Capítulo 14
1
Si bien Cortés sólo conocía a la tribu del South Bank desde hacía unas horas, despedirse de ellos no fue fácil. Se había sentido más seguro en su compañía durante ese corto periodo de tiempo que con muchos hombres y mujeres que conocía desde hacía años. Ellos, por su parte, estaban acostumbrados a perder (era el tema principal de casi todas las vidas que había escuchado) así que no hubo histrionismos ni acusaciones, sólo un silencio pesado. Sólo Lunes, cuya persecución era la que había despertado al extraño de su pasividad, intentó de algún modo que Cortés se quedara un poco más.
—Sólo nos quedan unos cuantos muros por pintar —dijo—, y ya los habremos cubierto todos. Unos cuantos días. Una semana como mucho.
—Ojalá tuviera tanto tiempo —le dijo Cortés—, pero no puedo posponer el trabajo que volví para hacer.
Lunes, por supuesto, había estado dormido mientras Cortés hablaba con Tay (y se había despertado muy confundido por el respeto que le mostraban) pero los otros, sobre todo Benedict, tenían nuevas palabras que añadir al vocabulario de los milagros.
—Bueno, ¿y qué hace un Reconciliador? —le preguntó a Cortés—. Si te largas a los Dominios, tío, nosotros queremos ir contigo.
—No me voy de la Tierra. Pero cuando lo haga, seréis los primeros en saberlo.
—¿Y si no te volvemos a ver? —dijo el irlandés.
—Entonces habré fracasado.
—¿Y estás muerto y enterrado?
—Eso es.
—No la va a joder —dijo Carol—. ¿Verdad que no, cariño?
—¿Pero qué hacemos con lo que sabemos? —dijo el irlandés, estaba claro que le inquietaba su carga de misterios—. Cuando tú te hayas ido, no tendrá sentido para nosotros.
—Sí que lo tendrá —dijo Cortés—. Porque se lo vais a contar a otras personas y de esa forma las historias permanecerán vivas hasta que se abra la puerta a los Dominios.
—¿Entonces se lo tendríamos que contar a la gente?
—A cualquiera que quiera escuchar.
Hubo murmullos de asentimiento entre los reunidos. Aquí al menos había un propósito, una conexión con el relato que habían oído y su narrador.
—Si nos necesitas para lo que sea —ronroneó Benedict—, ya sabes dónele encontrarnos.
—Desde luego que sí —dijo Cortés y fue con Clem a la verja.
—¿Y si alguien viene a buscarte? —les gritó Carol.
—Diles que era un chiflado hijo de puta y que me tirasteis por el puente de una patada en el culo.
Eso le valió unas cuantas sonrisas.
—Eso les diremos, maestro —dijo el irlandés—. Pero que sepas que si no vienes a buscarnos uno de estos días, vamos a ir a buscarte nosotros.
Terminadas las despedidas, Clem y Cortés se dirigieron al puente de Waterloo en busca de un taxi que los llevara al otro lado de la ciudad, al apartamento de Jude. Todavía no eran las seis y aunque el flujo del tráfico hacia el norte estaba empezando a espesarse al aparecer los primeros trabajadores procedentes del extrarradio, todavía no había taxis por allí así que empezaron a cruzar el puente a pie con la esperanza de encontrar alguno en el Strand.
—De toda la compañía con la que te podrían haber encontrado —comentó Clem mientras caminaban—, esa tenía que ser la más extraña.
—Viniste a buscarme —señaló Cortés—, así que alguna idea debías de tener.
—Supongo que sí.
—Y créeme, he tenido compañías más extrañas. Mucho más extrañas.
—Te creo. Me gustaría que me contaras el viaje entero algún día, pronto. ¿Lo harás?
—Lo haré lo mejor que pueda. Pero será difícil sin un mapa. No hacía más que decirle a Pai que iba a dibujar uno, para que si alguna vez pasaba de nuevo por los Dominios y me perdía…
—Te encontrases.
—Exacto.
—¿E hiciste ese mapa?
—No. Nunca había tiempo, por alguna razón. Siempre parecía haber algo nuevo que me distraía.
—Cuéntame todo… ¡Hey! ¡Veo un taxi!
Clem bajó a la calle y agitó los brazos para parar el vehículo. Entraron los dos y Clem le dio al conductor la dirección. Mientras lo hacía, el hombre miró por el espejo retrovisor.
—¿Es alguien que conozcan?
Miraron atrás, al puente, y vieron a Lunes corriendo como un loco hacia ellos. Segundos más tarde, el rostro manchado de pintura estaba en la ventanilla del taxi y Lunes le rogaba que le permitiera unirse a él.
—Tienes que dejarme venir contigo, jefe. No es justo si no me dejas. Te di mis colores, ¿no? ¿Dónde estarías sin mis colores?
—No puedo arriesgarme a que salgas herido —dijo Cortés.
—Si salgo herido, la herida es mía y la culpa también.
—¿Nos vamos o qué? —quiso saber el taxista.
—Déjame ir, jefe. Por favor.
Cortés se encogió de hombros y luego asintió. La sonrisa, que había desaparecido del rostro de Lunes mientras rogaba, volvió en toda su gloria y trepó al coche mientras agitaba como si fuera un talismán la lata de tabaco en la que guardaba las tizas.
—Me traigo los colores —dijo—, por si acaso los necesitamos. Nunca se sabe cuando podríamos tener que dibujar un Dominio rápido o algo, ¿verdad?
Aunque el trayecto al piso de Judith fue relativamente corto, había señales por todas partes (en su mayor parte pequeñas pero tan numerosas que su suma final era significativa) de que los días de calor venenoso y tormentas que no purificaban nada se estaban cobrando su precio en la ciudad y sus ocupantes. Había ruidosos altercados en cada esquina y algunos en medio de la calle; había ceños fruncidos y arrugas en cada rostro que pasaba a su lado.
—Tay dijo que se acercaba un vacío —comentó Clem mientras esperaban en un cruce a que alguien evitara que dos furiosos motoristas convirtieran la corbata del otro en una soga—. ¿Forma todo eso parte de ese vacío?
—Es una puñetera locura, eso es lo que es —metió baza el taxista—. Ha habido más asesinatos en los últimos cinco días que en todo el año pasado. Lo leí en alguna parte. Y no son sólo asesinatos, tampoco, es que la gente se cuelga sola. Un colega mío, otro taxista, estaba ahí arriba, donde el Arsenal, el martes y esta mujer va y se lanza delante del taxi. Justo debajo de las ruedas. Una puñetera tragedia.
Por fin habían intervenido para separar a los luchadores y los estaban escoltando cada uno a una acera.
—No sé a dónde va a ir a parar este mundo —dijo el taxista—. Es una puñetera locura.
Hecho su discurso, encendió la radio cuando el tráfico empezó a moverse otra vez y comenzó a silbar un acompañamiento desafinado a la balada que salió del aparato.
—¿Podemos ayudar de alguna forma a detener todo esto? —le preguntó Clem a Cortés—. ¿O sólo va a empeorar?
—Espero que la Reconciliación le ponga fin. Pero no puedo estar seguro. Este Dominio lleva sellado tanto tiempo que se ha emponzoñado con su propia mierda.
—Entonces lo que tenemos que hacer es derribar los muros, coño —dijo Lunes con la alegría de un destructor nato. Agitó de nuevo la lata de colores—. Tú las marcas —dijo—, y yo las tiro. Así de fácil.
2
El niño, le habían dicho a Jude, tenía más propósito en su interior que la mayoría y lo creía. ¿Pero qué significaba eso, además de arriesgarse a incurrir en su furia si intentaba desahuciarlo? ¿Crecería más rápido que los demás? ¿Habría engordado ya al atardecer y estaría lista para romper aguas antes de que llegara la mañana? Yacía ahora en el dormitorio, el calor del día empezaba a pesarle en los miembros y esperaba que las historias que les había oído a madres radiantes fueran verdad y que su cuerpo vertiera paliativos en su torrente sanguíneo para aliviar los traumas de alimentar y expulsar una nueva vida.
Cuando sonó el timbre su primer instinto fue no hacer caso, pero sus visitantes, fueran quienes fueran, siguieron llamando y al final empezaron a gritarle a la ventana. Uno llamaba a Judy, el otro, y eso era lo más extraño, a Jude. Se sentó en la cama y por un momento fue como si su anatomía hubiera cambiado. El corazón le palpitaba en la cabeza y tenía que sacar los pensamientos del vientre para formar la intención de dejar la habitación y bajar a la puerta. Las voces seguían llamándola desde abajo pero se fueron apagando mientras ella bajaba las escaleras y estaba lista para encontrar el umbral vacío cuando llegara. No fue así. Allí había un adolescente, todo manchado de color, que, al verla, se volvió y les gritó a sus otros visitantes, que estaban al otro lado de la calle intentando ver el interior de su piso.
—¡Está aquí! —chilló—. ¿Jefe? ¡Está aquí!
Los hombres comenzaron a cruzar la calle hacia su puerta y, cuando se acercaron, el corazón de Judith, que todavía le latía en la cabeza, adoptó un ritmo suicida. Estiró el brazo en busca de algún apoyo cuando el hombre que estaba al lado de Clem se encontró con su mirada y sonrió. Este no era Cortés. Al menos no era el Cortés que le había robado el huevo y se había ido un par de horas antes con el rostro inmaculado. Este no se había afeitado en varios días y tenía la frente llena de costras.
Jude se retiró de la entrada pero su mano no consiguió encontrar la puerta aunque quería cerrarla de golpe.
—Aléjate de mí —dijo.
El hombre se detuvo a un metro o dos del umbral al ver el pánico en el rostro de su amiga. El muchacho se había vuelto hacia él y el impostor le hizo un gesto para que se apartara, cosa que el chico hizo, con lo que dejó despejada la línea de visión entre ellos.
—Sé que estoy hecho una mierda —dijo el rostro lleno de costras—. Pero soy yo, Jude.
La mujer se apartó dos pasos de la llamarada que lo envolvía. (¡Cómo lo amaba la luz! No como al otro, que estaba envuelto en sombras cada vez que posaba sus ojos sobre él). Los músculos femeninos se agitaban desde los pies a las puntas de los dedos y el movimiento se iba intensificando como si estuviera a punto de darle un ataque. Estiró la mano en busca de la barandilla y se aferró a ella para evitar caer.
—No puede ser —dijo.
Esta vez el hombre no respondió. Fue el cómplice de este engaño (Clem, precisamente él) el que dijo.
—Judy. Tenemos que hablar contigo. ¿Puedo entrar?
—Sólo tú —le dijo ella—. Ellos no. Sólo tú.
—Sólo yo.
Clem fue hacia la puerta, se acercaba poco a poco con las palmas extendidas.
—¿Qué ha pasado aquí? —dijo.
—Ese no es Cortés —le dijo ella—. Cortés ha estado conmigo los últimos dos días. Con sus noches. Ese es… no sé quién es.
El impostor oyó lo que le estaba diciendo a Clem. Jude podía ver su rostro por encima del hombro del otro hombre, tan conmocionado que las palabras podrían haber sido puñetazos. Cuanto más intentaba ella explicarle a Clem lo que había pasado, más fe perdía en lo que estaba diciendo. Este Cortés, el que esperaba fuera, era el hombre que había dejado en la puerta del estudio, de pie y perplejo bajo el sol como lo estaba ahora. Y si era él, entonces el amante que había venido a ella, el hombre que había lamido el huevo y la había fertilizado, era otra persona, otra terrible persona. Vio que Cortés formaba con los labios el nombre de aquel hombre: «Sartori». Al oír el nombre y saber que era cierto (al saber que el carnicero de Yzordderrex había encontrado un lugar en su cama, en su corazón y en su útero), las convulsiones amenazaron con anegarla por completo. Pero se aferró al mundo sólido y sudoroso lo mejor que pudo, decidida a que estos hombres, los enemigos de su amante, supieran lo que había hecho.
—Entra —le dijo a Cortés—. Entra y cierra la puerta.
El hombre se trajo al muchacho consigo pero ella fue incapaz de desperdiciar tuerzas en objeciones. También trajo consigo una pregunta.
—¿Te hizo daño?
—No —dijo ella. Pensó que ojalá se lo hubiera hecho, que ojalá le hubiera ofrecido aunque fuera un destello de su atroz personalidad—. Me dijiste que estaba cambiado, Cortés —le dijo—. Dijiste que era un monstruo; que estaba corrupto, dijiste. Pero era exactamente como tú.
Jude dejó que la cólera hirviera en su interior mientras hablaba, que funcionara su alquimia en la repugnancia que sentía y la convirtiera en algo más puro, más sabio. Cortés la había engañado cuando le había descrito a su otro yo y había creado en su mente un hombre tan mancillado por sus actos que apenas era humano. No había habido malicia en la mentira, sólo el deseo de que lo separaran por completo del hombre que compartía su rostro. Pero ahora se daba cuenta de su error y su vergüenza era patente. Se quedó atrás y la contempló mientras los temblores de su cuerpo iban cesando. Había acero en el vigor femenino y eso la mantuvo erguida, le dio la fuerza necesaria para terminar el relato. No tenía sentido ocultarles la última parte del engaño de Sartori ni a Cortés ni a Clem. Pronto se notaría. Se llevó la mano al vientre y dijo:
—Estoy embarazada —dijo—. De su hijo, el hijo de Sartori. En un mundo más racional quizá habría sido capaz de interpretar la expresión del rostro de Cortés cuando este recibió la noticia, pero su complejidad la desafió. Había rabia en el laberinto, desde luego, y también perplejidad. ¿Pero había también un poco de celos? Él no había deseado su compañía cuando habían vuelto de los Dominios; la misión que tenía como Reconciliador había castigado su libido. Pero ahora que la había acariciado su otro yo, que le había dado placer (¿veía él la culpabilidad en su rostro, tal mal enterrada como los celos de él?), Cortés sentía punzadas de posesividad. Como siempre había ocurrido en su historia conjunta, no había sentimiento que no contaminara la paradoja.
Fue Clem, el querido y reconfortante Clem, el que abrió los brazos y dijo:
—¿Hay alguna posibilidad de un abrazo?
—Oh, Dios, sí —dijo ella—. Todas.
Cruzó el espacio que lo separaba de ella y la envolvió en sus brazos. Luego se mecieron.
—Debería haberlo sabido, Clem —dijo ella en voz demasiado baja para que la oyeran Cortés o el muchacho.
—Ver las cosas en retrospectiva es fácil —le dijo él mientras le besaba el pelo—. Yo sólo me alegro de que estés viva.
—Jamás me amenazó. Jamás me puso la mano encima de una forma que yo no…
—¿Pidiera?
—No me hacía falta pedirlo —dijo ella—. Él lo sabía.
El sonido de la puerta de la calle al abrirse de nuevo le hizo levantar la cabeza del hombro de Clem. Cortés salía de nuevo al sol, con el joven tras él. Una vez fuera, levantó la mirada y se llevó la mano a la frente para estudiar el cielo en su cénit. Al ver lo que hacía, Jude comprendió quién era el hombre al que había visto contemplar el cielo en el Cuenco de Boston. No era más que una pequeña solución a tanto enigma pero tampoco iba a despreciar la satisfacción que le proporcionaba.
—Sartori es el hermano de Cortés, ¿no es cierto? —dijo Clem—. Me temo que todavía no tengo muy claras las relaciones familiares.
—No son hermanos, son gemelos —respondió ella—. Sartori es su doble perfecto.
—¿Cómo de perfecto? —preguntó Clem mientras la miraba con una pequeña sonrisa en el rostro, una sonrisa casi traviesa.
—Oh… muy perfecto.
—Así que no estuvo tan mal, ¿que estuviera aquí?
Jude negó con la cabeza.
—No estuvo mal en absoluto —respondió ella. Luego, después de un momento—: Me dijo que me quería, Clem.
—Oh, Señor.
—Y yo le creí.
—¿Cuántas docenas de hombres te han dicho eso?
—Sí, pero con él fue diferente…
—Famosas últimas palabras.
La joven contempló durante unos segundos al hombre que miraba al cielo, la calma que se había apoderado de ella la dejaba perpleja. ¿Era el simple recuerdo del compromiso que tenía con ella suficiente para sosegar cualquier miedo?
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Clem.
—En que él siente algo que Cortés no ha sentido jamás —le respondió ella—. Que quizá nunca pudo sentir. Antes de que lo digas, sé que todo este asunto es repulsivo. Es un destructor. Ha acabado con países enteros. ¿Cómo puedo sentir algo por él?
—¿Quieres los tópicos? Dímelos.
Sientes lo que sientes. A algunos les van los marineros, otros prefieren hombres con trajes de goma y boas de plumas. Hacemos lo que hacemos. Nunca des explicaciones, nunca te disculpes. Ya está. Es todo lo que vas a recibir.
Jude le cogió la cara entre las manos. La envolvió con ellas y luego la besó.
—Eres sublime —dijo ella—. Vamos a sobrevivir, ¿verdad?
—A sobrevivir y prosperar —dijo él—. Pero creo que será mejor que encontremos a tu galán, por todos…
Clem se detuvo en seco cuando ella lo apretó aún más. Todo rastro de alegría había desaparecido del rostro femenino.
—¿Qué pasa?
—Celestine. Lo mandé a Highgate. A la torre de Roxborough.
—Lo siento pero no te sigo.
—Son malas noticias —le dijo ella mientras abandonaba sus brazos y echaba a correr hacia la puerta de la calle.
Cortés renunció a contemplar su cénit cuando ella lo llamó y volvió a la puerta mientras ella repetía lo que le acababa de decirle a Clem.
—¿Y qué hay en Highgate? —dijo.
—Una mujer que quería verte. ¿El nombre de Nisi Nirvana significa algo para ti?
Cortés lo pensó un momento.
—Es algo de un cuento —dijo.
—No, Cortés. Es real. Está viva. O al menos lo estaba.
3
No había sido sólo el sentimentalismo lo que había empujado al autarca Sartori a hacer que retrataran las calles de Londres con tanto detalle en las paredes de su palacio. Aunque no había pasado mucho tiempo en esta ciudad (apenas unas semanas entre su nacimiento y su partida rumbo a los Dominios Reconciliados), la madre Londres y el padre Támesis le habían proporcionado una educación magnífica. Por supuesto que la metrópolis que se veía desde la cima de Highgate Hill, donde ahora se encontraba, era mucho más amplia y sombría que la ciudad por la que él había vagado por aquel entonces, pero quedaban suficientes señales de lo que había sido para remover algunos recuerdos tan conmovedores como mordaces. Había aprendido lo que sabía de sexo en estas calles, con las profesionales de Drury Lane. Había aprendido a asesinar a la orilla del río, contemplando los cuerpos que arrastraba hasta el lodo el domingo por la mañana después de las matanzas del sábado por la noche. Había aprendido leyes en Lincoln’s Inn Field y había visto cómo se hacía justicia en Tyburn. Todas ellas grandes lecciones que lo habían ayudado a convertirse en el hombre que era. La única lección que no recordaba haber aprendido, ya fuera en estas calles o en ninguna otra, era la arquitectura. Debió de tener algún tutor para eso, supuso, en algún momento.
Después de todo, ¿no era él el hombre cuya visión había construido un palacio que entraría en las leyendas, aun cuando sus torres fueran ahora escombros? ¿Dónde estaba, en el horno de sus genes o en su historia, la chispa que había encendido el genio? Quizá sólo descubriría la respuesta al levantar su Nueva Yzordderrex. Si era paciente y observador, el rostro de su mentor terminaría apareciendo antes o después en sus muros.
Tendrían que demolerse muchas cosas, sin embargo, antes de que se pusieran los cimientos, y banalidades como la torre de la Tabula Rasa, que ahora aparecía ante él, serían las primeras en ser condenadas. Cruzó el patio delantero hasta la puerta principal, silbando por el camino y preguntándose si esa mujer que Judith tanto había insistido en que conociera (esa tal Celestine) podría oír sus trinos. La puerta permanecía abierta pero él dudaba que cualquier ladrón, por muy oportunista que fuera, se hubiera atrevido a entrar. El aire del umbral picaba de puro poder y le recordó a su querida Torre del Eje.
Todavía silbando, cruzó el vestíbulo hasta una segunda puerta y por ella entró en una habitación que conocía. Había caminado por estas antiguas tablas dos veces en su vida: la primera vez el día antes de la Reconciliación, cuando se había presentado aquí ante Roxborough y se había hecho pasar por el maestro Sartori, sólo por el perverso placer de estrechar las manos de los mecenas del Reconciliador antes de que el sabotaje que había planeado se los llevara al Infierno; la segunda vez, la noche después de la Reconciliación, mientras las tormentas rasgaban los cielos desde la Muralla de Adriano hasta Land’s End. En esta ocasión había venido con Chant, su nuevo secuaz, con la intención de matar a Lucius Cobbitt, el muchacho al que había convertido en su involuntario agente para el sabotaje. Tras buscarlo en la calle Gamut y comprender que había desaparecido, se había enfrentado a la tormenta (había bosques arrancados de raíz y levantados por el aire y un hombre alcanzado por un rayo ardía en Highgate Hill) sólo para descubrir que la casa de Roxborough estaba vacía. Nunca había llegado a encontrar a Cobbitt. Alejado de la seguridad de la calle Gamut por su antiguo maestro, era muy probable que el joven hubiese sido víctima de la tormenta, como les había ocurrido a tantos aquella noche.
Ahora la habitación guardaba silencio y él también. Los grandes señores que habían construido esta casa, y sus hijos, que habían levantado la torre que estaba encima, estaban muertos. Era un mutismo agradable, en él habría tiempo para escarceos. Se acercó sin prisa a la chimenea, bajó por las escaleras y descendió hasta una biblioteca que no había sabido que existía hasta este momento. Quizá hubiera sentido tentaciones de pararse y examinar con detenimiento las cargadas estanterías, pero el poder punzante que había sentido en la puerta principal era más fuerte que nunca y lo seguía atrayendo, más intrigado con cada metro que recorría.
Oyó la voz de la mujer antes de posar los ojos sobre ella, emanaba de un lugar donde el polvo agitado era tan espeso que era como adentrarse en la niebla de un delta. Apenas visible a través de él, una escena de puro vandalismo: libros, rollos y manuscritos reducidos a jirones o enterrados entre los restos de los estantes sobre los que habían estado colocados. Y tras los escombros, un agujero en el ladrillo y del agujero, una llamada.
—¿Sartori?
—Sí —dijo él.
—Acércate más. Déjame verte.
El hombre se presentó a los pies del montón de escombros.
—Creí que esa mujer no había conseguido encontrarte —dijo Celestine—. O que tú te habías negado a venir.
—¿Cómo podía negarme a una invitación como esta? —respondió él en voz baja.
—¿Crees que esto es una especie de aventura? —contestó ella—. ¿Una cita secreta?
Tenía la voz ronca por el polvo, y amarga. A Sartori le gustó cómo sonaba. Las mujeres en cuyo interior ardía la cólera siempre eran mucho más interesantes que sus satisfechas hermanas.
—Entra, maestro —le dijo ella—. Permíteme sacarte de tu error. Sartori trepó por las piedras y se asomó a la oscuridad. Era un agujero miserable, tan sórdido como cualquiera de las cosas que había bajo su palacio, pero la mujer que lo había ocupado no era ninguna anacoreta. La encarcelación no había castigado su carne, que parecía lozana a pesar de todas las marcas. Los tentáculos que se aferraban a su cuerpo ensalzaban su fluidez, se movían sobre sus muslos, sus pechos y su vientre como empalagosas serpientes. Algunos se aterraban a su cabeza y le hacían la corte a sus labios de miel; otros yacían entre sus piernas, en el paraíso. Sartori sintió la tierna mirada que le dedicaba la mujer y se deleitó con ella.
—Muy guapo —dijo ella.
Se tomó el cumplido como una invitación para acercarse pero al hacerlo, ella emitió un murmullo de angustia y él se detuvo en seco.
—¿Qué es esa sombra que hay en ti? —dijo ella.
—Nada que haya de temer —le contestó.
Algunos de los filamentos se separaron y unos tentáculos más largos, no cortesanos sino parte de la esencia de la mujer, se desenroscaron de su espalda, se agarraron al tosco muro y la levantaron.
—Ya he oído eso antes —dijo ella—. Cuando un hombre te dice que no hay nada que temer, está mintiendo. Hasta tú, Sartori.
—No me acercaré más si le molesta —dijo él.
No fue el respeto por la inquietud de la mujer lo que lo impulsó a someterse, sino la visión de las cintas que la habían izado. A Quaisoir le habían brotado unos apéndices así, recordó, después de tener relaciones íntimas con las mujeres del Bastión de Banu. Eran prueba de alguna función en el otro sexo que él no llegaba a comprender: algún resto de habilidades prácticamente desterradas de los Dominios Reconciliados por Hapexamendios. Quizá habían disfrutado de un nuevo y venenoso florecimiento en el Quinto desde que él se había ido. Hasta que conociera su esfera de autoridad, se mostraría prudente.
—Me gustaría hacerle una pregunta, si me lo permite —dijo él.
—¿Sí?
—¿Cómo sabe quién soy?
—Primero dime dónde has estado todos estos años.
Oh, cuan tentado estuvo de decirle la verdad y hacer alarde de sus logros con la esperanza de impresionarla. Pero había venido aquí bajo el disfraz de su otro yo y, como con Judith, tendría que elegir con cuidado el momento de desenmascararse.
—He estado vagando —dijo. No era tan incierto.
—¿Dónde?
—Por el Segundo Dominio, y en ocasiones el Tercero.
—¿Has estado alguna vez en Yzordderrex?
—A veces.
—¿Y en el desierto que hay fuera de la ciudad?
—Allí también. ¿Por qué lo pregunta?
—Estuve allí una vez. Antes de que tú nacieras.
—Soy mayor de lo que parezco —le dijo él—. Sé que no se nota…
—Sé cuánto tiempo has vivido, Sartori —respondió ella—. Desde el primer día.
Tal certeza alimentó el malestar engendrado por la visión de los tentáculos. ¿Podría leer sus pensamientos, esta mujer? Si así era, si sabía qué era y todo lo que había hecho, ¿por qué no sentía un temor reverencial al verlo?
No había provecho alguno en fingir que no le importaba que ella pareciera saber tanto. Sin rodeos pero con cortesía, le preguntó cómo lo sabía y preparó mientras hablaba toda una profusión de excusas por si ella se limitaba a ser una de las casuales conquistas del maestro y lo acusaba de haberla olvidado. Pero la acusación, cuando se produjo, fue de otro tipo muy diferente.
—Has hecho un gran daño en tu vida, ¿no es cierto? —le dijo ella.
—No más que la mayoría —protestó él con suavidad—. Me han tentado y he cometido algunos excesos, desde luego. ¿Pero no lo ha hecho todo el mundo?
—¿Unos cuantos excesos? —dijo la mujer—. Creo que tú has hecho algo más que eso. El mal está en ti, Sartori. Lo huelo en tu sudor, igual que olí el coito en la mujer.
Al oír que mencionaba a Judith (¿qué otra persona podría ser esta venérea mujer?), se acordó de la profecía que le había hecho dos noches antes. Encontrarían la oscuridad en el otro, le había dicho, y esa era una condición muy humana. El argumento había demostrado ser eficaz entonces. ¿Por qué no ahora?
—Es sólo lo que hay de humano en mí lo que percibe —le dijo a Celestine.
Estaba claro que no la había persuadido.
—Oh, no —le respondió—. Yo soy lo que hay de humano en ti.
El hombre estaba a punto de desechar semejante absurdo con una carcajada pero la mirada fija de ella lo silenció.
—¿Qué parte de mí es usted? —murmuró.
—¿No lo sabes todavía? —dijo ella—. Hijo, soy tu madre.
Cortés abría la marcha cuando entraron en el frescor del vestíbulo de la torre. No se oía ningún sonido en ningún lugar del edificio, ni arriba ni abajo.
—¿Dónde está Celestine? —le preguntó a Jude. Esta lo llevó a la puerta que conducía a la sala de reuniones de la Tabula Rasa, allí Cortés les dijo a todos—: Esto es algo que debo hacer yo, hermano contra hermano.
—No tengo miedo —saltó Lunes.
—Tú no, pero yo sí —dijo Cortés con una sonrisa—. Y no querría que me vieras mearme los pantalones. Quédate aquí arriba. Saldré en un pispás.
—Asegúrate de que así sea —dijo Clem—. O bajamos a buscarte.
Con esa promesa como consuelo, Cortés se deslizó por la puerta que llevaba a lo que quedaba de la casa de Roxborough. Aunque no lo habían acosado los recuerdos al entrar en la torre, ahora los sentía. No eran tan certeros como los que lo habían visitado en la calle Gamut, donde hasta las tablas parecían haber recordado las almas que las habían pisado. Estas eran vagas evocaciones de las veces que había bebido y debatido alrededor de la gran mesa de roble. Pero no permitió que la nostalgia lo retrasara, pasó por la habitación como un hombre acosado por sus admiradores, con los brazos levantados contra sus lisonjas, y bajó al sótano. Había hecho que Jude le describiera este laberinto y su contenido (todo con dorso y envuelto en piel, fuera o no fuera humano), pero la visión no dejó por ello de asombrarlo. Toda esta sabiduría enterrada en la oscuridad. ¿Era extraño que la vida imajicana del Quinto hubiera estado tan anémica durante los últimos dos siglos cuando todos los licores que podrían haberla fortalecido se habían ocultado aquí?
Pero no había venido a curiosear, por muy gloriosa que fuera esa perspectiva. Había venido por Celestine, que había lanzado, entre todas las cosas, el nombre de Nisi Nirvana para traerlo aquí. No sabía por qué. Aunque recordaba ese nombre de forma vaga y sabía que había un relato que lo acompañaba, era incapaz de recordar el cuento o en qué regazo lo había escuchado por primera vez. Quizá ella conociera la respuesta.
Había aquí una maravillosa agitación. Ni siquiera el polvo quería echarse y morir sino que se movía formando vertiginosas constelaciones que él dividía al avanzar. No hizo ningún giro en falso pero la ruta que llevaba desde las escaleras hasta el lugar donde se encontraba Celestine seguía siendo larga y antes de llegar allí, escuchó un grito. No era un grito de mujer, pensó, pero los ecos lo desfiguraban y no estaba seguro. Aceleró el paso, siguió doblando esquinas, sabía mientras avanzaba que su otro yo lo había precedido en cada paso del camino. No hubo más gritos tras el primero pero cuando apareció su destino (parecía una cueva, excavada de forma tosca en el muro: el hogar de un oráculo), oyó un sonido diferente, el de ladrillos cuando se frotan los lados granulosos. Había desprendimientos, pequeños pero constantes, de argamasa seca del techo y un temblor sutil en el suelo. Cortés empezó a subir por el montón de roca caída, que estaba salpicado como un campo de batalla de libros destripados, hasta la grieta que lo tentaba. Al llegar, captó el destello de un movimiento violento dentro, lo que lo empujó hacia el umbral a toda prisa y entre tropezones.
—¿Hermano? —dijo incluso antes de haber encontrado a Sartori entre las tinieblas—. ¿Qué estás haciendo?
Y entonces vio a su otro yo, acercándose a la mujer que había en la esquina de la cueva. Estaba casi desnuda pero en absoluto indefensa. Unas cintas, como los harapos de la cola de un traje de novia pero hechos de carne, le surgían de los hombros y la espalda y estaba claro que su poder era más notable de lo que implicaba su delicadeza. Algunas se aferraban a la pared que tenía sobre su cabeza pero la gran mayoría se extendía hacia Sartori y le envolvían la cabeza como una capucha que quisiera asfixiarlo. Él los arañaba y se abría camino con los dedos entre ellos para poder agarrarlos mejor. Un fluido manaba de la carne abierta y con los puños desprendía trozos de materia como avellanas. Sólo era cuestión de tiempo que el hombre se liberase y cuando lo hiciera, no sería poco el daño que le haría a la mujer. Cortés no llamó a su hermano una segunda vez. ¿De qué iba a servir? El hombre estaba sordo en ese momento. En lugar de eso, cruzó la cueva a la carrera, tropezando, y cogió a Sartori por detrás, le sujetó los brazos para impedirle que siguiera mutilando a la mujer y se los inmovilizó a los costados. Y al hacerlo vio que la mirada de Celestine se clavaba en las dos figuras que tenía delante, primero en una, luego en otra y ya fuera la conmoción de lo que presenciaba o el agotamiento, algo se cobró su precio y la anciana se quedó sin fuerzas. Las cintas heridas se aflojaron y cayeron como guirnaldas alrededor del cuello de Sartori, con lo que descubrieron el otro rostro y confirmaron la angustia de Celestine. Esta retiró las cintas por completo y las reunió en su regazo.
Una vez recuperada la visión, Sartori giró con esfuerzo la cabeza para identificar a su captor. Al ver a Cortés, dejó de forcejear al instante y permaneció en los brazos del Reconciliador, bastante calmado.
—¿Por qué te encuentro siempre haciendo daño, hermano? —le preguntó Cortés.
—¿Hermano? —dijo Sartori—. ¿Desde cuándo me llamas hermano?
—Eso es lo que somos.
—Intentaste matarme en Yzordderrex, ¿o ya te has olvidado? ¿Ha cambiado algo?
—Sí —dijo Cortés—. Yo.
—¿Ah, sí?
—Estoy preparado para aceptar nuestro… parentesco.
—Bonita palabra.
—De hecho, acepto mi responsabilidad por todo lo que era, soy o seré. Y tengo que agradecérselo a tu oviáceo.
—Me alegro de oírlo —dijo Sartori—. Sobre todo con esta compañía.
Volvió la vista hacia Celestine. Esta seguía en pie aunque estaba claro que eran los filamentos que se abrazaban al muro los que la sostenían, no sus piernas. Abría y cerraba los ojos y los estremecimientos le recorrían el cuerpo. Cortés sabía que la anciana necesitaba ayuda pero no podía hacer nada mientras siguiera cargando con Sartori, así que giró a su hermano y lo lanzó hacia la puerta de la cueva. Sartori se separó de él como un muñeco y sólo levantó los brazos para frenar la caída en el último momento.
—Ayúdala si quieres —dijo con los ojos clavados en Cortés y los rasgos derrumbados—. A mí ni me va ni me viene.
Luego se incorporó. Por un instante, Cortés pensó que tenía intención de tomar alguna represalia y cogió aliento para defenderse. Pero el otro se limitó a decir:
—Estoy en el suelo, hermano. ¿Me harías daño aquí?
Como si quisiera demostrar lo bajo que había caído y que allí estaba dispuesto a quedarse, empezó a escabullirse por la tierra como una serpiente expulsada de una chimenea.
—Te la puedes quedar —dijo y desapareció en las tinieblas más iluminadas que había tras la puerta.
Los ojos de Celestine se habían cerrado para cuando Cortés volvió a mirarla y el cuerpo le colgaba flácido de las tenaces cintas que la sujetaban. Fue hacia ella pero cuando se acercó, parpadeó y abrió los ojos.
—No… —dijo—. No te quiero… cerca… de mí.
¿Podía culparla? Un hombre con su rostro ya había intentado asesinarla, o violarla, o ambas cosas. ¿Por qué iba a confiar en otro? Y tampoco era este el momento de aducir inocencia, la mujer necesitaba ayuda, no una disculpa. La cuestión era, ¿de quién? Jude había dejado claro mientras subían que la habían echado del lado de esta mujer igual que lo echaban a él. Quizá Clem pudiera cuidarla.
—Enviaré a alguien para que la ayude —dijo, y se dirigió al pasadizo.
Sartori había desaparecido, se había levantado y había puesto pies en polvorosa. Una vez más, Cortés fue tras sus pasos, de vuelta a las escaleras. Había cubierto la mitad de la distancia cuando aparecieron Jude, Clem y Lunes. Sus ceños se evaporaron cuando vieron a Cortés.
—Pensamos que te había asesinado —dijo Jude.
—No me tocó. Pero a Celestine le ha hecho daño y no quiere que me acerque. Clem, ¿quieres ir a ver si puedes ayudarla? Pero ten cuidado. Quizá parezca enferma, pero es muy fuerte.
—¿Dónde está?
—Jude te llevará. Yo voy tras Sartori.
—Ha subido a la torre —dijo Lunes.
—Ni siquiera nos miró —dijo Jude. Casi parecía ofendida—. Salió tropezando y subió las escaleras. ¿Qué demonios le has hecho?
—Nada.
—Jamás había visto una expresión así en su rostro. Ni en el tuyo, si a eso vamos.
—¿Así cómo?
—Trágica —dijo Clem.
—Quizá consigamos una victoria más rápida de lo que pensé —dijo Cortés mientras pasaba a su lado para subir las escaleras.
—Espera —dijo Jude—. No podemos atender a Celestine aquí. Necesitamos llevarla a algún sitio más seguro.
—De acuerdo.
—¿El estudio, quizá?
—No —dijo Cortés—. Conozco una casa en Clerkenwell donde estaremos a salvo. Una vez me expulsó de allí. Pero es mía y vamos a volver a ella. Todos.