15

Las primeras flores se abrían a través de las últimas nieves de Hircania y los vientos que llegaban del Caspio eran todavía bastante fríos para los hiperbóreos, y tan fuertes que desalentaban incluso a los arqueros más aguerridos.

Kineas se sentía gordo. Había comido demasiado bien y hecho muy poco ejercicio, por más que hubieran construido un gimnasio y lo utilizaran con cierta frecuencia. No había pasado tanto frío en su vida como en lo más crudo del invierno de Hircania, cuando la nieve azotaba como la arena y los lobos aullaban cada noche. Y, demasiado a menudo, todo el ejercicio que hacía era subir la empinada cuesta de la ciudadela, donde la reina lo entretenía con historias en griego y persa, las cuestionables travesuras de sus esclavas y el placer sensual de sus suelos irradiantes y sus lujosos baños, así como con los placeres más intelectuales de los pergaminos, los rapsodas y la poesía.

Después de que Teraponte la hubiese obsequiado con varias versiones sesgadas de cómo era el tribunal de Kineas, Banugul pidió con una sonrisa bajar la colina y asistir a uno, y de paso visitar el campamento. Kineas no tenía manera de negarse, así que al día siguiente su cabalgata descendió serpenteando desde la ciudadela: una docena de caballeros locales y algunos de sus guardias con el bronce pulido a toda prisa. La reina llevaba una capa forrada de pieles encima de una chaqueta escita con muchos bordados y pantalones de lana remetidos en unos botines, un alto sombrero medio y un velo que le cubría los ojos sin ocultárselos.

Y una espada.

El suelo estaba endurecido por la helada y los hombres de Kineas hicieron una exhibición a caballo y a pie. La caballería olbiana lanzó jabalinas, los prodromoi dispararon sus arcos y los hoplitas efectuaron maniobras para mostrar un cambio de frente a la manera espartana, ganándose la sonriente aprobación de la reina. Tiraron al arco y ella insistió en participar; disparó bastante bien, aunque Kineas se permitió recordar que Srayanka habría llenado de flechas las dianas cabalgando al galope.

Banugul echó un vistazo a las tabernas y burdeles del mercado del campamento.

—¿Estoy proporcionando todas las mujeres a tu ejército, Kineas? —preguntó.

Kineas miró hacia otro lado.

—Trajimos algunas con nosotros —dijo.

—Sí, y una hetaira para controlarlas —repuso Banugul. Se rió—. Qué buena organización. ¿Los hombres hacen cola aguardando su turno cuando no consiguen campesinas hircanias? ¿O se quedan sin? —Entonces se puso a recitar:

Frustrado tu deleite amoroso

qué triste es tu situación.

Con compasión veo tu caso;

pues me consta que duro te resulta.

¡Qué ser humano podría soportar

esta imprevista tensión doméstica,

sin que haya un solo indicio

de mujeres serviciales en el lugar!

Pronunció los versos con voz grave porque se trataba del coro masculino de Lisístrata, y todos rieron con ella. Teraponte miró a Filocles.

—Quizá no tengan necesidad de mujeres, mi señora.

—Si tal fuera el caso —replicó Banugul—: «¿Por qué esconden esas lanzas que sobresalen bajo sus túnicas?» —La maliciosa paráfrasis de Aristófanes hizo que todos volvieran a reír.

Filocles se acercó a la reina. Levantando la vista hacia ella, declamó:

—«Ella, la ramera, lo hizo todo; ella, con sus atroces malabarismos.»

Teraponte dio media vuelta rápidamente, pero Banugul desmontó de su caballo y tomó la mano del espartano.

—Me gustan los hombres cultos —dijo—. ¿Eres Filocles, el sofista?

Filocles se rió, obviamente halagado.

—Soy Filocles, el espartano, mi señora. No recuerdo que me hayan llamado nunca sofista, salvo aquí el amigo Kineas.

Banugul le dedicó una sonrisa radiante.

—Si tú puedes llamarme ramera, yo puedo llamarte sofista.

—Tendré más cuidado con mis epigramas —dijo Filocles, a todas luces picado.

Banugul le lanzó un beso.

—¿Por qué no vienes a visitar mi corte, espartano? Todos los demás vendrán, excepto Diodoro, que ha dejado de visitarme. Pero siempre faltas tú.

—La sofistería ocupa todo mi tiempo —respondió Filocles con gravedad.

Diodoro se puso tan rojo que se volvió, e incluso Kineas tuvo que reprimir una carcajada, mientras que Banugul se ruborizó un poco pero sin arredrarse.

—¿Das a entender que los malabarismos ocupan todo mi tiempo?

—Yo no he dicho eso —repuso Filocles, arrastrando las palabras.

—La pederastia, más bien —corrigió Teraponte en voz baja, aunque haciéndose oír.

Kineas se interpuso entre ambos.

—Filocles, la señora no es un blanco para tu ingenio.

—Puedo defenderme sola, Kineas —protestó Banugul—. Por todos los dioses, ahora veo lo que me he perdido quedándome en mi ciudadela. Y también entiendo por qué Kineas es capaz de lidiar con mis agudezas, si éste es su entrenamiento cotidiano.

—Más que entrenar —dijo Teraponte—, quizá se entretengan el uno al otro exclusivamente. —Lanzó una mirada lasciva.

Filocles pareció no hacer caso a las pullas del tesalio hasta más tarde, cuando los olbianos mostraban a la reina y su séquito el gimnasio construido con leños. Filocles tenía el brazo y el oído de la reina, y le hablaba de la lucha griega y del pancracio,[7] un combate deportivo sin armas, hasta que ella dio una palmada de entusiasmo.

—¡Me encantaría verlo! —exclamó—. He leído mucho sobre ello.

Filocles sonrió, y el guerrero que acechaba bajo la piel del filósofo salió a la superficie.

—Será un placer mostrártelo, mi señora —dijo—. Seguro que Teraponte tendrá ganas de enfrentarse a mí a pecho descubierto.

Teraponte no era la clase de hombre que rehuía un desafío, y se desnudó.

—No pienso dejar que te coloques detrás —se burló—. Sé muy bien lo que hacen los griegos desnudos.

—Luchamos desnudos —dijo Filocles a la reina a modo de disculpa.

—Mi puterío comprende la desnudez masculina —repuso Banugul.

Filocles dejó caer su grueso manto y se sacó el quitón de lana por la cabeza, revelando el cuerpo de una estatua. Teraponte pesaba más que él y empezaba a echar barriga, aunque también tenía los brazos más largos e inmensamente fuertes. Kineas trató de llamar la atención de su amigo.

Banugul apoyó una mano en el hombro desnudo de Filocles.

—Me lo tomaré a mal si haces daño a mi capitán —advirtió. Sus uñas acariciaron el pecho de Filocles cuando retiró la mano. Su sonrisa fue privada, sólo para Filocles, y Kineas se consternó al notar un hormigueo de celos ante su intimidad.

Luego los dos hombres daban vueltas en la arena, agachados, concentrados. Dieron tantas vueltas que la reina comenzaba a aburrirse y sonreía de manera afectada a su anfitrión, cuando de pronto un cambio de postura o intención juntó a los dos contendientes, agarrándose los brazos en alto, los pies bien retrasados mientras medían sus fuerzas. La tensión resaltaba los músculos y, a pesar del frío, el brillo del sudor cubría a ambos hombres.

Banugul se inclinó hacia delante con los brazos en jarras. Kineas la observaba mientras ella miraba a los contendientes.

Filocles cambió su peso de repente, como si sucumbiera al abrazo del tesalio, pero le hizo girar el cuerpo al embestirlo. Apartó un brazo y golpeó al tesalio en la cabeza con su antebrazo; de pronto Teraponte quedó tendido boca arriba y Filocles se abalanzó sobre él, vaciándole los pulmones de aire.

—Eso me lo hace cada dos por tres —protestó Kineas compungido.

Banugul se volvió hacia él con los ojos brillantes de picardía.

—La de cosas que me cabría insinuar —dijo. Pero alargó el brazo, le apoyó una mano en el pecho y le dijo—: He sido muy grosera. No pretendía ofender.

Era la primera vez que lo había tocado. La calidez de la palma de su mano en el pecho pareció encender una pequeña hoguera. Cuando la reina retiró la mano, él aún estaba sorprendido.

Filocles se puso en pie de un salto y tendió la mano a Teraponte, pero éste la rehuyó. Se levantó y comenzó a limpiarse la arena y el sudor, fulminándolo con la mirada. Filocles se la sostuvo.

—¿Otro asalto? —preguntó.

—Tal vez en otra ocasión —contestó el tesalio, y fue en busca de su quitón. A Kineas no le gustó nada la mirada que el tesalio lanzó a su amigo. No presagiaba nada bueno.

La visita de la reina dio pie a una nueva ronda de visitas entre el campamento y la ciudadela, y los nuevos lazos que se estrecharon entre ellos no acababan de ser del agrado de Kineas. Lo primero que le molestó fue Darío, cuya habilidad con el arco y las ganas de aprender le granjearon el afecto de los olbianos. Kineas se estaba acostumbrando a ver a sus oficiales en los pasillos de la ciudadela de vez en cuando; Banugul había dejado claro que serían bien recibidos. Pero Kineas veía a Darío con demasiada frecuencia, casi a diario, y estaba preocupado, tanto por el muchacho persa como por sus lealtades.

—Pasas mucho tiempo aquí —le dijo Kineas unas semanas después de la visita de la reina al campamento.

Avergonzado, el joven persa se encogió de hombros. Olía a perfume.

—Me gusta oír hablar en persa de vez en cuando —declaró—. No son muy distintos a mi gente —prosiguió con el tono de un adolescente indignado. Pese a su porte erguido, contestaba con el quejido propio de los jóvenes, y eso aún fastidiaba más a Kineas.

—Hoy estás en la lista de turnos —dijo Kineas.

—Sólo como retén —repuso Darío. Y se encogió de hombros—. No nos van a llamar. ¡Caray!, ¿acaso Alejandro va a venir con toda esta nieve?

Kineas intentó decidir si lo que sentía eran celos por el olor a perfume o irritación por el tono inocente de niño mimado.

—¿Por qué no bajas al campamento y pasas un rato en las murallas mientras reflexionas sobre la diferencia entre insolencia y desobediencia? —sugirió Kineas.

Darío no era tonto. Saludó y se marchó. Indagaciones posteriores revelaron que había pasado el turno entero en las murallas. Kineas desestimó el incidente.

Sin embargo, cuatro días después, Kineas volvió a encontrarse a Darío en la ciudadela estando de servicio y a duras penas refrenó su mal genio. Tenía la impresión de que sus órdenes se desacataban abiertamente; peor aún, sospechaba que él mismo estaba siendo injusto: visitaba la ciudadela, y era el comandante, el hombre con más responsabilidad de todos. Daba mal ejemplo.

No obstante, pese a sus propias transgresiones, o quizás a causa de ellas, Kineas perdió los estribos.

—¡Baja ahora mismo al cuerpo de guardia y no te muevas de allí! —ordenó a voz en cuello.

A última hora de aquella misma tarde, Kineas encontró a Darío sentado en el megaron.

—Tienes prohibido ir a la ciudadela hasta nueva orden —dijo Kineas.

—Vaya, eso sí que es justo —replicó Darío con evidente sarcasmo.

—Una palabra más y espalarás nieve el resto del invierno —le advirtió Kineas.

Darío parecía tener ganas de decir algo más, mucho más. Cuando el persa se marchó, su silencio hizo que Kineas se sintiera como un matón, sobre todo cuando Darío lanzó tal mirada de súplica a Filocles, quien justo entraba entonces, que éste estrechó con un brazo los hombros del muchacho y salió a la calle nevada para hablar con él. Cuando Filocles volvió a entrar, negaba con la cabeza.

—¡Tú vas a palacio, strategos! —protestó Filocles.

—Soy el comandante, y el responsable de nuestras relaciones con la reina.

Kineas ofreció una copa de vino al espartano.

—¡Por Ares y Afrodita! ¿Y tú me llamas sofista? —preguntó Filocles sonriendo. Luego dejó de sonreír—. Escucha, he venido por un asunto serio. ¿Has visto a León y Eumenes? ¿Juntos?

Kineas hizo una mueca y negó con la cabeza.

—¿Acaso debería? ¿Qué pasa, son amantes?

—Estás más ciego que un murciélago. No, más bien lo contrario. Se enfrentan como dos campamentos armados en una llanura. —Filocles apuró su vino—. Tienes que mantenerlos separados.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Kineas.

Filocles entornó los ojos y frunció el ceño.

—Tal vez espíe para ti de vez en cuando, o para mi patria. Pero no me dedico a contar chismes sobre mis camaradas. —Dejó la copa boca abajo y se marchó pisando fuerte.

Una vez alertado, a Kineas ya no le pasó por alto la creciente competitividad entre Eumenes y León. Kineas no sabía cómo había comenzado ni a qué se debía, pero se les estaba yendo de las manos. El incidente que desencadenó el desaguisado fue una carrera de antorchas por la nieve en la que los jinetes competían para llevar fuego al altar de Deméter durante el festival del equinoccio de primavera, una tradición que Olbia y Atenas compartían. Los contrincantes daban una vuelta al circuito que rodeaba el campamento y terminaban galopando por la calle principal hasta el edificio que servía de templo para todos sus dioses. Eumenes perdió cuando su caballo, al doblar a toda velocidad la esquina de uno de los barracones, resbaló en el hielo, sacudió las piernas y terminó hiriendo a una docena de espectadores. Kineas vio el giro y también la dureza con que se habían picado Eumenes y León momentos antes de la caída.

Cuando Kineas hizo indagaciones, se topó con miradas de complicidad que le hicieron ver que la mayoría de sus mandos ya sabían que algo ocurría entre ambos muchachos, pero que no iban a informar acerca de ello. Cuando Kineas confrontó a los dos combatientes, se fulminaron con la mirada como dos gallos de pelea. Cuando los reconvino en privado, adoptaron una actitud de humillación y disculpa.

Fue una semana después, al ver a León conversando con la hija superviviente de Lot, Mosva, cuando Kineas comenzó a ver por dónde iban los tiros. Pues, mientras observaba a León, que había perdido todo su distinguido barniz de refinamiento en presencia de Mosva y exhibía un lenguaje corporal de cachorro de perro, removiéndose, encogiéndose y haciendo girar la cabeza, también vio a Eumenes espiando a la pareja con una expresión de lo más sombría.

¡Ajá!, pensó Kineas. Pero eso no resolvió el asunto.

Fue más o menos por aquel entonces cuando Kineas subió a la ciudadela para hablar con Banugul sobre una cuestión de logística y se encontró con que no estaba en condiciones de recibirlo. El caballo ruano de Darío estaba en las cuadras de la ciudadela. Kineas cabalgó colina abajo con un humor de perros. Llamó a Diodoro.

—Quiero que des de baja al maldito persa. Me ha desobedecido por última vez. —Kineas estaba tan enfadado que derramó el vino.

Filocles entró a través de las múltiples mantas que hacían las veces de puerta.

—¿Problemas? —preguntó.

Kineas guardó silencio. Diodoro enarcó una ceja.

—El muchacho persa de Kineas se está volviendo demasiado popular en palacio —dijo Diodoro. Hizo una mueca.

—¡Que te zurzan! —replicó Kineas—. Le he dado una orden directa y me ha desobedecido. Acabo de ordenar que se le dé de baja.

—Reaccionas de forma exagerada —protestó Diodoro—. Es un jinete excelente y un luchador de primera. Tú mismo has dicho que es mejor espadachín que tú, y tú eres el mejor que conozco. Tengo previsto ascenderlo a filarco.

—¡Que lo despidas! —dijo Kineas con acritud.

—¡No seas idiota! —insistió Diodoro.

Filocles meneó la cabeza.

—Más valdrá que lo despidas —dijo al cabo de un momento.

Diodoro se mostró dolido.

—El strategos no está pensando con la cabeza —dijo.

Filocles arqueó una ceja.

—Y yo digo que será para bien.

—¡Muy bien! —exclamó Diodoro—. Obedeceré. Aunque creo que los dos sois idiotas.

Kineas no volvió a ver al persa, pero corría el rumor de que el muchacho se había puesto al servicio de la ciudadela de inmediato, en la guardia real.

Kineas se sintió como un idiota, aunque eso no lo llevó a disculparse. El invierno estaba pasando factura. Y, pese a todo su empeño, era incapaz de poner fin a sus propias visitas a la ciudadela. Kineas procuraba limitarlas a las de cariz profesional, pero era consciente de que ampliaba esos límites para dar cabida a sus caprichos. Mientras el invierno aullaba fuera de su megaron tuvo que admitir que, cual un borrachín sin sus copas de vino, cuatro días de nieve le habían negado su adicción y se empezaba a poner cascarrabias. Decidió castigarse por el despido de Darío evitando la ciudadela. Al quinto día de abstenerse de los encantos de Banugul, habló con brusquedad a Filocles y el espartano sonrió.

—Puedo buscarte una chica hircana guapa y limpia que reducirá esa hinchazón en un periquete —bromeó.

—Vigila esa lengua —le espetó Kineas.

—«La situación se hincha y genera tensión. Algo explotará pronto» —citó Filocles, riendo—. Encuentro que Aristófanes cubre casi todas las situaciones de la vida sexual.

—¡Que te zurzan, espartano! —gritó Kineas.

—Lo mismo cabría sugerirte, strategos.

Filocles esquivó un puñetazo y se escabulló por la puerta.

Dos días después, Leóstenes, el ateniense, los visitó de nuevo y Kineas consideró que tenía una excusa válida para subir a la colina. Era pasada la media tarde cuando fue admitido. Banugul estaba recostada en un diván, sola, disfrutando de un banquete en compañía de una docena de invitados en sus respectivos divanes. Ni rastro de Darío por ninguna parte.

—Querido Kineas —dijo Banugul—. Te habría invitado, pero temía tu rechazo. Por favor, únete a nosotros.

Iba vestida modestamente con un quitón jónico que le dejaba los hombros a la vista. La lana era fina y de un blanco inmaculado, y su piel se le podía comparar. Se incorporó para sentarse, dio unas palmadas y un par de esclavos salieron corriendo de la estancia.

—Siéntate conmigo, strategos —dijo, dando unas palmadas a su diván. Dirigió un lánguido ademán a sus invitados.

—¿Todos conocéis a Kineas de Atenas? —preguntó—. Sartobases fue un leal oficial de la familia de mi madre y me ha seguido hasta aquí. —El persa, a todas luces incómodo en un diván, se incorporó para sentarse e hizo una profunda reverencia—. Filipo sirve en la casa de mi hermana Barsine —dijo, indicando a un macedonio que apenas había superado la infancia. Parecía el único hombre de la sala que estaba cómodo en su diván.

—Te felicito por haber cruzado los puertos de montaña con este tiempo —declaró Kineas.

—Tenía buenos guías, señor —contestó el muchacho con cortés entusiasmo—. ¡Y me sobraban razones para alcanzar mi objetivo!

Kineas sonrió ante la sinceridad del joven.

—¡Bien hecho! —exclamó—. ¿Viniste desde Ecbatana? —preguntó con fingida indiferencia.

—¡Qué va! —repuso Filipo—. El rey está en Kandahar, igual que mi señora. Parmenio controla Ecbatana.

—¿Kandahar en Sogdiana? —preguntó Kineas.

—Tal vez podrías demostrar más interés por tu anfitriona y un poco menos por espiar a Alejandro —sugirió Banugul perezosamente. A Filipo le dijo—: Mi buen strategos va a llevar un pequeño ejército al este para declarar la guerra a tu amo.

Fue como si a Filipo le hubiese picado una avispa. Luego su rostro se relajó.

—Mi señora se complace restando importancia a mi juventud —replicó—. Ningún griego se atrevería a declarar la guerra a Alejandro.

Los esclavos regresaron con otro diván, que situaron al lado del de la reina. Kineas no se dio cuenta de lo cerca que habían estado hasta que se sentó solo en su propio diván y la distancia que los separaba se le antojó como un golfo de estrellas; pero el soldado analítico que moraba en su cabeza ya calculaba los estadios hasta Kandahar.

—¿El rey ha hecho las paces con Sogdiana, entonces? —inquirió Kineas, granjeándose una mirada iracunda de Banugul.

Filipo meneó la cabeza, dando a entender que era un hombre de mundo.

—Lo que queda del imperio persa sigue en rebelión. Espitamenes, un rebelde contra Darío y ahora contra mi señor, está aliado con los bárbaros escitas del mar de hierba. Mi señor no tardará en castigarlos.

A ninguno de los persas allí presentes complacía aquel discurso, y Sartobases, que tenía un rostro de rasgos pronunciados y podría haber interpretado al Viejo Néstor en una tragedia, hizo ademán de escupir.

—Escucha, chico —intervino—. Tu amo tal vez haya ganado Siria y Palestina y Egipto con su lanza, pero el país de los bactrios y los medos no está conquistado.

—¡Cállate, tío! —protestó Banugul—. Aquí todos somos amigos.

Kineas no pensaba lo mismo. Miró a Banugul, entendiéndola mejor. ¿Cuántos complots había en aquella sala de mosaicos?

—¿No me vas a preguntar sobre Leóstenes? —susurró Kineas a media voz.

—¿Por qué? ¿Ha vuelto a visitarte? —preguntó Banugul, como si no tuviera importancia—. Aguarda a que estemos solos.

Eran hombres cultivados y, por antojo de Banugul, hablaron sobre astrología, sobre signos de cosas que habían visto suceder, sobre sueños y presagios. Kineas admitió tener sueños que le enviaban los dioses, y Filipo escuchó con cara de inocente cuando el más joven de los persas relató un caso de intriga y asesinato basado en predicciones sacadas de las estrellas. Luego Banugul hizo que el cario actuara. Cantó en su propia lengua y después, con una reverencia a Kineas, cantó la «Elección de Aquiles», de la Ilíada, y Kineas le aplaudió. Entonces el cario cantó en persa una canción de amor prohibido. El persa de Kineas era lo bastante bueno para captar la naturaleza ilícita del amor, pero no los detalles. Estaba más interesado en observar cómo el viejo Sartobases miraba a Banugul con aire desaprobatorio.

La velada no se parecía en nada a un simposio; ninguna ceremonia con el vino que servían los esclavos, nada de concursos ni actuaciones de los invitados. Filipo no perdía de vista a la esclava de pelo moreno que le servía el vino, como un halcón ante un pedazo de carne, y comenzó a acariciarla a cada oportunidad hasta que la anfitriona hizo una seña y la muchacha fue reemplazada. En un aparte, preguntó a Kineas:

—¿Es cierto que los griegos se permiten ser complacidos en público cuando asisten a fiestas?

Kineas notó que se sonrojaba.

—Los jóvenes… ¡hum! Sí. Aunque no en las de cierto postín.

Banugul se rió, y su irritación se esfumó al verlo tan apurado.

—¡Te estás sonrojando! ¿Acaso tú lo has hecho? —Soltó una carcajada—. No me lo imagino.

Kineas se incorporó.

—No seas mojigato. Es toda una imagen. —Banugul meneó la cabeza. Los demás invitados discutían el derecho de Besos a ser Rey de Reyes—. Eres tan reservado…

—Era joven. Todo me resultaba fascinante. Y fácil. Y se trataba de un reto…

—¿Es eso lo que buscas, Kineas? —preguntó, acercándose más a él—. ¿Un reto? —Su rostro estaba a un palmo del suyo—. ¿Debo desafiarte a que goces con una de mis sirvientas? —preguntó, con ojos chispeantes.

—He perdido la práctica en esta clase de bromas —contestó Kineas. Se puso boca abajo por distintas razones.

—Ya lo veo —respondió Banugul, dedicándole una media sonrisa desafiante por encima del hombro mientras se volvía hacia otro invitado.

Se conducía como la anfitriona perfecta, recatada cual doncella persa, ingeniosa cual hetaira ateniense. Contentando a todo el mundo, pensó Kineas. Se dijo que debía presentar su informe y marcharse cuanto antes.

Pero no lo hizo.

Sus invitados se fueron marchando de uno en uno, y Kineas fue consciente de estar demorando su partida; pero ella le había pedido que se quedara y aún tenían pendiente el asunto de Leóstenes, o eso se decía a sí mismo.

Sartobases fue el último en marcharse, y enarcó una elegante ceja persa mirando a Kineas.

—Tenemos asuntos que tratar —dijo Banugul, señalándole.

Sartobases se encogió de hombros.

—Ya me lo imagino —le respondió en persa a Banugul.

—Habla persa —le reveló Banugul, señalando a Kineas.

Sartobases hizo una profunda reverencia y se sonrojó.

—Mis disculpas, señor.

Kineas negó con la cabeza.

—No hay de qué disculparse, señor. Estamos en el País de los Lobos.

Sartobases asintió, entrecerrando los ojos. Luego se fue y los dejó a solas, con la salvedad de la veintena de esclavos que recogían la cena.

—Ven a estirarte a mi lado —invitó sin darle importancia, dando unas palmadas en su diván.

—Prefiero no hacerlo —repuso Kineas, detestando el tono de mojigatería que traslucía su voz.

—¿Quién dice que te excitan los desafíos? Entonces dame tu informe y vuelve a tu cuartel. —Banugul se incorporó.

—Lo siento. Sólo quería decir que…

—No seas tan débil —interrumpió Banugul, sonriendo con desdén.

—Te encuentro… —comenzó Kineas, con el ánimo de excusar su rechazo.

—Conseguirás que me enoje, Kineas. Haz tu voluntad y sólo tu voluntad. Esa es la ley de los reyes y reinas. Si no es tu voluntad, pues que así sea; no es culpa mía lo que hayas decidido —dijo mezclando persa formal y griego en cada frase.

Herido en lo más vivo, Kineas se recostó en su diván.

—Creo que el vicio y la virtud pesan más que mi voluntad —declaró.

Banugul le sonrió.

—No —repuso—. Toda vuestra filosofía sólo es para encubrir la debilidad de quienes son incapaces de lograr las cosas que desean o dominarlas una vez que las logran. Tu virtud es mera abstinencia, y si evitas el vicio es tan sólo cobardía, miedo a las consecuencias.

—¿Miedo a las consecuencias? —se desconcertó Kineas.

Sin duda, Banugul estaba enfadada. Y había dejado de complacer a todo el mundo.

—Alejandro ha descubierto la filosofía de los reyes —comentó—. Yo la aprendí de él. ¿Tal vez él la aprendió de vuestro Aristóteles? «No hay ley.» Esa es la única ley —dijo muy en serio.

—No me harás caer en tus brazos mediante el debate —dijo Kineas, levantándose.

—¿Eso crees? Obtengo más respuesta de ti así que con cariño. —Se levantó a su vez y caminó derecha hacia él.

—Tu filosofía…

—Al Hades con la filosofía, Kineas. —Banugul se le acercó, y Kineas pudo verla al contraluz de las antorchas de la pared norte desde las rodillas hasta los hombros a través de la fina tela de su quitón—. Necesito que protejas mi pequeño reino en primavera. —Cuando estuvo bien cerca, levantó el rostro, cuyos ojos pintados estaban moteados de oro. Su voz era grave, ronca y cansada, pero olía a primavera—. En otoño estuve dispuesta a pagar el precio. Ahora estoy ansiosa por hacerlo.

En algún lugar a espaldas de ella, un esclavo dejó caer una pesada bandeja de plata con un ruido semejante al de un gong, o al de una diosa aclarándose la garganta. Kineas dio un paso atrás y le besó la mano, recobrando la compostura.

—¡Cobarde! —exclamó Banugul—. Puedo sentir tu deseo. Y no soy una ramera pintarrajeada.

Kineas tomó aire, y lo único que respiró fue su fragancia.

—Soy un cobarde —afirmó. No podía apartar sus ojos de los de ella—. No eres una ramera pintada.

Ella se encogió de hombros y se alejó.

—Vete —le ordenó.

Cabalgando colina abajo, Kineas sólo sentía vergüenza por su indecisión.

Kineas juró no regresar. Una vez más.

Porque sus caballos estaban flacos y necesitaba monturas de refresco, porque Coeno debía regresar con el oro, porque la nieve había cerrado los desfiladeros y todos andaban preocupados por la falta de noticias… y porque la reina había abandonado el recato, Kineas ansiaba entrar en acción. Por eso, en cuanto las primeras flores asomaron entre la nieve, Kineas convocó a sus amigos y les sirvió lo que quedaba de su buen vino de Chian.

—Quiero estar listo para marchar —dijo. Miró alrededor.

Todos los hombres presentes lo miraron a los ojos y mascullaron que estaban de acuerdo. A su lado, Filocles asintió. Niceas, que se había dejado crecer una barba muy poblada, se la rascó.

—Forraje —soltó Niceas. Kineas asintió.

—Ese es el problema. Necesitamos forraje. El forraje deben suministrarlo los campesinos de la reina. Para empezar, la odian, y nosotros tampoco somos muy de su agrado ahora mismo, porque vamos a marcharnos y a dejarla a merced de los buitres de Parmenio.

—Ésa es una de las razones —dijo Filocles, a quien no se le escapaba detalle cuando estaba sobrio.

Diodoro se frotó los ojos. Le escocían por culpa del humo de la chimenea y, como tantos otros en el campamento, los tenía enrojecidos.

—Sus propios mercenarios están dispuestos a venderla a Artabazo. Esa ciudadela no durará nada en cuanto nos marchemos. Todo el mundo apuesta por Parmenio.

Kineas hizo una seña a Nicanor, quien ordenó a un esclavo que llenara la copa de Kineas. Kineas se levantó.

—Es inteligente, hábil y peligrosa como un lobo. Quiero que alguno de los aquí presentes se haga cargo de la guardia hasta que nos marchemos. Quiero fijar una fecha y hacerla pública. Pero partiremos con dos días de antelación, en orden de combate. Y quiero que los prodromoi salgan en cuanto Ataelo esté preparado para cubrir la ruta hacia el este hasta el mismo borde del desierto.

Nadie puso objeciones a su plan.

Diodoro tendió el brazo para que le llenaran la copa.

—Deberíamos instruir a la tropa en el orden de combate antes de marchar. Habría que hacerlo por secciones; así será menos evidente para quien pueda estar vigilando.

Kineas frunció el ceño.

—Bien pensado. Traza un plan y pásaselo a los oficiales mañana. Nicanor, ¿podrías hacer de escriba para Diodoro?

Nicanor asintió.

Herón había vuelto a crecer durante el invierno.

—Dos cosas, señor. Primera, ¿necesitamos un plan de operaciones por si es preciso que recojamos el forraje nosotros mismos? Y segunda, si nos vamos —se sonrojó—, me resisto a emplear el término hostil, pero si la reina no es amiga nuestra cuando nos vayamos, ¿qué será de Coeno y el oro?

Kineas, que había pasado todo el invierno preocupado por Coeno, suspiró profundamente.

—Enviaremos un mensajero al fuerte de la orilla norte del Caspio para que le diga a Coeno que no venga aquí, y le enviaremos guías para ayudarlo a seguirnos.

Herón apretaba la mandíbula con insistencia.

—Sería más fácil tomar una ciudad costera y esperarlo —opinó Herón—. Con una guarnición que luego le haga de escolta.

Eso sumió a la concurrencia en el silencio. Kineas miró a Filocles.

—Yo había pensado dejar a la infantería detrás, o enviarla de regreso a casa —dijo.

Licurgo, que había oído comentar esa idea a lo largo del invierno, negó con la cabeza.

—Podemos mantenernos firmes, si es preciso. Pero por el Hades, strategos, el plan del muchacho no es malo. Marchar costa arriba y tomar por asalto una de las ciudades de los lobos. Nos llevará tres o cuatro días; allí arriba no hay nada que pueda detener a trescientos hoplitas.

Diodoro intervino:

—Yo aún iría más lejos. Leóstenes dice que Hircania está llena de helenos, desertores de uno y otro bando. Los he visto; dos grupos de hombres han estado husmeando en torno al campamento, buscando que los recluten. Podríamos comprarlos.

Kineas negó con la cabeza.

—Mi objetivo es asestar un golpe contra Alejandro con Srayanka. No me interesa la conquista de Hircania; además, si permitís que os lo diga, eso sería un hueso más duro de roer de lo que al parecer pensáis.

León meneó la cabeza.

—¿No podemos seguir a buenas con la reina? —Al igual que Herón, León había crecido durante el invierno. En su caso, no sólo era mayor, sino que también estaba más seguro de su condición de hombre libre. Miró a Kineas con el ceño fruncido—. Ahora tengo dinero comprometido en este sitio. Como tú. Si la reina repudia todos los contratos que he firmado, habré desperdiciado el invierno.

Kineas gruñó.

—Escúchame, Kineas —insistió León—. En el mundo hay más cosas de las que Heródoto creía. Durante dos años Nicomedes y yo hemos oído rumores sobre un gran Imperio de Oriente, más allá del mar de hierba. El lugar de donde procede la seda. —Miró en derredor a todos los presentes, con los ojos encendidos, y Kineas sonrió para sus adentros porque estaba claro que León ya no era un esclavo—. Se llama Kwin, o Qu’in —dijo, con la voz embargada de emoción—. ¡Tengo intención de ir allí!

—¡Así me gusta, muchacho! —exclamó Niceas con una sonrisa.

León sonrió.

—Me dejo llevar por el entusiasmo —admitió León—. Pero lo que digo es que si abriéramos esa ruta, si pudiéramos controlar aunque sólo fuese un diezmo del comercio de esa vieja ruta, seríamos más ricos que Creso.

Eumenes frunció el ceño.

—Me parece que aquí se habla de guerra, no de comercio. El comercio es para los mercaderes.

León levantó el mentón.

—Tu padre era mercader.

—¡Cállate la boca! —protestó Eumenes. Se puso en pie.

—Y un traidor —agregó León, como si tal cosa.

Diodoro no precisó una mirada de Kineas para encargarse de los adolescentes. Puso una mano en el hombro de cada uno de los combatientes.

—Los dos sois unos groseros y vuestros comentarios no tienen sitio en una junta de mandos. Disculpaos o sufrid las consecuencias —ordenó, y aun sin levantar la voz, sus palabras se hicieron oír por encima del murmullo de las conversaciones. La sala se sumió en el silencio.

—Me disculpo —dijo León. Se puso tan colorado que la sangre parecía teñirle la piel negra.

—Me disculpo por los malos modales de León y los míos —dijo a su vez Eumenes—. Pasó demasiado tiempo como esclavo y aún no lo ha superado.

Eumenes habló deprisa, todavía enfurecido, y luego se quedó acongojado por lo que había dicho en voz alta.

Kineas enarcó una ceja.

—Retírate a tu barracón, Eumenes. No hables con nadie. Luego iré yo a verte. —Aguardó un momento mientras el atónito muchacho permanecía inmóvil—. Ahora, Eumenes.

Eumenes salió aturdido de la sala cargada de humo.

Cuando se hubo marchado, Kineas se sorprendió a sí mismo mesándose la barba y se obligó a dejar de hacerlo. Bebió un sorbo de vino, una reserva excelente, con aroma a bayas silvestres, oscuro como sangre de buey, y asintió.

—No estamos aquí para abrir una ruta comercial —observó. Enarcó una ceja mirando a Herón—. Tampoco para proporcionarte una base de operaciones contra Pantecapaeum. Pero, si podéis hacer realidad vuestros sueños mientras obedecéis las órdenes de este consejo, no tengo nada que objetar.

La familia de Herón había proporcionado generaciones de tiranos a Pantecapaeum y ahora se hallaba en el exilio. Herón no guardaba en secreto sus ambiciones de ser tirano allí; tal vez incluso rey del Bósforo. Sonrió con cautela.

—Agradezco tu ayuda. Cuando sea rey…

Niceas se rió.

—¿Herón primero?

Filocles también rió y dijo:

—Más bien, Eumeles. El melodioso. ¿No será éste tu nombre de monarca?

Herón sonrió con ironía.

—Descubres todos los secretos.

Filocles negó con la cabeza.

—No puede decirse que sea un secreto. ¿De modo que seremos más ricos que Creso?

Niceas se rió.

—Ser más ricos que Creso está bien —dijo, sonriendo a León. Le guiñó el ojo a Herón—. ¿De verdad tus padres te llamaban Eumeles?

—Aún no me habían oído la voz —contestó Herón con su ronquera habitual.

Diodoro se inclinó hacia delante, interrumpiendo para retomar el asunto que estaban discutiendo.

—¿En serio piensas que podemos prescindir de la infantería? —preguntó. Tenía el semblante iluminado por una gran idea.

Kineas contestó que sí, procurando mostrarse cauto.

Diodoro se volvió hacia el resto de oficiales.

—Dejamos a Licurgo. El comienza a reclutar mañana. Puede mantener la calidad alta, conseguir mil hoplitas y entrenarlos a nuestro nivel. La reina está a salvo: ninguna fuerza de Hircania puede desalojar a mil hoplitas de este fuerte y de la ciudadela. Nosotros quedamos a salvo: tenemos una ciudad segura en la retaguardia. Coeno puede venir aquí. Nuestros contratos se salvan.

—Hasta que Artabazo envíe a todas las tropas de la satrapía. —Kineas miró a sus oficiales y se encogió de hombros—. No está mal. ¿Licurgo?

El viejo mercenario se encogió de hombros.

—Es un mando muy grande. Necesitaré a otro oficial. —Se encogió de hombros—. Vine hasta aquí para seguir a Kineas, no para guarnecer una ciudad bárbara. —Volvió a encogerse de hombros—. Pero acato las órdenes. —Sonrió—. Le haremos pagar un ojo de la cara.

Herón se levantó.

—Yo me quedaré —dijo.

Todos los caballeros presentes tuvieron claro que Herón veía la ciudad como un trampolín para reclutar mercenarios y volver a tomar Pantecapaeum, tal como Kineas había predicho. Pero, siendo Herón como era, no ocultó su motivación. Simplemente fue a por ello sin pensar en las consecuencias. Kineas sospechaba que compartía la filosofía de Banugul. «Haz tu voluntad.» Una virtud muy apropiada para un tirano.

Kineas no tardó en darse cuenta de que muchos de ellos no tenían tantas ganas como él de marcharse a combatir contra Alejandro. Habían tenido todo un invierno para oír historias sobre los desiertos orientales y las infranqueables montañas que se extendían hasta los confines del mundo.

Pero el plan de Diodoro era sensato.

—Lo pensaré —repuso Kineas.

—No te olvides del forraje —recordó Niceas, y tosió, salpicándose el puño de rojo. Aunque procuró ocultarlo, Diodoro y Kineas intercambiaron una mirada de preocupación.

Al día siguiente salió el sol y no llovió en los campos de barro que rodeaban el campamento y la ciudad.

Diodoro, León y Nicanor aprovecharon el buen tiempo para garabatear filas de caracteres griegos que representaran a todos los hombres en la línea de marcha y para dar a los oficiales un manual con el que entrenar a sus hombres. Al otro lado de la pista de instrucción, junto a la puerta del campamento, Licurgo reclutaba e instruía a hombres que había descartado todo el invierno, griegos rapaces y persas anodinos. A su lado, el herrero Temerix, envuelto en una zamarra de cordero, también reclutaba personal entre los forajidos que acudieron a la puerta cuando se enteraron de que Kineas pagaría con plata sus servicios.

Éste no quería ir al palacio. Él y Banugul no tenían nada que decirse, salvo como mercenario y patrón. Echó un vistazo en torno a la sala llena de humo, buscando a un hombre que pudiera ir en su lugar.

Diodoro estaba ocupado y, además, Safo no le perdonaría que enviara a su hombre.

Eumenes estaba bajo arresto domiciliario, y Kineas tenía intención de aguardar a que se pusiera nervioso antes de levantarle la sanción.

León podría hacerlo. Sólo que también andaba atareado, y enviarlo pondría de manifiesto sus pocas ganas de hacer lo que debía.

«Haz lo que tienes que hacer.» Eso decían los hombres cuando pedían que los mataras o cuando cerraban un trato en la Acrópolis. Estaba eludiendo su responsabilidad. Sólo a él correspondía enfrentarse a la reina.

Sabía con la rotundidad de una profecía oracular que si subía a la colina otra vez caería en sus brazos, fuese o no una vulgaridad. Banugul pensaría que le ofrecía el servicio de su infantería como una concesión a sus encantos. Y él no estaba hecho de piedra ni de hierro.

Cobardía.

Una ráfaga de viento recogió polvo y nieve seca de debajo de los aleros de las chozas y los esparció por la plaza de armas en un sucio remolino blanco, y cuando se disipó, vio la figura menuda de Nihmu cabalgando a través de la pista de instrucción.

—¿Nunca apareces como las demás personas? —preguntó Kineas, a modo de saludo.

Nihmu se rió, pasó una pierna por encima de la cabeza de su caballo y saltó al suelo en un solo movimiento efectuado con desenvoltura.

—El mundo está a punto de cambiar —dijo la niña, poniéndose súbitamente seria—. He venido a decírtelo.

Kineas asintió.

—La mujer del palacio, la hechicera, es muy peligrosa para ti; hoy y mañana y también pasado mañana. Ponte en guardia.

Los extraños ojos de Nihmu lo miraron de hito en hito. Kineas aprobó de nuevo.

—Precisamente en eso pensaba cuando has llegado. —En ocasiones, al tratar con Nihmu, era posible olvidar que se trataba de una niña. Otras veces resultaba dolorosamente obvio—. Este invierno no te he dedicado tanto tiempo como debería.

Nihmu estuvo de acuerdo.

—Vas mucho al palacio —advirtió—. Todos los sakje me temen. Tengo ganas de hablar contigo. Y mi padre lo ordena. —Miró en torno a ella—. Me gusta tu Nicanor. Es divertido y hace buenos pasteles.

—Estoy convencido de que Nicanor no hace los pasteles él mismo. —Kineas no podía imaginar al pomposo y más bien aburrido Nicanor entreteniendo a un chiquillo. Nihmu hizo una mueca.

—Estás en la inopia, strategos —replicó la niña riendo.

Detrás de ella, en la pista de instrucción, Licurgo ordenó romper filas a los hombres que entrenaba y éstos se dispersaron y formaron corrillos que alborotaron un poco. Otro grupo, compuesto mayormente por olbianos, se dirigía a los burdeles del ágora, y a voz en grito saludaron a un tercer grupo que regresaba de allí. El nivel de ruido aumentó.

De pronto, todas las voces de la pista de instrucción tomaron la forma de una sola voz.

—Tu ceguera matará con la misma efectividad que tu espada —dijo con el tono de un dios.

Kineas dio un paso atrás. Nihmu tenía los ojos como platos y el rostro crispado; no era el rostro de una niña, sino el de una sacerdotisa. Y entonces agarró la brida de su caballo y echó a correr, llorando.

Cuando hubo puesto sus ideas en orden, Kineas mandó llamar a Ataelo, que acudió cabalgando con la mirada puesta en el cielo.

—Mañana sol otra vez —vaticinó—. Para secar la tierra.

Kineas asintió.

—Necesito que tú y los prodromoi realicéis un inventario de forraje —dijo.

Ataelo se encogió de hombros.

—¿Qué?

Kineas comenzó otra vez.

—Necesito que tú y los exploradores salgáis cada día y me deis un informe sobre las granjas que estén a menos de un día de distancia; el número de carros, la cantidad de forraje que tienen en sus establos y graneros.

Ataelo sonrió.

—Para contar carros y para explorar el camino al este. ¿Algo más para los exploradores?

Kineas abrió las palmas de las manos.

Ataelo, por su parte, se agachó desde lo alto de su caballo.

—Temerix para contar graneros y carros. Ataelo para explorar el este.

Ataelo nunca descuidaba los detalles y nunca temía discutir con su jefe, cosa que era de agradecer, incluso cuando las noticias eran malas.

—Tienes razón —observó Kineas.

Ataelo asintió:

—Sí. Si el sol está para brillar, los escoltas cabalgan mañana. Regreso cuando la luna está llena. —Se encogió de hombros—. Excepto por muerte. Siempre excepto.

Kineas señaló a la multitud de aspirantes a guerreros que había junto a la puerta.

—¿Alguien que valga la pena reclutar para los prodromoi?

Ataelo no volvió la cabeza.

—No —dijo.

Tras haber descartado a cientos de jinetes hircanos con una sola palabra, Ataelo sonrió.

—¿Algo más, strategos? —preguntó. A Ataelo le encantaba aquella palabra; la usaba con demasiada frecuencia.

—¿Te llevas a la chica, la hija de Lot? ¿Mosva?

—¿Para cabalgar al este? No. Se queda con su padre. Último hijo. No para explorar.

Kineas se rascó la barba y apartó la mano de golpe.

—Preferiría que fuera —confesó.

—¡Ajá! —exclamó el escita. Asintió y sonrió de oreja a oreja—: Bien. Yo por hablar con Lot.

—Ve con los dioses, Ataelo.

—Voy con caballos. Para volver con los dioses. —Ataelo sonrió. Luego dio la vuelta a su caballo y se alejó al trote.

Kineas se disponía a poner fin a un castigo.

Se deslizó entre dos capas de clámides y mantas para entrar en el barracón que Eumenes compartía con Andrónico y otros seis caballeros. El hogar estaba frío, también la habitación, y las paredes encaladas sólo servían para acrecentar la sensación de frialdad. No había mesa ni sillas ni divanes, sólo una hilera de catres hechos por carpinteros locales con montones de mantas y pieles. En la otra punta del barracón, uno de los jinetes, un celta llamado Hama, fornicaba a oscuras con una lugareña, moviéndose lenta y rítmicamente bajo una tienda de mantas. Se decían cosas al oído, gemían y reían juntos. Eumenes, amargado, estaba sentado en su cama e intentaba fingir que no estaba allí.

—Demos un paseo —propuso Kineas.

Eumenes cogió su clámide del umbral y salió con Kineas al día soleado.

Kineas trepó a la muralla por la pendiente de nieve que habían acumulado las ventiscas. La tropa era castigada con turnos para espalar la nieve en la parte exterior de la muralla, donde se mantenía una zona despejada en todo momento. En el interior del recinto, a veces la nieve acumulada aumentaba la altura del fuerte.

—Tú y León estáis compitiendo por Mosva, la hija de Lot —dijo cuando estuvieron a resguardo del viento. Eumenes asintió.

—La he mandado al este con los prodromoi —le informó Kineas—. Sugiero que te apliques en tu trabajo como un soldado profesional. Compra los favores de una chica si sientes necesidad. Ese arranque de ira en el consejo tenía mala intención y no es bueno para la disciplina. Y tú lo comenzaste. Espero que me entiendas.

Eumenes se sonrojó a pesar del frío.

—No es justo. Llamó traidor a mi padre —protestó.

Kineas apoyó las manos en los hombros del muchacho.

—Lo que quieres decir es que no es justo que tu padre fuese un traidor. Lo fue. Y León fue un esclavo. Ambos sois oficiales importantes en esta compañía, y necesitamos que os comportéis como adultos y no como niños descerebrados.

—¡No es justo! —farfulló Eumenes. Estaba llorando.

Kineas abrazó al muchacho; había sufrido mucho durante el último año y ahora lloraba por la pérdida de una chica y de cierto prestigio. Obviamente, su abrazo reconfortó al joven, y Kineas pensó en Mosva llorando en sus brazos después de la refriega en las tierras altas de poniente y en lo mal que se le daba reconfortar a nadie.

Lo hacía lo mejor que podía.

Sin proponérselo adrede, Kineas no subió a la colina de la ciudadela ese día ni el siguiente. Los veinte jinetes de Ataelo salieron al trote por el barro una mañana despejada y desaparecieron en los montes orientales antes de que el sol hubiese ascendido un palmo sobre el horizonte. Los mercenarios, nuevos y viejos, hacían instrucción en la plaza de armas bajo la atenta mirada de Licurgo, con Diodoro observando y León tomando notas. Eumenes estuvo a cargo de la caballería todo el día, acondicionando a los caballos, llevándolos de aquí para allá, cabalgando por periodos breves, y el muchacho fue despiadado con el entrenamiento que se impuso a sí mismo y a todos los jinetes a su mando. Los hombres de Temerix salieron en grupos de dos y de tres, desarmados, y emprendieron la interminable tarea de localizar forraje. Kineas vigilaba el Caspio por si avistaba alguna nave procedente del norte y las montañas del este a la espera de un jinete de Ataelo.

Transcurrió un día más sin que Kineas subiera a la colina.

A última hora de la tarde del tercer día, Filocles se reunió con él en el porche del megaron. Ya era primavera, el aire se había atemperado, tres días de sol habían provocado avalanchas en las laderas y, probablemente, abierto los desfiladeros del sur. Los azafranes de primavera brotaban entre la inmundicia y las cortezas de árbol que se habían acumulado junto a los cimientos del megaron, y Kineas se maravilló ante su colorido como sólo puede hacerlo un hombre que ha sobrevivido a un largo invierno. Extramuros se fijó en un hombre a caballo que pasó de largo ante sus centinelas, derecho hacia lo alto de la colina de la ciudadela.

—Hay mucha belleza en el mundo —suspiró Filocles.

Kineas sonrió. Apoyó una mano en el hombro de Filocles; le encantaban esos momentos en que el filósofo que había en su amigo salía a relucir y decía cosas como aquélla.

—En efecto —dijo Kineas. Y, con más seriedad, agregó—: Y mucha cobardía.

Filocles se sentó en el escalón del megaron. Estiró las piernas delante de él y bebió un sorbo de vino antes de ofrecérselo a Kineas.

—¿La reina? —preguntó Filocles, en voz cuidadosamente neutra.

—La deseo. Reúno un montón de argumentos contra ella; todos excelentes, debería añadir. Srayanka. Los hombres. Los suyos… ¡Bah! Me faltan palabras para expresarlo. Y, sin embargo, vuelvo a ella como una mariposa nocturna a una lámpara de aceite. Y luego me resisto. —Se encogió de hombros—. Es como una competición.

Filocles arqueó una ceja.

—A ti te encantan los desafíos —le recordó.

—Es más que eso —dijo Kineas.

Filocles se apoyó sobre un codo.

—¿Crees que podría tomar un sorbo del vino que he traído para los dos? Gracias. ¿En serio? ¿Más que un desafío? El campamento está lleno de putas; podrías tener a la que quisieras sin que ello diera pie a un incidente diplomático. Podrías follarte a diez y nadie le diría ni pío a Srayanka. Es más, no creo que sea asunto de Srayanka. Pero en vez de una saludable penetración con una puta para aliviar tus humores masculinos, te metes de cabeza en un juego con la reina. Se trata de un juego de dominio y sumisión. El sexo no es más que una ficha en el tablero. Deja de dramatizar. Dentro de pocas semanas nos marcharemos; fóllatela y olvídala o no te la folies y olvídala. Ninguno de los dos se someterá nunca al otro.

Kineas rió un tanto atribulado.

—Cuando has salido con el vino, me estaba diciendo lo agradable que resultas cuando te pones en plan filosófico. —Cogió la copa y la apuró—. Ella dice que nuestra filosofía es cobardía y que cada hombre debería obrar según su propia voluntad.

Filocles asintió.

—Esa es la filosofía de un déspota; o de una mujer que intenta seducir.

—Pero se equivoca —dijo Kineas, inseguro de si eso era una pregunta o una respuesta.

Filocles miró la copa de vino vacía y frunció el ceño.

—Te has bebido todo mi vino. —Parecía dolido—. El buen vino que sabe a bayas.

Kineas sacudió la cabeza.

—Y ahora voy a subir a esa colina a ver a la reina.

Filocles lo aceptó.

—Creo que se ajusta mucho al modo en que los dioses conducen a los hombres a la acción el hecho de que este invierno insistiera en prevenirte contra ella y que ahora use mi lengua como acicate para que subas a la colina. —Extendió el brazo con la copa—. Puesto que vas a entrar a cambiarte, ¿te importaría traerme otra copa de vino? Buen chico. —Aguardó a que Kineas estuviera en el umbral—. Ella no se equivoca. Tampoco está en lo cierto. Esto no va sobre ella ni sobre ti.

Kineas se detuvo un momento y asintió. Cuando regresó con una túnica de lana buena, clámide y una jarra de bronce llena de vino, Nicanor y Diodoro se habían sumado a Filocles. Nicanor sirvió vino y tomó una copa para él.

—De modo que no hay quien te pare, ¿eh? —dijo Diodoro—. Safo dice que tengas cuidado.

Kineas torció el gesto.

—Lo tendré —repuso. Y se bebió de un tirón una segunda copa de vino, haciendo que sus amigos se miraran entre sí.

Licurgo enarcó una ceja. Estaba apoyado contra una columna, contemplando el ágora.

—Se ve mucho movimiento de mensajeros —comentó.

Sitalkes le trajo el caballo, uno de los sementales reales que montaba para que Talasa descansara. Más allá de la puerta, el resto de su escolta le aguardaba. El atardecer era sereno, cálido y curiosamente silencioso, salvo por los mensajeros. Kineas escuchó un momento y diagnosticó el problema; hacía una temperatura propia de la primavera, pero aún no había insectos.

En el oeste, el sol se deslizaba hacia las frías aguas del Caspio.

Kineas montó en su corcel, se acomodó y se volvió hacia Licurgo y Diodoro.

—Doblad la guardia y poned el cuartel en estado de alerta —ordenó—. Me dan miedo las sombras.

Detestaba comportarse así; con una sola frase había condenado a cuarenta hombres a pasar la noche en vela.

Diodoro negó con la cabeza.

—No vayas; yo también lo noto. Todos los mendigos se han largado de la puerta. Quédate aquí.

Licurgo asintió manifestando su acuerdo.

—Algo ha cambiado. No me gusta.

Kineas se encogió de hombros.

—¿Después de dos días armándome de valor? ¡Al Hades con eso!

Filocles se acercó a Diodoro.

—Ambos dais palos de ciego. Vas a darle buenas noticias. —Meneó la cabeza—. Aunque yo también estoy preocupado —confesó Filocles—. Mi hombre en el palacio lleva tres días sin darme novedades.

Kineas asintió, pero la decisión ya estaba tomada.

—¡Deberías llevarte una espada! —gritó Diodoro mientras Kineas daba la vuelta a su montura.

Kineas negó con la cabeza y se dirigió hacia la puerta.

En la puerta de la ciudadela había más vigilancia que de costumbre. Ocho hombres de servicio y los ocho con armadura completa. Pareció sorprenderles la aparición de Kineas y mandaron avisar al capitán de la guardia en lugar de dejarlo pasar.

Kineas primero se malhumoró y luego se preocupó. Detrás oía a Sitalkes hablar a media voz con sus hombres, todos ellos fornidos celtas.

—No os separéis de vuestras armas —ordenó Kineas—. Algo va mal.

El capitán de la guardia salió con un casco de hierro bien lustroso y con almófar y cota de escamas. Iba armado para la guerra.

—La última persona que esperaba ver —dijo a modo de saludo.

—Esperáis un ataque —respondió Kineas cansinamente. El capitán se encogió de hombros.

—No me corresponde a mí decirlo. La reina te recibirá, si entras conmigo. Tus hombres deben aguardar en el patio, desarmados.

Kineas negó con la cabeza.

—No. He estado en la ciudadela decenas de veces y nunca han desarmado a mis hombres.

El capitán se encogió de hombros.

—Entonces que aguarden fuera y aguanten el viento —dijo.

Kineas se volvió hacia Sitalkes.

—Lo siento —se disculpó—. Pasaréis frío. Me encargaré de esto en cuanto hable con ella.

—No te preocupes por nosotros —repuso Sitalkes—. Llévate a Cario, por lo menos.

Cario era el hombre más alto del ejército; le sacaba dos palmos a Kineas. Montaba caballos grandes y los hombres se apartaban de su camino adondequiera que iba.

Kineas se volvió de nuevo hacia el capitán.

—Un guardaespaldas —dijo—. Armado. —Le entregó una lechuza de plata.

El capitán gruñó, pero cogió la moneda.

—¡Qué carajo! Un hombre. Hace frío, andando.

Kineas dio su caballo a Sitalkes, que lo cubrió con una manta. Aguardaron soportando el viento gélido en el camino de gravilla bajo las murallas y Kineas pasó al interior, al sensual calor, conducido por una de las esclavas de la reina.

Cario gruñó dos veces; la primera cuando el calor de los suelos penetró en sus sandalias y la segunda cuando vio a la primera esclava untada de aceite. Aparte de esto, no dijo nada. Kineas dejó su clámide y sus sandalias en las cámaras exteriores. Cario lo siguió en silencio.

Entonces Kineas percibió la tensión en cada ligamento visible de los esclavos. Siguió a la esclava hasta el salón del trono.

Todo fue igual que en su primera visita, salvo que la reina volvía a lucir prendas de matrona persa y que la mayoría de sus cortesanos varones llevaban armadura. Guardaron silencio cuando él entró. Había un hombre con cota de malla plateada, apostado a su vera, con trazas de príncipe. Tenía el rostro cubierto por la mentonera, pero le resultaba familiar.

—Haces el idiota viniendo aquí, Kineas de Atenas —lo reprendió Banugul.

Kineas se mostró de acuerdo. El hombre que estaba a su lado era Darío; aunque había percibido todos los indicios de que el persa estaba cambiando de bando, los pasó por alto.

—Vengo con una propuesta para la campaña de primavera —anunció, pensando todavía en comprar su complacencia. Tal vez sólo fuera una mano de su partida. La mano del miedo.

—¡Eres un idiota, Kineas! —repitió Banugul, y esta vez con tristeza—. La campaña de primavera ya es historia. Necesito tus soldados. Y, si no puedo tenerlos yo, no los tendrá nadie. —Parecía al borde del llanto, pero recobró la compostura. Hizo una seña a Darío—: ¡Mátalo!

Cario soltó su tercer gruñido. Kineas giró en redondo y vio cómo clavaban una daga al celta por la espalda a través de su clámide contra la armadura. Llevaba una dura coraza hecha de capas de lino acolchado, de medio dedo de grosor, y la daga resbaló sobre la coraza y le hizo un corte en el cuello. El celta gruñó por cuarta vez y desenvainó su pesada espada. Mató a dos hombres de sendos mandobles y dispersó a los guardias, obligando a su capitán a retroceder como si se tratara de un gigante enfrentado a un disturbio de niños.

Kineas no llevaba arma ni armadura, pero sabía dónde estaba el hueco. Saltó hacia atrás ante la primera embestida, agarró una bandeja de cobre y paró un golpe mortal del hombre que se escondía allí, y otro de uno de los cortesanos próximos al trono. Darío había bajado del estrado y se dirigía hacia él.

—¡Filocles! —gritó el persa, y arrancó otra espada de manos de un cortesano y se la lanzó a Kineas.

Kineas clavó el borde de la bandeja en la nariz de un hombre. Luego le agarró el brazo, lo hizo girar y se lo rompió, haciendo que chillara como un caballo herido. Kineas afianzó los pies y lo lanzó con los brazos como aspas contra la línea de guardias, dio patadas con los pies descalzos, apoyó la espalda contra la pared y agarró la espada cuando rebotó a su lado. «¿Filocles?», pensó, y su mano derecha empuñó la espada, un arma corta y curvada como una pequeña machaira, con una sólida guarnición que le cubría por completo la mano. La izquierda sujetaba la bandeja por una de las asas con forma de grifo, y la lanzó como un disco contra la multitud que defendía el trono. Los hombres que estaban frente a él retrocedieron un paso.

Cario bramaba como un toro. Había tres hombres en el charco de sangre que tenía a los pies, otros dos se tapaban heridas con las manos y ningún otro guardia se atrevía a aproximársele.

Darío despachó a uno de los cortesanos de un tajo en el pecho, sin derrochar esfuerzos. Los dos supervivientes que quedaban junto al trono se volvieron para mirarlo y Sartobases le chilló «¡Traidor!» en indignado persa.

—¡Filocles! —gritó Darío otra vez.

Las mujeres chillaban y el olor a muerte y despojos flotaba en el aire húmedo y caliente. Kineas entrevió a Banugul alejándose del trono, señalando con una mano a Darío.

Darío derribó a otro hombre y se reunió con Kineas junto a la pared.

—¡Trabajo para Filocles! —dijo como si fuese un grito de guerra, y las palabras penetraron en el cerebro de Kineas. Se rió y atacó a los hombres que tenía delante, que se desperdigaron; pero abatió a uno cortándole la retirada, y entonces la parte delantera del salón del trono comenzó a llenarse de guardias de la reina.

—¡Sígueme! —gritó Darío. Se deslizó tras un tapiz. Kineas no iba a abandonar tan a la ligera a su guardaespaldas.

—¡Cario! —chilló—. ¡A mí!

El celta blandía la espada con bravura, de modo que la hoja se veía borrosa, adelante y atrás, y de pronto dio un salto hacia atrás, dando dos mandobles amplios para cubrir su retirada. Derribó a una esclava, asestó un puñetazo al rostro de un hombre a quien se le saltaron los dientes, y corrió por el suelo resbaladizo.

Un guardia lanzó una jabalina. Apuntó con tino y dio a Cario en la espalda, pero le faltó potencia y la armadura lo protegió. Aun así, el gigante dio un traspié. Los guardias se animaron y arremetieron contra él.

Kineas arrancó el tapiz de la pared, una procesión persa de pueblos conquistados que portaban obsequios, y se metió por la puerta excusada.

—¡Sígueme! —le gritó. Notó que Cario se metía por la puerta a sus espaldas. Estaban en un oscuro corredor. Detrás de ellos, la voz de Teraponte llamaba a los arqueros.

Giraron bruscamente a la derecha y el pasillo subió un tramo de escaleras iluminadas por teas de brea.

—¡Rétenlos aquí! —ordenó Kineas al hombretón celta, que jadeaba de agotamiento, miedo y dolor—. No dejes que los arqueros te alcancen. Usa la curva de la pared. ¿Entendido? ¡Volveré a por ti!

Cario apoyó la espalda contra la pared. Se obligó a erguirse cuan alto era.

—¡Sí, señor! —respondió. Y sonrió—: ¡Sí!

El esfuerzo para erguirse dejó una mancha de sangre en el yeso del enlucido. Toda la caja de la escalera apestaba a brea quemada y al sudor del miedo.

Kineas dio media vuelta y siguió a Darío otra vez.

—¿Adonde vamos? —preguntó.

—A la poterna —contestó Darío—. Llevo tres días intentando avisarte; tiene intención de atacar el campamento. Esta noche.

—¡Está loca! ¡La habríamos matado!

Darío se encorvó, apoyándose en el descansillo, y Kineas vio que estaba herido; la sangre manaba negra a la media luz de las teas.

—Habrías matado a sus hombres, si no fuera porque has venido. Además cuenta con algunos de tus nuevos reclutas. O, al menos, eso cree.

Darío estaba pálido de fatiga.

—¡Vayamos hasta esa poterna! —exclamó Kineas.

Entraron por una puerta en un suntuoso apartamento y luego bajaron por un largo tramo curvado de escalones tallados en el muro exterior. La escalera era oscura como boca de lobo y gélida como los pozos del Hades, con ráfagas de viento que se colaban por las aspilleras. Fuera, Kineas oía voces griegas; seguramente su escolta exigía novedades. El ruido de la pelea les llegaba a través de los muros. Cario seguía matando hombres, bramando en su desafío.

Bajaron más y más hasta alcanzar una puerta.

Había una docena de hombres aguardándolos allí.

—¡Mierda! —soltó Darío en persa, y su espada destelló cuando le cortó la cabeza a un hombre—. ¡Huye, Kineas!

Demasiado tarde para huir. Kineas se situó junto al persa y mató a un hombre de un golpe en la cabeza. La hoja pasó justo por encima del escudo y se le clavó en el ojo; Kineas empleaba la curvatura de su espada para despistar a sus oponentes en la penumbra iluminada por las teas. El hombre se desplomó como una bestia sacrificada y Kineas hincó una rodilla en el suelo y blandió su hoja por debajo del escudo del oponente de Darío. Pese a ser una hoja más corta y ligera, el tajo seccionó los ligamentos del hombre justo por debajo de la rodilla. Cayó hacia atrás, chocando contra sus compañeros, con lo cual regaló unos segundos a Kineas.

Kineas ya estaba desnudando el cadáver del hombre que tenía a sus pies. Le arrancó el escudo del brazo rompiendo las correas, tajando con su hoja el brazo del hombre muerto; el por-pax del escudo se había enganchado en la muñeca y la mano, un anillo, un brazalete; Kineas tiró, profiriendo maldiciones, hasta que el escudo se soltó. Darío dio un paso atrás cuando un hombre con armadura arremetió contra él. Kineas, descubierto, giró sobre sí mismo cortando con la espada, intentando afirmar aún el escudo en su brazo. Blandió bajo, blandió alto, y en ambas ocasiones se topó con el escudo de su oponente. Desesperado, intentó un truco de escuela: retrocedió un paso, puso un pie en el escudo de su adversario y empujó.

El hombre cayó hacia atrás. Carecía de entreno en un gimnasio, pues de lo contrario habría conocido el truco. Kineas entró de nuevo por la puerta. Darío estaba más arriba en la escalera. El escudo le cayó al antebrazo, arrancándole carne, y la empuñadura fue a parar a su mano izquierda.

—Cuando baje tu celta, estaremos acabados —dijo Darío. Cario estaba tres habitaciones por detrás de ellos, sus berridos se oían incluso a través de la piedra. Kineas oyó el tenso humor de la voz del persa—: Aunque preferiría tenerte a mi lado.

Kineas no pudo evitar reírse.

—Quédate pegado a mi escudo y dale a quien intente adelantarme —dijo—. Ninguno de ellos está a tu altura. Saldremos de ésta. —Volvió la cabeza y sonrió de oreja a oreja al muchacho.

Darío se irguió. Sostuvo la mirada de Kineas a la luz de las teas.

—Estuve tentado… —comenzó.

Kineas gruñó y se abalanzó hacia la puerta, pasando por alto cualquier confesión que el muchacho tuviera en mente.

—¡Cúbreme! —gritó.

Los hombres del otro lado no esperaban que los atacara.

Arremetió con el escudo en la cara, cortando por abajo, empujando, y los obligó a retroceder. Su segundo revés, más afortunado o atinado que los demás, cortó por encima del escudo de un guardia, y la punta le segó los ojos y el puente de la nariz de modo que cayó muerto en un suspiro sin llegar a ver el golpe que le había robado la vida.

—¡Atenea! —rugió Kineas con toda la potencia de su pecho.

Gritos confundidos al otro lado de la pared.

—¡Atenea! —bramó de nuevo, cortando, empujando, golpeando, arremetiendo. Darío le cubría un lado a lo largo del muro, dando estocadas con implacable energía para obligar a retroceder al adversario.

Kineas se quitó el escudo, cogió el de otro hombre con el borde del suyo y tiró. Entonces su espada salió disparada y se hundió en el pecho del hombre. Hincó demasiado la espada que había tomado prestada y se le atrancó entre las costillas; hizo palanca con el pie, tiró, empujó con su escudo mientras el hombre agonizante chillaba.

La espada se rompió a la altura de la empuñadura, dejando a Kineas con un palmo de hierro en la mano.

Demasiado tarde para vacilar.

Arrojó la empuñadura contra el rostro del siguiente oponente. Entonces, usando una llave de pancracio que le había enseñado Focionte, embistió, lanzando la pierna del lado del escudo hacia atrás, y con la mano vacía de la espada agarró el borde del escudo del siguiente oponente y lo usó para hacer palanca, desencajándole el brazo y rompiéndoselo. Estampó su escudo contra la cara descubierta del hombre mientras éste caía e intentó arrebatarle la espada, pero se le resbaló. La espada del hombre rebotó contra el adoquinado del suelo y desapareció en la oscuridad. Una lanza golpeó contra su escudo, penetrando en el revestimiento de bronce y clavándose en el forro de madera. Kineas aprovechó el apalancamiento para liberar el escudo de un tirón. La lanza arremetió de nuevo contra él, y esta vez le rasgó el mentón, porque el golpe era bajo y no lo vio venir. Dio un paso atrás y el lancero avanzó al frente de una formación de tres hombres en cuña que llenaba el pasillo.

Darío seguía luchando contra un hombre de la última acometida. Dio un grito y su adversario soltó un alarido cuando Darío le cercenó la mano. El hombre reculó, del muñón salía sangre a borbotones, y los tres lanceros perdieron varios segundos al intentar cubrirle.

—¡Espada! —gritó Kineas. Echó la mano hacia atrás.

Darío plantó su propia espada en la mano abierta.

Así, sin más.

Kineas dio un paso al frente, paró con el escudo la punta de lanza del líder para poder notarla y empujó, inutilizando el arma de aquel hombre, que clavó los pies en el suelo y empujó a su vez, ayudado por sus compañeros. Y cuando Kineas notó la presión, dio un quiebro y se agachó, pasando el escudo por debajo del borde del de su oponente, arrodillándose en la piedra húmeda. Asestó un golpe bajo, notó el impacto y se levantó, haciendo fuerza con las piernas mientras Darío acudía a cubrirle la espalda y el jefe se tambaleaba hacia atrás, gritando que le habían hecho un tajo, y los demás se separaron, huyendo a todo correr del terror de la sangre y la oscuridad.

Darío se alzó a su lado, tras haber hallado la espada del hombre cuya muñeca había cercenado.

—Gracias —dijo Kineas. El daimon del combate lo abandonó y las rodillas empezaron a temblarle. ¡Estaba vivo! Faltó poco para que se desplomara. Tenía el quitón empapado en sudor.

—No hay de qué —le correspondió Darío en persa cortesano. Tenía el semblante ceniciento, pero aun así esbozó una sonrisa forzada—: ¿Crees que podría recuperar mi espada?

Kineas lo miró a los ojos. Intercambiaron espadas, y algo más.

Entre ambos lograron abrir la poterna con manos temblorosas. En vez de huir, dejaron entrar a los guardias de Kineas, quienes, atraídos por sus gritos, ya estaban forzando la puerta desde el exterior. Después, habiendo dejado a cuatro hombres apostados a la entrada bajo las órdenes de Sitalkes y enviado un caballero al campamento, Kineas comandó al resto de regreso a la ciudadela en busca del celta.

Lo hallaron vivo, le abrieron paso y esquivaron una descarga de flechas. Cario estaba herido en más lugares de los que Kineas podía contar en la oscuridad, y había dejado de sonreír.

—¡Ven! —le gritó, seis o siete veces antes de que perdiera el conocimiento. Pero el celta se desplomó a escasos centímetros de la poterna y nadie podía cargar con él, así que lo arrastraron a un lado del pasillo y se dispusieron a atrincherarse allí mismo, apilando mesas y baúles contra las paredes para ponerse a cubierto de las flechas.

—Será mejor que te marches, señor —sugirió Sitalkes.

—Sí —dijo Darío. Seguía sangrando, pese al vendaje improvisado, y su palidez había alcanzado límites insospechados. Hablaba como un sonámbulo.

Kineas quería marcharse, pero su propio sentido de la humanidad no se lo permitía.

—No —repuso.

Esperaron una desbandada de guardias. En dos ocasiones, éstos se asomaron a la esquina más alejada del pasillo, el bronce destellando a la oscilante luz de las antorchas. La más cercana se estaba incendiando y pasó la brea a la madera sólida, que ardía más rápido pero daba menos claridad. El humo de la madera de pino se mezcló con el hedor de la inmundicia y empezó a inundar el pasillo.

Una flecha silbó en la oscuridad. Pasó rozando el peto de caballero de Sitalkes y rasgó la mano de la brida de otro hombre, para luego acabar incrustada en una mesa patas arriba.

Todos se pusieron cuerpo a tierra, tanto para mantener la cabeza alejada del humo como para evitar las flechas.

—¡Preparaos! —ordenó Kineas.

—¡Escuchad! —gritó Darío, y se desplomó. Le fallaron las dos piernas a la vez, y de repente cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra una mesa con un golpe seco.

—¡Mierda! —exclamó Sitalkes. El y uno de los celtas agarraron al persa por debajo de los brazos y lo arrastraron fuera de la línea de fuego y de vuelta a la relativa seguridad que ofrecía la puerta.

—Yo también lo oigo —dijo otro hombre—. ¡Luchan!

Ahora Kineas lo escuchaba con claridad. Alguien luchaba en algún lugar. «¡Por Ares! ¿Qué diablos está pasando?» Se puso en pie y se asomó a la poterna. Había movimiento en la ladera que había justo debajo, una hilera de siluetas subía la empinada cuesta. Las observó durante un buen rato —uno de los más largos de su vida—, y luego algo en la capa y en los singulares movimientos del hombre que lideraba el grupo le resultó familiar.

—¡Diodoro! —llamó.

Por momentos, en la poterna se apiñaban hombres acorazados, soldados de infantería. Andrónico se hizo cargo de todos los celtas. Y Diodoro abrazó a Kineas.

—¡Pensábamos que estabas muerto! —dijo.

—Aún no. —Un estruendo sacudió las vigas—. ¿Qué diablos…?

—Antes de recibir tu mensaje, Filocles y Niceas dijeron que algo iba mal. Se dirigen a la entrada principal.

—¡Por Ares y Afrodita! ¡Los masacrarán! —Kineas miró alrededor con los ojos desorbitados, incluso cuando Nicanor avanzó, casi sin aliento tras haber subido la cara más empinada de la colina, el yelmo y el peto de Kineas estaban firmemente sujetos contra la barriga.

—Bien —dijo Diodoro. Miró arriba y abajo en el pasillo inundado de humo—. Andrónico, coge a tus hombres y baja por ese pasillo. Eumenes, tú coge a los tuyos y venid conmigo. ¡Matadlos a todos!

Kineas se metió el peto por la cabeza.

—Diodoro… —dijo.

Diodoro pasó delante.

—¿Estás listo, strategos? Hagamos nuestro trabajo. ¡Bien, sígueme!

Kineas se negó a amedrentarse. Con el escudo robado aún al brazo, embistió por detrás de Darío. Apartaron de su camino los obstáculos improvisados con un prolongado empujón.

—No cometas ninguna locura, Kineas —advirtió Diodoro.

—¡Sé cómo llegar a la puerta! —protestó Kineas. Una flecha surgió de la oscuridad.

—¡Mierda! —exclamó Diodoro—. ¡A la carga! —gritó, y echó a correr por el pasillo.

Kineas se esforzó para no rezagarse y una marea de hombres a las órdenes de Eumenes se agolpó tras él. En la esquina, Eumenes apartó a su strategos de en medio y siguió adelante. Codo con codo con Diodoro, despejó el pasillo, matando a un arquero e hiriendo a otro antes de que el grueso de ellos se batiera en retirada, chillando de pánico.

Los helenos entraron en tropel detrás de ellos. Más hombres llegaron a través de la poterna y siguieron a ciegas a sus jefes respectivos, adentrándose en el humo y la oscuridad. León pasó por delante de Kineas sin reconocerlo y corrió pasillo abajo hasta Diodoro y Eumenes, quienes estaban a unos diez pasos y subían por un tramo de escalera que nadie defendía. Kineas a duras penas lograba que las piernas lo tuvieran en pie. Lo adelantaron otros dos hombres. Se acercaban a los ruidos de la pelea.

—Estamos encima de la puerta —dijo Diodoro, al parecer a Eumenes.

A lo lejos, «¡Apolo, Apolo!», y los chillidos de hombres heridos. Aquél era el rugido de Filocles. Kineas sintió que los dioses le devolvían las fuerzas a las piernas, subió a la carrera el resto de la escalera, y vio el frío resplandor del peto chapado en plata de Eumenes al fondo de otro corredor y las piernas negras de León que brillaban a la luz de las teas. Kineas corrió; sus pies descalzos resonaron en la piedra.

Los estúpidos arqueros bárbaros huían en pos de sus amigos, conduciendo a Diodoro hacia la puerta. Kineas lo comprendió, mientras saltaba por encima de un arquero muerto en la penumbra. Había más humo que antes; algo estaba ardiendo.

—¡Atenea! —bramó Diodoro; costaba creer que un hombre tan flaco pudiera soltar semejante grito de guerra.

—¡Apolo! —se oyó más cerca.

Kineas estaba justo detrás de Eumenes, de otro jinete, Amintas, uno de los caballeros de Herón, y de León. Eumenes y León iban codo con codo, parecían dioses bajo el parpadeo de las teas. Diodoro arremetió con el hombro contra una puerta que cedió. Cuando León y Eumenes añadieron su peso, la puerta se abrió de repente y los tres tropezaron. Un arquero disparó. Fuera o no por pánico, la flecha pasó por encima de la cabeza agachada de León y se le clavó en un pie a Amintas. Kineas saltó sobre el hombre herido y derribó al arquero de un tajo. Daba gusto empuñar la propia espada. Alzó el escudo y paró una flecha, y luego otra, y siguió avanzando.

Una punta de lanza lo adelantó: Eumenes, que le cubría. Rugió su grito de guerra, que sonó quebrado y agudo: «¡Atenea!»; entonces notó resistencia contra su escudo, y Eumenes lo empujaba por detrás y él asestaba mandobles bajos. La resistencia cedió y notó una ráfaga de aire frío.

Había estrellas en el cielo. Estaba en la entrada a una torre, en lo alto de la muralla y cerca de la puerta principal.

De alguna manera, Filocles había abierto la puerta. Estaba en medio del patio, matando, con cuerpos esparcidos en torno a él y el grueso de la guarnición tratando de desalojarlos a él y a los hombres que lo acompañaban.

—¡Apolo! —bramó.

Y Kineas contestó:

—¡Atenea!

Y los soldados de la guarnición levantaron la vista y vieron su sino detrás de ellos, encima de la muralla.

Con unánime desesperación, se vinieron abajo, y los helenos les dieron caza por los pasillos y mataron a cuantos encontraron. La ciudadela fue tomada por asalto, y en el asalto cayeron demasiados olbianos para esperar un comportamiento humano de los asaltantes. Eran animales, y como animales rugían por las salas y los pasillos, destruyendo, violando, matando.

Kineas no intentó detenerlos. Tampoco habría podido, de haberlo deseado; la ley de la guerra era estricta y la ciudadela había sido asaltada. Ya no le quedaban fuerzas para resistir. Bajó de la muralla sediento de venganza y la guarnición despejó el patio en un momento; había olbianos muertos por doquier, algunos quemados con arena caliente y otros atravesados por un sinfín de lanzas, y entre las piernas separadas de Filocles yacía el cuerpo de Niceas.

Kineas se abalanzó sobre el cuerpo de su amigo de infancia. A Niceas lo habían abrasado con arena, tenía un tajo en la cabeza sin casco y una lanza en el costado, pero aún respiraba.

—¡Está vivo! —proclamó Kineas.

Niceas negó gentilmente con la cabeza.

—Te ahorras el coste de un burdel —dijo, y tosió sangre.

—¡No! —gritó Kineas—. No… ¡Niceas!

—Graco me espera —sentenció Niceas. Sonrió como un hombre que ve su hogar al final de un largo viaje y murió.

Y Kineas permaneció abrazado a él un buen rato, hasta que la piel de su amigo comenzó a enfriarse.

—Matemos a todos los cabrones de este castillo —sugirió Filocles. No parecía él. Pero a Kineas le pareció un buen plan.

Amanecida. Humo de los galpones incendiados y de rescoldos de hogueras. Olbianos con el rostro negro de hollín, arracimados contra el viento, los cuerpos vencidos por el cansancio y la culpa. Más que saciados. Ningún hombre puede sobrevivir a una toma por asalto y llegar a olvidar lo que hizo cuando era una bestia.

Una alfombra de cuerpos desde el patio hasta el salón del trono.

Los suelos estaban fríos.

León había salvado a muchos de los esclavos de la ciudadela. El, Nicanor y Eumenes los habían metido en los aposentos de la reina y habían vigilado la puerta. Con las primeras luces del alba, Eumenes llevó a Banugul ante Kineas, que estaba sentado en su trono. La hoja de su espada egipcia estaba limpia, porque la había limpiado a conciencia con la capa de Sartobases. Justo al lado de Sartobases yacía el cadáver de Teraponte, que había muerto a manos de Filocles en la última refriega contra la guardia.

Kineas, Eumenes y Banugul eran los únicos supervivientes de la sala. Las escenas de orgía y disipación en las murallas resultaban tristes y patéticas.

—La he encontrado entre los esclavos —informó Eumenes.

Kineas asintió.

—Me han dicho que… que Niceas ha muerto —balbuceó.

—Niceas ha muerto —confirmó Kineas, y se le saltaron las lágrimas; lo mismo que a Eumenes.

Entonces Kineas se levantó del trono y caminó hacia ellos.

—Vine a ofrecerte la vida —dijo—, puta idiota.

Estaba tan furioso que podría matarla, pero la muerte no bastaba. Banugul le sostuvo la mirada con firmeza.

—No tenía elección —repuso—. Mátame si es lo que tienes que hacer. Arroja mi cuerpo a tus lobos para que me violen si eso te satisface. —La voz le temblaba de terror; no obstante, pese al terror, mantenía un impresionante dominio de sí misma—. Hice lo que tenía que hacer y fracasé. No iré al infierno por mentirosa.

Kineas le dio un puñetazo tan fuerte que le echó la cabeza hacia atrás, le hizo perder el equilibrio y caer desplomada.

—¿Cómo cabe excusar esto? —bramó Kineas. Banugul había caído sobre los cuerpos de varios de sus cortesanos, ensuciándose de sangre y cosas peores. Escupió sangre y se irguió, apoyándose en un brazo.

—Alejandro ha asesinado a Parmenio —dijo con un labio roto y la mandíbula magullada.

Kineas tropezó y fue a sentarse en el trono como si Ares le hubiese cortado los tendones de las piernas.

—¡Dioses! —exclamó.

—Mi presunto padre se abalanzará sobre mí antes de un mes con cinco mil hombres, ansioso por borrarme de la faz de la tierra antes de que le ataque Alejandro. —Mantuvo bien alta la cabeza magullada—. No soy una esclava y no agacho la cabeza. Alejandro es mi señor, y lucharé.

Kineas no quería mirarla. El impulso de matar aún no lo había abandonado. Cada vez que pensaba en el cadáver de Niceas en el patio le venían ganas de enviar más almas al Hades. Pero otra parte de él pedía a gritos la redención; aquella parte que había recorrido los pasillos exterminando arqueros que se habrían rendido y quizás unido a ellos si su espada les hubiese dejado vivir. No obstante, otra parte de él lo acusaba de comportarse mal, y buscaba vengarse de la reina por haberle puesto de manifiesto su debilidad.

—Perdona que te haya golpeado —se disculpó.

Banugul no respondió. Sus ojos recorrieron el salón, mirando a los muertos.

—Ve con él, pues —ordenó Kineas—. Coge a tus esclavos y vete.

—Tenías razón —comentó Banugul con la voz desprovista de emoción.

—¿Razón? —preguntó Kineas. ¿Qué esperaba oír?

—Mi guarnición no valía una mierda —dijo con frialdad—. Ojalá te hubieras unido a mí.

Kineas negó con la cabeza.

—Lárgate, antes de que cambie de opinión —le advirtió. En cuestión de una hora, se había marchado. Y él era el amo de una ciudadela sembrada de cadáveres.