28

—Llevamos caballería detrás —dijo Diodoro en cuanto montó. Hacía cuatro días que habían abandonado el Polytimeros para cabalgar hacia el norte, con las colinas del Abii a su derecha y los Montes Sogdianos como una mancha borrosa en el sur. Diodoro iba tan sucio de polvo que su clámide, su rostro y su túnica eran todos del mismo color. Su sombrero de paja de ala ancha tenía los bordes raídos—. ¡Buf!, cabalgar con tantas trabas es como para desalentar cualquier idea de gloria.

—¿Cuántos son? —preguntó Kineas. Volvió la vista atrás, aunque lo único que se veía era la polvareda que levantaban. Estaban un día y una noche al norte del último arroyo y, pese a haber hecho acopio de toda el agua que podían cargar, la carrera a través de las llanuras secas ya había causado bajas equinas.

—¿Ochocientos? ¿Mil? Sin caballos de refresco, según Ataelo. —Diodoro usó el pañuelo con el que se cubría la cabeza para limpiarse la cara—. Estaban acortando distancias con nosotros, pero Ataelo los atacó por sorpresa mientras abrevaban a las bestias.

El último abrevadero quedaba casi a cien estadios detrás de ellos.

—Jamás nos alcanzarán —comentó Kineas. Diodoro sonrió.

—Eso mismo dijo Ataelo —corroboró, y tosió—. Y eso fue antes de que les birlara cincuenta caballos.

Filocles se apartó el pañuelo de la nariz para hablar:

—No los subestiméis. Cruzaron montañas y desiertos para venir hasta aquí. —Hizo ademán de asentir—. Si tenemos problemas de agua, no podremos volver atrás.

Kineas asintió.

—Justo lo que necesitaba, otro motivo de preocupación —dijo.

—Por algo eres el strategos —repuso Diodoro—. Yo antes comandaba dos escuadrones de caballería, pero ahora sólo soy jefe de patrulla. —Se rió—. A este paso, dentro de pocas semanas me veré como comencé: soldado raso de caballería.

Kineas se cubrió la cara con el pañuelo.

—¿Tan malo era? —preguntó.

—¡Qué va! —contestó Diodoro.

Aquella noche hubo agua, la suficiente para hacer enloquecer a los caballos, aunque no para saciarlos. Pese a las precauciones tomadas, surgieron problemas. La gente se mostraba adusta, las monturas se hacían daño a sí mismas y los principios de la disciplina griega entraron en conflicto con las ideas sakje sobre el cuidado de las caballerías.

Kineas trataba de imponer su autoridad sin perder la calma; pero, al no conseguirlo, propinó un puñetazo a un celta que estaba perdiendo la cabeza y luego gritó hasta enronquecer. Enojado consigo mismo y con su mando, se dirigió a la fogata de su rancho y se sentó con sus hijos en brazos mientras Srayanka pasaba revista a la guardia con Diodoro. La única poza arenosa del lecho del arroyo daba el agua justa para abrevar a un caballo cada pocos minutos, con lo cual todo el mundo se exponía a pasar la noche en vela.

Srayanka regresó cuando la luna ya se había ocultado. Suspiró y se dejó caer contra la espalda de Kineas, y juntos contemplaron las estrellas.

—¿Han dormido? —preguntó Srayanka.

—Sí —respondió Kineas. Había reservado el agua de su cantimplora para ellos durante todo el día y les dio cuanta quisieron antes de acostarlos. Habían dejado lo suficiente para que la cantimplora hiciera un atrayente ruido al agitarla. Se la pasó a su esposa, que bebió un sorbo, lo retuvo en la boca y se lo tragó.

—Toma tú el resto —dijo Srayanka.

A Kineas le supo a ambrosía.

Y entonces todos se quedaron dormidos.

Estaba de pie a los pies del árbol y tenía a Ajax y a Niceas frente a él.

—¿Preparado? —preguntó Niceas.

—No —contestó Kineas.

Niceas asintió.

—Pues prepárate —repuso. Más allá de sus espaldas, en el llano, había miles de cadáveres; unos putrefactos, otros desmembrados. Cerca de Ajax, se erguía un guerrero geta con una mano cortada y un limpio pinchazo en el vientre.

»¡Haz lo que tengas que hacer! —dijo en griego. Aquéllas habían sido sus últimas palabras, pero las había pronunciado con cierto apremio. Le hizo un tajo a un guerrero sakje con una hermosa armadura de escamas; Satrax, por supuesto. Pero el rey lo abatió de un solo mandoble.

Detrás de los getas había más hombres, mayormente persas. El hermanastro de Darío intentaba hacer retroceder a Graco.

—Éstos son todos los hombres que he matado —dijo Kineas. Empezó a tener miedo, incluso en el sueño. Los hombres que había matado eran muchos. ¿Y para qué? Mientras aguardaba a perder su propia vida, se encontraba valorándola más que nunca. Y cada uno de ellos la había valorado de igual modo.

Ahora intentaban abrirse paso entre otros fantasmas, presos todavía de la furia del combate.

Niceas lo agarró de la mano y lo empujó hacia el árbol. Sus manos eran huesudas.

—¡Vete! —le dijo—. ¡Trepa! —Parecía desesperado—. ¡No permitas que esto haya sido en balde! —gritó.

Y entonces Kineas se vio en el árbol, mirando hacia abajo al círculo de amigos muertos que repelían la creciente marea de cadáveres. Arrancó sus ojos de aquella visión y trepó más arriba, balanceándose de una rama a la siguiente a un ritmo que habría sido imposible en el mundo de la vigilia, pero sintiendo una fatiga absolutamente real. Tenía la boca seca. Había subido tanto que el propio árbol, pese a su inmensidad, se movía, de modo que la parte alta se balanceaba como el mástil de un barco; ¿o acaso el pensar en un mástil le imprimía el movimiento?

El ascenso devenía mucho más dificultoso a medida que se acercaba al final; la inmensidad del cielo del ocaso le llenaba la cabeza. Los rayos jugaban en cada rama y el tronco se movía debajo de él como un animal salvaje.

En medio de su camino, las ramas delgadas de arriba se entretejían como las de un olivo viejo, formando una barrera semejante a un canasto de mimbre encima de su cabeza, e hizo una pausa, tratando de abrir un hueco. Parecía que fueran las ramas las que lo empujaban a él, y las más finas le azotaban el rostro y las manos sacudidas por el viento.

Empujó, usando la fuerza del sueño contra las ramas, y mientras empujaba tuvo la impresión de que lo engullían; ya no sabía, como ocurre en los sueños, si estaba trepando o cayendo, atrapado en un túnel oscuro de ramas que tiraban de él y lo oprimían, y…

Al otro lado del río había un árbol; un sauce solitario alcanzado por un rayo en un pasado inconcebiblemente remoto, pues seguía siendo un árbol imponente incluso muerto, y sus primos crecían dispersos en la orilla opuesta.

Lo que quedaba de la caballería enemiga buscó refugio tras el árbol muerto. Un guerrero con una armadura magnífica y un yelmo de oro intentaba reagruparlos, señalando con su arco hacia el río. Unas cuantas flechas disparadas contra ellos se quedaron cortas, y Srayanka sonrió; una sonrisa cansada. El correspondió a la sonrisa y le hizo una seña, y Srayanka se llevó la trompeta a los labios. Sobre el remolino rojo de polvo vio el último retazo de cielo azul, y un águila volaba en círculos en lo alto.

—¡A la carga! —gritó.

Hizo el gesto…

Y estaban en el río, cuerpos apilados como peces, destripados, durante la crecida de primavera del Tanais. Su sangre teñía de rosa la espuma del río al atardecer. Avanzaron salpicando a través del río; las gotas atrapaban el sol como joyas y el agua fría era una bendición después de una dura jornada de batalla.

Los castigados taxeis, con lo que quedaba de ellos ya de regreso, se esforzaban por volver a formar con un solo oficial que tenía malherido el brazo de la espada y los instaba a reagruparse.

El hombre del yelmo de oro sacó su arco, pese a que sus camaradas lo abandonaban…

Kineas estaba en mitad del río, su corcel gris acero avanzaba con cuidado a causa de la grava y las rocas, y entonces sintió un golpe en la barriga. Cielo, frío, agua…

—¡Estás despertando a los niños! —susurró Srayanka. Parecía asustada. La escuchó arrullar a los niños y sintió… nada.

Tardó mucho tiempo en volver a dormirse.

Por la mañana, los caballos estaban débiles y mal dispuestos. Había poca agua en el campamento y aún les quedaban dos días de viaje para volver a abastecerse. Las columnas emprendieron la marcha con un mínimo griterío de órdenes, como si dos años de campaña no hubiesen sido más que prácticas para aquellos días en que cada minuto contaba. El suelo era todo hierba seca y grava endurecida, y avanzaban tan rápido como el estado de los caballos permitía. Srayanka tenía mala cara; perdía fluidos con la leche y estaba preocupada por los niños.

—¡Esto es de locos! —le dijo Kineas—. Cabalgo hacia mi muerte y tú me sigues a la tuya. Los niños… Tenemos que dar media vuelta.

Cada palabra pronunciada suponía un gran esfuerzo, y tenía la boca como la de un borracho tras una larga noche bebiendo.

—¿Media vuelta? —replicó Srayanka—. ¿Tan débil me crees? —Se volvió y saludó con la mano a las silenciosas figuras que marchaban penosamente a través del polvo—. Nuestros hijos son todo lo fuertes que necesitan ser. —Se dobló por la cintura un instante y acto seguido se enderezó—. Hay que encontrar agua.

Kineas se rascó la barba.

Cuatro tragos de agua después cruzaron una serrezuela y, tras encontrarse con Nihmu, que hacía las veces de guía, se dispusieron a girar hacia el este, alejándose del sol. Las montañas permanecían a mano derecha, y lo único que se veía a lo lejos era la reverberación de la calima.

Nihmu se aproximó a Srayanka y, sin mediar palabra, le dio un odre de vino lleno de agua.

La columna se había detenido para cambiar de caballo, era el único alivio que tenían, y todos los ojos se clavaron en el odre de vino como si resplandeciera con el fuego de un dios triste.

—Para los niños —dijo Nihmu. Su tono de voz era curioso, casi triunfante, o de regodeo.

Srayanka asintió y aceptó el odre. Luego hizo una seña a Samahe; desde la muerte de Irene, Samahe se había convertido en su hipereta.

—Que todo el mundo beba un sorbo —dijo—. Yo tomaré lo que quede.

Se lo dio a Samahe, que lo inclinó con el brazo y se lo pasó a Diodoro. Diodoro lo miró con asombro, y luego la miró a ella. Pero también él lo alzó brevemente antes de pasarle el odre a Antígono, que se lo pasó a Parshtaevalt, y así sucesivamente a lo largo de la columna. Kineas podía seguir el traslado del odre por el alboroto que armaban los caballos, casi como si un camello anduviera entre ellos.

Cuando cambió de caballo eligió a Talasa porque estaba descansada, con la cabeza en alto, y como con ganas de que la montara. Le costó tres intentos subir la pierna a sus lomos, de agotado que estaba. Oyó que el odre regresaba hacia la cabeza de la columna. Le ocupó la mente como algo soñado y las ansias de agua apartaron cualquier otro pensamiento. Imaginó que el agua aún estaría fría, vigorizante, procedente de algún arroyo de las montañas que Nihmu había explorado.

—Nadie beberá —dijo Nihmu a su lado. La niña estaba tan bronceada que rivalizaba en aspecto con León, y llevaba un sombrero de paja sobre un griñón de lino para protegerse la cara del sol—. El agua es para los niños, y tu pueblo lo sabe.

Kineas la miró anonadado. Dudó tener la disciplina necesaria para renunciar a su trago de agua.

El odre de agua ya había llegado a manos de Cario. Cario lo miró con evidente nostalgia, pero no se lo llevó a la boca, optando por pasárselo a Kineas. El odre estaba lleno hasta más de la mitad; algunos jinetes habían bebido un sorbo. Pero su disciplina era digna de encomio, toda una lección de humildad. Kineas bebió el agua justa para recuperar el movimiento de la lengua.

—Hay que conseguir agua esta noche —observó Nihmu—. O muchos morirán.

Kineas la miró.

—¿Por qué no buscas agua?

—Ya lo he hecho —repuso—. Esa agua. —Kineas aún tenía el odre en sus manos, y se lo pasó a Srayanka—. Hay un largo camino hasta esa agua, señor. Puedo llevarte allí. Ataelo ayudará. Pero tú debes conducirnos. —Nihmu volvió la cabeza para mirar hacia el horizonte.

—Gracias —dijo Srayanka—. Pero ¿crees que soy capaz de beber cuando toda mi gente está sedienta?

—Cada uno ha tenido su parte, señora —dijo Kineas—. Ahora te toca a ti.

Los ojos de Kineas ardían con lágrimas contenidas y Srayanka dejó caer la cabeza. Pero bebió.

Mientras bebía, moviendo la garganta con cada trago de agua, los ruidos que hacía al tragar y los de los caballos y las conversaciones y la voz aguda de Nihmu se entretejieron como el ribete de una prenda de ropa, de modo que en un instante eran hilos distintos y al siguiente la voz del dios.

—El momento se acerca. Es hora de concluir.

Kineas se puso tenso, el pelo de la nuca se le erizó como el del lomo de un perro y se le encogieron las tripas.

Ninguno de ellos olvidaría aquella tarde que se prolongó lo indecible. El sol ardía como si los dioses apuntaran a la columna con una lente de aumento, y la hierba agostada reflejaba el calor como un espejo de bronce la luz. Los caballos daban zancadas más cortas y el polvo que levantaban a su paso ascendía al cielo como el humo de una pira funeraria.

Al caer la noche, Kineas dio el alto. Los caballos protestaron. Condujo a Talasa a través del gentío hasta Diodoro, la yegua aún tan brava como a mediodía.

—Dos horas —dijo—. Luego montamos otra vez y seguimos. La sed —hizo una pausa para frotar la lengua contra el paladar— no nos hace ningún bien.

Diodoro asintió.

Filocles aguardó a que Kineas desmontara y estacó a su caballo. Luego fue en su busca y le tendió un vaso.

—Bebe, hermano —dijo.

—Ni hablar —repuso Kineas—. No voy a beberme tu agua.

—Tienes que mandar. Y esto es vino aguado; el último que queda de Cratero. Vertamos una libación a los dioses y bebamos.

Kineas cogió la copa del espartano y arrojó una buena parte al polvo.

—Por Zeus que agita los cielos y Poseidón que agita la tierra; Apolo, Señor del Arco de Plata, y Hera, cuyos pechos son tan blancos como la nieve del Olimpo; Atenea, la sabia guerrera; Ares, vestido de bronce; Afrodita, que surgió de las olas, y Hefestión, el herrero cojo; Artemis, la cazadora; Hermes, dios de los viajeros, que quizá nos alivie en esta travesía del desierto, y por todos los dioses —dijo. Y bebió.

Cuando devolvió la copa a Filocles, el vino ya se le subía a la cabeza, de modo que arrojó su clámide sucia al suelo caliente junto a Srayanka y antes de que ésta hubiera dado de mamar a Lita, estaba…

En el fango a los pies del árbol en medio del espeluznante silencio de la bruma de la batalla del sueño, acosado por cien manos lisiadas y huesudas. Un puñado de amigos muertos luchaba codo con codo; Ajax y Nicomedes y Niceas todavía resistían, pero Gracoyano…

Empuñaba la espada y golpeaba las manos que intentaban retenerlo y se echaban sobre él mientras retrocedía hacia el árbol, y el hedor que emanaba de la ensoñación penetraba por su nariz; era como si el aire viciado de todos los osarios del mundo, de todas las matanzas de cada campo de batalla, le saturase el olfato, y en lo alto el cielo estaba oscuro como la más negra tempestad en el mar, y el rayo rasgaba el hierro oscuro de los cielos.

Tenía algo a sus espaldas, algo demasiado horrible para ser contemplado, algo que le buscaba la garganta y la mente con sus zarcillos, manos, garras; y luego desapareció, liberándolo como cuando se levanta un velo de neblina, y giró sobre sí mismo y cayó de rodillas a la inmundicia. Acto seguido, comenzó a hundirse en el suelo nauseabundo.

—¡Levántate! —le dijo una voz conocida—. ¿Acaso di mi vida para que tú fracasaras?

Artemis se erguía ante él, su garganta degollada era la menos espantosa de las heridas que la rodeaban. Había nuevas fuerzas en el campo, y el muro de enemigos muertos que gritaban en silencio había retrocedido varios pasos. La diosa lucía la misma coraza que llevara la noche antes de Arbela, cuando bailó las danzas espartanas como un hombre y dos mil soldados la aclamaron.

Kineas se puso en pie. Ella le dio la espalda, pero volvió la vista atrás cuando le oyó poner el pie en el árbol.

—Yo tenía muchos amigos —dijo la diosa sonriendo.

Y entonces se vio a sí mismo trepando, volando, montado a una bestia de pesadilla que trepaba con él a cuestas como un lagarto o una ardilla deforme, derecha a lo alto y a la barrera de espinos y ramas entretejidas como el seto de un granjero, y entonces fue mortal, ya no volaba, desprovisto de su montura. Metió la cabeza entre las ramas y éstas opusieron resistencia, pero dio un fuerte empujón, tal como habría hecho Filocles contra una pantalla de escudos…

La flecha cayó del cielo, ardiendo como un meteorito en el ocaso, y él cayó…

Solo en el patio, aislado de sus amigos y agotado, recibiendo un golpe tras otro en la cabeza y los brazos, y entonces…

De pie junto al cadáver de Nicomedes, cada mandoble tirando a un enemigo al polvo con un estrépito de bronce, y el grito del ejército, ¡Apolo!, y supo que la victoria…

Con un brazo sujetándole el cuello, ella arremetía con pies y manos, sin que el pánico la privara de astucia; pero la otra mano enemiga empuñaba un hierro que le quemó la garganta, y una caliente humedad le cayó sobre los pechos, y ella gritaba sin que le saliera la voz y cayó en la negrura…

Solo bajo el estandarte, por todas partes caían allegados que lo protegían, lo cubrían, coraza cual llama de oro…

Muerto en combate victorioso, el impacto del frío hierro en sus entrañas, podría haberse echado a reír, pero no había nada…

El llanto de un niño…

Gritando, rojo por doquier y el dolor partiéndole las carnes como un rayo, olas que venían tan seguidas que no daban respiro, y nada más que el rayo y las olas, olas húmedas de dolor que la aproximaban al túnel de hierro; un grito de respuesta desde debajo de sus pies, y la presión aliviada, mas no así el dolor, y toda su vida manando entre sus piernas…

El lamento de un niño, conocido; y todo muerte alrededor, el túnel de hierro aferrándolo con piernas de jinete, el cuerpo preso, los brazos sujetos. El llanto de un niño…

Paralizado de miedo cuando el hombre del yelmo con el penacho rojo tira al suelo al jefe de la fila; el ruido nauseabundo cuando la lanza le aplasta el esternón y lo rompe, sangre a chorros; el escudo pesa demasiado para levantarlo y defenderse; paralizado, el repentino…

El llanto de un niño…

Luz.

Tres viejas brujas al final de un hilo y la diosa de miembros tersos con una lechuza aleteando junto a su hombro, y ella sonrió… Luz…

Se despertó a oscuras. Los niños lloraban. A su lado, Nihmu se puso en cuclillas y el fino cuero de sus calzones, bordados con mil animales que daban vueltas en una maraña geométrica de pezuñas y astas y conos de oro, tintineó en sus espinillas y tobillos.

—Hay que cabalgar, señor —dijo.

—Sí —contestó Kineas. Tenía la impresión de estar hablando desde el fondo de un túnel lleno de sonido y luz y movimiento y vida, demasiada vida. Se volvió hacia Srayanka con los ojos anegados en lágrimas—: Lo he hecho —dijo. Su voz transmitía asombro y, por primera vez en su vida, Kineas no tuvo miedo.

Srayanka se incorporó, se puso de rodillas y le acarició la cara.

—¡Ay! —exclamó—. ¡Cuánto te adorará el pueblo!

Kineas la abrazó.

—No digas eso —repuso—. Llevemos a esta gente hasta el agua.

Tenía la boca seca pero podía hablar. Aún notaba el sabor del vino, y rezó en silencio a la diosa, sonriendo en la oscuridad.

Recorrieron penosamente veinte estadios en dos horas, nunca habían ido tan despacio; luego cabalgaron otros diez estadios en cuestión de minutos, porque los caballos olían el agua. Esta vez no hubo manera de retenerlos, ninguna disciplina, ningún intento de detener a las bestias o al gentío. Kineas dio rienda suelta a Talasa y la yegua alargó la zancada, galopando los últimos estadios en un periquete. Incluso Kineas era capaz de oler el agua. Relucía como una mancha líquida a la luz de la luna nueva, un estanque cavado por los prodromoi, que se mantuvieron apartados mientras los caballos se precipitaban en él y bebían, agolpándose en tal cantidad que los primeros en llegar se vieron empujados fuera del agua y los más débiles acabaron siendo derribados. Una yegua relinchaba postrada y su desespero atrajo a otros caballos; su jinete intentaba ponerla en pie, pero los caballos estaban enloquecidos de sed.

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Para más agua! —gritaba Ataelo una y otra vez, porque había un segundo abrevadero en la oscuridad, a tan sólo cien pasos del primero. Kineas tuvo que arrastrar a Talasa, por lo general el más obediente de los caballos, tirando del cabestro con ambas manos, escoriándole la boca hasta que le hizo levantar la cabeza, salir del agua y moverse, y entonces por fin entendió el mensaje de que había un segundo manantial y soltó un estridente relincho y corrió, dejando a Kineas con las manos despellejadas, tumbado en la arena. Otra yegua que siguió sus pasos pasó rozándolo y una tercera le pateó las costillas, justo donde las tenía fracturadas. Kineas soltó un alarido, y entonces Ataelo y León lo alejaron de los caballos mientras muchos de los sementales y yeguas salían disparados hacia el segundo abrevadero.

Kineas yacía en la arena.

—¿Está malherido? —preguntó Diodoro asustado.

—Se ha quedado sin aliento —dijo Filocles—. Creo que le han dado una coz.

Ambos estaban muy lejos.