Capítulo 3

1

El ascenso del Cometa a los cielos de Yzordderrex y la luz que arrojó sobre las calles de la ciudad no avergonzaron a las atrocidades, que ni se ocultaron ni cesaron, más bien al contrario. La ciudad estaba gobernada ahora por la Ruina y su corte estaba por todas partes: celebraba su entronización, paseaba sus emblemas (los más afortunados ya muertos) y ensayaba sus ritos para prepararse para un largo y poco glorioso reinado. Los niños lucían cenizas y llevaban las cabezas de sus padres como si fueran incensarios, humeantes aún de las hogueras donde los habían encontrado. Los perros disfrutaban de la libertad de la ciudad y devoraban a sus amos sin miedo al castigo. Las aves carroñeras de Sartori, que en otro tiempo habían desafiado los vientos del desierto para alimentarse de carne podrida, hoy se reunían en las calles en hordas parlanchinas para alimentarse de los hombres y mujeres que habían cotilleado allí el día anterior.

Había supervivientes, por supuesto, que se aferraban al sueño del Orden y se reunían en pequeños grupos para hacer lo que podían bajo el nuevo régimen: escarbaban entre los escombros con la esperanza de encontrar supervivientes, apagaban los incendios de los edificios que estaban lo bastante enteros para pensar en salvarlos, proporcionaban socorro a los afligidos y una muerte rápida a aquellos demasiado heridos para soportar un aliento más. Pero los superaban en número aquellas almas cuya fe en la cordura había quedado hecha pedazos y que se encontraban con el ojo del cometa, con los corazones sumidos en la desesperación. A media mañana, cuando Cortés y Pai llegaron a la puerta de la ciudad que llevaba al desierto, muchos de aquellos que habían empezado el día resueltos a conservar algo entre tanta calamidad se habían rendido y abandonaban su tierra, ahora que todavía conservaban la vida. Había dado comienzo el éxodo que despojaría a Yzordderrex de buena parte de su población en menos de media semana.

Aparte de alguna vaga indicación, averiguada por boca de Nikaetomaas, según la cual el campamento al que habían llevado a Estabrook se encontraba en el desierto, en los límites de aquel Dominio, Cortés viajaba a ciegas. Había albergado la esperanza de encontrar a alguien por el camino que pudiera darle mejores indicaciones, pero no encontró a nadie que pareciera lo bastante sano, ya fuera mental o físicamente, para prestarle ayuda. Antes de dejar el palacio, se había vendado la mano herida al derribar la puerta de la Torre del Eje lo mejor que había podido. La cuchillada que había sufrido cuando le habían arrebatado a Hurra y el corte que la cinta letal del místico le había abierto eran lo bastante leves para no causarle demasiada incomodidad. Su cuerpo, poseedor de la resistencia de un maestro, había superado ya tres veces la esperanza de vida natural de cualquier ser humano sin sufrir ningún deterioro significativo, y empezó casi de inmediato el proceso de curación.

No se podía decir lo mismo del cuerpo herido de Pai’oh’pah. El eco de Sartori era venenoso y estaba acabando con la fuerza y la conciencia del místico. Para cuando Cortés dejó la ciudad, el místico apenas podía mover las piernas, lo que obligaba a Cortés a llevarlo prácticamente en brazos. Sólo esperaba que pudieran encontrar algún medio de transporte antes de que pasara mucho tiempo, o aquel viaje terminaría antes incluso de empezar.

No había muchas posibilidades de que alguno de sus compañeros refugiados se ofreciera a llevarlos. La mayor parte iba a pie, y aquellos que tenían algún transporte (carros, coches, mulas enanas) ya iban cargados de pasajeros. Varios vehículos sobrecargados habían entregado su alma al cielo a poca distancia de las puertas de la ciudad, y los que habían pagado por el viaje discutían en la orilla del camino. Pero la mayor parte de los viajeros seguía su camino en un silencio sobrecogedor, sin apenas levantar los ojos de la carretera, mirando sólo los pocos metros que tenían ante ellos, al menos hasta que llegaron al punto en el que esa carretera se dividía.

Allí se había creado un cuello de botella cuando la gente empezó a dar vueltas mientras decidía cuál de las tres rutas que tenía disponibles iba a tomar. Justo delante, aunque a una distancia considerable del cruce, se encontraba una cordillera tan impresionante como las Jokalaylau. La carretera de la izquierda se internaba en terrenos más verdes y esa era, como era de esperar, el camino más elegido. El menos escogido y, para los fines de Cortés el más prometedor, era la carretera que se encontraba a la derecha. Era un camino polvoriento y mal tendido, el terreno por el que serpenteaba era el menos exuberante y por tanto el que más probabilidades tenía de irse deteriorando hasta convertirse en desierto. Pero él sabía por los meses que había pasado en los Dominios que el terreno podía cambiar de forma notable en el espacio de unos pocos kilómetros, y que quizá, y aunque ahora no los pudiera ver, más allá se encontrara con verdes pastos, mientras que la pista que tenía detrás podía llevar con la misma facilidad a un yermo. Mientras permanecía entre el remolino de viajeros debatiendo consigo mismo escuchó una voz aguda, y al asomarse al polvo distinguió un tipo pequeño (joven, con gafas, el torso desnudo y calvo) que se dirigía hacia él con los brazos levantados.

—¡Señor Zacharias! ¡Señor Zacharias!

Lo conocía de algo, pero de qué no era capaz de recordarlo con precisión, y tampoco podía ponerle nombre. Pero el hombre, quizá acostumbrado a que sólo lo recordaran a medias, se apresuró a proporcionarle la información.

—Floccus Dado —dijo—. ¿Te acuerdas?

Ahora se acordaba. Era el compañero de armas de Nikaetomaas.

Floccus se quitó las gafas y contempló a Pai.

—La dama, tu amiga, parece enferma —dijo.

—No es una dama. Es un místico.

—Perdón. Lo siento —dijo Floccus mientras volvía a ponerse las lentes y parpadeaba con violencia—. Error mío. El sexo nunca ha sido mi fuerte. ¿Está muy enfermo?

—Eso me temo.

—¿Está Nikae con vosotros? —preguntó Floccus al tiempo que miraba a su alrededor—. No me digas que ya se ha adelantado. Le dije que iba a esperar aquí por ella si nos separábamos.

—No va a venir, Floccus —dijo Cortés.

—¿Y por qué no, en el nombre de Hyo?

—Me temo que está muerta.

Los tics nerviosos y los parpadeos de Dado cesaron al instante. Se quedó mirando a Cortés con una diminuta sonrisa en el rostro, como si estuviera acostumbrado a ser el blanco de las bromas y quisiera creer que esto lo era.

—No —dijo.

—Me temo que sí —respondió Cortés—. La mataron en el palacio.

Floccus se volvió a quitar las gafas y se pasó el pulgar y el dedo medio por el caballete de la nariz y los párpados inferiores.

—Es espantoso —dijo.

—Era una mujer muy valiente.

—Lo era.

—Y se resistió con gran energía. Pero nos superaban en número.

—¿Y cómo escapaste tú? —preguntó Floccus, y en aquel interrogante no había ninguna acusación.

—Es una historia muy larga —dijo Cortés—, y creo que todavía no estoy preparado para contarla.

—¿En qué dirección vas? —preguntó Dado.

—Nikaetomaas me dijo que los carestes tenéis una especie de campamento en la frontera con el Primero. ¿Es eso cierto?

—Desde luego que lo tenemos.

—Entonces es allí adónde voy. Dijo que un hombre que yo conocía… ¿Conoces a Estabrook? A él lo curaron allí. Quiero sanar a Pai.

—Entonces será mejor que vayamos juntos —dijo Floccus—. No hay razón para que yo siga esperando aquí. El espíritu de Nikae habrá pasado hace ya mucho tiempo.

¿Tienes algún medio de transporte?

Desde luego que sí —dijo con el rostro más animado—. Un coche magnífico que encontré en el Caramess. Está aparcado allí. —Señaló al otro lado de la muchedumbre.

—Si sigue allí… —comentó Cortés.

—Está vigilado —dijo Dado con una gran sonrisa—. ¿Me permites ayudarte con el místico?

Colocó el brazo bajo Pai, que a estas alturas ya había perdido la conciencia por completo, y empezaron a atravesar la multitud mientras Dado gritaba para despejar el camino. Muy poca gente le hizo caso hasta que empezó a gritar: «¡Ruukassh! ¡Ruukassh!», lo que tuvo el efecto deseado de dividir al gentío.

—¿Qué es Ruukassh? —le preguntó Cortés.

—Contagioso —respondió Dado—. Ya no falta mucho.

Unos pasos más y apareció el vehículo ante ellos. Dado tenía buen gusto cuando se dedicaba al saqueo. Desde aquel primer y glorioso viaje por la autopista de Patashoqua, Cortés no había vuelto a poner los ojos sobre un vehículo de líneas tan puras, tan impecable… y tan absolutamente inapropiado para un viaje por el desierto. Era de color azul pálido con un borde plateado, las llantas blancas, el interior forrado de piel. Sentado en el capó, con la correa atada a uno de los retrovisores, estaba su guardián y antítesis: un animal emparentado con el ragemy (a través de la hiena) y que lucía los atributos menos agradables de ambas especies. Era redondo y mantecoso como un cerdo, pero el lomo y los flancos estaban cubiertos por un manto de piel moteada. Tenía el hocico corto pero largos bigotes. Las orejas se le levantaron como las de un perro en cuanto vio a Dado, y lanzó una serie de ladridos y chillidos tan agudos que hicieron que la voz de Dado, por contraste, pareciera la de un bajo profundo.

—¡Buena chica! ¡Buena chica! —dijo.

La criatura se había alzado sobre sus achaparradas patas y movía el trasero encantada con el regreso de su amo. Tenía el vientre repleto de tetas que se agitaban al ritmo de su bienvenida.

Dado abrió la puerta y allí, en el asiento del pasajero estaba la razón para que la criatura defendiera de aquel modo el vehículo: una carnada de cinco retoños desgañifados, miniaturas perfectas de su madre. Dado sugirió que Cortés y Pai ocuparan el asiento trasero, mientras mamá Sighshy, como la llamó, se sentaba con sus pequeños. El interior olía igual que los animales, pero el anterior dueño había sido muy aficionado al confort y había cojines para sostener la cabeza y el cuello del místico. Cuando se invitó a Sighshy a que volviera a entrar en el vehículo, el hedor se multiplicó por diez; la madre le gruñó a Cortés de una forma muy poco amistosa, pero Dado la tranquilizó hablándole como a una niña y el animal pronto se acurrucó en el asiento, a su lado, dándole de mamar a sus gordezuelos pequeños. Una vez reunidos todos los viajeros, el vehículo se puso en marcha rumbo a las montañas.

El agotamiento reclamó a Cortés después de un par de kilómetros o tres, y se quedó dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Pai. La carretera se fue deteriorando a un ritmo constante a lo largo de las horas siguientes, y la incomodidad del viaje lo sacó varias veces de su adormecimiento con retazos de sueños pegados a él. No eran sueños de Yzordderrex y tampoco eran recuerdos de las aventuras que Pai y él habían compartido durante sus viajes por Imajica. Era al Quinto a donde volvía su mente durante aquellos sopores intermitentes en los que rechazaba los horrores y asesinatos de los Dominios Reconciliados para ir en busca de territorio más seguro.

Salvo que ya no era seguro, por supuesto. El hombre que había sido en aquel Dominio (el Espurio de Klein, el amante y el falsificador) era una invención y nunca más podría volver a esa vida sencilla y sibarítica. Había vivido una mentira, cuya magnitud ni siquiera la más suspicaz de sus amantes (Vanessa, cuyo abandono había dado comienzo a toda aquella empresa) habría podido imaginarse; y a partir de esa mentira habían salido tres vidas enteras de auto-engaño. Al pensar en Vanessa recordó la antigua cochera convertida en casa, ahora vacía, de Londres, y la desolación que había sentido al pasearse por ella sin nada que ofrecer salvo una sarta de romances rotos, unos cuantos cuadros falsificados y la ropa que llevaba puesta. Ahora resultaba risible, pero aquel día había pensado que no se podía caer más bajo. ¡Qué ingenuidad! Desde entonces había aprendido lecciones suficientes sobre la desesperación para llenar un libro, y el recordatorio más amargo yacía sumido en un sueño herido a su lado.

Si bien era angustioso contemplar la pérdida de Pai, se negó el lujo de rechazar esa posibilidad. En el pasado le había vuelto la espalda a los aspectos desagradables de la vida con demasiada frecuencia y los resultados habían sido catastróficos. Ahora tenía que enfrentarse a los hechos. El estado del místico era más frágil con cada hora que pasaba, tenía la piel helada y respiraba de una forma tan superficial que en ocasiones apenas era perceptible. Incluso si todo lo que Nikaetomaas había dicho sobre los poderes curativos de la Mácula resultaba ser cierto, no habría ninguna cura milagrosa para un mal tan profundo. Cortés tendría que volver al Quinto sólo y confiar en que Pai’oh’pah se recuperase lo suficiente para seguirlo después de un tiempo. Cuanto más retrasara ese regreso, menos oportunidades tendría de reunir ayuda para la guerra contra Sartori.

De que esa guerra se produciría no le cabía duda. La necesidad de conquistar ardía con furia en su otro yo, como quizá había ardido en él en otro tiempo hasta que el deseo, el lujo y el olvido la habían amortiguado. ¿Pero dónde encontraría tales aliados? ¿Hombres y mujeres que no se echaran a reír (igual que se habría reído él seis meses atrás) cuando empezara a hablar sobre los saltos entre Dominios que él había hecho y los riesgos que corría el mundo por culpa de un hombre con su mismo rostro? Desde luego no iba a encontrar imaginaciones lo bastante flexibles entre su grupo de coetáneos como para abrazar las visiones que él iba a describir a su regreso. Como dictaba la moda, desdeñaban la fe después de que las esperanzas de una juventud dedicada a la carne y a las estrellas se vieran hechas añicos por los sudores de medianoche y el reflejo que les devolvía el espejo por la mañana. Lo máximo que le había oído confesar a cualquiera de ellos era un vago panteísmo e incluso eso lo negarían estando sobrios. De todos ellos sólo a Clem le había oído expresar alguna fe en la religión organizada y esos dogmas eran tan contrarios al mensaje que traía él de los Dominios como los principios de un nihilista. Incluso si se pudiera sacar a Clem del riel de la Comunión para unirse a Cortés, no serían más que un ejército de dos contra un maestro que había perfeccionado sus poderes hasta el punto de poder ponerse al mando de los Dominios.

Había otra posibilidad y esa era Judith. Ella desde luego no se burlaría de los relatos de sus viajes pero la habían tratado de una forma tan atroz desde el principio de esta tragedia que no se atrevía a esperar perdón por su parte, y mucho menos compañerismo. Además, ¿quién sabía dónde se hallaba su verdadera lealtad? Si bien es posible que se pareciera a Quaisoir hasta el último detalle, la habían hecho en el mismo útero exangüe que había producido al Autarca. ¿No era por tanto la hermana espiritual de este: no nacida sino hecha? Si tenía que elegir entre el carnicero de Yzordderrex y aquellos que pretendían destruirlo, ¿se podía confiar en que se aliara con los destructores cuando su victoria significaría que ella perdería a la única criatura de Imajica que compartía su condición? Aunque ella y Cortés habían significado mucho el uno para el otro (¿quién sabía de cuántas relaciones habían disfrutado a lo largo de los siglos, cuántas veces habían vuelto a encender el deseo que los había unido en un primer momento y luego se habían vuelto a separar y habían olvidado que se conocían?), tendría que tratarla con la cautela más absoluta de ahora en adelante. Jude había sido una víctima inocente en los dramas de otra época, un juguete en manos crueles y descuidadas. Pero la mujer en la que se había convertido a lo largo de las décadas no era ninguna víctima, ni tampoco un juguete y si (o quizá cuando) alguna vez llegaba a ser consciente de su pasado, era perfectamente capaz de vengarse del hombre que la había hecho, por mucho que hubiera afirmado amarlo en otro tiempo.

Al ver que su pasajero había despertado al fin, Floccus le dio a Cortés un informe de sus progresos. Iban bastante bien de tiempo, dijo. En menos de una hora llegarían a las montañas, al otro lado de las cuales se hallaba el desierto.

—¿Cuánto tiempo calculas que falta para la Mácula? —le preguntó Cortés.

—Estaremos allí antes de caer la noche —le prometió Floccus—. ¿Cómo se encuentra el místico?

—No muy bien, me temo.

—No habrá razón para llorarle —dijo Floccus con tono alegre—. He conocido a personas que estaban a las puertas de la muerte y que se recuperaron en la Mácula. Es un lugar en el que ocurren milagros. Claro que todos lo son, si sólo supiéramos cómo mirar. Eso es lo que me enseñó el padre Atanasio. Tú estuviste en la cárcel con Atanasio, ¿no es cierto?

—En realidad yo no estaba en la cárcel. No como él.

—¿Pero lo conociste?

—Ah, sí. Fue el sacerdote de nuestra boda.

—¿Te refieres a ti y al místico? ¿Estáis casados? —Lanzó un silbido—. Vaya, señor, eres lo que yo llamo un hombre con suerte. He oído hablar mucho de estos místicos pero nunca he oído hablar de ninguno que se hubiera casado. Suelen ser amantes. Rompen los corazones. —Volvió a silbar—. Bueno, eso es fantástico —dijo—. Nos aseguraremos de que la dama sale de esta, señor, tú no te preocupes. Oh, lo siento. No es una dama, ¿verdad? Tengo que dejar de equivocarme. Es sólo que cuando la miro, a esta criatura me refiero, veo una dama, ¿sabes? Supongo que en eso reside el milagro.

—Forma parte de ello.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante, pregunta.

—Cuando la miras, ¿tú qué ves?

—He visto todo tipo de cosas —respondió Cortés—. He visto mujeres. He visto hombres. Incluso me he visto a mí mismo.

—Pero en este momento —dijo Floccus—. ¿Qué ves ahora mismo?

Cortés miró al místico.

—Veo a Pai —dijo—. Veo el rostro que amo.

Floccus no respondió y después de tanta efusión, Cortés sabía que tenía que haber algún significado en su silencio.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí. Somos amigos, ¿no? Al menos en ello estamos. Dímelo.

—Estaba pensando que no es bueno que te preocupe mucho el aspecto que tiene. La Mácula no es lugar para estar enamorado de las cosas tal y como son. Allí la gente sana pero también cambia, ¿entiendes? —Separó las dos manos del volante para doblar las palmas, como si fueran una balanza—. Tiene que haber un equilibrio. Algo se da, algo se quita.

—¿Qué clase de cambios? —dijo Cortés.

—Es diferente en unos u otros —dijo Floccus—. Pero lo verás por ti mismo, muy pronto. Cuando nos acercamos al Primer Dominio, nada es lo que parece.

—¿No ocurre lo mismo con todo? —dijo Cortés—. Cuanto más vivo, de menos cosas parezco estar seguro.

Las manos de Floccus habían vuelto al volante, su estallido de risueñas palabras se había nublado de repente.

—No creo que el padre Atanasio hablara alguna vez de eso —dijo—. Quizá lo hizo. No me acuerdo de todo lo que dijo.

La conversación terminó ahí y dejó a Cortés preguntándose si al traer al místico de vuelta a las fronteras del Dominio del que habían exiliado a su pueblo, al devolver al gran transformador a una tierra en la que la transformación era un suceso vulgar, no estaría deshaciendo el lazo que Atanasio había atado en la Cuna de Chzercemit.

2

A Jude nunca le había impresionado demasiado la retórica arquitectónica y no encontró nada en los patios ni en los pasillos del palacio del Autarca que la disuadiera de esa indiferencia. Vio algunas cosas que le recordaron a los esplendores de la naturaleza: el humo que vagaba por los jardines abandonados como la bruma de la mañana o que se aferraba a la piedra fría de las torres como las nubes al pico de una montaña. Pero aquellos pequeños retruécanos eran pocos. En su mayor parte reinaba la ampulosidad: todo construido a una escala que pretendía inspirar asombro pero que a sus ojos no era más que monolítica.

Se alegró cuando por fin llegaron a los aposentos de Quaisoir, habitaciones que, a pesar de toda su absurda ornamentación, al menos estaban humanizadas por sus excesos. Y allí oyeron también la primera voz amiga en muchas horas, aunque el tono de bienvenida se convirtió en horror cuando su propietaria, la doncella de Quaisoir, Concupiscencia, la poseedora de muchas colas, vio que su ama había adquirido una hermana gemela y había perdido los ojos durante la noche que había pasado buscando la salvación. Sólo después de muchos lamentos pudieron persuadirla para que cuidara de Quaisoir, cosa que hizo con las manos temblorosas. El cometa estaba ya realizando su escarpado ascenso por los cielos y desde la ventana de Quaisoir, Jude tuvo una visión panorámica de la desolación. Había oído y visto suficiente en el poco tiempo que llevaba aquí para darse cuenta que Yzordderrex se encontraba en el momento justo para sufrir la calamidad que la había invadido y que algunos en esta ciudad, quizá muchos, habían alimentado el fuego que había destruido los kesparates y habían dicho de él que era una llamarada justa y purificadora. Hasta Pecador (que no tenía ni un sólo hueso anarquista en su cuerpo) había insinuado que a Yzordderrex le había llegado la hora. Pero Jude todavía lloraba su desaparición. Esta era la ciudad que le había rogado a Oscar que le mostrara, la ciudad cuyo aire había olido de una forma tan tentadora y especiada y cuya calidez, al salir del Refugio aquel día, le había parecido paradisiaca. Ahora volvería al Quinto Dominio con las cenizas de aquel lugar en las suelas de los zapatos y con la carbonilla de sus incendios en la nariz, como una turista que volviera de Venecia con imágenes de burbujas en una laguna.

—Estoy tan cansada… —dijo Quaisoir—. ¿Te importa si duermo un poco?

—Por supuesto que no —dijo Jude.

—¿Sigue la sangre de Seidux todavía en la cama? —le preguntó a Concupiscencia.

—Lo eztá, señora.

—Entonces creo que no quiero acostarme ahí. —Extendió el brazo y dijo—: Llévame a la habitación azul pequeña. Dormiré allí. Judith, tú también deberías dormir. Toma un baño y duerme. Tenemos tantas cosas que planear juntas.

—¿Ah, sí?

—Oh, sí, hermana —dijo Quaisoir—. Pero más tarde… Dejó que Concupiscencia se la llevara mientras Jude vagaba por las cámaras que Quaisoir había ocupado durante todos aquellos años de poder. Era cierto que había un poco de sangre en las sábanas pero la cama tenía un aspecto tentador a pesar de todo y el aroma que emanaba de ella era tan fuerte que la embriagaba. Sin embargo, rechazó su opulenta blandura y se alejó en busca de un baño, en el que anticipaba otro aposento de excesos barrocos. De hecho, resultó ser la única habitación de toda la suite que se acercaba de una forma mínima a la contención y Jude estuvo encantada de quedarse allí un buen rato; se preparó un baño caliente y se lavó las cenizas del cuerpo mientras contemplaba su reflejo brumoso en los azulejos negros.

Cuando salió con una sensación de hormigueo en la piel, las ropas de las que se había deshecho (sucias y malolientes) la repugnaron. Las dejó en el suelo y, en su lugar, se puso la más modesta de las túnicas que yacían esparcidas por el dormitorio y se metió entre las sábanas perfumadas. Habían matado a un hombre allí pocas horas antes pero ese pensamiento (que en otro tiempo la habría hecho huir de la habitación, por no hablar ya de la cama) no la preocupó en absoluto. No descartó la posibilidad de que esa falta de interés en el sórdido pasado de la cama fuera en parte producto de los aromas que emitía la almohada en la que había posado la cabeza. Estos conspiraban con la fatiga, y con el calor de la bañera de la que había salido, para provocar una languidez a la que no habría podido resistirse aunque su vida hubiera dependido de ello. La tensión abandonó sus músculos y sus articulaciones, su vientre renunció a la angustia. Cerró los ojos y dejó que la cama de su hermana la adormeciera y la invitara a soñar.

Incluso durante sus meditaciones más descorazonadoras en el pozo del Eje, Sartori nunca había sentido el vacío de su condición con la intensidad con la que lo sentía ahora que se había separado de su otro yo. Tras conocer a Cortés en la torre y tras presenciar la llamada del Eje a la Reconciliación, había sentido nuevas posibilidades en el aire: un matrimonio de seres iguales que lo sanaría y lo completaría. Pero Cortés había vertido desdén sobre esa visión, prefería a su esposo místico antes que a su hermano. Quizá cambiara de opinión ahora que Pai’oh’pah estaba muerto pero Sartori lo dudaba. Si él fuera Cortés (y lo era) la muerte del místico sería algo con lo que obsesionarse y magnificar hasta el momento en que pudiera vengarse. La enemistad entre ellos estaba confirmada. No habría reencuentro.

No compartió nada de eso con Rosengarten, que lo encontró arriba, en el cenador, engullendo chocolate y reflexionando sobre su furia. Y tampoco permitió que Rosengarten le relatara los desastres de la noche (los generales muertos, el ejército asesinado o amotinado) durante mucho tiempo sin detenerlo. Tenían planes que hacer juntos, le dijo al hombre de las manchas y no servía de mucho apurarse por lo que se había perdido.

—Vamos a ir al Quinto, tú y yo —informó a Rosengarten—. Vamos a construir una nueva Yzordderrex.

No era frecuente que recibiera una respuesta de aquel hombre pero ahora ocurrió. Rosengarten sonrió.

—¿El Quinto? —dijo.

—Lo conocí hace muchos años, claro, pero a decir de todos ahora está desnudo. Los maestros que conocí están muertos. Su sabiduría deshonrada. El lugar está indefenso. Los tomaremos con tales ecos que ni siquiera sabrán que han rendido su Dominio hasta que la Nueva Yzordderrex esté en ya en sus corazones e inviolada.

Rosengarten expresó un murmullo de aprobación.

—Despídete de quien tengas que despedirte —dijo Sartori—. Que yo haré lo mismo.

—¿Nos vamos ahora?

—Antes de que se apaguen los incendios —dijo el Autarca.

Fue un extraño sueño en el que cayó Jude, pero había viajado por el país de la inconsciencia con la frecuencia suficiente para no sentirse intimidada. Esta vez no se movió de la habitación en la que yacía sino que se entregó a sus excesos, elevándose y cayendo como los velos que rodeaban la cama y con la misma brisa llena de humo. De vez en cuando oía algún sonido proveniente de los patios que estaban muy por debajo de su ventana y permitía que los ojos le aletearan y se le abrieran por el puro y perezoso placer de volver a cerrarlos; una vez la despertó el sonido de la voz aflautada de Concupiscencia que cantaba en una habitación lejana. Aunque las palabras eran incomprensibles, Jude sabía que era un lamento, lleno de anhelos por las cosas que se habían ido y nunca podrían volver, luego volvió a deslizarse en el sueño pensando que las canciones tristes eran iguales en cualquier idioma, ya fuera gaélico, navajo o patashoquano. Al igual que el glifo de su cuerpo, esta melodía era algo esencial, una señal que podía pasar entre los Dominios.

La música y el aroma sobre el que yacía eran potentes narcóticos y después de unos cuantos melancólicos versos de la canción de Concupiscencia, Jude ya no estaba segura si se había dormido y oía el lamento en sueños o despierta pero liberada por los perfumes de Quaisoir y flotando entre los pliegues de las sedas que pendían soñando de su cama. Fuera lo que fuera, poco le importaba. Las sensaciones eran placenteras y ella no había disfrutado de demasiados placeres últimamente.

Entonces llegó la prueba de que aquello era en realidad un sueño. Un triste fantasma apareció en la puerta y se quedó allí, contemplándola a través de los velos. Supo quién era incluso antes de que se acercara a la cama. No era un rostro en el que hubiera pensado mucho en los últimos tiempos, así que era un tanto extraño que lo hubiera conjurado pero eso había hecho y no podía negar la carga erótica que sentía ante su presencia soñada. Era Cortés, recordado a la perfección, la expresión preocupada como con tanta frecuencia ocurría, acariciaba con las manos los velos como si fueran sus piernas y pudiera separarlas con sus halagos.

—No creí que estuvieras aquí —le dijo el hombre. Tenía la voz ronca y su expresión estaba tan llena de pérdidas como la canción de Concupiscencia—. ¿Cuándo has vuelto?

—Hace un ratito.

—Tu olor es tan dulce.

—Me he bañado.

—Mirándote así… pienso que ojalá pudiera llevarte conmigo.

—¿Dónde vas?

—Vuelvo al Quinto —dijo él—. He venido a decir adiós.

—¿Desde tan lejos? —le respondió ella.

El rostro del hombre se abrió en una inmoderada sonrisa y ella recordó, al verla, lo fácil que le había resultado siempre seducir; las mujeres se quitaban las alianzas y se bajaban las bragas en cuanto él les dedicaba una mirada. ¿Pero por qué había que ponerse grosera? Esto era una fantasía erótica, no un juicio. Pero soñó que él veía la acusación en sus ojos y que le pedía perdón.

—Sé que te he hecho daño —dijo.

—Eso quedó en el pasado —respondió ella con magnanimidad.

—Mirándote ahora…

—No te pongas sentimental —dijo la mujer—. No quiero sentimientos. Te quiero aquí.

Abrió las piernas y le dejó ver la hornacina que tenía para él. El hombre no dudó más, apartó el velo y trepó a la cama mientras le arrancaba la túnica de los hombros y posaba su boca sobre la de ella. Por alguna razón lo había conjurado con sabor a chocolate. Otra rareza pero no estropeaba los besos.

La mujer le tiró de la ropa pero eran una invención soñada: la tela azul oscura de la camisa, los encajes y botones en profusión fetichista, cubierta de escamas diminutas como si toda una familia de lagartos se hubiera desprendido de su piel para vestirlo a él.

Tenía la piel sensible tras el baño y cuando el hombre descendió con todo su peso sobre ella y empezó a apretar su cuerpo contra el de ella, las escamas le pellizcaron el estómago y los senos de una forma de lo más excitante. Lo envolvió con las piernas y él aceptó la captura mientras sus besos se iban haciendo más intensos por momentos.

—Las cosas que hemos hecho —murmuró él al tiempo que ella le besaba el rostro—. Las cosas que hemos hecho…

El corazón de Jude hacía flotar su mente, que saltaba de un recuerdo a otro y volvía al libro que había encontrado en el piso de Estabrook tantos meses antes, uno de los regalos que Oscar le había traído de los Dominios, un manual de posibilidades sexuales que en aquel momento la había escandalizado. Imágenes de aquellas cópulas aparecían ahora en su cabeza, intimidades que eran posibles quizá sólo en la prodigalidad del sueño y que desenredaban tanto al hombre como a la mujer y los volvían a entrelazar juntos otra vez en nuevas y extáticas combinaciones. Llevó la boca al oído de su amante soñado y le susurró que no le prohibía nada, que quería que compartieran las sensaciones más extremas que fueran capaces de inventar. Esta vez él no sonrió, cosa que la complació, sino que se apoyó en las manos, hundidas hasta entonces a ambos lados de su cabeza, en las vellosas almohadas y la miró con algo de la misma tristeza que había leído en su rostro cuando había llegado.

—¿Una última vez?

—No tiene que ser la última vez —dijo ella—. Siempre puedo soñarte.

—Y yo a ti —dijo él con el mayor cariño y cortesía.

La mujer metió la mano entre sus cuerpos y le quitó el cinturón, luego le abrió los pantalones con cierta violencia, poco dispuesta a que los botones representaran un retraso. Lo que llenó su mano era tan sedoso como tosca era la tela que lo ocultaba, todavía no se había hinchado del todo pero era por ello mucho más ameno. Lo acarició. El hombre suspiró cuando inclinó la cabeza hacia ella y le lamió los labios y los dientes dejando que su saliva, endulzada por el chocolate, cayera de su lengua a la boca femenina. Ella levantó las caderas y movió el surco de su sexo contra la parte inferior de su erección, humedeciéndola. Él empezó a murmurarle palabras de cariño, supuso ella, aunque (como la canción de Concupiscencia) no eran en ningún idioma que ella conociera. Pero su sonido era tan dulce como su saliva y la adormeció como una canción de cuna, como si quisiera deslizaría en un sueño dentro de un sueño. Al tiempo que se le cerraban los ojos, sintió que él elevaba las caderas y tras separar el grosor de su sexo de entre sus labios, empujó sólo una vez, con la fuerza suficiente para quitarle el aliento y penetrarla al tiempo que se dejaba caer sobre ella.

Cesaron entonces las palabras cariñosas, los besos también. Le puso una mano en la frente y con los dedos le cubrió el pelo, la otra se la llevó al cuello y le frotó la tráquea con el pulgar para arrancarle suspiros. Ella no le había prohibido nada y no iba a rescindir esa invitación sólo porque la posesión había sido tan repentina. En lugar de eso, levantó las piernas y las cruzó tras su espalda, luego empezó a azotarlo con insultos. ¿Eso era lo máximo que podía darle, no podía llegar más lejos? No estaba lo bastante dura, no estaba lo bastante caliente. Ella quería más. El hombre aceleró los envites y su pulgar se tensó contra la garganta femenina, pero no tanto como para evitar que ella cogiera aliento y lo volviera a expulsar en una nueva ronda de provocaciones.

—Podría follarte para siempre —le dijo él y en su tono se adivinaba la devoción y la amenaza—. No hay nada que no pueda obligarte a hacer. No hay nada que no pueda hacerte decir. Podría follarte para siempre.

No eran éstas palabras que le habría agradecido a un amante de carne y hueso pero en un sueño resultaba excitante. Lo dejó continuar del mismo modo, abrió los brazos y las piernas debajo de él mientras él recitaba todo lo que le haría, una letanía de ambición que igualaba el ritmo de sus caderas. La habitación que el sueño femenino había levantado a su alrededor se dividía de vez en cuando y otra se filtraba por las grietas para ocupar el mismo espacio: está más oscura que la cámara cubierta de velos de Quaisoir e iluminada por un fuego que ardía a su izquierda. Su amante soñado no se desvaneció, sin embargo; permaneció con ella y dentro de ella, más enloquecido en sus envites y promesas que nunca. Lo vio sobre ella como si lo iluminaran las mismas llamas que calentaban su desnudez, el rostro arrugado y sudoroso, el índice de sus deseos atravesándole los dientes apretados. Sería su muñeca, su puta, su esposa, su Diosa; él llenaría cada uno de sus orificios, para siempre jamás: la poseería, la adoraría, la volvería del revés. Al oír eso, la mujer volvió a recordar las imágenes del libro de Estabrook y el recuerdo hizo que sus células se hincharan como si cada una fuera un brote diminuto listo para estallar, como si sus pétalos fueran placer y su aroma los gritos que ella emitía y que se elevaban para arrancarle a él una nueva adoración. Llegó, por turnos cruel y exquisita. En un momento determinado quería ser su prisionero, atado a cada uno de sus caprichos, alimentándose de su mierda y de la leche que extraería de sus pechos al amamantarse. Al siguiente ella era menos que el excremento que él ansiaba y él era la única esperanza que tenía ella de vivir. La resucitaría follándola. La llenaría con un torrente fiero hasta que los ojos se le salieran de la cabeza y se ahogara en él. Había más pero los gritos de placer que lanzaba ella aumentaban por momentos y cada vez escuchaba menos. También veía menos, cerraba los ojos a las habitaciones mezcladas, iluminadas por el fuego y cubiertas por velos, permitía que su cabeza se llenara con las formas geométricas que siempre acudían a la llamada del placer, formas como su glifo, desenredadas y reelaboradas.

Y luego, justo cuando ella alcanzaba la primera de sus cumbres (con una cordillera de alturas estratosféricas por delante), sintió que el hombre se estremecía y detenía sus envites. No creyó que hubiera terminado, no al principio. Esto era un sueño y ella lo había conjurado para que realizara lo que la realidad nunca hacía: para que continuara cuando los amantes de carne y hueso ya habían derramado sus promesas y jadeaban disculpas a su lado. ¡No podía abandonarla ahora! Abrió los ojos. La cámara iluminada por el fuego había desaparecido y las llamas de los ojos de Cortés habían desaparecido con ella. Ya se había retirado y ella sintió entre las piernas los dedos de él, que se mojaban en las gotas que él le había proporcionado. El hombre la miraba perezoso.

—Casi tengo tentaciones de quedarme —dijo—. Pero tengo trabajo que hacer. ¿Trabajo? ¿Qué trabajo tenían los sueños además de cumplir las órdenes de los que los sueñan?

—No te vayas —le exigió ella.

—He terminado —dijo él.

El hombre ya se bajaba de la cama. Ella estiró la mano para cogerlo pero incluso en sueños la languidez de la almohada se apoderaba de ella y él ya había traspasado los velos antes de que los dedos femeninos lo alcanzaran. La mujer volvió a hundirse en un lento desvanecimiento mientras contemplaba cómo la figura masculina se iba haciendo más remota a medida que las capas de gasa se multiplicaban entre ellos.

—Sigue así de hermosa —le dijo él—. Quizá vuelva a buscarte cuando haya construido la nueva Yzordderrex.

Cosa que para ella no tenía mucho sentido, pero no le importó. Era una miserable invención suya, y no valía nada. La dejó irse, la figura pareció detenerse en la puerta como si quisiera lanzarle una última mirada antes de desaparecer por completo. Pero su mente apenas lo había dejado ir cuando conjuró una compensación. Los velos de los pies de la cama se separaron y apareció Concupiscencia con sus muchas colas y el brillo del ansia en los ojos. No esperó a que cruzara entre ellas ninguna palabra sino que trepó a la cama con la mirada clavada en la ingle de Judith y la lengua azulada saliendo y entrando de la boca al aproximarse. Jude levantó las rodillas. La criatura bajó la cabeza y empezó a lamer lo que el amante soñado había dejado mientras sus palmas sedosas acariciaban los muslos de Jude. La sensación la calmó y contempló a través de los párpados de sus ojos narcotizados cómo la limpiaba Concupiscencia. Antes de terminar, el sueño se fue desdibujando y la criatura todavía seguía con sus caricias cuando descendió otro velo, este tan denso que entre sus pliegues Jude perdió tanto la vista como la sensibilidad.