31
Y, por fin, tras haber pasado un año en el campo de batalla, el ejército de Olbia, representado por los trescientos hombres más fuertes, y los asagatje occidentales, representados por cuatrocientos jinetes seleccionados por dos veranos de guerra, y los sármatas occidentales, representados por los doscientos de Lot, llegaron a la reunión de todos los pueblos sakje.
La reina Zarina había acampado el grueso de sus fuerzas en un meandro del Jaxartes, con la certidumbre de que el agua a sus espaldas era profunda y fría y de que las montañas que se alzaban en sus flancos constituían un obstáculo infranqueable para cualquier enemigo. Había congregado en el valle del Jaxartes a treinta mil guerreros, y otros tantos vivían en campamentos satélite, uno tan sólo a un día a caballo y otros a no menos de diez; de tal manera que, si los sakje hubiesen sido granos de arena sobre un pergamino, sería como si los dioses lo hubiesen inclinado hasta hacer que una esquina contuviera toneladas de arena en un área reducida.
Los pastos estaban devastados, y el ejército entero había tenido que trasladarse dos veces. No había un solo venado para cazar en cincuenta estadios a la redonda, ni un solo pez en el río, nada de leña. Cada tribu había enviado a sus miembros más débiles a sus zonas de invernada para reducir su población, e incluso la reina tenía que hacer rotar a sus tribus entre las praderas y el río para vigilar a Iskander.
En la otra margen del río, el ejército de Macedonia concentraba fuerzas de los campamentos establecidos a lo largo del Jaxartes, el Polytimeros y el Oxus en una sola masa de hombres, caballos y máquinas. Se había puesto fin al sitio de Maracanda dejando en la ciudad una mínima guarnición. La artillería de sitio del rey fue arrastrada por bueyes hasta su campamento a orillas del Jaxartes, la mayor horda enemiga que los sakje habían visto jamás; y aun así los oficiales macedonios contemplaban las nubes de polvo del otro lado del río y se estremecían. Tanto podían ganar como perder contra un enemigo cuyas fuerzas iban todas a caballo.
Al noroeste del ejército de Alejandro, un contingente menor, de tan sólo dos mil sogdianos, bactrianos y mercenarios y un puñado de sármatas, avanzaba por la orilla sur del Jaxartes, buscando un vado, bajo las órdenes de Eumenes.
Kineas se fue poniendo al corriente a través de los exploradores, de los sakje, de Srayanka y finalmente del propio Ataelo antes de que concluyera el último día. El sol se ponía en el valle del Jaxartes y bajo ellos se arremolinaban veinte mil caballos, todos buscando los últimos restos de hierba junto al río. Los muchachos hacían carreras y tiraban al arco. Las mujeres afilaban armas y remendaban arreos. En algunos lugares se levantaban tiendas de fieltro, y en otros había unos pocos carromatos, pero en general era un campamento militar y la gente dormía en el suelo con las riendas de los caballos a mano.
Ataelo hizo un ademán que abarcó toda aquella extensión de gente que cubría el terreno hasta donde la vista alcanzaba.
—El poder de los masagetas, los sakje, los dahae. —La sonrisa de Ataelo era tal que le borraba los pómulos—. Yo fui chico aquí.
Filocles se rascó la barba y observó, petrificado, mientras asimilaba lo que Kineas acababa de decirle.
—¿O sea que Alejandro intentará desviar a los sakje hacia la izquierda? —preguntó.
—Alejandro vendrá derecho a través del río —respondió Kineas de modo terminante—. Aunque me huelo que enviará una columna a hacer un amago a los escitas por su izquierda. Y eso es lo que dice Ataelo.
Filocles casi lo veía.
—¡Por Ares! —exclamó—. ¿Cruzará el río hasta aquí?
—No —dijo Kineas sonriendo—. Aquí no hay vado. La reina eligió bien el campamento. Cruzará diez estadios río arriba.
Lo dijo con convicción, y Ataelo asintió. El sakje apretó los labios.
—Viaje corto —dijo—. A la batalla —agregó tras una pausa.
—Sabiendo todo esto, ¿seguro que puedes vencer a Alejandro? —preguntó Filocles. Kineas negó con la cabeza.
—¿Tengo pinta de jefe sakje? Aquí no mando yo, espartano. Todo cuanto puedo hacer aquí es dar mi opinión a la reina Zarina. Vayamos a verla.
—Pero ¿estamos en condiciones de vencerlo? —insistió Filocles.
Kineas detuvo su caballo y se inclinó hacia él.
—No tengo ni idea, hermano. No soy vidente, sólo comandante de quinientos soldados de caballería. De modo que, pese a tu preocupación por el panhelenismo, quizá podrías dejar de hablar sobre la puta batalla.
Filocles se rió.
—¡Estás nervioso! ¡Jamás lo hubiese dicho! —exclamó.
Kineas lo fulminó con la mirada, pero se mordió la lengua.
Filocles exclamó una vez más entre risas:
—¡Vayamos a conocer a la reina del mar de hierba!
Cuando dieron el alto a la columna, tuvieron que acampar en un lugar que ya había sido usado y abandonado por otros contingentes, y llevó tiempo embutir a ochocientas personas y el cuádruple de caballos en un rincón del inmenso campamento. La ubicación era buena y el agua abundaba, pero de la hierba no quedaban ni las raíces. Antígono dispuso a los caballos casi en el lecho del río, el único lugar donde había algo de pasto que no hubiesen devorado otros grupos, y duplicó los piquetes de vigilancia, porque se veía a los macedonios a tan sólo dos tiros de arco desde la otra margen del río. Lot llegó acompañado de doña Bahareh desde el final de la columna, donde estaban los sármatas. El y Kineas se dieron un fuerte apretón de manos.
—Ella y Zarina son viejas amigas. Nosotros, Zarina y yo, hemos cruzado los aceros algunas veces.
—Bien —dijo Filocles—. Podemos escondernos todos detrás de Bahareh.
La lancera sármata sonrió, era delgada como una rama de árbol y tenía el pelo del color del hierro.
—Yo te protegeré, principito —sentenció—. Saludos, don Kineas.
Srayanka llevó consigo a Ataelo y Parshtaevalt, y Kineas, a León y Diodoro. Filocles nunca precisaba invitación. Fueron sin escolta y dejaron a su gente preparando la cena. Cabalgaron deprisa hacia la tienda de la reina, tan sólo a una docena de estadios pasado el siguiente meandro del río.
Habiendo viajado más de cuatrocientas parasangas desde el vado del río Dios en el pequeño Borístenes hasta el curso superior de Jaxartes, la reina Zarina fue casi una decepción.
Qares, el mensajero de Zarina que había ido a verlos a principios del verano, fue el primero en reconocerlos. Ordenó a un grupo de chicas adolescentes que se ocuparan de los caballos y los acompañó a la tienda de la reina, una magnífica estructura roja y blanca. No había guardias, y la tienda estaba llena de jefes tribales y caballeros sakje, además de otros masagetas vestidos con más sencillez y una docena de esclavos. Si Qares no hubiese estado junto a él guardando un respetuoso silencio, con toda la atención puesta en una mujer de corta estatura enfundada en un simple vestido, Kineas quizá no habría sabido cuál de las mujeres allí presentes era la reina. Había varias con regios atuendos, dos de ellas con armadura, pero la reina se hallaba un tanto apartada del grupo, mirando astas de flecha. Las iba mirando una por una, haciendo comentarios en voz baja a un niño que estaba a su lado con su gorytos de oro, hasta que hubo elegido trece. Las descartadas se las llevaron de la tienda. Kineas tuvo ocasión de observarla mientras hablaba a media voz con el niño y con un hombre de su misma edad que estaba a su lado.
Zarina era una mujer baja, con el pelo gris como el hierro recogido en trenzas muy rectas entretejidas con hilos de oro, y un gorjal de oro era el único signo de realeza que lucía en su persona. En un perchero lacado que tenía detrás descansaban una coraza que alternaba hileras de escamas de hierro y de oro, otro gorjal de oro tan suntuoso como el de Srayanka y un yelmo de oro coronado por un grifo cuyos ojos eran sendos granates. El niño, a todas luces su escudero, volvió a colocar el gorytos en el perchero y le llevó un hacha de mango largo y doble filo. Zarina pasó el dedo por las hojas, primero una y luego la otra, y sonrió. Y, al sonreír, levantó los ojos y de un vistazo reparó en la presencia de Qares y del grupo que lo acompañaba.
—¡Los has encontrado! —exclamó, adelantándose. La tienda se sumió en el silencio al levantar ella la voz, y todas las cabezas se volvieron.
Srayanka fue a su encuentro. Inclinó la cabeza, siendo éste el ademán más parecido a una reverencia que jamás haría un sakje.
Zarina le tomó ambas manos.
—Tú debes de ser doña Srayanka de los Manos Crueles —dijo en sakje. Tenía una voz grave y ronca para ser mujer, pero su tono fue cariñoso y cordial.
—Soy doña Srayanka. He traído a cuatrocientos de los míos a la asamblea de tropas, y mi esposo ha traído a doscientos griegos que son nuestros aliados. Y al príncipe Lot —agregó volviéndose hacia él para invitarlo a aproximarse, y el señor de los sármatas inclinó la cabeza y sonrió.
—Zarina y yo somos viejos amigos —dijo Lot.
—Y acérrimos enemigos —repuso Zarina—. A veces.
Se miraron de hito en hito y en la tienda reinó el más absoluto silencio. La tienda de Zarina alternaba toda ella lienzos rojos y blancos untados en aceite y casi traslúcidos. La luz que se filtraba a través de los lienzos se proyectaba de manera diferente sobre los presentes en la tienda; la reina estaba bañada de luz bajo un lienzo blanco, mientras que Lot estaba cubierto de un rojo sangre. El príncipe hizo otra reverencia.
—Entonces, ¿no has seguido al charlatán de Farmenax? —le preguntó Zarina a Lot—. ¿Sigue haciéndose llamar rey de todos los sármatas?
—El príncipe Lot se ha pasado todo el verano luchando contra Iskander —terció Qares.
Kineas se dio cuenta de que la vieja enemistad mencionada no carecía de fundamento. Había tensión en la postura de Zarina, y Lot estaba más estirado de lo que era habitual en él.
—Sólo un idiota seguiría a Farmenax —dijo Lot.
—Te prohibí ir al oeste —lo reprendió Zarina.
—Dije que regresaría con aliados —replicó Lot—. Y lo he hecho.
Bahareh se adelantó para distraer a la reina, y las dos mujeres se abrazaron.
—Pero que conste que lo prohibí —insistió Zarina.
Kineas pensó que sólo se dirigía a Bahareh. La sármata pegó a la reina en el hombro y protestó:
—Ha hecho lo que dijo que haría, ¿no?
Zarina frunció el entrecejo, pero acto seguido la expresión de su rostro cambió. Se dirigió a Lot.
—Es cierto. ¡Bienvenido!
Como si todos hubiesen estado conteniendo la respiración, un suspiro inundó la tienda y se reanudaron las conversaciones.
La reina Zarina hizo una seña y Kineas se le acercó. Al acortar la distancia, se fijó en que tenía los ojos verdes más oscuros que jamás hubiese visto en un ser humano. Sus manos estaban tan curtidas como las de un leñador.
—¿Es verdad que has venido desde el lejano mar de la Oscuridad? —preguntó Zarina.
—Madre de los clanes, es bien cierto que hemos cabalgado desde el mar Occidental —respondió Srayanka—. Prometí venir y aquí estoy, aunque menos de un diezmo de nuestras tropas han venido conmigo.
Zarina hizo un ademán para restar importancia a aquella reducción de efectivos.
—¿Y las ciudades del mar Occidental enviaron un contingente? ¿De modo que unos griegos irán a luchar contra otros griegos? No he dejado de recibir informes en este sentido durante todo el verano y sigo sin salir de mi asombro.
La mirada de Zarina volvió a posarse sobre Kineas, a quien examinó con el detenimiento que cualquier sakje pondría en un caballo que estuviera pensando comprar o robar.
—Dicen que eres baqca —comentó Zarina.
Kineas hizo una reverencia.
—Soy el strategos de Olbia —precisó—. Un jefe militar.
—¡Hum! —exclamó Zarina. Y no se demoró más en Kineas, dado que Srayanka procedió a presentarle a otros líderes: Diodoro, cuya cabellera y barba pelirrojas hicieron reír a la reina, y Parshtaevalt, y León, cuya piel oscura tocó varias veces. A continuación, le llegó el turno a Ataelo. Zarina enarcó una ceja.
—Tú perteneces a mi pueblo, ¿no? —preguntó Zarina.
Ataelo se encogió de hombros a la manera griega.
—Me marché al oeste hace muchos años, señora —contestó—. Ahora sirvo a doña Srayanka.
Zarina frunció los labios y pasó al siguiente hombre que iban a presentarle, y entonces Filocles dio un paso al frente. Lo miró de arriba abajo.
—¿Tú eres espartano? —inquirió.
—Lo soy —contestó Filocles, obviamente complacido de que allí, en los confines del mundo conocido, se conociera la palabra «espartano».
—¡Hum! —murmuró la reina. Las dos mujeres que llevaban armadura rieron; ambas tenían aspecto de ser muy fuertes. Una de ellas se abrió paso para palpar los bíceps de Filocles. Asintió con un ademán de aprobación.
—Así es como debe ser un hombre —le dijo a Srayanka—. ¿Por qué no te casaste con éste?
Srayanka soltó un resoplido.
—¡No sabía montar! —repuso entre risas.
Zarina se rió tanto que tuvo que llevarse las manos a la barriga. Cuando se serenó, siguió sonriendo de oreja a oreja.
—Sed todos bienvenidos a mi campamento —dijo—. Veré si mis esclavos pueden haceros un hueco para la cena. Esta noche establecemos el orden de batalla. ¿Vuestros caballos están preparados para entrar en combate?
Srayanka sacudió la cabeza.
—Lo suficiente. Echamos de menos el grano de casa. Ninguno de nuestros caballos de batalla está en plena forma.
Zarina asintió.
—Estamos agotando los pastos. Iskander está agotando los suyos. La lucha no puede demorarse.
La cena fue frugal y le recordó a Kineas las cenas con Satrax: cordero especiado servido en el mismo caldero de bronce en el que se había guisado, y cada hombre y mujer rebañando con pan ácimo la olla. El cordero estaba delicioso, pero no había ni vino ni aceite. Nadie hablaba. Los invitados allí reunidos comieron deprisa y sin distraerse, y luego aguardaron en silencio a que Zarina se pusiera de pie.
—Ahora —anunció a sus invitados—, discutiremos cómo mostrar a Iskander nuestra fuerza.
La reunión de los jefes de todos los escitas hizo que Kineas recordara que realmente se hallaba entre bárbaros. Hablaban todos a la vez y sin parar. Los caciques en ningún momento abordaron consideraciones tácticas, sino que se limitaron a exigir a gritos preferencia en la batalla, ya fuera para situarse a la izquierda o a la derecha de la línea o para ocupar la posición que custodia el estandarte, basándose en antiguas tradiciones o en privilegios ganados a pulso por los barbudos señores de la guerra.
La reina Zarina se mostraba indiferente y observaba a sus jefes tribales con evidente orgullo, segura de su fuerza. Kineas, rodeado por Diodoro, Srayanka y Ataelo, guardaba silencio, susurrando de vez en cuando su indignación ante tan caótica exhibición de arrogancia.
Lot sonrió con ironía.
—Había olvidado cómo era esto —dijo.
Ataelo meneó la cabeza.
—Por luchar demasiado tiempo con griegos —repuso—. Sakje por hablar.
—¿Saben quién es Alejandro? —preguntó Diodoro—. ¿Creen que pueden cabalgar en círculos por el llano disparando flechas y alzarse con la victoria?
Filocles llevaba más de una hora callado.
—Admiro a este pueblo —confesó—, aunque nadie ha propuesto que nos larguemos sin más y dejemos que Alejandro se muera de hambre en los altiplanos. ¿Dónde está la sabiduría de los asagatje? ¿Dónde está su Satrax?
Srayanka se tiró de una trenza, inquieta por sus hijos.
—Ya no me acordaba de cómo éramos en tiempos de mi padre —dijo—. Lo cierto es que Kam Baqca y Satrax nos hicieron más grandes. Y tú también, esposo mío. Vosotros tres hicisteis que cada líder viera su lugar.
—A lo mejor si hablaras con la reina… —le sugirió Diodoro.
Srayanka negó con la cabeza.
—Aquí soy tan extranjera como cualquiera de vosotros. Debo ir a atender a mis hijos. Tengo los pechos llenos. —Besó a Kineas en la mejilla.
Lot torció el gesto como si oliera algo podrido.
—Conozco a Zarina desde hace mucho tiempo —observó—. No te resultará fácil decirle nada. Aprecia más a las mujeres que a los hombres, aunque menos a las que tienen hijos. —Miró a Srayanka, que asintió mostrándose de acuerdo—. Estima a los hombres, pero sólo por su fuerza, no por su sabiduría, ni siquiera en la guerra. —Lot echó una mirada a Filocles—: Quizás el espartano pueda transmitirle un mensaje. Le han impresionado su fortaleza y su ascendencia. Y doña Bahareh la conoce desde hace años.
Los caciques siguieron discutiendo a gritos hasta el ocaso, y llegaron exploradores para informar de que Iskander había situado ballestas a orillas del río y estaba ensamblando balsas. Srayanka se marchó. Kineas se mesó la barba mientras escuchaba la creciente excitación. Los rumores sobre el inminente ataque de Alejandro no hicieron sino alimentar el griterío, y la reina observaba con una expresión tolerante y divertida que la revelaba más interesada en ser la señora de la guerra de aquellos jefes que en trabajar para vencer al enemigo común. Diodoro meneó la cabeza.
—Van a servirles sus cabezas en bandeja. ¡Por los huevos de Ares, Kineas! ¿Hemos cabalgado quince mil estadios para ver cómo Alejandro despacha otra horda de tribus como hizo con los tracios? Larguémonos; la derrota será aplastante.
Kineas estaba harto de aguardar sin hacer nada.
—Hay cierta ironía divina —interrumpió— en que todos veamos cómo Alejandro va a atacar sin que nadie se digne a prestarnos atención.
Se encogió de hombros y sacó a sus camaradas de la gran tienda. Atardecía sobre el campamento sakje, cuyas tres mil fogatas titilaban a lo largo del meandro del río. El aire olía a caballo y a leña quemada.
—Deberíamos regresar mientras aún quede algo de luz —sugirió Kineas.
—Yo intentaré hablar con la reina, si me lo permites —propuso Filocles. Miró a Bahareh y Ataelo.
—¿Cuándo has necesitado mi permiso? —Kineas dio una palmada en el hombro al espartano—. Esto no pinta tan mal como todos pensáis. Su propio caos les será propicio contra Alejandro. Es casi imposible planear una batalla contra cien generales. Nuevas fuerzas llegarán al campo de batalla a lo largo de todo el día, y cada cual actuará según lo estime conveniente, sin ataduras de precedencia o estructura.
—¿Qué quieres hacerle saber a la reina? —preguntó Bahareh.
Kineas buscaba sus caballos, atados junto a una manada de magníficos corceles traídos por doscientos jefes. Le complació que Talasa encabezara la suya, rodeada de admirados niños masagetas y una docena de respetuosos adolescentes. Una muchacha muy seria le entregó las riendas y asintió.
—Es todo un caballo —dijo—. ¿La vendes?
Kineas sonrió, imaginándose los potros de Talasa.
—Jamás —respondió en sakje—. Pero deseo que encuentres un caballo tan bueno como ella.
Se saludaron inclinando la cabeza y Kineas se sirvió de su lanza para montar de un salto a la silla, alardeando ante los niños como si fuese un guerrero mucho más joven. Se inclinó hacia Bahareh.
—Pide permiso a la reina para remontar el río hacia el norte hasta el próximo vado —le recordó— y así precavernos contra un ataque por el flanco. Dile que pensamos que Alejandro ordenará cruzar a su mejor caballería y a su más curtida infantería al alba de mañana o pasado, y que nosotros enviaremos un contingente aguas arriba, hacia el norte. Pídele que nos autorice a repeler la ofensiva por el norte. —Hizo girar a Talasa con una pirueta para gran admiración de todos.
—¿Eso es todo? —preguntó Filocles—. ¿Alejandro cruzará y nosotros lo repeleremos en el vado del norte?
Kineas asintió.
—Eso es todo. Intentar explicar a esta gente cómo luchar contra Alejandro sería como intentar enseñar a debatir a un ateniense. Cualquier cosa aprendida a medias tintas no hará más que entorpecerlos.
Bahareh miró a Kineas con respeto.
—Eres sabio —afirmó—. Temía que quisieras decirle a la reina cómo debe combatir.
—Esperadnos. Es tan posible que nos reciba como que no. En cualquier caso, tardaremos poco —dijo Filocles.
Diodoro sonrió con complicidad.
—Si le muestras tus músculos no tardarás tan poco, espartano —bromeó—. Toda la noche, quizá.
Filocles golpeó al ateniense en la rodilla, lo bastante fuerte para que le doliera.
—Valora a los hombres en su cama justo en la misma medida en que yo valoro a las mujeres —repuso el espartano.
Bahareh se tapó la boca con la mano y carraspeó. Filocles hizo una seña a Ataelo, que se encogió de hombros mirando a Kineas y lo siguió, y luego su desteñida capa roja revoleó antes de desaparecer en la penumbra.
Kineas iba de un lado a otro en su caballo. Se le acercó un chico a lomos de una hermosa montura, un corcel del que con razón estaba orgulloso, y Kineas, empujado por un daimon, aceptó el desafío a echar una carrera. De la oscuridad surgieron antorchas y otros jinetes mientras Diodoro lo acusaba de portarse como un crío.
—¿A qué viene esta chiquillada teniendo una batalla mañana?
—¡Calla! —gritó Kineas—. Estoy haciendo un sacrificio a Poseidón.
Diodoro frunció los labios.
—Espero que no sea pura jactancia —voceó mientras Kineas se dirigía a la lanza de salida.
La carrera fue como nadar en oscuridad y fuego desde el primer impulso de los cuartos traseros de Talasa hasta las últimas zancadas que dio el pelotón de cabeza al irrumpir en el círculo de teas de la meta, donde lo recibió semejante griterío que se alzó por encima de la discusión en la tienda de Zarina como una ofrenda al Caballo-Dios, a quien Kineas elevó una plegaria mientras los sakje lo abrazaban por su victoria.
Diodoro, sentado en su caballo de combate, meneaba la cabeza.
—¿Acaso tienes doce años? —preguntó.
Kineas negó con la cabeza.
—Ofrezcamos ese sacrificio a Poseidón.
Kineas se las arregló para dar a entender que quería comprar una cabra y le trajeron el animal. Un baqca masageta, resplandeciente con su cornamenta de caribú y sus vestiduras de seda, los condujo más allá de la tienda de Zarina hasta el altar del campamento. Kineas sacrificó al animal con sus propias manos, degollándolo y apartándose a tiempo del chorro de sangre con la soltura de quien tiene práctica. Entonó el himno con León y Diodoro.
Poseidón, Señor de los Caballos,
tú que amas el rítmico batir
de cascos en la dura batalla
y a quien los relinchos suenan a gloria,
y que cuando nuestros caballos de negra crin
ganan la copa de los vencedores,
su rapidez alegra al soberano
de la procelosa mar océana…
Lo entonaron hasta el final, y Kineas sonreía como si tuviera la mitad de su edad. Filocles vino cantando el himno, y con él muchos de los comandantes de Zarina, y detrás de ellos la propia Zarina, hablando con mucha gesticulación con Ataelo, que arrugaba la frente.
Kineas estaba con Talasa junto al altar, rodeado de guerreros masagetas y dahae, muchos de los cuales se acercaban a tocar a su caballo. Vio que una niña le arrancaba unos pelos de la cola, y se disponía a interrumpirla cuando se encontró frente a frente con Zarina.
—Ahora entiendo que mi joven prima se casara con un griego —dijo, y asintió gravemente—. Ve al norte si allí es donde ves al enemigo, Kineax. He escuchado al espartano; he entendido lo que me ha dicho. —Se encogió de hombros—. Ninguna reina se ha enfrentado jamás a una batalla tan grande, con todo el poderío del pueblo. No soy persa, no beso y abrazo a mis jefes hasta que se van hoscamente a ocupar una posición cuidadosamente fijada en la línea de batalla. Y tampoco soy Qu’in, con carros de combate y caballos y filas de hombres como fichas en un tablero de juego. Soy la reina de los sakje y mis jefes lucharán como perros para ocupar una buena posición en la línea de batalla. Haz lo que quieras; eres un militar. Estas son las órdenes que te doy, las mismas que doy a todos los jefes: eres un hombre libre. Haz lo que quieras.
Mientras regresaban al lugar que tenían asignado, Filocles parloteó sin cesar sobre el rato que había pasado con Zarina.
—Es exactamente la clase de bárbara que Solón o Tales habrían admirado. Totalmente libre. —Meneó la cabeza, apenas visible a la luz de la luna—. Le he advertido que Espitamenes está de camino. Lo conoce. Deduzco que se trata de un matrimonio de conveniencia.
—Mientras él esté a la derecha y nosotros a la izquierda —observó Kineas—. Ahora bien, como se ponga delante de Srayanka, ella lo matará y al Hades con las consecuencias.
Llegaron a su campamento con el último resplandor en el horizonte de poniente. Las hogueras estaban encendidas y los guerreros comían su rancho. León aguardó hasta que se llevaron los caballos para estacarlos.
—Tenemos comida para veinte días más, y luego a apretarse el cinturón —señaló.
—Toda la hueste de los sakje se encuentra en la misma situación —dijo Diodoro amargamente—. Lo único que tiene que hacer Alejandro es aguardar mientras desaparecemos.
—Hace dos horas estabas dispuesto a marcharte —recordó Kineas.
—He cabalgado hasta aquí por algo —repuso Diodoro, sobreponiéndose a sus propios comentarios.
—Alejandro está en la misma situación. Ha reunido a todos sus ejércitos de Oriente al borde de un desierto, y ha pasado el verano combatiendo contra partisanos. No cuenta con las provisiones de comida a las que está acostumbrado. Nos enfrentaremos a él, mañana o pasado mañana. Apuesto a que será pasado mañana.
Srayanka vino con Antígono y el resto de los jefes y oficiales, como si Kineas hubiese convocado un consejo. Permanecían callados, y Kineas sonrió al pensar en el alboroto que habían armado los sakje ante la tienda de seda roja y blanca de la reina.
—¿Están bien? —preguntó Kineas a Srayanka.
Srayanka sonrió.
—¿Crees que vendría aquí a hablar de guerra si mis hijos no estuvieran bien? —preguntó ella a su vez. Miró irónicamente a Samahe—. Me estoy volviendo como mi madre. De joven cabalgó con las lanceras, pero en su madurez fue ante todo madre y se ablandó.
Kineas le cogió el mentón y la besó.
—Dudo mucho que tú te ablandes —le dijo.
—Dejemos que Espitamenes se ponga a tiro y ya veremos —repuso ella.
—El enemigo es Alejandro —señaló Diodoro.
—Alejandro fue educado —observó Srayanka. Sacudió la cabeza hacia atrás—. Hefestión, a ése sí que lo castraría, aunque sólo fuera por Urvara.
Kineas notó que se le encogía el estómago.
—No sabía nada de esto —confesó.
Srayanka se encogió de hombros.
—Es una chica dura —aseveró—. No la destrozó, y el joven olbiano la ama, y se ha curado. No es preciso decir más. Pero Hefestión…
Ninguno de quienes miraban a Srayanka a la luz de la hoguera tuvo que preguntarse si la maternidad la había ablandado. Srayanka ladeó la cabeza.
—Y bien, esposo, ¿ves la batalla en tu cabeza?
Kineas bosquejó su plan allí mismo, a pie de fogata. Hizo dibujos en el polvo con la punta de un cuchillo que había encontrado junto al fuego.
—Ataelo y yo —explicó— estamos de acuerdo en que Alejandro enviará un contingente al norte, ya sea a sus órdenes o al mando de alguien que goce de su confianza. Eso lo aprendió de Parmenio. Seguramente será Filotas, ¿no creéis?
—¡A Filotas lo asesinó! —corrigió Diodoro—. La edad te está afectando.
—Tanto peor para él —repuso Kineas—. Filotas era su mejor oficial después de Parmenio. Entonces, ¿Eumenes, tal vez? ¿El cardio?
—¿Y Cratero? —preguntó Filocles—. Yo nunca serví al monstruo, pero conozco algunos nombres. ¿Por qué no Cratero?
Kineas se encogió de hombros.
—Alguien peligroso, con buenas tropas, seguramente sólo caballería. Sigo viendo a Filotas. —Hizo una pausa y vertió una libación al espíritu del fallecido—. Marcharán al norte hasta el próximo vado, el que Ataelo ya ha localizado, e intentarán arremeter contra el flanco de la reina. Si actuamos rápido, los detendremos en el vado. Es el mejor servicio que podemos prestar a este ejército.
Todos estuvieron de acuerdo.
—Y, si Zarina pierde, tendremos el camino despejado para regresar a casa —agregó Srayanka. Kineas asintió.
—Sí —confirmó, sin entrar en detalles.
—Supongamos que detenemos a ese macedonio y que lo hacemos huir en desbandada por donde ha venido —aventuró Samahe. Se encogió de hombros, mirando extrañada a su alrededor—. ¿Por qué me miráis así? ¡Somos famosos por las batallas que hemos ganado!
Su comentario fue recibido con risas.
—Entonces, ¿qué? ¿Eh? —preguntó desafiante.
—La verdad es que no lo sé —admitió Kineas—. Podríamos cruzar detrás de ellos y devolverles el favor, aunque me inclino a pensar que el combate no nos dejará en condiciones de atacar su flanco; además, somos muy pocos. No obstante, deberíamos ser capaces de cerrar filas en nuestro bando —el cuchillo de Kineas trazó un surco negro a lo largo de la orilla sakje de la línea que representaba al Jaxartes— y arremeter contra el flanco de su contingente principal.
—Nuestros caballos estarán reventados —señaló Srayanka meditabunda.
Diodoro había encontrado un canasto que usaba a modo de banqueta. Se inclinó hacia delante, haciéndolo crujir con su peso, y señaló el mapa dibujado en el suelo con un palo.
—¿Qué pasa si Alejandro lleva el grueso de sus tropas al vado del norte? —preguntó.
—¡Hum! —exclamó Filocles—. ¿Cuánto duraríamos?
Kineas meneó la cabeza.
—Yo ni siquiera lucharía, aparte de provocar alguna escaramuza para que le costara cruzar. —Sonrió con amargura—. No duraríamos mucho.
—No —corroboró Diodoro—; y, en cualquier caso, no valdría la pena. Este ejército sakje no es una falange, Filocles. Si atacas a los sakje por el flanco, dan media vuelta y atacan otro día. Si Alejandro quiere una batalla, tendrá que acosarlos, no darles opción y atacar.
Srayanka asintió como si estuviera conversando consigo misma.
—Escuchad. Luchemos como asagatje. Llevemos allí a todos los caballos de refresco. —Indicó un lugar justo al oeste del vado y luego señaló a Diodoro—. Si las peores previsiones de Diodoro se cumplen y Alejandro viene por el norte, podemos batirnos en retirada, cambiar de caballos y desaparecer. Aunque nos persigan, nadie nos alcanzará si tenemos caballos de refresco. ¿Sí?
En torno a la hoguera, todos los jefes y oficiales asintieron. Lot le dio una palmada en la espalda.
—Manos Crueles, seguís siendo los más astutos.
Srayanka prosiguió, dedicando una sonrisa muy poco maternal a su marido.
—Si nos enfrentamos a ese flanco y vencemos, nos tomamos nuestro tiempo para cambiar de caballos y acudimos a la batalla principal con monturas de refresco.
Kineas la abrazó y le dio un beso. Los demás líderes armaron jolgorio riéndose de ellos. Cuando sus labios se separaron, Kineas meneó la cabeza.
—Besas mejor que cualquiera de mis demás capitanes de caballería —dijo. Y Srayanka le dio una patada en la espinilla.
Diodoro volvió a mirar el mapa dibujado en la arena.
—Deberíamos trasladarnos esta noche —sugirió. Miró a Srayanka y se encogió de hombros con ademán de disculpa—. Cuarenta estadios a la luz de la luna no son nada después del desierto. Y así no habrá polvo que nos delate.
—Ulises, como de costumbre, lleva razón —declaró Kineas. El y Srayanka intercambiaron una larga mirada porque les estaban arrebatando unas horas preciosas que nunca volverían a tener.
—Montaremos juntos, como hacíamos cuando nuestro amor era joven —dijo ella, y comenzó a fallarle la voz, aunque no se le llegó a quebrar—. Te preguntaré los nombres de las cosas en griego y tú me preguntarás palabras en sakje, y nos olvidaremos del futuro y sólo conoceremos el presente.
Filocles no pudo soportarlo y se dio media vuelta.
Ataelo ya estaba dando órdenes para reunir a los caballos y Antígono fue a transmitir la impopular decisión, pero el resto permaneció junto al fuego. La noche caía deprisa en las llanuras.
—¿Dónde estará Coeno? —preguntó Diodoro. Aguardó un momento y luego decidió que Kineas no lo había oído—. ¿No te preguntas…? —comenzó, y Kineas se volvió.
—Coeno debe de estar contemplando el amanecer sobre las montañas de Hircania —aventuró Kineas.
—¡Por Atenea y Hermes! ¿Tanto hemos cabalgado por el desierto? —preguntó Filocles.
—Sí —gruñó Ataelo.
Diodoro se mesaba la barba.
—Cada vez que besas a Srayanka añoro más a Safo —confesó.
Kineas le dio una palmada en el hombro.
—Se avecinan días de grandeza —dijo. Estaba triste y contento a la vez. Y luego, tras una pausa, agregó—: Cuida de Filocles cuando yo me haya ido.
Diodoro tosió para disimular las lágrimas que relucían sobre sus mejillas.
—Me resisto a creer que ocurrirá lo que dices; que sepas la hora de tu muerte. —Se sorbió la nariz—. ¿Estás seguro?
Kineas le dio un abrazo.
—Conozco esta batalla —se limitó a decir—. Yo muero.
—¿Filocles? —preguntó Diodoro, enjugándose los ojos con el dorso de la mano—. ¡Por Ares! ¡Srayanka es quien va a necesitarnos!
—No —repuso Kineas—. Srayanka será reina, y todos los sakje serán su marido. Filocles sólo te tendrá a ti.
Diodoro se mordió el labio.
—¿Recuerdas las clases de espada con Focionte? —preguntó.
—Pienso en ellas sin cesar —respondió Kineas. Los dos hombres seguían abrazados.
—Seré el último que quede —observó Diodoro. Lloraba, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas como las aguas lodosas del Jaxartes.
—Pues debes de ser el mejor —dijo Kineas—. Cuando yo caiga, asume tú el mando. Y no sólo para una acción. Te dejo el legado de mis batallas.
Diodoro retrocedió, tapándose el rostro con la mano.
—Nunca he sido el strategos que tú fuiste —se quejó.
Kineas lo agarró del cuello.
—Hace dos años, eras soldado de caballería —le recordó—. Pronto lucharemos contra Alejandro. Sabes mandar. Te encanta mandar.
—Los dioses saben que es cierto —asintió Diodoro.
—Te dejo el legado de mis batallas —repitió Kineas.
—Deberías ser rey. Rey del Bósforo entero.
Kineas notó sus propias lágrimas al pensar en todo lo que se perdería. Sus hijos, lo que más.
—Convierte a Sátiro en rey —dijo—. Yo soy demasiado ateniense para serlo.
El otro ateniense se irguió.
—Lo haré —afirmó con resolución.
Cubrieron cuarenta estadios en un sueño de oscuridad con el tenue brillo de la luna en la arena, y la mano de Artemis cazadora los ocultó. Los prodromoi de Ataelo aguardaban en cada obstáculo y cada giro, guiándolos en torno al campamento sakje en la noche, mostrándoles por dónde cruzar un barranco con un borbotante arroyo en el fondo y alrededor de una colina de esquisto que podría haber lastimado a los caballos a oscuras, hasta que llegaron a la parte de atrás de una larga serrezuela perpendicular al Jaxartes. Ataelo cabalgó hasta Kineas.
—Para luchar —dijo en voz baja. Señaló risco abajo hacia el río donde un pronunciado meandro relucía a la luz de la luna—: ¡Iskander! —exclamó Ataelo, y señaló al otro lado del río, donde mil estrellas naranjas brillaban a los pies de los Montes Sogdianos: las fogatas de los ranchos de Alejandro.
Siguieron cabalgando por espacio de una hora; la columna serpenteaba a sus espaldas hasta perderse de vista entre las sombras de los montes. Doce estadios después, según cálculos de Kineas, bajaron por un abrupto sendero hacia el río, al que oían sin llegar a verlo.
Kineas cabalgó hacia el fondo del valle, sin preocuparse de que hubiera o no patrullas enemigas, ansioso por inspeccionar el terreno lo mejor posible; y Srayanka fue con él, seguida por su séquito. Montaban codo con codo, casi en silencio.
Se detuvieron al llegar a la orilla del vado.
—¿Y bien? —preguntó Srayanka.
Kineas meneó la cabeza y sonrió.
—No sé qué significa, pero éste no es el lugar de mi sueño —dijo—. El cauce es demasiado estrecho. —Señaló al otro lado—. No hay árboles derribados. Ningún árbol gigante en la otra orilla.
Srayanka exhaló como si llevara todo el día conteniendo la respiración.
—¿Y entonces? —preguntó. Kineas miró al cielo.
—No habla mi orgullo desmedido —respondió—. Cuando los macedonios vengan a este campo, triunfaremos.
Se volvieron sin decir más y cabalgaron a lo largo de los riscos para acampar, y tal vez robar unas horas de sueño a lo que quedaba de la noche antes del nerviosismo previo a la batalla.
Aunque Kineas no durmió. Permaneció despierto, con el cuerpo entrelazado en el de Srayanka. Ya no necesitaba dormir. Ya no tenía intención de ceder un solo instante al sueño.
El final estaba tan próximo como la punta de su lanza.