenó—. Cratero viene a por nosotros. Tenemos una media hora. Que baje todo el ejército, que las bestias beban agua; luego regresad a vuestros puestos. Que los prodromoi crucen el río para cubrir a los que abreven. Decidle a Eumenes que tenga lista una sección para reforzar la línea de piquetes según convenga.
Y observó angustiado, aguardando a que los macedonios se abalanzaran sobre sus caballos mientras bebían.
No apareció ningún macedonio, pero había alguien oculto en el matorral de tamarisco de la otra orilla del Oxus, y cada vez más polvo sobre la línea que marcaba el nivel de las crecidas, y reflejos de color, y destellos de acero, movimiento. Al cabo de media hora, los prodromoi de Ataelo estaban bajo una constante, aunque poco precisa, descarga de flechas procedentes de la meseta del otro ribazo. Nihmu regresó, llevando a pie a su semental real que gañía de dolor con una flecha clavada en la cruz. A Nihmu le sangraba un hombro. Estaba pálida pero caminó hasta donde Kineas se encontraba.
—Ataelo pide refuerzos. Nos está costando mucho —dijo.
Kineas asintió.
—Que te curen esa herida.
La niña tenía a lo sumo trece años; a juicio de Kineas, era demasiado joven para entrar en combate. Sin embargo, mientras la miraba, Nihmu le sacó la flecha al caballo, cantándole con voz suave mientras usaba una navaja para liberar la lengüeta clavada. El animal no piafó ni una sola vez. Cuando hubo terminado la rápida operación, la niña montó en la silla de un salto.
—Baja al río y di a Eumenes que dirija su misión de combate a la otra orilla —ordenó Kineas. El abrevar a las caballerías estaba llevando demasiado tiempo, y enviar olbianos para dispersar a los sogdianos sólo serviría para demorarlo más.
Eumenes llevó casi a la mitad de sus tropas al otro lado del Oxus. Kineas los observó cruzar al trote por el vado principal y girar al sur hacia el bosquecillo de tamariscos del valle, abriéndose en línea de escaramuza. Todos los hombres empuñaban sus jabalinas, listos para lanzarlas. Fueron barriendo el terreno hacia el sureste, y de pronto hubo un remolino de polvo y se oyó un chillido de lamento, y a Kineas se le hizo un nudo en el estómago. Había sogdianos saliendo a caballo de la maleza; eran al menos cuarenta.
No podía oír a Eumenes ni tampoco ver lo que estaba ocurriendo, y su imaginación era peor que la realidad mientras el polvo se arremolinaba y se iba haciendo más espeso. Se aferraba a las riendas y cabalgaba inquieto de un lado a otro del cerro. Observaba a la gente que abrevaba a sus caballos e intentaba instarlos a darse prisa, a atajar entre la muchedumbre de la ribera, a formar otra vez en orden de combate.
—Eumenes se desenvuelve bien luchando contra los bárbaros —lo tranquilizó Filocles.
—Salvo cuando los bárbaros lo superan en número —repuso Kineas, meneando la cabeza—. Atenea, no nos abandones en nuestra hora de necesidad. —Kineas se volvió hacia Diodoro—. ¿Deberíamos enviar refuerzos?
Diodoro negó con la cabeza.
—Aguardemos su parte de novedades. Ares, me estoy hartando de todo esto.
Justo cuando Kineas se disponía a ordenar a Diodoro que fuera al matorral, Eumenes regresó, cabalgando a través del vado con seis sillas vacías. Estaba herido, llevaba una pierna cubierta de sangre y torcía el gesto de rabia y dolor.
—El matorral está infestado —informó—. Son cientos. Sogdianos, me parece; no sé si son de Cratero o de Espitamenes. ¿Quién demonios puede saberlo? —Negó con la cabeza—. Hemos caído en una emboscada. Lo siento. Es culpa mía.
Kineas observaba.
—Samahe dice que son de Cratero.
Los sakje, con las caballerías abrevadas, despejaban el Oxus y regresaban ya a sus posiciones. Los olbianos iban más despacio y los sármatas, con sus pesadas corazas, estaban acostumbrados a que las arqueras se ocuparan de tales menesteres mientras ellos se cocían al sol. Eran lentos.
Kineas maldijo la mala suerte de todo ello, así como la reducción de monturas y tropas que habían requerido las manadas de caballos y las columnas de carromatos. Luego alargó el brazo y estrechó la mano de Eumenes.
—En la guerra, perdemos hombres —dijo—. Cargamos con esa responsabilidad. —A sus oídos, esas palabras sonaron insoportablemente ampulosas—. Has hecho lo que te ordené. ¿Les hiciste daño?
Eumenes meneó la cabeza, reprimiendo un sollozo.
—Me he metido en la boca del lobo —confesó—. Nos aguardaban en la maleza. Tendría que haberme dado cuenta. —Hoscamente, agregó—: Les hemos hecho daño. Les hemos hecho salir de la maleza y retroceder al ribazo, pero volverán. —Miró al otro lado del río, donde el polvo de la escaramuza flotaba quieto en el aire, y se enjugó la frente. Había perdido la cinta con la que se sujetaba el pelo.
Filocles buscó en su macuto y sacó otra.
—Deja que te ate el pelo, muchacho —dijo con gentileza.
Eumenes seguía castigándose, mirando el suelo, encorvado.
—Tendría que haberlo hecho mejor —se reprendió a sí mismo.
Kineas se rascó el mentón.
—Ponte derecho y aguanta el tipo —ordenó.
Ante la provocación de Kineas, Eumenes se enderezó.
—Mucho mejor —dijo Kineas. Y asintió—. Deja que Filocles eche un vistazo a esa herida, luego vuelve con tu tropa y abrevad al resto de los caballos. Ya lloraremos a los muertos después. Ahora ayúdame a ganar.
Eumenes saludó. Desmontó y dejó que Filocles le atara el pelo y echara un vistazo a su herida. En esto, llegó Srayanka.
—Deja que envíe a Parshtaevalt —pidió—. Hay que despejar esto antes de que los jodidos sogdianos decidan atacar a nuestros sármatas.
Kineas quiso negarse, pero antes miró a Filocles y a Diodoro.
—Me fastidia tener que dividir a mis tropas —lamentó.
Eumenes se quitó el yelmo, tenía el rostro colorado por el esfuerzo. Habló con prudencia, consciente de su derrota.
—He sufrido bajas tratando de ponerlos nerviosos —reconoció—. Creo que… —Vaciló un momento antes de proseguir—: Creo que Srayanka lleva razón.
Diodoro asintió.
—Bastará con unas cuantas flechas suyas para sembrar el caos entre los sármatas —dijo—. Están tramando algo que no me gusta nada.
Kineas aguardó un momento más, conteniendo la respiración; los pensamientos se sucedían en su mente como un caballo al galope y de pronto exhaló.
—¡Adelante! —le dijo a Srayanka. Ésta se volvió e hizo una seña a Parshtaevalt, que alzó su arco y apuntó con un extremo a cierto jinete, y en un abrir y cerrar de ojos se habían ido; cien guerreros a caballo desaparecieron en el matorral de tamarisco del valle del Oxus. Parecían cabalgar a una velocidad imposible pese al estado del suelo, pasando como una exhalación entre las líneas de los prodromoi de Ataelo. Samahe, visible por su coraza de cuero rojo y oro, levantó el arco a modo de saludo cuando los sakje pasaron al galope, y Parshtaevalt profirió su grito de guerra.
Una bandada de pájaros salió volando del follaje del otro lado del río y acto seguido diez sakje estaban en lo alto del ribazo. Iban agachados sobre el cuello de sus monturas, y cabalgaban deprisa, deslizándose sobre el terreno más como gatos en fuga que como hombres y mujeres a caballo.
¿Y si el matorral estaba lleno de sogdianos? ¿Dónde estaba Cratero? ¿Estaría explorando otro vado del Oxus? A Kineas le revolvía las tripas la indecisión o, para llamar a las cosas por su nombre, el miedo. El sudor del yelmo le chorreaba por la frente y luego por el rostro como lágrimas, y Kineas llegó a oler la suciedad de su barboquejo, pestilente como el queso rancio. Rezó para que soplara el viento. Rezó para haber atinado. Escudriñó la polvareda que se iba levantando. La luz iba menguando a medida que caía la tarde.
Un coro de gritos débiles en la brisa vespertina, jinetes que surgieron en estampida del follaje más lejano, a dos estadios de la otra orilla del río turbio, descargando una lluvia de flechas sobre los sakje, que dieron media vuelta y huyeron como si sus caballos no tuvieran ímpetu ni huesos; huían como un banco de peces del Egeo ante la acometida de un depredador, una marsopa o un tiburón. Los jefes de los sogdianos perseguían implacables al puñado de sakje, y un hombre a lomos de un ruano iba a galope tendido en pos de Parshtaevalt, visible por los tachones de oro de los arneses de su caballo. El jefe sakje volvió el torso con una rotación imposible de tres cuartos y disparó recto por encima de la grupa del caballo contra su perseguidor, dándole en el vientre y segándole así la vida. Entonces Parshtaevalt aminoró la marcha y agarró las riendas del hombre muerto, profiriendo su grito de guerra. Blandió su arco mientras una docena de sogdianos se le venía encima y otro puñado disparaba contra él. Sonrió, agitó el arco y reanudó el galope, profiriendo de nuevo su grito de guerra de tal modo que resonó en las laderas del valle del Oxus mientras las flechas llovían en torno a él y toda la serrezuela se encendía con un clamor de vítores.
Los sogdianos, ahora ciegos de ira, se cebaban hostigando al puñado de sakje, y cada vez más jinetes surgieron del matorral para vengar a su guerrero caído. Estaban por alcanzar las colas de los caballos escitas cuando los otros veinte sakje salieron del lecho del río, dispararon una única descarga de flechas y cargaron contra el enemigo bajo su propia lluvia letal, vaciando una docena de monturas en otros tantos instantes.
Destrozados, los sogdianos rompieron filas y huyeron. Los sakje los persiguieron sin cuartel ribazo arriba, y el polvo los envolvió cuando los cascos de sus caballos pisaron la tierra seca. Al cabo de un momento regresaron, chillando y agitando sus arcos y lanzas. Parshtaevalt volvió al lugar donde había derribado a su hombre y, haciendo caso omiso de las flechas perdidas de los últimos sogdianos, se apeó y cortó la cabellera de su enemigo caído antes de saltar de nuevo a lomos de su poni. Reunió a sus jinetes con un gesto de la mano y poco después se encontraban entre los oficiales en el lecho del río.
Parshtaevalt iba manchado de sangre hasta los codos, y unos regueros rojos se le habían escurrido hasta el torso al levantar los brazos para mostrar sus trofeos.
—¡Llevaba mucho tiempo haciendo de niñera! —gritó en su excelente griego—. ¡Yijaaa!
Srayanka le dio un beso, y buena parte del resto de los sakje se arracimaron para tocarlo.
Kineas sonreía.
—¿Ése era Aquiles? —preguntó con sorna.
Filocles correspondió a su sonrisa con una de las suyas.
—Rara vez he visto algo tan hermoso —observó. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Alabado sea Ares por haberme permitido presenciar un acto tan valeroso. ¡Ah!
Conmovido, Filocles cantó:
Ares, el fuerte en extremo, el auriga con yelmo de oro,
el del corazón aguerrido, el portador de escudo, el salvador de
ciudades, el de la armadura de bronce.
De brazo firme, incansable, vigoroso con la lanza,
¡oh defensor del Olimpo!, padre de la belicosa Victoria,
aliado de Temis, severo gobernador de los rebeldes,
arbitro de los hombres honrados, sumo rey de la virilidad,
tú que haces girar tu ardiente esfera entre los planetas
en sus siete trayectorias a través del éter
donde tus centelleantes corceles por siempre te sostienen
sobre el tercer firmamento del cielo;
¡escúchame, ayudador de hombres, dador de intrépida juventud!
Derrama desde lo alto un rayo favorable sobre mi vida,
y dame fortaleza para la guerra, que así sea capaz de apartar
lejos de mi cabeza la amarga cobardía
y aplastar los engañosos impulsos de mi alma.
Refrena también la ira ciega de mi corazón
que me incita a seguir sendas de lucha cuajadas de sangre.
En cambio, ¡oh bendito!, dame audacia para acatar
las inofensivas leyes de la paz, eludiendo el conflicto
y el odio y a los violentos demonios de la muerte.
Los griegos se unieron al cántico, y los olbianos tenían buenas voces. Cantaron a voz en cuello los versos como si cada uno de ellos fuese un campeón, y el sonido se propagó sobre la hierba agostada y la arena hasta los sogdianos, que estaban reunidos en su orilla sin más ganas de meterse en el cauce inundable y el matorral de tamarisco, apenas visibles tras la columna de polvo y arena que había levantado el enfrentamiento. Sus caballos piafaban y relinchaban pidiendo agua.
Cuando la canción terminó, la caballería griega agrupó sus monturas y las arrastró fuera del agua y ribera arriba hasta su promontorio. Ocultarse carecía de sentido, pero de todos modos Kineas los mandó de regreso al otro lado de la serrezuela; eso era más fácil que asignarles nuevas posiciones donde podrían hallar cierta protección. Las sombras eran alargadas, y sin embargo el sol seguía imperando en las llanuras.
Los sármatas todavía abrevaban a sus caballos. Al pasar junto a ellos, Kineas tuvo ocasión de oír a Lot maldecir a un grupo de rezagados que seguían en el arroyo. Uno de ellos agitó su yelmo de oro y los otros quince montaron. El hombre con el yelmo de oro dio la vuelta a su caballo, levantando rociones de agua. Puso el caballo al galope en pocas zancadas y cabalgó derecho hacia Mosva, que abrevaba el caballo de su padre. Mosva levantó la vista y sonrió, pensando que se trataba de un juego. Gritó algo y murió con aquella sonrisa en el rostro, porque Upazan le separó la cabeza del cuerpo con un solo golpe de su hacha de mango largo. Acto seguido, dio media vuelta otra vez y cabalgó hacia Lot.
—¡Ahora lucha conmigo, viejo cobarde! —desafió jactancioso, cabalgando hacia el príncipe.
León, al lado de Kineas, agachó la cabeza e hincó los talones en los ijares de su montura. Llevaba una yegua menuda de pecho ancho y cabeza pequeña, un hermoso caballo que León adoraba. La bestia cruzó el curso de agua limpiamente, sus cascos parecían rozar apenas la superficie. Ya demasiado tarde para salvar a Mosva, León siguió galopando. Upazan, con todo su empuje puesto en la carga contra Lot, avanzaba hacia su objetivo e ignoró al nubio, pero la yegua menuda embistió contra el corpulento castrado sármata en la grupa, obligando al caballo a tropezar y hacerse a un lado, casi derribando a su jinete.
Upazan asestó un golpe a León con el hacha. La yegua de León reculó y el hachazo falló, y la lanza de León acometió, pinchando a Upazan en el costado. Kineas, todavía pasmado al ver a dos de sus hombres luchando, tuvo tiempo de recordar el mañoso estilo de lucha de Nicomedes. El nubio se servía de su yegua para esquivar los tajos y dio dos lanzadas más que hicieron manar sangre.
Los camaradas de Upazan bullían confundidos y, de pronto, uno de ellos dejó a los demás y cabalgó en pos de León.
Lot estaba paralizado, sin dar crédito a lo que veía.
—¡Desgraciado! —gritó, reaccionando de pronto, y espoleó a su caballo.
Otro de los hombres de Upazan sacó un arco y disparó. La flecha pasó entre Filocles y Kineas. Una segunda flecha rebotó en la coraza de Lot.
Upazan se irguió, aferrando las rodillas a los lomos de su caballo, y se inclinó hacia delante, haciendo girar el hacha con la correa de la muñeca para tener más alcance. Dio a León en el escudo de cuero de toro que llevaba sujeto al hombro izquierdo a la manera de los sakje y el hacha resbaló hacia arriba, haciendo resonar el yelmo del nubio. En ese preciso instante, León hincó de nuevo la lanza, que esta vez penetró en el rostro de Upazan. Brotó sangre bajo el yelmo y Upazan se desplomó.
León cayó al río, y Filocles y Kineas corrieron a socorrerlo mientras los amigos de Upazan liberaban a éste del peso de su caballo y echaban a correr hacia la otra orilla del arroyo.
—¡Cagones! —bramó Filocles, forcejeando con su caballo y tratando de sostener a León con un brazo—. ¡Traidores!
Lot seguía maldiciendo. Las filas de los sármatas avanzaban como un cadáver cuajado de gusanos.
—Debo calmar a mi pueblo —dijo Lot con voz áspera. Parecía un hombre recién herido. El cuerpo decapitado de su hija yacía en la otra orilla del río, y el agua se teñía de un horrible marrón rojizo allí donde su sangre se mezclaba con el cieno.
Varios de los exploradores de Ataelo la rodearon. Otros corrieron a rodear a León. Filocles y Eumenes sacaron a León del agua en volandas. Kineas lo tendió en la orilla y le cortó el barboquejo. Tenía sangre en la base del cráneo y un corte tan profundo en el cuello que se le veían los músculos. Había sangre por doquier.
—La ha matado, ¿verdad? —preguntó León con voz ronca.
Filocles había desmontado y estaba allí.
—Conmoción cerebral —determinó—. Déjamelo a mí. Tú comanda a tu ejército.
Kineas delegó agradecido aquella responsabilidad y volvió a montar. Al hacerlo, el caballo trazó un círculo, otro mal agüero para sus entrañas.
Los compinches de Upazan habían cruzado el río derechos hacia el sur, y luego cabalgado hacia el este sin apartarse de la orilla. Los sakje, confundidos, no habían disparado ni una sola flecha. Incluso los prodromoi los dejaron marchar.
Dos estadios al sureste, un hombre con una clámide teñida de polvo y festoneada de púrpura en los bordes se detuvo en la lejana orilla del río. Detrás de él había una densa columna de clámides azul y púrpura: caballería macedonia y un puñado de hetairoi reales. Las trompetas sonaron y el hombre rubio ordenó el avance de una docena de jinetes para interceptar a los amigos de Upazan. Luego la nube de polvo lo envolvió todo.
Kineas se volvió hacia Diodoro.
—Eso es lo que llamamos un presagio adverso —observó. Era incapaz de apartar los ojos de la sangre que corría en el agua. Cuando lo hizo, lo único que vio fueron sármatas subiendo poco a poco a la serrezuela.
Diodoro torció el gesto.
—¿Y si Espitamenes viene ahora y decide ponerse de nuestra parte? —preguntó.
Kineas subió por la ladera que ocultaba a su caballería. Se detuvo en lo alto. Los sármatas se habían diseminado en grupos a lo largo y ancho de varios estadios de terreno pedregoso, y estaba claro que todos discutían. Kineas bajó al valle del otro lado en busca de Lot. Cuando lo encontró, en medio de una docena de guerreros furiosos, fue derecho en su busca.
—¿Resistirás? —inquirió Kineas—. ¿O tengo que batirme en retirada?
Aguijoneado, Lot se enderezó.
—Resistiremos —sentenció.
Kineas echó un vistazo a los guerreros sármatas, que le sostuvieron la mirada con firmeza. Kineas señaló la cresta de la colina con su espada.
—Durante dos veranos nos hemos cubierto mutuamente las espaldas —dijo—. Ningún niñato, ningún parricida va a robarnos la victoria.
Gruñidos y asentimiento.
—Aguardad a mi señal —ordenó Kineas, y enfiló de nuevo la ladera hacia Diodoro, sintiendo mucha menos confianza de la que acababa de manifestar.
—¡Estamos jodidos! —exclamó Kineas, mostrando a Diodoro lo que veía—. Aunque un tercio de ellos decida apoyar a Upazan y atacar al resto, Cratero podrá cruzar a voluntad.
Diodoro asintió.
—Por la verga palpitante de Ares —murmuró con amargura—. Lo tenemos. Cratero llega tarde para hostigarnos y nosotros ya estamos derrotando a sus sogdianos. ¡Míralos! —Diodoro señaló la orilla opuesta. La huraña mala disposición de los soldados de caballería sogdianos se transmitía mediante posturas y movimientos, pero para un par de caballeros veteranos como Diodoro y Kineas aquello era como un grito.
Kineas hizo una seña a Srayanka y bajó del promontorio a medio galope, invisible desde la posición de Cratero. Una vez fuera de su campo visual, comenzó a gesticular con las manos.
—¡Mira eso! —gritó a Srayanka mientras ésta se le acercaba.
Srayanka se quitó el casco y sus trenzas negras se desenroscaron.
—¿Que mire, dices? Esposo, mis ojos llevan una hora sin ver otra cosa. ¿Aquélla era Mosva? —preguntó.
—Sí —escupió Kineas asqueado—. Apuesto a que resistirán, pero quiero que estés preparada para cubrir nuestra retirada. Si Cratero quiere cruzar, mi intención es hacérselo pagar. —Vaciló un instante—. Es posible que incluso lo ataque. —Señaló al otro lado—. Si lo dejamos aquí, se acabó nuestro sueño de viajar por el Polytimeros.
Srayanka asintió.
Kineas se volvió hacia Ataelo, que acababa de traer a los prodromoi a través del Oxus y aguardaba órdenes.
—Ve al norte, detrás de Srayanka, y luego vuelve al matorral. Cubre mi flanco izquierdo —ordenó.
Ataelo estaba pálido, llevaba abultados vendajes en el hombro y el brazo, pero los ojos le brillaron.
—¡Claro! —exclamó. Dio la vuelta a su caballo e hizo una seña con la fusta, y todos los prodromoi, a lomos de caballos de refresco, trotaron hacia el norte.
Kineas señaló por encima del hombro.
—Nuestros carromatos están sólo a una hora a paso ligero al norte de aquí —señaló, sin necesidad de hacerlo dado que Srayanka lo sabía tan bien como él—. Tenemos que combatir.
Le dio un beso y volvió con los olbianos.
—¿Qué carajo está pasando con los hornos andantes? —preguntó Eumenes, señalando a los sármatas y usando la expresión griega para designar a los hombres con armadura completa.
—Upazan ha tratado de erigirse en rey —respondió Kineas—. Ha matado a Mosva y seguramente tenía intención de matar también a Lot.
—El la amaba —dijo Eumenes. Tragó saliva—. Yo le tenía… mucho cariño… —Pese a su esfuerzo por mantenerse lacónico, terminó sollozando.
Kineas le dio un abrazo.
—Procura que no te vea la tropa, hijo —le aconsejó, ocultando al muchacho con su clámide—. Desahógate en mi hombro. Eso es… ¿Estás listo?
—Sí —contestó Eumenes. E inspiró profundamente.
—Que Urvara no te vea llorar por esa chica —advirtió Diodoro.
Kineas lo fulminó con la mirada.
—¡Diodoro! —protestó Kineas—. Me parece recordar… —comenzó, y Diodoro sonrió atribulado.
—Yo también lo recuerdo —interrumpió. Juntos cabalgaron de nuevo hasta la cresta de la serrezuela.
Un puñado de sogdianos de Cratero cruzaba el Oxus bastante más al oeste levantando rociones de agua.
—Demasiado al oeste para que supongan una amenaza inminente —observó Kineas.
Diodoro descolgó el odre de agua que llevaba al hombro.
—¡Mmm! —dijo—. Fangosa y tibia. Además, con un leve aroma a cabra. —Sonrió en señal de apreciación—. A estas alturas, Cratero ya se ha enterado de que tenemos problemas por culpa del cagón de Upazan, de modo que centrará sus esfuerzos en ese punto débil y luego nos atacará de frente. —Sonrió—. Por descontado, ahora ya ve todo el polvo que Lot está levantando. No tiene idea de cuántos somos ni de dónde está Espitamenes. —Se quitó el yelmo y lo colgó del puño de la espada—. Hasta el Perro se tomará su tiempo. Puesto que no somos Espitamenes, probablemente no tiene por qué combatir. —Diodoro miró a un lado y al otro—. Pero, conociendo a Cratero, seguro que aún no ha colegido que no somos su presa. Y apuesto a que pasa por alto el hecho de que sus sogdianos nos temen.
Kineas asintió.
—Y no ha abrevado a sus caballos —apostilló.
Diodoro se rascó el mentón.
—Debo admitir que pensaba que estabas loco por intentarlo, pero no cabe duda de que ahora jugamos con cierta ventaja.
Kineas permaneció inmóvil. Talasa se mantenía erguida entre sus rodillas, las ancas quietas, la cabeza en alto, como si fuese una fresca mañana de primavera y tuviera ganas de salir a correr. Jamás había tenido un caballo igual. Le palmeó el cuello con afecto.
—Que el hipereta toque «avance por escuadrones» —ordenó.
—¿Atacamos? —preguntó Diodoro.
—Vamos a mostrarnos confiados. La tarde toca a su fin y necesitamos que caiga la noche. —Kineas señaló con su fusta sakje—. ¡Mira!, es el Granjero.
Entre todos le habían puesto aquel apodo afectuoso; era un bastardo de la realeza macedonia llamado Tolomeo. A diferencia de Cratero el Perro, que había sido odiado y temido, el Granjero tenía muchos amigos.
—Al mando de los Compañeros —supuso Diodoro.
—Te equivocas, está con los sogdianos —corrigió Kineas—. ¡Pobre bastardo!
Detrás de Kineas, Andrónico tocó la trompeta. Los escuadrones olbianos coronaron la serrezuela en tropel. La formación era impecable y el sol de la tarde encendió sus corazas de bronce.
—Toca «alto» —ordenó Kineas—. Veamos qué hacen.
Kineas observó. Transcurrido un minuto, había mensajeros volando entre los macedonios del otro lado del río.
—Tan sólo tienen, ¿qué, ochocientos caballos? —aventuró Kineas.
Eumenes miraba de un lado a otro.
—¡Más bien el doble, diría yo!
Diodoro rió.
—La juventud se desperdicia en los jóvenes —sentenció—. Kineas lleva razón. Y la mitad son sogdianos.
Kineas escrutó la ribera de un extremo a otro. A un estadio del río, el suelo era como el desierto en ambas márgenes, sólo hierba agostada y gravilla. Pero el valle medía dos estadios de anchura y era verde; a veces pantanoso, a veces puro prado con arboledas de tamarisco y rosal silvestre. En la otra orilla había dos grupos separados de caballería sogdiana y, a la izquierda de Kineas, un par de escuadrones muy pegados de profesionales macedonios. La línea entera se movía porque los caballos del enemigo estaban inquietos. Se movían tanto que levantaban una nueva nube de polvo, haciendo que resultara difícil verlos.
—Voy a ir a por él —dijo Kineas, con súbita decisión. Se sintió mejor de inmediato, con el estómago aposentado. Lo había visto claro—. Tenemos poco que ganar, sentados al sol. Sus caballos están cansados, y los míos no. Si nos derrotan, nos retiramos hacia el ocaso. Él está a mil estadios de su campamento. ¿Te parece bien?
Diodoro respondió cogiendo su yelmo, colgado por el barboquejo de la empuñadura de su espada, para ponérselo. Sonrió al abrocharlo.
Kineas miró alrededor buscando un mensajero. Sus ojos tropezaron con León, que llevaba el coselete blanco manchado de sangre y un abultado vendaje bajo su yelmo beocio de ala ancha.
—León, ve en busca de Ataelo. ¿Me oyes, muchacho? ¿Estás bien?
El nubio asintió con vehemencia. Se quitó el casco para oír mejor.
—Ve hasta donde está Ataelo —insistió Kineas—. Dile que cruce y hostigue el extremo izquierdo de las líneas enemigas. ¿Entendido? Repítelo.
—Hasta Ataelo. Hostigar el flanco izquierdo enemigo.
—¡Arreando! —gritó Kineas. Buscó otro mensajero. Encontró a Hama, el cacique de los celtas—. Hama, ve hasta Srayanka y dile que avance en alineación de tiro y que comience a disparar contra la caballería macedonia; aquellos de allí. ¿Los ves?
Hama asintió.
—Dile que apoye a Ataelo por su izquierda. ¿Lo entiendes? —preguntó.
Hama asintió y sonrió como quien ha capitaneado varios combates.
—Digo a tu esposa que hostigue a los jinetes de enfrente y que ayude a Ataelo a desviar a su flanco —repitió.
—Perfecto. ¡Adelante! —dijo Kineas. Luego cabalgó hasta la cresta e hizo señas a los sármatas con el brazo hasta que Lot reparó en él. Entonces señaló hacia la orilla oriental. Lot le respondió de modo semejante.
Kineas regresó a la cima de su promontorio, echó otro vistazo a las posiciones macedonias y se bajó la mentonera.
—¿Listos? —preguntó—. Con paso lento y firme mientras pisemos terreno pedregoso. Si mantenéis la formación y os mostráis duros, los sogdianos se esfumarán. Estad preparados para virar a la izquierda por escuadrones. Vamos a subir el ribazo y giraremos al norte hacia el flanco de su caballería real. ¿Está claro? —Volvió la vista atrás por encima del hombro y vio que los sármatas se estaban moviendo; el yelmo de Lot relumbró cuando él y sus hombres comenzaron a bajar por el extremo de la serrezuela a la derecha de Kineas. En la otra orilla, el grupo sogdiano más a la derecha comenzó a bullir confundido.
—¡Toca «avance»! —chilló Kineas.
Las líneas olbianas avanzaron al paso, cuidando donde pisaban, resbalando y patinando en la arena, y una vez llegadas al amplio prado del valle fluvial, recompusieron la formación en perfecto orden. Kineas se situó en la punta del romboide olbiano izquierdo, con Cario y Diodoro a sus espaldas.
En cuanto entraron en el valle verde, Kineas perdió la visión panorámica del campo de batalla. Empuñaba la primera jabalina y se contoneaba amoldándose al vaivén de Talasa, que tanteaba el camino por el herbazal evitando las matas de espino. Los olbianos, veteranos en lo que a cabalgar por terreno escabroso atañía, fluyeron en torno al matorral y volvieron a formar automáticamente sin que fuera preciso dar órdenes.
—¿Listos? —preguntó Kineas a voz en cuello. Tenían el valle verde para ellos; los sogdianos no bajaban por la otra ribera.
Llegaron al propio río y Talasa lo cruzó salpicando. Los rociones que levantaban sus cascos daban gusto. Kineas cogió las riendas con una mano.
—¡Derechos a lo alto del ribazo! ¡Dispersaos! ¡Subid tan deprisa como podáis! —Gesticuló con los brazos—. ¡Dispersaos! ¡Intervalos de a dos!
No había toque de trompeta para eso, pero fue obedecido y los otros dos grupos siguieron su ejemplo. Una arboleda de tamariscos ocultaba a los sármatas. Demasiado tarde para preocuparse.
—¡Al trote! —Hincó las rodillas en su caballo y enrolló la correa de lanzar a su primera jabalina.
Antígono tocó la llamada e iniciaron el ascenso de la cuesta. Talasa estuvo arriba en dos saltos, y Kineas fue recibido por una descarga de flechas; una le dio en el yelmo. Se inclinó hacia delante y la yegua se empinó sobre los cuartos traseros, y Kineas hincó los talones en sus ijares, se alzó cuanto pudo en la silla y rugió:
—¡A la carga!
Lo recibió un único jinete enemigo. Daba la espalda a Kineas y bramaba a los sogdianos que resistieran. Era un oficial con el fajín blanco atado a una prenda bactriana que llevaba encima del peto. Se cubría la cabeza con un pañuelo, pero Kineas lo reconoció: el Granjero.
Kineas sonrió y blandió su pesada jabalina lonche como un hacha de dos manos, cogiéndolo desprevenido y derribando al macedonio de su silla. Después gritó a su hipereta, que ya frenaba su montura.
—¡A formar! —gritó Kineas, y la trompeta sonó.
Kineas asintió a Antígono cuando los soldados se reagruparon.
—¡Permaneced juntos! —ordenó—. ¡Adelante!
La trompeta sonó otra vez. En algún lugar de la polvareda, Ataelo la oiría, igual que Lot y Srayanka.
Kineas se dirigió hacia la nube siguiendo al enemigo que huía.
De repente, la nube marrón y gris se llenó de jinetes. Kineas se impresionó al ver a tantos. Bactrianos, pensó, deduciéndolo por las cabezas de los caballos y las vistosas mantas de las sillas. Y cayó sobre ellos.
No plantaron cara; parecían confundidos, ajenos al peligro que corrían hasta el último instante. Kineas no se molestó en lanzar la jabalina, sino que se limitó a derribar hombres con el asta a diestro y siniestro. Detrás de él, la punta cada vez más ancha del romboide atravesó sus líneas desgarrándolas como una tela apolillada. Hombres y caballos huían despavoridos de Kineas y su escolta para desaparecer pisoteados o entre la polvareda.
—¡Reagrupaos! ¡Reagrupaos! —voceaba Kineas, y la trompeta volvió a sonar.
»¡Cambio de frente! ¡A la izquierda! —gritó Kineas a Antígono. El galo levantó la trompeta y dio el toque correspondiente. Kineas no veía más allá de dos filas, porque ahora el polvo y la arena se movían como una densa niebla llena de fantasmas, pero hizo girar a Talasa y pasó de ser la punta a ser el flanco derecho de la formación.
«Confía en tus hombres.» Si la maniobra se había llevado a cabo bien, su romboide ahora estaba encarado directamente al flanco macedonio. Con tanto polvo, no veía nada.
—¡A la carga! —gritó Kineas.
Antígono tocó la trompeta. La formación avanzó y cobró velocidad, y Kineas comenzó a encontrar adversarios: hombres confundidos que hacían girar a sus caballos en la bruma de la batalla. La dirección de la carga y la formación enemiga, o mejor aún la ausencia de ella, dejó a Kineas y a su flanco sin oposición. Cabalgaron despacio, manteniendo contacto con el centro de la formación, cuyos hombres libraban toda la batalla.
Samahe supo dónde encontrarlo exactamente, leyendo su mente con la precisión de un chamán, probablemente guiada por los toques de trompeta.
—¡Eh! ¡Kineas! —gritó al salir de la polvareda.
Kineas respondió a voz en cuello:
—¡Samahe! ¡Aquí!
—¡Por joder como dioses! —La sonrisa de Ataelo era tan ancha que le partía la cara redonda en dos cuando salió de la bruma tras su esposa—. ¡Ja! ¡Son todos míos! —Agitó en alto el brazo sano—. Cabalgo todo el camino alrededor de su flanco. Cratero se retira. ¿Sí?
Kineas tuvo que sonreír.
—Voy al norte —gritó.
Ataelo gritó:
—¡Sí! —Y regresó a la polvareda.
—¡Da el alto! —ordenó Kineas a Antígono. Y aguardó mientras la trompeta sonaba—. ¡Frente a la derecha! —gritó Kineas, y de nuevo la voz estridente de la trompeta sonó a través del polvo. Le costaba oír bien y no veía más allá de diez largos de caballo. Para orientarse, sólo contaba con el último vistazo al campo de batalla y con su instinto.
Volvía a estar en la punta del romboide, suponiendo que aún hubiera formación.
—¡Al trote! —volvió a gritar, sujetándose a Talasa con las rodillas. La yegua estaba muy tranquila y lo llevaba con soltura. Kineas apoyó una rodilla en medio de sus lomos y se irguió un momento, pero no pudo ver nada y a punto estuvo de caerse de la silla cuando Talasa esquivó un obstáculo.
Cuando consideró que había transcurrido el tiempo suficiente, comenzó a virar hacia el oeste, guiando a la formación si es que aún contaba con ella, trazando un arco a lo largo del río, pero un estadio más al norte, en busca de la caballería macedonia.
El polvo comenzó a dispersarse. Tras un par de zancadas de Talasa, Kineas pudo verse las manos, pudo ver una mata de hierba en su camino; acto seguido, había salido y observaba la nube de polvo y el escuadrón de caballería sogdiana aguardando con patente indecisión justo al lado de la ascendente columna de polvo. La bruma de la batalla era tan densa que subía al cielo como si la misma hierba estuviera en llamas.
Kineas se quitó el pañuelo que llevaba anudado al cuello para evitar que la coraza le rozara, se enjugó el sudor que le escocía en torno a los ojos y la boca y se lo volvió a poner.
Siguió desviándose hacia el oeste. Después volvió la vista atrás.
El romboide aún estaba tras él. Cario, Antígono y Diodoro emergieron de la cortina de arena, y luego Hama, Dercorix y Tasda, y cuatro más a la zaga. El espaciado distaba mucho de ser perfecto y le pareció que faltaba un ala entera, quizá diez hombres; sin embargo, tras dos enfrentamientos a ciegas y una carga, aquello era un milagro.
Los otros dos escuadrones no se veían por ninguna parte.
Los sogdianos del frente izquierdo acababan de verlos. Se movían; se trataba de un sutil movimiento de hombres y caballos como el de la hierba alta mecida por el viento que denotaba miedo e indecisión.
Kineas dio media vuelta a Talasa, sin perder la sujeción a la silla.
—¡Derechos a través de ellos! —chilló.
Sus hombres respondieron con un grito cansino. Ganaron velocidad.
De la polvareda que tenían a su izquierda, un único jinete a lomos de un caballo negro surgió como un rayo oscuro. Kineas supo que era León en cuanto vio el escudo de piel de toro que le cubría el brazo.
León iba disparado hacia los sogdianos. Su jefe, un hombretón de barba cana, dio la vuelta a su caballo en el último momento, como si no hubiese esperado que el nubio cargara derecho hacia ellos; pero lo hizo tarde. La jabalina lanzada por León se le clavó en el bajo vientre y lo tiró al suelo, y el enorme caballo castrado de León chocó contra su montura y siguió avanzando hacia el frente de la formación sogdiana.
Los lugareños estaban pasmados como si un verdadero rayo hubiese fulminado a su cacique. León desapareció en medio de ellos. Su portaestandarte, otro hombre grandullón a lomos de un caballo gris con un mástil rematado por una cabeza de toro de bronce, gritaba órdenes frenéticas, y los sogdianos comenzaron a cerrar filas. Una descarga de flechas salió despedida de su formación para caer en dirección a Kineas.
A diez zancadas, Kineas levantó su jabalina ligera. Cinco zancadas después la lanzó, y justo cuando la cabeza de su caballo pasaba por encima del cadáver del cacique, bajó la punta de su lanza pesada para desmontar al hombre que llevaba el estandarte con la cabeza de toro. Talasa derribó al caballo enemigo, que cayó a la arena sacudiendo las patas, y saltó por encima de él; la jabalina de Kineas se quedó clavada en el cadáver del jinete.
Los fugaces momentos de buena visibilidad se habían terminado, y de nuevo se vieron sumidos en la densa bruma de Ares. Kineas se dispuso a empuñar su preciada espada egipcia, pero ésta se resistió a salir de la vaina. Levantó el guantelete de la mano de las riendas para parar un golpe y lo recibió en el costado. El dolor y la rabia explotaron en su interior. Talasa dio media vuelta debajo de él.
Otro golpe contra las escamas de su coselete y de pronto se vio libre en el remolino de arenilla. Le dolía el costado, pero el daimon del combate estaba en él y sujetó la vaina entre el brazo de la brida y la cadera y arrancó la espada, cayendo casi de la silla por el ímpetu del esfuerzo.
Estaba solo. Volvió la cabeza de Talasa en la dirección que creyó correcta y la instó a seguir adelante.
Cario salió de la polvareda con su pesada lanza chorreando sangre y vísceras.
—¡Ja! —exclamó a modo de saludo.
Detrás de él, Hama avanzaba sin flaquear.
—¡Por aquí, señor! —le gritó Hama.
Los tres cabalgaron hacia el velo de arena arremolinada.
Un hombre que cubría su yelmo abombado con una banda de tela estrelló su caballo contra Talasa, y Kineas se vio de nuevo en la melé. Asestaba y paraba golpes, cada vez más consciente del dolor que tenía en el costado y de la creciente marea de sonidos. Aquello era una lucha enconada, no una derrota aplastante. Los sogdianos ya no cedían terreno.
«Los olbianos no están venciendo.» Oía sus llamadas entre los gritos de los sogdianos.
Condujo a Talasa derecha contra el caballo de su oponente y dio tres tajos, sacrificando la astucia en aras de la fuerza bruta y la velocidad. Uno de sus golpes alcanzó al sogdiano, que se tambaleó llevándose las manos a la cara mientras su caballo sacudía las cuatro patas para no perder el equilibrio. Kineas lo dejó atrás.
—¡Apolo! —gritó.
En torno a él, en la bruma de la batalla, oyó que otras voces repetían el grito:
—¡Apolo!
Entrevió los penachos de crin de algunos de sus hombres a su derecha; tan sólo una imagen fugaz cuando una esporádica racha de brisa barrió el polvo en suspensión. Apretó bien las rodillas contra los lomos de Talasa y volvió a gritar a pleno pulmón:
—¡Apolo!
La yegua respondió con renovadas fuerzas, derribando a otro jinete sin que Kineas diera un solo golpe. Luego un hombrecillo que parecía ir cubierto de oro asestó una estocada con su lanza contra el pecho de Kineas. Las escamas de la coraza desviaron el golpe; el hombre había calculado mal la distancia. Kineas dio un tajo al asta sin conseguir partirla, pero apartando bastante la punta, de modo que pudo acercarse. Agarró el asta con la mano de la brida y estampó repetidas veces la cabeza de Medea de la empuñadura contra el rostro de su adversario mientras sus caballos daban vueltas como perros peleando, mordiéndose y dándose coces. Kineas alargó la mano de la brida en torno a la espalda del otro hombre, que llevaba armadura completa. La mano izquierda de Kineas se aferró al cinto de la espada del sogdiano y arrancó la hoja de su propia espada de donde había quedado bloqueada entre los torsos de ambos; arriba y otra vez arriba con cada empujón de los caballos. Talasa se empinó sobre los cuartos traseros, mordiendo salvajemente la grupa del otro caballo y golpeándolo con las manos, y Kineas giró la cintura de modo que el filo de la espada egipcia ascendiera hasta la mandíbula del sogdiano…
Un roción de sangre, y el hombre de oro se desplomó; un peso muerto que casi lo hizo caer de Talasa, y un golpe contra su yelmo…
Cario bramaba como un toro enloquecido a su lado, ayudándolo. «¡Apolo!» Hama estaba a su otro lado y el escudo de León salía de la sofocante bruma. Se incorporó; el dolor disminuía y masculló su inaudible agradecimiento a Cario y Hama.
Había perdido la espada. Amaba aquella espada, la espada que Satrax le había regalado.
«Una razón estúpida para morir, de todos modos.» Antígono avanzaba entre la bruma.
—¡A formar! ¡Toca a formar! —gritó Kineas. Su voz le sonó extraña. Había perdido el casco.
Buscó alrededor, esperando ver el brillo de la cabeza de Medea entre la hierba dorada que tenía a sus pies. En cambio, lo que vio fue la sangre que le chorreaba por el muslo, procedente de debajo del coselete.
El mundo se convirtió en un túnel. En el otro extremo, Antígono, ¿o era Niceas?, gritaba:
—¡A formar! ¡A formar!
Niceas se volvió como si el mundo se hubiera deslizado hacia un lado y el suelo se alzara para sostenerlo. Luego había un cráneo que le hablaba desde una pared de arena.
—Escucha, strategos. Desviaremos al monstruo hacia el sur, lejos del mar de hierba. ¡Deja que juegue con los huesos de otros hombres! Tus águilas reinarán aquí y se preservará la vida del pueblo. Este es mi propósito, y también el tuyo.
Kineas dio un respingo.
—No soy el sirviente de nadie.
—¡Por el retorcido hijo de Cronos, chico! Podrías morir. Absurdamente, en una pelea ajena, en una reyerta callejera, defendiendo a un tirano que te desprecia. O por una flecha bárbara en plena noche. No hablamos de Homero, Ajax. Hablamos de mugre, falta de sueño, chinches e inmundicia. Y, el día de la batalla, eres un hombre anónimo bajo tu yelmo; no Aquiles ni Héctor, sólo un remero que empuja a la falange hacia el enemigo.
Se oía a sí mismo, mucho más joven e irresponsable, decir todo aquello.
El cráneo habló con la voz de Kam Baqca, como si estuvieran sentados juntos en la plácida potrera de Calco moteada de sol.
—Ese habría sido tu destino; la cara hundida en el lodo de una pelea callejera, la herramienta de hombres maliciosos. Y tú eres mejor que todo eso.
Kineas se vio cosiendo un cabestro. «¡Oh dioses! —pensaba—, parece que haya pasado mi vida adulta entera reparando arneses.» Se enfrentaba a uno de los más comunes fastidios del hombre que cose cuero: le faltaban tres puntadas para terminar y no le quedaba hilo. Casi nada de hilo. Tendría que coser con mucho cuidado, enhebrando el hilo en la aguja antes de cada puntada para luego sacarlo y volver a enhebrar, y así hasta el final. Ni aun asilo conseguiría; ya lo veía venir.
El apuesto guerrero se agachó y tiró del hilo que colgaba, y éste se alargó, aunque sólo un poco.
—Eras mercenario y decidiste ser algo mejor. Ve y muere como rey…
Era de noche. Él era Kineas. Los bebés lloraban y Srayanka le estrechaba la mano.
—¡Oh, amor mío! —exclamó ella en sakje. Le apretó la mano con fuerza, con tanta fuerza que el dolor de los huesos casi igualó el daño que le hacía el costado izquierdo.
—¿Deduzco que vencimos? —preguntó Kineas.
Srayanka lo besó.
—Casi te pierdo —dijo.
—¿Pero vencimos? —insistió Kineas.
—Eumenes reagrupó a los olbianos y fue a combatir con tu flanco, que aplastó la última resistencia. Mis sakje hostigaron a los macedonios a lo largo de treinta estadios. Algunos de mis guerreros todavía cabalgan.
Más que satisfecho, Kineas volvió a caer dormido; y durmió sin soñar, sin que le hablara ningún cráneo.
A la mañana siguiente, tan entumecido que apenas podía ni montar, subió a lomos de Talasa con ayuda de Filocles y fue a despedirse de muchos amigos, dado que las dos columnas se separaban y sus mujeres y niños y muchos guerreros se dirigían hacia Oriente u Occidente.
Aun sin sus heridas, las despedidas habrían resultado igualmente dolorosas, y no faltaron quienes, como Diodoro y Filocles, intentaron argumentar que él debería marcharse con la columna que partía hacia el oeste. No obstante, la herida del costado se reducía a unas cuantas costillas fracturadas; la nueva coraza había resistido. Tenía cortes en un muslo y en los brazos, pero lo mismo le ocurría a cualquier hombre que hubiese tomado parte en la acción. Y le dolían todos los músculos del cuerpo.
Igual que a cada uno de los soldados de caballería. Kineas no tenía intención de dirigirse al oeste.
Los dedos rosas de la aurora encendieron jaeces de oro al rozarlos. La plata y el acero se tiñeron del delicado rosa de las nuevas flores, y la propia hierba se cimbreaba como el bronce recién forjado. Los carromatos de los sakje ya habían emprendido la marcha y el polvo que levantaban era del mismo rosa ahumado que el cielo y las nubes del horizonte. En lo alto, a la derecha, un águila de buen agüero volaba en círculos, buscando una presa con las primeras luces del alba.
A orillas del último curso de agua antes del Polytimeros, estaba Kineas junto a Talasa, rodeado de sus mejores amigos. Srayanka y Filocles, uno a cada lado, para servirle de apoyo. Diodoro con Safo montada a su lado; Coeno y la dulce Artemisia con Eumenes y Urvara, resplandeciente con su gorytos de oro y un collar de oro y lapislázuli; Antígono y Andrónico en silencio, sus torques de oro como lenguas de lava que les envolvieran el cuello; Sitalkes con su capa geta, sostenido por Ataelo y Samahe; y Parshtaevalt, deslumbrante con un peto macedonio de bronce cincelado a semejanza de un torso musculoso; León, callado y quieto con una clámide olbiana; Nicanor, que lloraba abiertamente. Nihmu los observaba con una calma que contradecía su juventud, como si sus jóvenes ojos pudieran guardar cada instante como la tablilla de cera de un escriba. Temerix se mantenía en un segundo plano, trenzando tiras de cuero con los dedos, incluso mientras Safo se despedía de él. El herrero sindón había sido su aliado para ayudar a Filocles.
De todos los compañeros más íntimos de Kineas sólo faltaba Darío, pues todavía andaba en algún lugar del mar de hierba buscando a Espitamenes.
Uno tras otro, quienes se marchaban al oeste besaron a quienes se marchaban al este. Coeno ostentaría el mando. Eumenes conduciría a los olbianos y Urvara a los sakje, con un diezmo de los mejores guerreros. Con ellos irían Nicanor y Safo, y Artemisia y Andrónico serían los hiperetas de Eumenes.
Coeno abrazó a Srayanka. Luego se volvió hacia Kineas.
—El corazón me dice que no volveré a verte nunca más —dijo.
Kineas se enjugó rápidamente las lágrimas.
—No, amigo mío. Si lo que he visto en las puertas de cuerno es verdad, no cazaremos juntos a este lado de los Campos Elíseos.
Coeno era un aristócrata de Megara. Se mantuvo erguido, sin derramar una lágrima. Incluso llegó a sonreír. Cogió a Kineas de ambas manos.
—Honro a los dioses, Kineas, pero después de los dioses te honro a ti —confesó—. Que Moira tenga a bien dejar el hilo de tu vida intacto para que podamos cazar juntos en los valles del Tanais. Erigiré un templo a mayor gloria de Artemis, y nunca dejaré de pensar en ti. Y si el hilo de tu vida debe cortarse, que sea por un buen fin.
Diodoro habló como si se asfixiara.
—En ocasiones como ésta es cuando más añoro a Agis —dijo. A los demás, que no habían conocido al gentil tebano, les explicó—: Agis era nuestro sacerdote. Murió en el Vado del Río Dios. —Cogió una mano de Coeno—. Hemos cabalgado juntos durante años, y me cuesta imaginar la vida sin todos vosotros.
Filocles carraspeó.
—Carezco del don divino del gentil Agis —admitió—, pero intentaré desempeñar su papel.
Por fin el Lucero del Alba anunciaba
la luz con que el manto de azafrán de la Aurora bañaría el mar,
las llamas decayeron y el fuego comenzó a morir.
Entonces los vientos volvieron a casa al otro lado del mar tracio
que rugía y bullía azotado por ellos.
El hijo de Peleo dio la espalda a la pira y se tendió,
vencido por el arduo trabajo, hasta que se sumió en un dulce
[sueño.
Entonces, quienes andaban con el hijo de Atreo acercaron un
[cuerpo,
y lo despertaron con el ruido y el trajín de su venida.
El se irguió y dijo: «Hijo de Atreo, y todos los demás príncipes
[de los aqueos,
lo primero es verter vino tinto por todo el fuego y sofocarlo;
reunamos luego los huesos de Patroclo, hijo de Menecio,
eligiéndolos con cuidado: son fáciles de encontrar,
pues se hallan en el centro de la pira mientras que todo lo demás,
tanto hombres como caballos,
ha sido amontonado para que ardiera a su alrededor.
Pondremos los huesos en una urna de oro, entre dos capas de
[sebo,
para preservarlos del tiempo hasta que yo mismo baje a la casa
[del Hades.
En cuanto al túmulo, no os esforcéis en erigir uno muy grande,
bastará con que sea razonable. Después, dejad a cuantos aqueos
[puedan dejarse en las naves,
y cuando yo haya partido, construidlo ancho y alto.»
Cuando terminó, todos guardaron un minuto de silencio. Entonces, Safo abrazó a Diodoro una vez más y Eumenes estrechó la mano de Kineas.
—Construiremos tu reino —dijo Eumenes.
—Vuestra ciudad —repuso Kineas—. Nunca mi reino.
Y luego Coeno montó en su caballo, reunió a sus camaradas y cabalgó hacia el amanecer.