Capítulo 26
1
En el Quinto llegó el invierno, no de repente pero sí con decisión. Halloween fue la última vez que la gente se atrevió a salir al aire nocturno sin abrigos, gorros y guantes y también vio la primera visita importante de londinenses a la calle Gamut, juerguistas que se habían tomado a pecho el espíritu de la noche de Todos los Santos y habían venido para ver si había algo de verdad en los extraños rumores que habían oído sobre el barrio. Algunos se apartaron después de muy poco tiempo pero los más valientes se quedaron para explorar y unos cuantos se entretuvieron ante el número 28, donde le dieron vueltas a los dibujos de la puerta y contemplaron el árbol carbonizado que protegía la casa de las estrellas.
Después de esa noche, el pellizco del frío se convirtió en un mordisco y el mordisco en bocado, hasta que a finales de noviembre las temperaturas eran lo bastante bajas para mantener al lado del fuego incluso al gato más ardiente. Sin embargo, el flujo de visitantes, en ambas direcciones, no cesó. Noche tras noche aparecían ciudadanos normales en la calle Gamut para codearse con los excursionistas que venían en dirección contraria. Algunos de los primeros se convirtieron en visitantes tan regulares que Clem comenzó a reconocerlos y pudo ver que sus investigaciones se iban haciendo cada vez menos vacilantes a medida que se daban cuenta que las sensaciones que sentían no eran las primeras señales de la locura. Aquí se podían encontrar maravillas, y uno por uno, estos hombres y mujeres debieron de descubrir su fuente porque siempre desaparecían uno detrás de otro. Otros, quizá demasiado pacatos para aventurarse solos en los lugares de paso, venían con amigos de confianza y les mostraban la calle como si fuera un vicio secreto, hablaban en susurros y luego se reían a carcajadas cuando se daban cuenta que sus seres queridos también veían las apariciones.
Se estaba corriendo la voz. Pero ese fue el único placer que proporcionaron aquellas noches y días amargos. Aunque Ácaro Bronco pasaba cada vez más tiempo en la casa y era una compañía muy animada, Clem echaba mucho de menos a Cortés. No le había sorprendido del todo su repentina partida (siempre había sabido, aunque no lo supiera Cortés, que antes o después el maestro abandonaría el Dominio) pero ahora su compañía más fiel era el hombre con el que compartía el cráneo y a medida que se acercaba el primer aniversario de la muerte de Tay, el humor de ambos se iba haciendo cada vez más sombrío. La presencia de tantas almas vivas en la calle sólo servía para hacer que los aparecidos que la habían ocupado durante los meses de verano se sintieran más privados todavía de sus derechos y su angustia era contagiosa. Aunque Tay había estado encantado de quedarse con Clem durante los preparativos de la gran obra, su época de ángeles había terminado y Tay sentía la misma necesidad que esos fantasmas que rondaban por el exterior de la casa: quería irse.
Al llegar diciembre, Clem comenzó a preguntarse cuántas semanas más podría mantenerse en su puesto cuando parecía que con cada hora aumentaba la desesperación del fantasma que habitaba en él. Después de mucho debatir consigo mismo, decidió que la Navidad marcaría el último día de su servicio en la calle Gamut. Después, abandonaría el número 28 para que lo invadieran los excursionistas de Ácaro y volvería a la casa en la que Tay y él habían celebrado el Regreso del Sol Invicto.
2
Jude y Hoi-Polloi se habían tomado su tiempo para cruzar los Dominios, pero es que con tantas carreteras entre las que elegir y tantas alegrías adicionales por el camino, apresurarse parecía casi un acto criminal. No tenían razón para darse prisa. No había nada detrás que las empujase y nada delante que las invocase. Al menos eso fingía Jude. Una y otra vez, cada vez que surgía el tema de su destino último en la conversación, ella evitaba hablar del lugar al que en el fondo de su corazón sabía que llegarían. Pero si el nombre de esa ciudad no estaba en sus labios, sí que estaba en los labios de casi todas las demás mujeres con las que se encontraban y cuando Hoi-Polloi mencionaba que ella había nacido allí, las preguntas de sus compañeras de viaje comenzaban a sucederse con rapidez, de forma invariable. ¿Era cierto que el puerto se llenaba con cada marea de peces que habían subido desde las profundidades del océano, criaturas antiquísimas que conocían el secreto de los orígenes de las mujeres y por la noche subían nadando por las calles convertidas en ríos para ir a venerar a las Diosas de la colina? ¿Era cierto que allí las mujeres podían tener hijos sin necesidad alguna de hombres y que algunas incluso podían soñar con bebés y darles así la vida? ¿Y había fuentes en esa ciudad que podían hacer jóvenes de los viejos y árboles en los que cada fruta era nueva para el mundo? Y así sucesivamente.
Aunque Jude estaba dispuesta, si la presionaban, a describir lo que había visto en Yzordderrex, los relatos que hacía de un palacio reformado por el agua y de arroyos que desafiaban a la gravedad, no eran tan extraordinarios al lado de lo que los rumores afirmaban sobre aquella ciudad. Después de unas cuantas conversaciones en las que la instaron a describir maravillas de las que nada sabía (como si las interpelantes estuvieran dispuestas a que se inventara los prodigios para no desilusionarlas), Jude le dijo a Hoi-Polloi que no se iba a dejar persuadir para participar en más debates sobre ese tema. Pero su imaginación se negaba a hacer caso omiso de los relatos que oía, por muy absurdos que fueran, y con cada kilómetro que recorrían por la Vía Crucis, la idea de la ciudad que las aguardaba al final del viaje se iba haciendo cada vez más intimidante. Le preocupaba que quizá las bendiciones que habían derramado allí sobre ella carecieran ahora de valor después de tanto tiempo alejada de aquel lugar. O que las Diosas supieran que le había dicho a Sartori (sin faltar a la verdad) que lo amaba y que la condena de Jokalaylau terminara imponiéndose si alguna vez volvía a entrar en su templo. Pero una vez que estuvieron en la Vía Crucis, tales miedos dejaron de tener trascendencia. No iban a dar la vuelta ahora, sobre todo porque las dos estaban cada vez más agotadas. La ciudad las llamaba al salir de las nieblas que separaban los Dominios y juntas pensaban entrar para enfrentarse a los fallos, prodigios y peces de las profundidades que aguardaran allí.
Ah, pero cuánto había cambiado. En el Segundo la estación era más cálida que la última vez que Jude había estado allí y con tanta agua corriendo por las calles, el aire era tropical. Pero más imponente que la humedad era el crecimiento que había engendrado. Había subido una inmensa cantidad de semillas y esporas desde las vetas y cuevas que había bajo la ciudad y bajo la influencia de los lances de las Diosas habían madurado a una velocidad sobrenatural. Antiguas formas de vegetación, la mayor parte se creía que extinta, habían reverdecido los escombros y habían convertido los kesparates en una selva exuberante. En el espacio de medio año, Yzordderrex había llegado a parecerse a una ciudad perdida, sagrada para mujeres y niños, su desolación salvada por la flora. El olor a madurez estaba por todas partes, su fuente eran las frutas que brillaban en parras, ramas y arbustos, y cuya abundancia había atraído a su vez a animales que jamás se habrían atrevido a entrar en Yzordderrex bajo su antiguo régimen. Y corriendo bajo este dosel, alimentando las semillas que habían sacado del inframundo, las eternas aguas, que seguían subiendo por las laderas de la colina a su desenfrenada manera pero que ya no llevaban aquellas flotas de plegarias. O bien se había respondido a las peticiones de las que allí vivían o quizá el bautismo las había convertido en sus propias sanadoras y restauradoras.
Jude y Hoi-Polloi no subieron al palacio el día que llegaron. Ni el día después, ni el día después de ese. En lugar de eso, buscaron la casa de Pecador y se pusieron cómodas, aunque los tulipanes de la mesa del comedor habían quedado sustituidos por una multitud de flores que habían atravesado el suelo y el techo se había convertido en una pajarera. Después de un viaje tan largo en el que nunca habían sabido de una noche a otra dónde iban a posar la cabeza, aquellas eran molestias menores y agradecían poder descansar, acunadas por arrullos y parloteos, en unas camas que más parecían emparrados. Cuando despertaron, había de sobra para comer: fruta que se podía coger de los árboles, agua, que corría limpia y fría en la calle y, en algunos de los arroyos más grandes, peces, que formaban la dieta básica de los clanes que vivían en las inmediaciones.
Había hombres además de mujeres entre estas familias extendidas, algunos de los cuales debieron de formar parte de las turbas y los ejércitos que habían cometido tantas atrocidades la noche que cayó el Autarca. Pero la gratitud de haber sobrevivido a la revolución o la influencia tranquilizadora del crecimiento y la plenitud que los rodeaba los habían convencido para que se dedicaran a mejores propósitos. Manos que habían mutilado o asesinado se empleaban ahora en reconstruir unas cuantas de las casas, levantaban sus muros pero sin desafiar a la selva, ni a las aguas que la alimentaban, sino confabulados con ambas. Esta vez, los arquitectos eran mujeres, que habían bajado de sus bautismos inspiradas para utilizar los restos de la antigua ciudad para crear una nueva y por todas partes Jude veía ecos de la serena y elegante estética que distinguía la obra de las Diosas.
No era grande la urgencia que acompañaba a estas construcciones y tampoco, pensó Jude, había muchas señales de que observaran un diseño grandioso. La época del imperio había terminado y todos los dogmas, edictos y conformidades habían desaparecido con él. El pueblo resolvía el problema de poner un techo sobre sus cabezas a su modo, sabiendo, mientras tanto, que los árboles eran tan frondosos como muníficos; las casas que se obtuvieron eran tan diferentes como los rostros de las mujeres que supervisaron su construcción. El Sartori con el que se había encontrado en la calle Gamut habría dado su aprobación, pensó Jude. ¿Acaso no le había acariciado la mejilla durante su penúltimo encuentro y le había dicho que había soñado con una ciudad construida a su imagen y semejanza? Si esa imagen era «la mujer», entonces aquí estaba la ciudad, levantándose de entre las ruinas.
Así que de día tenían el dosel lleno de murmullos, los ríos burbujeantes, el calor, la risa. Y de noche, el sopor bajo un techo de plumas y sueños amables y sin interrupciones. Ese fue el caso, al menos, durante una semana. Pero a la octava noche, a Jude la despertó la voz de Hoi-Polloi, que la llamaba desde la ventana.
—Mira.
Y Jude miró. Las estrellas brillaban sobre la ciudad y teñían de plata el río que fluía bajo ellas. Pero había otras formas en el agua, comprendió: más sólidas pero no menos plateadas. Lo que habían oído en el camino era cierto. Subían el río unas criaturas que ningún barco pesquero, por muy profundo que fuera su arrastre, habría encontrado jamás en sus redes. Algunos tenían algo de delfín o de sepia o de raya en su apariencia pero el rasgo común era una insinuación de humanidad, enterrada a tanta profundidad en su pasado (o en su futuro) como lo estaban sus hogares en el océano. Había miembros en algunos de ellos y éstos parecían saltar por la ladera en lugar de nadar. Otros eran tan sinuosos como anguilas pero las cabezas proyectaban un aire mamífero, con los ojos luminosos y las bocas lo bastante refinadas para formar palabras.
La visión de su ascenso era estimulante y Jude se quedó ante la ventana hasta que desapareció todo el banco calle arriba. No tenía duda de cuál era el destino de aquellas criaturas y lo cierto es que tampoco del suyo propio, después de esto.
—No podemos estar ya más descansadas —le dijo a Hoi-Polloi.
—¿Entonces es hora de subir la colina?
—Sí. Creo que sí.
Dejaron la casa de Pecador al amanecer para realizar la mayor parte de la subida antes de que el cometa ascendiera demasiado y la humedad les minara las fuerzas. Nunca había sido un trayecto fácil pero incluso durante aquellas primeras horas de la mañana llenas de frescura se convirtió en una caminata penosa, sobre todo para Jude, que se sentía como si llevara plomo en el útero en lugar de un alma viva. Tuvo que pedir un descanso varias veces durante el ascenso y sentarse a la sombra para recuperar el aliento, pero en la cuarta de aquellas ocasiones, al levantarse se encontró con que sus jadeos se iban haciendo cada vez más superficiales y el dolor del vientre tan agudo que apenas podía mantenerse consciente. Su agitación (y los gañidos de Hoi-Polloi) atrajeron manos serviciales y la estaban echando sobre un montículo de hierba floreciente cuando rompió aguas.
Algo menos de una hora después, a poco más de un kilómetro del lugar donde se había levantado la puerta de los santos gemelos Sumidero y Neto, en un bosquecillo repleto de diminutos pájaros de color turquesa, Jude dio a luz al primer y único retoño del autarca Sartori.
3
Aunque los perseguidores de Jude y Hoi-Polloi habían dejado a la artífice del lago del Kwem con indicaciones claras, aun así llegaron a Yzordderrex seis semanas más tarde que las mujeres. En parte porque el apetito sexual de Lunes había mermado de forma significativa tras su aventura en el Palacio del Kwem y por tanto imponía un ritmo mucho menos delirante de lo que lo había hecho hasta entonces, pero sobre todo porque el entusiasmo de Cortés por la cartografía aumentaba a pasos agigantados. Apenas pasaba una hora sin que recordara alguna provincia por la que había pasado o algún indicador que había visto y siempre que ocurría se interrumpía el viaje mientras él sacaba el cuaderno de mapas que había hecho a mano y plasmaba con meticulosidad todos los detalles al tiempo que, mientras trabajaba, recitaba de un tirón los nombres de mesetas y valles, bosques, planicies, carreteras y ciudades, como una letanía. No consentía que lo apuraran, aunque perdieran la oportunidad de que los llevaran o se ganaran una buena mojadura en el proceso. Esta era, le dijo a Lunes, la auténtica gran obra de su vida y sólo sentía haber llegado a ella tan tarde.
A pesar de estas interrupciones, la ciudad estaba más cerca cada día, con cada kilómetro que recorrían, hasta que una mañana, cuando levantaron la cabeza de la almohada bajo un arbusto de espinos, las brumas se despejaron y les mostraron a lo lejos una inmensa montaña verde.
—¿Qué es ese lugar? —se maravilló Lunes.
Asombrado, Cortés dijo:
—Yzordderrex.
—¿Dónde está el palacio? ¿Dónde están las calles? Todo lo que veo son árboles y arco iris.
Cortés estaba tan confundido como el muchacho.
—Antes era un lugar gris, negro y lleno de sangre.
—Bueno, pues ahora es de un puto color verde.
Y se fue haciendo más verde a medida que se acercaban, el aroma de la vegetación dulcificaba de tal modo el aire que Lunes pronto perdió el gesto de desilusión y comentó que quizá tampoco estuviera tan mal después de todo. Si Yzordderrex se había convertido en un bosque silvestre, entonces puede que todas las mujeres se hubieran convertido en salvajes, vestidas con zumo de moras y sonrisas. Podría soportarlo durante un tiempo.
Lo que encontraron en las laderas más bajas, por supuesto, fueron escenas más extraordinarias que las figuraciones más encendidas de Lunes. Buena parte de lo que los habitantes de Nueva Yzordderrex daban por sentado (las anárquicas aguas, los árboles primitivos) dejaban tanto al hombre como al muchacho con la boca abierta. Renunciaron a expresar su admiración en voz alta después de un rato y se limitaron a trepar entre los suntuosos matorrales mientras poco a poco se desprendían del peso del equipaje que habían acumulado a lo largo del viaje y lo dejaban esparcido por la hierba.
La intención de Cortés había sido ir al kesparate eurhetemec con la esperanza de localizar a Atanasio pero con la ciudad tan transformada fue una caminata lenta y difícil, así que fue más la suerte que el ingenio lo que los llevó, después de una hora o más, a la puerta. Las calles que había detrás estaban tan cubiertas de vegetación como las que habían atravesado, las terrazas se parecían a una huerta a la que alguien hubiera permitido desmandarse y la fruta caída los escombros que yacían entre los árboles.
Por sugerencia de Lunes, se separaron para ir en busca del maestro. Cortés le dijo al muchacho que si veía a Jesús en los árboles, entonces había descubierto a Atanasio. Pero los dos volvieron a la puerta sin haber podido encontrarlo, lo que obligó a Cortés a preguntarles a unos niños que habían venido a jugar a colgarse de la puerta si alguno de ellos había visto al hombre que había vivido aquí. Uno de ellos, una niña de unos seis años con el cabello trenzado y tan salpicado de parras que parecía que era de ella de donde brotaban, tenía una respuesta.
—Se fue —dijo.
—¿Sabes adónde?
—Pues no —dijo otra vez la niña hablando en nombre de su pequeña tribu.
—¿Lo sabe alguien?
—Pues no.
Y esa conversación puso rápido fin al tema de Atanasio.
—¿Y ahora adónde? —preguntó Lunes cuando los niños volvieron a sus juegos.
—Seguimos al agua —respondió Cortés.
Comenzaron a ascender de nuevo mientras el cometa, que ya hacía mucho tiempo que había pasado su cénit, hacía el movimiento contrario. Los dos estaban fatigados y la tentación de echarse en algún lugar tranquilo crecía con cada paso que daban. Pero Cortés insistió en continuar recordándole a Lunes que el regazo de Hoi-Polloi sería un sitio mucho más cómodo en el que reposar la cabeza que cualquier montecillo, y que los besos de la joven serían más tonificantes que un chapuzón en cualquier estanque. Sus palabras resultaron convincentes y el muchacho encontró una energía que Cortés envidiaba para avanzar casi a saltos y despejar el camino para el maestro, hasta que llegaron a los montículos de oscuros escombros que señalaban los muros del palacio. Entre ellos se elevaban las columnas de las que en otro tiempo colgaban un enorme par de verjas y que ahora habían convertido en juguetes las aguas, que trepaban por el pilar de la derecha en riachuelos y luego salvaban de un salto el vacío formando un arco de llovizna que se estrellaba justo en la parte superior del pilar de la izquierda. Era un espectáculo de lo más seductor, un espectáculo que acaparó la atención de Cortés por completo y dejó que Lunes se adelantara sólo entre las columnas.
A los pocos minutos el grito del muchacho vino a buscar a Cortés, y la voz era dichosa.
—¿Jefe? ¡Jefe! ¡Ven aquí!
Cortés siguió el camino que le indicaban los gritos de Lunes, atravesó la cálida lluvia que caía del arco y entró en el palacio en sí. Encontró a Lunes vadeando un patio, fragrante gracias a los lirios que temblaban en su torrente, hacia una figura que aguardaba bajo la galería del otro lado. Era Hoi-Polloi. Tenía el cabello aplastado contra el cráneo, como si acabara de nadar en el estanque, y el pecho sobre el que Lunes estaba tan impaciente por posar la cabeza, estaba desnudo.
—Así que por fin estáis aquí —dijo mientras miraba a Cortés por encima de la cabeza de Lunes.
Su impaciente galán perdió pie a medio camino y volaron los lirios cuando se volvió a levantar de golpe.
—¿Sabías que veníamos? —le dijo a la muchacha.
—Por supuesto —respondió ella—. No tú. Pero el maestro sí. Sabíamos que el maestro venía.
—Pero es a mí a quien te alegras de ver, ¿no? —balbuceó Lunes—. Es decir, ¿te alegras?
Hoi-Polloi abrió los brazos y lo miró.
—¿A ti qué te parece? —le dijo.
El muchacho lanzó su aullido más aullador y siguió chapoteando hacia ella mientras se despojaba de la empapada camisa por el camino. Cortés siguió sus pasos. Para cuando llegó al otro lado, Lunes se lo había quitado todo menos la ropa interior.
—¿Cómo sabías que íbamos a venir aquí? —le preguntó Cortés a la muchacha.
—Hay profetas por todas partes —respondió ella—. Vamos, te llevaré arriba.
—¿Es que no puede ir sólo? —protestó Lunes.
—Ya tendremos tiempo de sobra más tarde —dijo Hoi-Polloi cogiéndolo de la mano—. Pero primero tengo que llevarlo a los aposentos.
Los árboles que había dentro del anillo que formaban los muros demolidos empequeñecían a los que había fuera, un crecimiento inaudito inspirado sin duda por la santidad casi palpable de aquel lugar. Había mujeres y niños en sus ramas y entre las gigantescas raíces, pero Cortés no vio ningún hombre y supuso que si no los escoltara Hoi-Polloi, les habrían pedido que se fueran. Cómo se haría cumplir tal petición sólo podía suponerlo pero no le cabía duda que las presencias que impregnaban el aire y la tierra de este lugar tenían sus propios medios. Sabía lo que eran esas presencias: las Diosas prometidas, cuya existencia había oído sugerir por vez primera en Beatrix, sentado en la cocina de mamá Espléndido.
El trayecto era tortuoso. Había varios lugares por donde los ríos fluían con demasiada fuerza y eran demasiado profundos para poder vadearlos y Hoi-Polloi tuvo que llevarlos a puentes o pasaderas y luego dar la vuelta por la orilla contraria para recuperar el camino. Pero cuanto más se adentraban, más sensible se hacía el aire y aunque Cortés tenía un sinfín de preguntas que hacer, prefirió guardárselas antes que mostrar su ingenuidad.
De vez en cuando Hoi-Polloi les ofrecía algún bocadito de información, pero dejado caer de una forma tan casual que también se convertían en enigmas.
—… los fuegos son tan graciosos… —dijo en un momento dado cuando pasaron al lado de un montón de metal retorcido que había sido una de las máquinas de guerra del Autarca. Y en otro lugar, donde un profundo estanque azul albergaba a unos peces del tamaño de hombres, dijo—:… Al parecer tienen su propia ciudad… pero está en el océano, a tal profundidad que no creo que llegue a verla jamás. Pero los niños sí. Y eso es lo más maravilloso…
Por fin los llevó hasta una puerta envuelta en una cortina de agua y, tras volverse hacia Cortés, dijo:
—Te están esperando.
Lunes se dispuso a atravesar la cortina al lado de Cortés pero Hoi-Polloi lo detuvo con un beso en el cuello.
—Esto es sólo para el maestro —le dijo—. Ven conmigo. Vamos a nadar.
—¿Jefe?
—Adelante —le dijo Cortés—. Aquí no me va a pasar nada.
—Hasta luego entonces —dijo Lunes, encantado de dejar que Hoi-Polloi tirara de él.
Antes de que los jóvenes desaparecieran entre los matorrales, Cortés se volvió hacia la puerta, separó la fresca cortina con los dedos y entró en el aposento que aguardaba detrás. Después del tumulto de vida del exterior, tanto la magnitud como la austeridad de esta sala lo sorprendieron. Era la primera estructura que había visto en esta ciudad que conservaba algo de la lunática ambición de su hermano. No habían invadido su inmensidad más que unos cuantos brotes y zarcillos y las únicas aguas que corrían por aquí eran las de la puerta que había dejado a sus espaldas y las que caían de un arco en el otro extremo de la habitación. Pero las Diosas tampoco habían dejado el aposento sin señal alguna. Las paredes de lo que se había construido como un salón sin ventanas estaban ahora perforadas por todas partes, así que a pesar de toda su enormidad, aquel lugar era en realidad un panal en el que penetraba la luz suave del atardecer. Sólo había un mueble: una silla, cerca del lejano arco y sentada en ella, con un bebé en el regazo, estaba Judith.
Cuando entró Cortés, la joven, que estaba mirando el rostro del bebé, levantó la cabeza y le sonrió.
—Estaba empezando a pensar que te habías perdido —le dijo.
Había cierta ligereza en su voz, casi literal, pensó Cortés. Cuando ella hablaba, parpadeaban los haces de luz que atravesaban las paredes.
—No sabía que estabas esperando —le dijo él.
—No ha sido tan difícil —le respondió Jude—. ¿No quieres acercarte más? —Mientras él cruzaba el aposento, ella continuó—: Al principio no esperaba que nos siguieras pero luego pensé, lo hará, lo hará porque querrá ver al bebé.
—A decir verdad… No pensé en el bebé.
—Bueno, pues ella sí que pensó en ti —dijo Jude sin ningún tipo de reproche en la voz.
El bebé que tenía su amiga en el regazo no podía tener más de unas semanas de vida pero florecía como los árboles y las flores de aquel Dominio. Estaba sentada más que acostada en el regazo de Jude y con una mano pequeña y fuerte se aferraba al largo cabello de su madre. Aunque el pecho de Jude estaba desnudo y era cómodo, a la niña no parecía interesarle el alimento o el sueño. Sus ojos grises se clavaron en Cortés y lo estudiaron con una mirada intensa y socarrona.
—¿Cómo está Clem? —preguntó Jude cuando Cortés se encontró ante ella.
—Estaba bien la última vez que lo vi. Pero me fui con cierta premura, como sabes. Me siento bastante culpable pero una vez que había empezado…
—Lo sé. No había vuelta atrás. A mí me pasó lo mismo.
Cortés se agachó delante de Jude y le ofreció la mano, con la palma hacia arriba, a la niña. Esta la agarró al instante.
—¿Cómo se llama? —preguntó Cortés.
—Espero que no te importe…
—¿Qué?
—Le he puesto Hurra.
Cortés levantó la cabeza y le sonrió a Jude.
—¿Sí? —Luego volvió a mirar al bebé, atraído por el escrutinio de la pequeña—. ¿Hurra? —dijo al inclinar la cara hacia ella—. Hurra, yo soy Cortés.
—Sabe quién eres —dijo Jude sin sombra de duda—. Sabía lo de esta habitación incluso antes de que existiera. Y sabía que tú vendrías aquí, antes o después.
Cortés no preguntó cómo había compartido la niña aquel conocimiento. Sólo era un misterio más que añadir al catálogo de este extraordinario lugar.
—¿Y las Diosas? —preguntó.
—¿Qué pasa con ellas?
—¿No les importa que sea la hija de Sartori?
—En absoluto —dijo Jude, la voz más fina al mencionarse a Sartori—. La ciudad entera… la ciudad entera está aquí para demostrar que también hay cosas buenas que pueden salir de lo malo.
—Esta pequeña es mucho mejor que eso, Jude —dijo Cortés.
La madre sonrió y también la niña.
—Sí, sí que lo es.
Hurra alzaba los brazos para llegar al rostro de Cortés, lista para caerse del regazo de su madre a la caza de su objetivo.
—Creo que ve a su padre —dijo Jude mientras volvía a alzar a la niña en brazos y se ponía en pie.
Cortés también se levantó y vio que Jude llevaba a Hurra hasta un montón de juguetes que había en el suelo. La niña señaló algo y gorjeó.
—¿Le echas de menos? —le dijo a Jude.
—En el Quinto sí —respondió ella todavía de espaldas mientras cogía el juguete que había elegido Hurra—. Pero aquí no. No desde que tuve a Hurra. Nunca me sentí del todo real hasta que ella apareció. Yo era un producto de la imaginación de la otra Judith. —Se levantó otra vez y se volvió hacia Cortés—. ¿Sabes que sigo sin poder recordar del todo todos esos años perdidos? De vez en cuando me acuerdo de cosas, pero nada sólido. Supongo que vivía en un sueño. Pero la niña me ha despertado, Cortés. —Jude besó al bebé en la mejilla—. Me ha convertido en un ser real. No era más que una copia hasta que llegó ella. Los dos lo sabíamos. Él lo sabía y yo también. Pero hicimos algo nuevo. —Suspiró—. No le echo de menos —dijo—. Pero ojalá pudiera haberla visto. Sólo una vez. Sólo para que también hubiera sabido lo que era ser real.
Echó a andar otra vez hacia la silla pero la niña estiró la manita hacia Cortés otra vez y dejó escapar un gritito para subrayar sus deseos.
—Vaya, vaya —dijo Jude—. Qué popular eres.
Se sentó otra vez y puso el juguete que había cogido delante de Hurra. Era una pequeña piedra azul.
—Toma, cariño —la arrulló—. Mira. ¿Qué es esto? ¿Qué es?
Gorjeando de placer, la niña reclamó el juguete de entre los dedos de su madre con una destreza que estaba muy por encima de su tierna edad. Los gorjeos se convirtieron en risitas cuando se lo llevó a los labios, como si quisiera besarlo.
—Le gusta reír —dijo Cortés.
—Así es, gracias a Dios. Oh, escucha lo que digo, todavía le doy gracias a Dios.
—Las viejas costumbres…
—Ésta morirá —dijo Jude con firmeza.
La niña se estaba metiendo el juguete en la boca.
—No, cielo, no hagas eso —dijo Jude. Luego se dirigió a Cortés—: ¿Crees que la Mácula terminará por pudrirse? Aquí tengo una amiga que se llama Lotti y dice que sí. Que se pudrirá y luego tendremos que vivir con el hedor del Primero cada vez que el viento sople en esta dirección.
—¿Quizá se podría construir un muro?
—¿Y quién lo haría? Nadie quiere acercarse a ese sitio.
—¿Ni siquiera las Diosas?
—Tienen trabajo aquí. Y en el Quinto. Allí también quieren liberar las aguas.
—Eso debería ser todo un espectáculo.
—Sí, tienes razón. Quizá vuelva para verlo.
La risa de Hurra había disminuido durante este intercambio y una vez más la pequeña se dedicaba a estudiar a Cortés, levantaba los brazos hacia él desde el regazo de su madre. Esta vez su manita no estaba abierta sino que asía con fuerza la piedra azul.
—Creo que quiere que la tengas tú —dijo Jude.
Cortés le sonrió a la niña y dijo:
—Gracias. Pero deberías guardártela.
La mirada de la pequeña se hizo más resuelta y Cortés estaba seguro que el bebé entendía cada palabra que le decía. Todavía le ofrecía el regalo con la mano, decidida a que él lo cogiese.
—Vamos —dijo Jude.
Tanto por lo que le pedían aquellos ojos como por las palabras de Jude, Cortés bajó la mano y cogió con cuidado la piedra de la mano de Hurra. Había fuerza en la niña. La piedra era pesada: pesada y fresca.
—Ahora sí que hemos hecho las paces de verdad —dijo Jude.
—No sabía que estábamos en guerra —respondió Cortés.
—Esa es la peor, ¿verdad? —contestó Jude—. Pero se acabó. Se acabó para siempre.
Hubo una sutil modulación en el sonido afelpado de la cortina de agua que caía del arco que tenía Jude detrás y esta se dio la vuelta. La expresión de su rostro había sido seria pero cuando volvió a mirar a Cortés estaba sonriendo.
—Tengo que irme —dijo al levantarse.
La niña se reía y agarraba el aire.
—¿Volveré a verte? —dijo Cortés.
Jude negó poco a poco con la cabeza, lo miraba casi con indulgencia.
—¿Para qué? —murmuró—. Hemos dicho todo lo que teníamos que decir. Nos hemos perdonado. Se acabó.
—¿Me permitirán quedarme en la ciudad?
—Pues claro —respondió Jude con una pequeña carcajada—. ¿Pero por qué ibas a querer hacerlo?
—Porque he llegado al final de mi peregrinación.
—¿Ah, sí? —dijo ella mientras se daba la vuelta para dirigirse sin ruido hacia el arco—. Creí que te quedaba un Dominio.
—Ya lo he visto. Sé lo que hay allí.
Hubo una pausa. Luego Jude dijo:
—¿Te contó Celestine alguna vez su historia? Lo hizo, ¿verdad?
—¿La de Nisi Nirvana?
—Sí. A mí también me la contó, la noche antes de la Reconciliación. ¿La entendiste?
—No del todo.
—Ah.
—¿Por qué?
—Es sólo que yo tampoco y pensé que quizá… —La joven madre se encogió de hombros—. No sé lo que pensé.
Había llegado al arco y la niña miraba por encima de su hombro a alguien que había aparecido detrás del velo de agua. El visitante no era, pensó Cortés, del todo humano.
—Hoi-Polloi mencionó a nuestros otros invitados, ¿verdad? —dijo Jude al ver el asombro de su amigo—. Salieron del océano, para cortejarnos. —Sonrió—. Tan hermosos, algunos de ellos. Va a haber unos niños…
La sonrisa vaciló, sólo un poco.
—No te pongas triste, Cortés —dijo—. Tuvimos nuestro momento.
Luego le dio la espalda y se llevó a la niña a través de la cortina. Cortés oyó reírse a Hurra al ver el rostro que los esperaba al otro lado y vio que su propietario rodeaba con brazos plateados a la madre y la niña. Luego, brilló más la luz que le daba en los ojos al reflejarse en la cortina y cuando se atenuó la familia había desaparecido.
Cortés esperó en el aposento vacío durante varios minutos, sabía que Jude no iba a volver, ni siquiera estaba seguro de querer que lo hiciera pero era incapaz de partir hasta haber fijado en su memoria todo lo que había pasado entre ellos. Sólo entonces volvió a la puerta y salió al aire vespertino. Había ahora un encanto diferente en aquel bosque salvaje. Unas brumas blandas y azules descendían del dosel de hojas y surgían de los estanques. Las delicadas canciones de los pájaros del atardecer habían sustituido a los del mediodía y el ajetreado zumbido de los polinizadores había dado paso a las polillas con alas finas como el aliento.
Buscó a Lunes pero no pudo encontrarlo y aunque no había nadie que pudiera impedirle que vagara por este paisaje idílico, estaba incómodo. Aquel ya no era su lugar. De día estaba demasiado lleno de vida y de noche, supuso, demasiado lleno de amor. Para él era una nueva experiencia que su presencia fuera tan sumamente irrelevante. Incluso durante el camino, al apartarse de las hogueras en las que se contaban historias absurdas, siempre había sabido que con sólo abrir la boca e identificarse, todos lo habrían festejado, rodeado, adorado. Aquí no. Aquí no era nada: nada ni nadie. Había una nueva vegetación, nuevos misterios, nuevos matrimonios.
Quizá sus pies lo entendían mejor que su cabeza porque incluso antes de haber admitido de verdad tal redundancia, los pies ya se lo habían llevado de allí por los arcos recubiertos de agua, ladera abajo, hacia la ciudad. No se dirigió al delta, sino al desierto y aunque no había encontrado razón para este viaje cuando Jude se lo había insinuado, tampoco les negó ahora a sus pies la travesía.
La última vez que había salido por la puerta que llevaba al desierto, llevaba en brazos a Pai y los rodeaba una multitud de refugiados. Ahora estaba sólo y aunque no tenía otro peso que llevar salvo el suyo, sabía que el camino que tenía por delante agotaría la poca voluntad que le quedara. Pero no le preocupaba mucho. Si perecía por el camino, no importaba demasiado. Qué más daba lo que hubiera dicho Jude, la peregrinación había terminado.
Al llegar al cruce donde se había encontrado con Floccus Dado, Cortés oyó un grito tras él y se volvió para ver a un Lunes con el torso desnudo galopando hacia él bajo la luz menguante; montaba una mula, o una variedad rayada de la misma.
—¿Se puede saber qué hacías, yéndote sin mí? —quiso saber cuando llegó al lado de Cortés.
—Te busqué pero no estabas. Pensé que te habías ido a fundar una familia con Hoi-Polloi.
—¡Na! —dijo Lunes—. Tiene unas ideas muy raras, esa chica. Dijo que quería presentarme a unos peces. Yo dije que no era muy aficionado al pescado porque las espinas se te clavan en la garganta. Bueno, es verdad, ¿no? La gente se asfixia con el pescado, la tira de veces. Bueno, pues va ella y me mira como si me acabara de tirar un pedo y dice que quizá, después de todo, debiera irme contigo. Y yo digo que ni siquiera sabía que te ibas. Así que me busca este puto bicho tan feo —el joven dio una palmada en el flanco del híbrido—, y me señala en esta dirección. —Lunes volvió la vista y miró hacia la ciudad—. Creo que vale más haber salido —dijo bajando la voz—. Para mí que había demasiada agua. ¿Viste lo de la puerta? Una fuente del copón, joder.
—No, no la vi. Esa debe de ser más reciente.
—¿Ves? El sitio entero se va a ahogar. Salgamos de aquí cagando leches. Súbete.
—¿Cómo se llama la bestia?
—Tolland —dijo Lunes con una inmensa sonrisa—. ¿Hacia dónde?
Cortés señaló el horizonte.
—Yo no veo na.
—Entonces debe de ser por allí.
4
Siempre práctico, Lunes no había dejado la ciudad sin algunas vituallas. Se había hecho un saco con la camisa y lo había llenado hasta casi reventar de suculentas frutas y fue eso lo que los mantuvo durante el viaje. No se detuvieron al llegar la noche sino que continuaron con paso constante, se turnaban para caminar al lado de la bestia para no agotarla y le daban tanta fruta como comían ellos, además de la cáscara, corazón y piel de sus propias porciones.
Lunes durmió buena parte del tiempo que le tocó montar pero Cortés, a pesar de la fatiga, permanecía bien despierto, demasiado irritado por el problema de cómo iba a plasmar este yermo en su libro de mapas para permitirse caer en el sopor. Llevaba constantemente en la mano la piedra que le había dado Hurra y hacía sudar tanto a sus poros que varias veces halló en la palma de la mano un pequeño estanque. Al descubrirlo guardaba la piedra, sólo para encontrarse unos minutos después con que la había sacado del bolsillo sin ni siquiera darse cuenta y que sus dedos volvían a juguetear con ella.
De vez en cuando echaba la mirada atrás y contemplaba Yzordderrex, y era todo un espectáculo, los flancos ignorados de la ciudad relucían en incontables lugares, como si las aguas de sus calles se hubieran convertido en espejos perfectos para las estrellas. Y tampoco era Yzordderrex la única fuente de tal esplendor. La tierra que se interponía entre las puertas de la ciudad y la pista que seguían ellos también resplandecía aquí y allá, donde reflejaba sus propios fragmentos del despliegue del cielo.
Pero todos aquellos embrujos desaparecieron con las primeras señales del amanecer. Hacía ya mucho que la ciudad había desaparecido a lo lejos, tras ellos, y las nubes de tormenta que tenían delante estaban cada vez más bajas. Cortés reconoció el funesto color de este cielo por el vistazo que Ácaro Bronco y él le habían echado al Primero. Aunque la Mácula seguía sellando la pestilencia de Hapexamendios e impedía que llegara al Segundo, su sombra era demasiado persuasiva para que se pudiera borrar y los cielos amoratados se cernían cada vez más vastos a medida que progresaban, ocupando el horizonte entero y ascendiendo hasta el cénit.
Sin embargo también había buenas nuevas: no estaban solos. Cuando las miserables tiendas de los carestes aparecieron en el horizonte, también lo hizo una congregación de observadores de Dios, unos treinta, que contemplaban la Mácula. Uno de ellos vio a Cortés y Lunes acercándose y la noticia de su llegada fue pasando de boca en boca por toda la pequeña multitud hasta que llegó a oídos de uno que al instante salió disparado hacia los viajeros.
—¡Maestro! ¡Muestro! —chilló mientras corría.
Era Chicka Jackeen, por supuesto, que cayó en un notable éxtasis al ver a Cortés, aunque después del torrente inicial de saludos, la charla se hizo más sombría.
—¿Qué hicimos mal, maestro? —quiso saber su discípulo—. No tenía que ser así, ¿verdad?
Cortés, cansado como estaba, le explicó lo ocurrido lo mejor que pudo a Chicka Jackeen, asombrándolo a veces para seguidamente dejarlo horrorizado.
—¿Entonces Hapexamendios está muerto?
—Sí, así es. Y todo lo que hay en el Primero es su cuerpo, que está cubriendo de podredumbre hasta los cielos.
—¿Qué pasa cuando se corrompa la Mácula?
—¿Quién sabe? Temo que haya podredumbre suficiente para apestar el Dominio entero.
—¿Y cuál es vuestro plan? —quiso saber Chicka Jackeen.
—No tengo ninguno.
El otro lo miró perplejo.
—Pero habéis llegado hasta aquí —dijo—. Debíais de tener alguna noción.
—Siento decepcionarte —respondió Cortés—, pero lo cierto es que este era el único lugar al que podía ir. —El maestro se quedó mirando la Mácula—. Hapexamendios era mi Padre, Lucius. Quizá, en el fondo, creo que debería estar en el Primero con Él.
—Si no te importa que te lo diga, jefe… —interpuso Lunes.
—¿Sí?
—Eso es una puñetera estupidez.
—Si vais a entrar, maestro, entonces yo también voy —dijo Chicka Jackeen—. Quiero verlo en persona. Un Dios muerto es algo que contarles a tus hijos, ¿no?
—¿Hijos?
—Bueno —dijo Jackeen—, eso o escribir mis memorias y para eso no tengo paciencia.
—¿Tú? —dijo Cortés—. Me esperaste durante doscientos años ¿y dices que no tienes paciencia?
—Ya no —fue la respuesta—. Quiero una vida, maestro.
—No te culpo.
—Pero no antes de haber visto el Primero.
A estas alturas ya habían llegado a la Mácula y mientras Chicka Jackeen se acercaba a sus compañeros para decirles lo que iban a hacer el Reconciliador y él, Lunes metió baza otra vez para dar su opinión sobre la aventura.
—No lo hagas, jefe —dijo—. No tienes que demostrar nada. Sé que te cabreó que no hicieran una fiesta en Yzordderrex pero, que las jodan, es lo que yo digo… o mejor, que no las jodan. Que se queden con sus pescados.
Cortés posó las manos en los hombros de Lunes.
—No te preocupes —dijo—. Esto no es una misión suicida.
—¿Y entonces a qué viene tanta prisa? Estás hecho polvo, jefe. Duerme un poco. Come algo. Coge fuerzas. El día de mañana no se ha tocado todavía.
—Estoy bien —dijo Cortés—. Tengo mi talismán.
—¿Y eso qué es?
Cortés abrió la palma de la mano y le mostró a Lunes la piedra azul.
—¿Un puto huevo?
—Un huevo, ¿eh? —dijo Cortés al tiempo que tiraba la piedra y la volví a coger—. Quizá lo sea.
La lanzó al aire una segunda vez y la piedra se elevó, a mucha más altura de la que la habían impulsado sus músculos, muy por encima de sus cabezas. En lo más alto de su ascenso pareció flotar durante un instante y luego volvió a la mano de Cortés sin apurarse, desafiando la ley de la gravedad. Y al descender bajó consigo la más leve llovizna, un agua que refrescó sus rostros levantados.
Lunes hizo gorgoritos de placer.
—Lluvia salida de ninguna parte —dijo—. Me acuerdo de eso.
Cortés lo dejó lavándose la mugre de la cara y fue a reunirse con Chicka Jackeen, que había terminado de explicar sus intenciones a sus amigos. Todos se quedaron atrás contemplando a los maestros con miradas inquietas.
—Creen que vamos a morir —le explicó Chicka Jackeen.
—Y es muy posible que tengan razón —dijo Cortés en voz baja—. ¿Estás seguro de que quieres venir conmigo?
—Jamás he estado más seguro de algo.
Y con eso echaron a andar hacia el ambiguo suelo que yacía entre la solidez del Segundo y la vacuidad de la Mácula. Al irse, uno de los amigos de Jackeen comenzó a llamarlo, angustiado por su partida. El grito fue recogido por varios más pero sus exclamaciones estaban demasiado mezcladas para poder interpretarlas. Jackeen se detuvo un momento y miró atrás, hacía los compañeros que abandonaba. Cortés no hizo ningún intento por animarlo a continuar. Hizo caso omiso de los gritos y apresuró el paso, la Mácula se espesaba a su alrededor y el olor de la devastación que aguardaba al otro lado se hacía más fuerte con cada paso que daba. Pero estaba preparado para ello. En lugar de contener el aliento, inspiró el hedor de la podredumbre de su Padre hasta el fondo de sus pulmones, desafiando su acritud.
Oyó otro grito tras él, pero esta vez no era uno de los amigos de Jackeen sino el propio maestro, su voz coloreada por más asombro que alarma. Aquel tono despertó la curiosidad de Cortés y miró por encima del hombro para buscar a Jackeen, pero el vacío se había interpuesto entre ellos. Poco dispuesto a dejar que lo retrasaran, Cortés siguió avanzando, en sus pasos una determinación que no terminaba de comprender. Sus debilitadas piernas habían sacado fuerzas de alguna parte y el corazón le latía con urgencia en el pecho.
Más adelante, las cegadoras tinieblas se agitaban y emergían las primeras formas vagas del Primero. Y detrás de él, Jackeen otra vez.
—¿Maestro? ¡Maestro! ¿Dónde estáis?
Sin disminuir el paso, Cortés le respondió a gritos.
—¡Aquí!
—¡Esperadme! —jadeó Jackeen—. ¡Esperad! —Salió del vacío y posó la mano en el hombro de Cortés.
—¿Qué pasa? —dijo Cortés mientras se daba la vuelta para mirar a Jackeen, que, como si con la dicha se hubiera desprendido del peso de los años, volvía a ser un hombre joven, sudoroso y asombrado ante la obra de los lances.
—Las aguas —dijo.
—¿Qué les pasa?
—Os han seguido, maestro. ¡Os han seguido!
Y mientras hablaba, vinieron. ¡Oh, cómo vinieron! Corrieron hacia Cortés en relucientes riachuelos que rompían contra sus tobillos y pantorrillas y saltaban como serpientes plateadas hacia sus manos, o más bien, hacia la piedra que sujetaba entre las manos. Y al ver su júbilo y su celo, Cortés oyó la risa de Hurra y sintió otra vez sus dedos diminutos rozándole el brazo cuando le entregó el huevo azul. No dudó ni por un momento que la niña sabía lo que ocurriría con el regalo. Y también Jude, con toda probabilidad. Él se había convertido en su agente en el último momento, igual que se había convertido en el de su madre y al pensar en aquel dulce servicio, un eco de la risa de la niña acudió a sus labios.
El huevo invocaba del cielo una llovizna que hinchaba las aguas que se arremolinaban en el suelo y en el espacio de unos segundos el tamborileo se convirtió en un rugido y descendió un diluvio, lo bastante violento para lavar del aire la oscuridad de la Mácula. A los pocos momentos, la luz comenzó a filtrarse alrededor de los maestros, la primera luz que había visto esta tierra desde que Hapexamendios había extendido el vacío sobre su Dominio. Iluminado por ella, Cortés vio que el alborozo de Jackeen se estaba convirtiendo a toda prisa en pánico.
—¡Vamos a ahogarnos! —chilló mientras luchaba por mantenerse en pie a medida que subían las aguas.
Cortés no se retiró. Sabía cuál era su obligación. Cuando la espuma comenzó a romper contra sus espaldas y la marea amenazó con arrastrarlos al fondo, Cortés se llevó el regalo de Hurra a los labios y lo besó, igual que había hecho ella. Luego reunió todas sus fuerzas y arrojó la piedra por encima del paisaje que se descubría ante ellos. El huevo abandonó su mano con un ímpetu que no era obra de sus músculos sino de la propia ambición del objeto y al instante las aguas fueron en su búsqueda, rodearon a los maestros y se llevaron sus mareas a los terrenos baldíos del Primer Dominio.
A las aguas les llevaría semanas, quizá meses incluso, cubrir el Dominio de un extremo a otro y la mayor parte de la obra carecería de testigos. Pero durante las horas siguientes, de pie en su atalaya, allí donde en otro tiempo había comenzado la Ciudad de Dios, a los maestros les permitieron contemplar un destello de su labor. Las nubes que manchaban el cielo del Primero y que habían estado tan inertes como el paisaje del suelo, empezaron ahora a revolverse y enturbiarse y derramaron su angustia en forma de imponentes tormentas que, a su vez, hincharon los ríos que surcaban la podredumbre purificándola a su paso.
No se despreciaron los restos de Hapexamendios. Con la determinación de las Diosas alimentando cada una de sus gotas, las aguas hicieron girar el matadero una vez y otra, y otra más, restregaban la materia despojándola de sus venenos, barriéndola y amontonándola en pilas que el aire jubiloso engalanaba con vapores.
La primera tierra que apareció entre el tumulto estaba cerca de los pies de los maestros y de inmediato se convirtió en una península desigual que se extendió durante más de un kilómetro por el Dominio. Las aguas rompían contra ella de forma constante y traían con cada ola una nueva carga de arcilla de Hapexamendios para aumentar sus flancos. Cortés fue paciente durante un tiempo y permaneció en la frontera pero al final fue incapaz de resistir la invitación y desoyendo las palabras de advertencia de Jackeen, se puso en camino por aquel espinazo de tierra para ver mejor el espectáculo que se divisaba desde el otro extremo. Las aguas seguían drenando la nueva tierra y por algunos sitios un rayo todavía recorría las laderas pero el suelo era lo bastante sólido y había semilleros por todas partes, transportados, supuso Cortés, desde Yzordderrex. Si así era, aquí habría vida abundante en muy poco tiempo.
Para cuando llegó al otro extremo de la península, las nubes comenzaban a despejarse un tanto en el cielo, más ligeras tras descargar su furia. Más lejos, por supuesto, el proceso que había tenido el privilegio de presenciar apenas estaba empezando a medida que las tormentas se extendían en todas direcciones desde su punto de origen. A la luz de sus llamaradas, Cortés vislumbró los ríos serpenteantes que realizaban su trabajo con una determinación que no había disminuido. Aquí, en el promontorio, sin embargo, había una luz más benigna. El Primer Dominio tenía un sol, al parecer, y aunque todavía no calentaba, Cortés no esperó a que el tiempo fuera más cálido para dar comienzo a su último trabajo sino que se sacó el cuaderno y la pluma de la chaqueta y se sentó a trabajar en el pantanoso cabo. Todavía tenía que plasmar el mapa del desierto que ocupaba el espacio entre las puertas de Yzordderrex y la Mácula y aunque estas páginas serían sin dudas las más desnudas del cuaderno, por eso mismo había que dibujarlas con mucho más cuidado: quería que esa sobriedad tuviera una belleza propia.
Después de quizá una hora de concentrarse en su trabajo, oyó a Jackeen detrás de él. Primero unos pasos, luego una pregunta:
—¿Hablando en lenguas diferentes, maestro?
Cortés ni siquiera había sido consciente del inventario que estaba recitando hasta que atrajeron su atención hacia él: una lista interminable de nombres que debían de ser incomprensibles para cualquiera salvo él, los lugares en los que se había detenido durante su peregrinar; a su lengua le resultaban tan conocidos como los muchos nombres que había utilizado a lo largo de su vida.
—¿Estáis esbozando el nuevo mundo? —le preguntó Jackeen, que no se atrevía a acercarse demasiado al artista mientras trabajaba.
—No, no —dijo Cortés—. Estoy terminando un mapa. —Hizo una pausa y luego se corrigió—: No, terminándolo no. Empezándolo.
—¿Me permitís mirar?
—Si quieres.
Jackeen se puso en cuclillas detrás de Cortés y miró por encima de su hombro. Las páginas que representaban el desierto eran tan completas como Cortés había podido dibujarlas. Intentaba ahora delinear la península en la que estaba sentado y algo del paisaje que tenía delante. Sería poco más que una línea o dos pero era un comienzo.
—¿Me pregunto si podrías ir a buscar a Lunes por mí?
—¿Hay algo que necesitéis?
—Sí, quiero que se lleve estos mapas de vuelta al Quinto y que se los dé a Clem.
—¿Quién es Clem?
—Un ángel.
—Ah.
—¿Querrías traerlo?
—¿Ahora?
—Si no te importa —dijo Cortés—. Ya casi he terminado.
Siempre obediente, Jackeen se levantó, echó a andar hacia el Segundo y dejó a Cortés con su trabajo. Quedaba muy poco por hacer. Terminó de marcar la tosca representación del promontorio, luego añadió una línea de puntos para marcar el camino que había seguido y en el cabo colocó una pequeña cruz en el punto en el que estaba sentado. Hecho eso, volvió a revisar todo el cuaderno para asegurarse de qué las páginas estuvieran en su orden correcto. Mientras lo hacía se le ocurrió que había dado forma a un autorretrato. Al igual que su artífice, el mapa tenía fallos pero era, esperaba, redimible: un cuerpo rudimentario que podría ver mejores versiones con el correr del tiempo; lo harían y reharían y volverían a hacer, quizá para siempre.
Estaba a punto de dejar el cuaderno en el suelo, al lado de la pluma cuando escuchó una insinuación de coherencia en la espuma que se golpeaba contra la ladera, debajo de él. Incapaz de encontrarle sentido al sonido, se aventuró hasta el borde. El suelo era demasiado reciente para ser sólido y amenazaba con deshacerse bajo su peso pero se asomó por encima todo lo que pudo y lo que vio y lo que oyó fue suficiente para obligarlo a apartarse del borde, arrodillarse en la tierra y con manos temblorosas comenzar a garabatear un mensaje que acompañase a los mapas.
Fue forzosamente breve. Oía ya las palabras con toda claridad, elevándose entre el oleaje. Lo distraían con promesas.
—Nisi Nirvana —decían—, Nisi Nirvana…
Para cuando hubo terminado la nota, dejado el cuaderno y la pluma a su lado y vuelto al borde del promontorio, el sol de este Dominio comenzaba a salir entre las nubes de tormenta del cielo y derramaba su luz sobre las olas. Los haces las apaciguaron durante un momento, calmaron su frenesí y las perforaron, de modo que Cortés pudo vislumbrar por un instante el suelo sobre el que se movían. No era, al parecer, una tierra, en absoluto, sino otro cielo y en él había una esfera tan majestuosa que ante sus ojos todos los cuerpos de los cielos de Imajica (todas las estrellas, todas las lunas, todos los soles del mediodía) no podrían sumados haberse acercado a su gloria. Para sellar esta puerta se había construido la ciudad de su Padre, la puerta a través de la que se había susurrado el nombre de su madre en la fábula. Había permanecido cerrada durante milenios pero ahora se encontraba abierta y a través de ella se elevaba una música de voces que se dirigía a cada espíritu errante de Imajica y los llamaba para que volvieran a casa, al éxtasis.
Y en medio de todas había una voz que Cortés conocía y antes de que distinguiera siquiera su fuente, su mente ya le había dado forma al rostro que lo llamaba y su cuerpo sintió los brazos que lo envolverían y lo levantarían del suelo.
Y allí estaban (los brazos, el rostro), alzándose de la puerta para reclamarlo y ya no le hizo falla seguir imaginándolos.
—¿Has terminado? —se le preguntó.
—Sí —respondió—. He terminado.
—Bien —dijo Pai’oh’pah con una sonrisa—. Entonces ya podemos empezar.
La congregación que Chicka Jackeen había dejado en el perímetro del Primero había empezado a aventurarse poco a poco a lo largo de la península a medida que crecía su valor y su curiosidad. Lunes estaba por supuesto entre ellos y Jackeen estaba a punto de llamar al muchacho para pedirle que acudiera al lado del Reconciliador cuando Lunes dejó escapar un grito y señaló el promontorio. Jackeen se volvió y clavó los ojos (como hicieron todos) en las dos figuras que se encontraban en el cabo, abrazados. Más tarde habría muchas discusiones entre estos testigos sobre lo que habían visto en realidad. Todos estaban de acuerdo en que uno de los componentes de la pareja era el maestro Sartori, en cuanto al otro, las opiniones variaban. Algunos decían que habían visto a una mujer, otros un hombre y otros una nube con un trozo de sol ardiendo en su interior. Pero fueran cuales fueran esas ambigüedades, de lo que ocurrió después no cupo duda. Tras abrazarse, las dos figuras avanzaron hasta el límite del promontorio, dieron un paso más en el aire y desaparecieron.
Dos semanas más tarde, el penúltimo día de un sombrío diciembre, Clem estaba sentado delante del fuego del comedor del número 28, lugar del que apenas se había levantado desde Navidad, cuando oyó unos golpes frenéticos en la puerta de la calle. No llevaba reloj (¿qué importaba el tiempo ya?) pero supuso que la medianoche ya había quedado muy atrás. Lo más probable es que cualquiera que llamara a semejante hora estuviera desesperado o fuera peligroso pero en su desolado estado de ánimo actual no le importaba demasiado el daño que pudiera aguardarle en la calle. Aquí ya no le quedaba nada, en esta casa, en esta vida. Cortés se había ido, Judy se había ido y también, hacía muy poco, Tay. Habían pasado sólo cinco días desde que había escuchado a su amante susurrar su nombre.
—Clem… tengo que irme.
—¿Irte? —había respondido él—. ¿Adónde?
—Alguien ha abierto la puerta —fue la respuesta de Tay—. Están llamando a los muertos a casa. Tengo que irme.
Lloraron juntos un rato, las lágrimas brotaban de los ojos de Clem mientras el sonido de la angustia de Tay lo sacudía por dentro. Pero nada se podía hacer. Había llegado la llamada y aunque Tay estaba destrozado al pensar que debía separarse de Clem, su existencia entre ambas condiciones se había hecho insoportable y por debajo del dolor de la partida estaba el gozo de saber que la liberación era inminente. Su extraña unión se había acabado. Era hora de que los vivos y los muertos se separasen.
Clem no había sabido lo que significaba en realidad la pérdida hasta que Tay se fue. El dolor de perder el cuerpo físico de su amante había sido bastante intenso pero perder el espíritu que de una forma tan milagrosa le habían devuelto fue inmensamente peor. No era posible, pensó, sentirse más vacío y seguir estando vivo. Varias veces durante aquellos oscuros días se preguntó si quizá debería matarse con la esperanza de poder seguir a su amante a través de esa puerta que ahora se encontraba abierta. Que no lo hiciera fue más una cuestión de responsabilidad que por falta de valor. Él era el único testigo que quedaba de los milagros de la calle Gamut. Si él se iba, ¿quién quedaría para contar la historia?
Pero tales imperativos le parecían muy frágiles a una hora como esta y cuando se levantó del lugar que ocupaba junto al fuego y cruzó el espacio que lo separaba de la puerta, se permitió pensar que si estos visitantes nocturnos llegaban con la muerte en las manos, quizá no la rechazase. Sin preguntar quién estaba al otro lado, quitó los cerrojos y abrió la puerta. Para su sorpresa, descubrió a Lunes de pie bajo la torrencial cellisca. A su lado permanecía un extraño que temblaba de frío con los ralos rizos pegados al cráneo.
—Éste es Chicka Jackeen —dijo Lunes mientras tiraba de su empapado invitado y lo hacía traspasar el umbral—. Jackie, este es Clem, la octava maravilla del mundo. ¿Qué, estoy demasiado mojado para que me des un abrazo?
Clem abrió los brazos y Lunes lo abrazó con fervor.
—Pensé que Cortés y tú os habíais ido para siempre —dijo Clem.
—Bueno, uno de nosotros sí —fue la respuesta.
—Eso me imaginaba —dijo Clem—. Tay fue tras él. Y también los aparecidos.
—¿Cuándo fue eso?
—El día de Navidad.
A Jackeen le castañeteaban los dientes y Clem lo acompañó hasta la chimenea, a la que había estado alimentando con astillas de los muebles. Le echó un par de patas de silla e invitó a Jackeen a sentarse al lado de las llamas para que se descongelase. El hombre le dio las gracias y se sentó. Lunes, sin embargo, tenía más carácter. Tras hacerse con el güisqui que aguardaba al lado del fuego, se metió varios tragos en el sistema y luego se puso a despejar la habitación; mientras arrastraba la mesa hacia una esquina explicó que necesitaban un poco de espacio para trabajar. Una vez despejado el suelo, se abrió la chaqueta, se sacó el diccionario geográfico de Cortés de debajo del brazo y lo dejó caer delante de Clem.
—¿Qué es esto?
—Es un mapa de Imajica —dijo Lunes.
—¿Obra de Cortés?
—Pues sí.
Lunes se puso en cuclillas y abrió el cuaderno de un papirotazo, sacó las hojas sueltas y le devolvió la cubierta a Clem.
—Escribió un mensaje ahí —dijo Lunes.
Mientras Clem leía las pocas palabras que Cortés había garabateado en la tapa, Lunes empezó a ordenar las hojas una al lado de otra en el suelo, las alineaba con cuidado para que los mapas se convirtieran en un continuo ininterrumpido. Y mientras trabajaba, hablaba con un entusiasmo en estado puro, como siempre.
—Sabes lo que quiere que hagamos, ¿verdad? ¡Quiere que dibujemos este mapa en todos los putos muros que encontremos! ¡En las aceras! ¡En nuestras frentes! En cualquier parte y en todas partes.
—Menuda tarea nos ha encomendado —dijo Clem.
—Yo estoy aquí para ayudaros —dijo Chicka Jackeen—. En calidad de lo que pueda.
Abandonó su sitio junto al fuego y se colocó al lado de Clem, desde donde podía admirar el dibujo que comenzaba a aparecer en el suelo, delante de ellos.
—Eso no es lo único que has venido a hacer, ¿verdad? —dijo Lunes—. Di la verdad.
—Bueno, no —dijo Jackeen—. También me gustaría encontrar una esposa. Pero eso tendrá que esperar.
—¡Cómo lo sabes, tío! —dijo Lunes—. Ahora, nuestro negocio es este.
Se levantó y salió del círculo que habían formado las páginas del cuaderno de Cortés. Aquí estaba Imajica, o más bien la pequeña parte que de ella había visto el Reconciliador: Patashoqua y Vanaeph; Beatrix y las montañas Jokalaylau; Mai-ké, la Cuna, L’Himby y el Kwem; la Vía Crucis, el delta e Yzordderrex. Y luego los cruces del exterior de la ciudad, y el desierto detrás, con una única pista que llevaba a la frontera del Segundo Dominio. Al otro lado de esa frontera, las páginas estaban prácticamente vacías. El viajero había esbozado la península en la que se había sentado pero más allá sólo había escrito: «Este es un nuevo mundo».
—Y esto —dijo Jackeen tras agacharse para indicar la cruz al final del promontorio— es donde terminó el peregrinaje del maestro.
—¿Es ahí donde está enterrado? —dijo Clem.
—Oh, no —dijo Jackeen—. Se ha ido a lugares que harán que esta vida parezca un sueño. Ha abandonado el círculo, ya sabe.
—No, no lo sé —dijo Clem—. Si ha abandonado el círculo, ¿dónde ha ido entonces? ¿Dónde se han ido todos?
—A su interior —dijo Jackeen. Clem comenzó a sonreír.
—¿Me permite? —dijo Jackeen al tiempo que se levantaba y le quitaba a Clem de entre los dedos la hoja que llevaba el último mensaje de Cortés.
«Amigos míos», había escrito, «Pai está aquí. Me he encontrado. ¿Querréis enseñarle estas páginas al mundo para que todos los viajeros puedan encontrar el camino a casa?».
—Creo que nuestra obligación está clara, caballeros —dijo Jackeen. Se inclinó de nuevo para colocar la última hoja en medio del círculo, marcando así el lugar de los espíritus al que había ido el Reconciliador—. Y cuando hayamos cumplido con esa obligación, aquí tenemos el mapa que nos mostrará el lugar al que debemos ir. Seguiremos al maestro. No hay nada más seguro. Todos nosotros le seguiremos, uno por uno.