Capítulo 4

1

Como galeones virados hacia el viento del desierto y navegando a toda vela ante él, las tiendas de los carestes daban un bonito espectáculo desde lejos, pero la admiración de Cortés se convirtió en asombro cuando el coche se acercó y quedó clara su magnitud. Tenían la altura de edificios de cinco pisos y más, torres ondeantes de tela de color ocre y escarlata, colores aún más vividos dado que el suelo del desierto, que había sido del color de la arena al principio, era ahora casi negro y los cielos contra los que se levantaban eran grises debido al muro que se alzaba entre el Segundo Dominio y el mundo desconocido por el que rondaba Hapexamendios.

Floccus detuvo el coche a medio kilómetro del perímetro del campamento.

—Debería adelantarme —dijo— y explicar quiénes somos y qué estamos haciendo aquí.

—Que sea rápido —le dijo Cortés.

Floccus se alejó con la agilidad de una gacela por un suelo que ya no era arena sino una alfombra silícea de fragmentos de piedras, como recortes de alguna escultura extraordinaria. Cortés miró al místico, que yacía en sus brazos como si estuviera sumido en un sueño encantado, la frente inocente de arrugas. Le acarició la mejilla fría.

¿Cuántos amigos y seres queridos debía de haber visto fallecer en los dos siglos y más de su vida en la tierra? Aunque había borrado esas penas de su mente consciente, ¿podía dudar de que habían dejado su marca, habían alimentado el terror que le inspiraba la enfermedad y habían endurecido su corazón a lo largo de los años? Quizá siempre había sido un mujeriego y un plagiario, un maestro de la emoción falsificada, ¿pero era eso tan sorprendente en un hombre que sabía en lo más profundo de sus entrañas que el drama, por mucho que te abrasara el alma, era algo cíclico? Los rostros cambiaban una y otra vez pero la historia seguía siendo en esencia la misma. Como a Klein le había gustado señalar, no existía eso de la originalidad. Ya se había dicho todo, ya se había sufrido todo. Si un hombre sabía eso, ¿tan extraño era que el amor se convirtiera en algo mecánico y la muerte fuera sólo una escena que había que evitar? Ningún saber absoluto se adquiría con eso. Sólo una vuelta más en el tiovivo, otra escena desdibujada más de rostros sonrientes y rostros afligidos.

Pero no había fingido lo que sentía por el místico y había tenido buenas razones para ello. Al oír a Pai negarse a sí mismo («No soy nada y no soy nadie», había dicho la criatura al principio), Cortés había escuchado un eco de la angustia que él también sentía y en la mirada de Pai, cargada con el peso de los años, había visto el alma de un compañero que entendía el dolor innombrable que él soportaba. La criatura lo había despojado de sus farsas y embustes y le había dado a probar el maestro que había sido y quizá volvería a ser. Se podía hacer mucho bien con semejante poder, ahora lo sabía: había brechas que curar, derechos que restaurar, naciones que levantar y esperanzas que despertar. Necesitaba la inspiración de su compañero a su lado si iba a ser un gran Reconciliador.

—Te quiero, Pai’oh’pah —murmuró.

—Cortés.

Era la voz de Floccus, que lo llamaba desde el otro lado de la ventanilla.

—He visto a Atanasio. Dice que tenemos que entrar directamente.

—¡Bien! ¡Bien! —Cortés abrió la puerta de golpe.

—¿Necesitas ayuda?

—No, ya llevaré yo a Pai. —Salió y luego metió los brazos en el coche y cogió al místico.

—Cortés, ¿entiendes que este es un lugar sagrado? —dijo Floccus mientras lo guiaba hacia las tiendas.

—Nada de cantar, bailar, ni tirarse pedos, ¿eh? No pongas esa cara, Floccus. Lo entiendo.

Al acercarse, Cortés se dio cuenta de que lo él había tomado por un campamento de tiendas muy juntas, era en realidad un continuo; a los varios pabellones, con sus tejados abatidos, se unían tiendas más pequeñas para formar una única bestia dorada de viento y lona.

Dentro de su cuerpo, las ráfagas de viento lo mantenían todo en movimiento. Los temblores atravesaban incluso las paredes más tensas y en las alturas de los tejados, las ringleras de tela giraban como las faldas de los derviches emitiendo un suspiro constante. Había personas allá arriba, entre los pliegues; algunas caminaban sobre telarañas de cuerdas como si fueran tablas sólidas, otras estaban sentadas delante de ventanas inmensas abiertas en el techo, con los rostros vueltos hacia el muro del Primer Mundo como si anticiparan que desde ese lugar los llamarían en cualquier momento. Si tal llamada se produjera, no habría agitadas carreras. El ambiente era tan medido y tranquilizador como el movimiento de las velas bailarinas que se izaban sobre ellos.

—¿Dónde encontramos al médico? —le preguntó Cortés a Floccus.

—No hay ningún médico —le respondió—. Sígueme. Nos han asignado un lugar para acostar al místico.

—Tiene que haber algún tipo de atención médica.

—Hay agua fresca y ropas. Quizá algo de láudano y cosas parecidas. Pero Pai ya está más allá de todo eso. El uredo no se va a extraer con medicación. Es la proximidad del Primer Dominio lo que lo curará.

—Entonces deberíamos salir ahora mismo —dijo—. Colocar a Pai más cerca de la Mácula.

—Para acercarnos más de lo que lo estamos ahora necesitaríamos más resistencia de la que poseemos tú o yo, Cortés —dijo Floccus—. Ahora sígueme y muestra respeto hacia este lugar.

Guió a Cortés a través del trémulo cuerpo de la bestia hasta una tienda más pequeña donde se habían colocado una docena de sencillas camas bajas, algunas ocupadas, la mayor parte no. Cortés colocó al místico en una y se puso a desabotonarle la camisa mientras Floccus se iba en busca de agua fresca para su piel, ahora ardiente, y de algún alimento para Cortés y él mismo. Mientras esperaba, Cortés examinó la envergadura del uredo, que ya era demasiado extenso para examinarlo del todo sin desnudar a Pai por completo, cosa que detestaba hacer con tantos extraños por los alrededores. El místico se había mostrado codicioso con su intimidad (habían pasado muchas semanas antes de que Cortés pudiera vislumbrar su belleza desnuda) y quería respetar esa modestia aun en el estado actual de Pai. Lo cierto es que muy pocos de los que pasaban por allí les lanzaban siquiera una mirada y después de un rato empezó a sentir que el miedo lo abandonaba. Había muy poco más que él pudiera hacer. Se encontraban al borde de los Dominios conocidos, donde se detenían todos los mapas y comenzaba el enigma de enigmas. ¿De qué valía el miedo ante semejantes imponderables? Tenía que dejarlo a un lado y proceder con dignidad y contención mientras confiaba en los poderes que impregnaban aquí el aire.

Cuando volvió Floccus con los medios para lavar a Pai, Cortés preguntó si era posible que lo dejaran sólo para hacerlo.

—Por supuesto —respondió Floccus—. Tengo amigos aquí. Me gustaría ir a buscarlos.

Cuando se fue, Cortés empezó a lavar las erupciones supurantes del uredo, que rezumaban no sangre sino un pus plateado cuyo aroma le escocía en la nariz como si fuese amoníaco. El cuerpo del que se alimentaba parecía no sólo debilitado sino también, y de algún modo, desenfocado, como si sus contornos y musculatura estuvieran a punto de convertirse en vapor y la carne fuera a dispersarse. Si esto era cosa del uredo o sencillamente el estado del místico cuando la vida, y por tanto su capacidad para dar forma a la visión de los que lo contemplaban, se estaba desvaneciendo, Cortés no lo sabía pero le hizo recordar la forma en que su cuerpo se había aparecido ante él. Como Judith, por supuesto; como un asesino, acorazado en su desnudez; y como el cariñoso andrógino de su noche de bodas en la Cuna, aquel que por un instante había adoptado su rostro y le había devuelto la mirada como una profecía de Sartori. Ahora, al final, parecía ser una forma de niebla bruñida que se alejaba de su mano aun mientras lo tocaba.

—¿Cortés? No sabía que pudieras ver en la oscuridad.

Cortés levantó la vista del cuerpo de Pai y se encontró con que durante el tiempo que había pasado lavando al místico, medio hipnotizado por el recuerdo, había caído la tarde. Había luces ardiendo al lado de los enfermos más cercanos, pero ninguna cerca de Pai’oh’pah. Cuando volvió la mirada hacia el cuerpo que había estado lavando, apenas pudo distinguirlo entre las tinieblas.

—Yo tampoco lo sabía.

Se levantó para saludar al recién llegado. Era Atanasio, con una lámpara en la mano. Bajo su llama, que estaba tan sujeta a los caprichos del viento como la lona que los cubría, Cortés vio que lo habían herido durante la caída de Yzordderrex. Tenía varios cortes en la cara y el cuello y una herida más grande y lívida en el vientre. Para un hombre como él, que había celebrado los domingos haciéndose una nueva corona de espinas, esas lesiones eran seguramente agradables incomodidades.

—Siento no haber venido antes a darte la bienvenida —dijo—. Pero con un número de heridos tan grande llegando sin parar, me paso mucho tiempo administrando los últimos sacramentos.

Cortés no hizo ningún comentario pero un escalofrío de miedo volvió a recorrerle la espina dorsal.

—Hemos visto que muchos de los soldados del Autarca han encontrado el camino hasta aquí y eso me pone nervioso. Temo que dejemos entrar a alguien que venga en misión suicida y vuele en pedazos este lugar. Así es como piensa ese hijo de puta. Si a él lo destruyen, querrá que todo caiga con él.

—Estoy seguro de que le preocupa mucho más su propia huida.

—¿Adónde puede ir? La voz ya se ha corrido por toda Imajica. Se ha producido un levantamiento armado en Patashoqua. Hay combates cuerpo a cuerpo en la Vía Crucis. Cada uno de los Dominios se estremece. Incluso el Primero.

—¿El Primero? ¿Cómo?

—¿No lo has visto? No, es obvio que no. Ven conmigo.

Cortés volvió los ojos hacia Pai.

—El místico está a salvo aquí —dijo Atanasio—. No tardaremos mucho.

Llevó a Cortés por el cuerpo de la bestia hasta una puerta que los condujo al exterior, al atardecer cada vez más profundo. Si bien Floccus le había aconsejado que no hiciera precisamente lo que estaban haciendo y había insinuado que la proximidad de la Mácula podría provocarle algún daño, no había ninguna señal de consecuencia alguna. O bien lo protegía Atanasio o tenía una resistencia propia a cualquier influencia maligna. En cualquier caso, pudo estudiar el espectáculo que se abría ante él sin sufrir ningún efecto adverso.

No había ningún muro de niebla, ni siquiera un crepúsculo más profundo, que marcara la división entre el Segundo Dominio y la guarida de Hapexamendios. El desierto se limitaba a desvanecerse en la nada, como un dibujo borrado por el poder del otro lado, primero se desenfocaba, luego perdía el color y los detalles. Esta sutil eliminación de la realidad sólida, el mundo suprimido y sustituido por la nada, era la visión más angustiosa sobre la que Cortés había puesto los ojos jamás. Y tampoco le pasaba desapercibido la similitud entre lo que estaba pasando aquí y el estado del cuerpo de Pai.

—Dijiste que la Mácula se estaba moviendo —susurró Cortés.

Atanasio examinó el vacío en busca de alguna señal, pero no le llamó la atención nada.

—No es algo constante —dijo—. Pero de vez en cuando aparecen en ella ondas.

—¿Es eso extraño?

—Cuentan algunos relatos que ocurrió lo mismo en otros tiempos pero ésta no es una zona que fomente el estudio meticuloso. Los observadores aquí se ponen poéticos. Los científicos se vuelven sonetos. A veces de forma literal. —Se echó a reír—. Era un chiste, por cierto. Por si acaso empiezas a preocuparte de que te empiecen a rimar las piernas.

—Cuando lo miras, ¿cómo te sientes? —le preguntó Cortés.

—Me da miedo —dijo Atanasio—. Porque no estoy listo para estar allí.

—Yo tampoco —dijo Cortés—. Pero me temo que Pai sí. Ojalá no hubiera venido, Atanasio. Quizá debería llevarme a Pai ahora, mientras todavía puedo.

—Es decisión tuya —respondió Atanasio—. Pero no creo que el místico sobreviva si lo mueves. Un uredo es un veneno terrible, Cortés. Si existe alguna probabilidad de que Pai sane, es aquí, cerca del Primero.

Cortés volvió a mirar hacia la angustiante ausencia de la Mácula.

—¿Convertirse en nada es curarse? —dijo—. A mí me parece más una muerte.

—Quizá estén más cerca de lo que pensamos, la muerte y la curación —dijo Atanasio.

—No quiero oír eso —dijo Cortés—. ¿Te quedas aquí fuera?

—Un rato nada más —respondió Atanasio—. Si decides irte, ven a buscarme antes, quieres, para que podamos despedirnos.

—Por supuesto.

Dejó a Atanasio contemplando el vacío y volvió dentro; este sería un buen momento para encontrar un bar y pedir una copa bien fuerte. Al dirigirse a la cama de Pai lo detuvo en seco una voz demasiado desabrida para este sagrado lugar y lo bastante vacilante para sugerir que el hablante había encontrado ese bar y había terminado secándolo.

—¡Cortés, viejo cabrón!

Apareció Estabrook ante él con una expansiva sonrisa en los labios, aunque le faltaban varios dientes.

—Oí que estabas aquí y no me lo creí. —Buscó la mano de Cortés y se la estrechó—. Pero aquí estás, en carne y hueso. ¿Quién lo habría pensado, eh? Los dos aquí.

La vida en el campamento había producido algunos cambios en Charlie. No podía haber estado más lejos del apesadumbrado conspirador que Cortés había conocido en la colina de las cometas. Lo cierto es que casi podría haber haberse hecho pasar por un payaso, con su botarga de pantalones de raya diplomática, los tirantes harapientos, una túnica desabrochada teñida de media docena de colores y todo coronado por una calva y una sonrisa a la que le faltaban varios dientes.

—¡Me alegro tanto de verte! —no dejaba de decir, su placer en estado puro—. Tenemos que hablar y este es el momento perfecto. Van a salir todos fuera a meditar sobre su ignorancia, cosa que está bien durante unos minutos pero ¡Dios! luego es un rollo. Ven conmigo, ¡vamos! Me han dado un rinconcito propio, para quitarme de en medio.

—Quizá más tarde —dijo Cortés—. Tengo un amigo aquí que está enfermo.

—Oí a alguien hablando de eso. ¿Un místico? ¿Es esa la palabra?

—Esa es la palabra.

—Son extraordinarios, según he oído. Muy sexy. ¿Por qué no voy a ver al paciente contigo?

Cortés no sentía ningún deseo de hacerle compañía a Estabrook durante más tiempo del necesario pero sospechaba que el hombre se despediría a toda prisa en cuanto posara los ojos en Pai y se diera cuenta que la criatura que había venido a espiar era la misma que había contratado para asesinar a su esposa. Volvieron juntos al lado del lecho de Pai. Floccus estaba allí, con una lámpara y una amplia provisión de comida. Con la boca llena a reventar, se levantó para que lo presentaran pero Estabrook apenas percibió su presencia. Tenía los ojos clavados en Pai, cuya cabeza estaba girada hacia el lado contrario del fulgor de la lámpara, mirando hacia el Primer Dominio.

—Cabrón con suerte —le dijo a Cortés—. Es muy hermosa.

Floccus miró a Cortés para ver si éste tenía intención de comentar el error de Estabrook a la hora de asignarle un sexo al paciente, pero Cortés se limitó a sacudir por un segundo la cabeza. Le sorprendía que el poder de Pai para responder a la mirada de los demás siguiera intacto, sobre todo porque sus ojos veían una visión mucho más angustiante: la materia de su amado se iba haciendo cada vez más insustancial a medida que pasaban las horas. ¿Es que esta visión y este entendimiento estaban reservados sólo para los maestros? Se arrodilló junto a la cama y estudió los rasgos que se desvanecían sobre la almohada. Los ojos de Pai vagaban bajo los párpados.

—¿Sueñas conmigo? —murmuró Cortés.

—¿Mejora la chica? —inquirió Estabrook.

—No lo sé —dijo Cortés—. Se supone que este es un lugar de curación, pero yo no estoy tan seguro.

—De verdad, creo que deberíamos hablar —dijo Estabrook con la indiferencia tensa de un hombre que tiene algo de vital importancia que compartir pero que no puede hacerlo entre los presentes—. ¿Por qué no te vienes conmigo un momento y te tomas una copa rápida? Estoy seguro que Floccus vendrá a buscarte si ocurre algo desafortunado.

Floccus siguió masticando al tiempo que asentía y Cortés accedió a ir con la esperanza de que Estabrook pudiera decirle algo sobre las condiciones de aquel lugar que lo ayudaran a decidir si debía irse o quedarse.

—Sólo serán cinco minutos —le prometió a Floccus y dejó que Estabrook lo llevara por los corredores iluminados por lámparas hasta lo que antes había llamado su rincón.

Estaba un tanto apartado, una pequeña habitación de lona que había hecho propia con las pocas posesiones que se había traído de la Tierra. Una camisa, las manchas de sangre ya pardas, colgaba sobre la cama como si fuera el raído estandarte de alguna notable batalla. En la mesa, al lado de la cama, había ordenado su billetera, su peine, una caja de cerillas y un paquete de pastillas de menta junto con varias columnas simétricas de cambio para formar un altar dedicado al espíritu del bolsillo.

—No es mucho —dijo Estabrook—, pero es mi hogar.

—¿Estás prisionero aquí? —dijo Cortés mientras se sentaba en la sencilla silla que había a los pies de la cama.

—En absoluto —dijo Estabrook.

Sacó una pequeña botella de licor de debajo de la almohada. Cortés la reconoció de las horas que él y Hurra habían pasado en el Oke T’Noon. Era la savia fermentada de una flor de pantano del Tercer Dominio: el kloupo. Estabrook le dio u n trago a la botella y Cortés recordó todo el coñac que había bebido de una petaca en la colina de las cometas. Aquel día había rechazado el licor de ese hombre, pero no ahora.

—Podría irme en cuanto quisiera —continuó—. Pero entonces pienso, ¿adónde ibas a ir, Charlie? ¿Y adónde iba a ir?

—¿De vuelta al Quinto?

—En el nombre de Dios, ¿por qué?

—¿No lo echas de menos, aunque sea un poco?

—Un poco, quizá. De vez en cuando me pongo sensiblero, supongo, y entonces me emborracho, más todavía, y tengo sueños.

—¿Sobre qué?

—La mayoría son cosas de la niñez, ya sabes. Pequeños detalles sueltos que no significarían nada para cualquier otra persona. —Reclamó la botella y volvió a beber—. Pero no puedes recuperar el pasado, así que, ¿de qué sirve romperte el corazón? Cuando las cosas se van, se van.

Cortés emitió un ruido que no lo comprometía a nada.

—No estás de acuerdo.

—No necesariamente.

—Dime una cosa que permanezca.

—No…

—No, venga. Di una sola cosa.

—El amor.

—¡Ja! Bueno, no cabe duda que con eso completamos el círculo ¿verdad? ¡El amor! Sabes, habría estado de acuerdo contigo hace medio año. No puedo negarlo. No podía concebir la posibilidad de no estar enamorado de Judith. Pero no lo estoy. Cuando me acuerdo de lo que sentía por ella, me parece ridículo. Ahora, por supuesto, le toca a Oscar estar obsesionado con ella. Primero tú, luego yo, luego Oscar. Pero mi hermano no sobrevivirá mucho tiempo.

—¿Qué te hace decir eso?

—Está metido en demasiadas cosas. Esto va a terminar en lágrimas, ya lo verás. ¿Sabes lo de la Tabula Rasa, supongo?

—No.

—¿Por qué habrías de saberlo? —respondió Estabrook—. A ti te metieron en esto a rastras, ¿no es cierto? Me siento culpable, de verdad. Tampoco es que el hecho de que yo me sienta culpable vaya a servirnos de nada a ninguno de los dos, pero quiero que sepas que jamás comprendí las ramificaciones de lo que estaba haciendo. Si lo hubiera hecho, te juro que habría dejado a Judith en paz.

—No creo que ninguno de los dos hubiéramos sido capaces de eso —comentó Cortés.

—¿De dejarla en paz? No, supongo que no. Ya teníamos el camino marcado, ¿eh? No estoy diciendo que sea del todo inocente, que conste. No lo soy. En mis tiempos hice unas cuantas cosas espantosas, cosas de las que me avergüenzo con sólo pensar en ellas. Pero comparado con la Tabula Rasa o con un chiflado hijo de puta como Sartori, no soy tan malo. Y cuando miro cada mañana al Vacío de Dios…

—¿Así es como lo llaman?

—Oh, coño, no; ellos son mucho más respetuosos. Es el pequeño apodo que le he puesto yo. Pero cuando lo miro, pienso, bueno, va a llevarnos a todos uno de estos días, poco importa quienes seamos: chiflados hijos de puta, amantes, borrachos, no se va a poner a elegir. Todos nos vamos a convertir en nada antes o después. Y sabes, quizá sea la edad pero eso ya no me preocupa. Todos tenemos nuestro momento y cuando se acaba, se acaba.

—Tiene que haber algo al otro lado, Charlie —dijo Cortés.

Estabrook sacudió la cabeza.

—Eso son chorradas —dijo—. He visto a un montón de personas levantarse y entrar en la Mácula, rezan y siguen andando. Dan unos cuantos pasos y desaparecen. Es como si nunca hubieran vivido.

—Pero aquí la gente sana. Tú sanaste.

—No cabe duda que Oscar me dejó hecho un desastre y no fallecí. Pero no sé si estar aquí tuvo mucho que ver con eso. Piensa en ello. Si Dios estuviera de verdad al otro lado de ese muro y, coño, estuviera tan impaciente por curar a los enfermos, ¿no te parece que estiraría el brazo un poco más y detendría lo que está pasando en Yzordderrex? ¿Por qué iba Él a soportar horrores como ese, justo delante de Sus narices? No, Cortés. Yo lo llamo el Vacío de Dios pero sólo es así a medias. Dios no está allí. Quizá lo estuvo en otro tiempo…

Dejó la frase sin terminar y llenó el silencio con otro trago de kloupo.

—Gracias por todo —dijo Cortés.

—¿Qué hay que agradecer?

—Me has ayudado a tomar una decisión.

—Ha sido un placer —dijo Estabrook—. Joder, es tan difícil pensar con claridad, a que sí, con este maldito viento soplando todo el tiempo. ¿Puedes encontrar el camino de vuelta a esa encantadora dama tuya o quieres que vaya contigo?

—Ya encontraré el camino —respondió Cortés.

2

Se arrepintió muy pronto de haber declinado el ofrecimiento de Estabrook, descubrió después de doblar unas cuantas esquinas que cualquier pasillo iluminado por lámparas se parecía mucho al siguiente y que no sólo no podía desandar sus pasos hasta el lecho de Pai sino que tampoco estaba seguro de poder encontrar el camino de vuelta a la tienda de Estabrook.

Una de las rutas que probó le llevó a una especie de capilla donde varios carestes estaban arrodillados delante de una ventana que se asomaba al Vacío de Dios. La Mácula presentaba en lo que ahora era una oscuridad absoluta el mismo rostro vacío que tenía al anochecer, más iluminada que la noche pero sin arrojar ninguna luz sobre ella, y su nulidad resultaba más inquietante que las atrocidades de Beatrix o las habitaciones selladas del palacio.

Cortés volvió la espalda tanto a la ventana como a los devotos y continuó su búsqueda de Pai, que por casualidad lo trajo por fin de vuelta a la que pensó que era la habitación donde yacía el místico. Pero la cama estaba vacía. Desorientado, estaba a punto de ir a interrogar a uno de los otros pacientes para confirmar que estaba en la sala correcta cuando le llamó la atención la comida de Floccus, o lo que quedaba de ella, que permanecía al lado de la cama: unas cuantas migas, media docena de huesos bien roídos. No cabía duda que esta era la cama de Pai. ¿Pero dónde estaba su ocupante? Se volvió para mirar a los demás. Estaban todos dormidos o bien en estado de coma pero él estaba resuelto a encontrar la verdad y estaba cruzando el espacio que lo separaba de la cama más cercana cuando oyó que Floccus corría en su busca y lo llamaba.

—¡Ahí estás! te he buscado por todas partes.

—La cama de Pai está vacía, Floccus.

—Lo sé, lo sé. Fui a vaciar la vejiga, estuve fuera dos minutos, no más, y cuando volví había desaparecido. El místico, no mi vejiga. Creí que quizá habías venido y te lo habías llevado.

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—No te enfades. Aquí no va a ocurrirle nada malo. Confía en mí.

Después de su conversación con Estabrook, Cortés no estaba en absoluto tan seguro de que eso fuera cierto pero no iba a perder el tiempo discutiendo con Floccus mientras Pai vagaba por allí desatendido.

—¿Dónde has mirado?

—Por todas partes.

—¿No puedes ser un poco más preciso?

—Me perdí —dijo Floccus, que empezaba a exasperarse—. Todas las tiendas se parecen.

—¿Ha salido fuera?

—No, ¿por qué? —La agitación de Floccus desapareció ante sus ojos. Lo que surgió en su lugar fue una profunda desesperación—. ¿No creerás que haya ido a la Mácula?

—No lo sabremos hasta que miremos —dijo Cortés—. ¿Por dónde me llevó Atanasio? Había una puerta…

—¡Espera! ¡Espera! —dijo Floccus mientras agarraba la chaqueta de Cortés—. No puedes salir ahí así como así.

—¿Por qué no? Soy un maestro, ¿no?

—Hay ceremonias…

—Me importa una mierda —dijo Cortés y sin esperar a que Floccus le pusiera más objeciones puso rumbo hacia lo que esperaba que fuera la dirección correcta.

Floccus lo siguió, trotaba al lado de Cortés y abría nuevos argumentos contra las intenciones de Cortés cada cuatro o cinco pasos. La Mácula estaba inquieta esta noche, dijo, se hablaba de brechas en ella; vagar por sus inmediaciones cuando era tan volátil era peligroso, quizá un suicidio, y además, era una profanación. Cortés quizá fuera un maestro pero eso no le daba derecho a hacer caso omiso del protocolo en lo que estaba planeando. Era un invitado y estaba allí con la condición de que obedeciera las reglas. Y las reglas no se escribían para pasar el rato. Había muy buenas razones para evitar que los extraños violaran aquel lugar. Eran ignorantes y la ignorancia podía destrozarlos a todos.

—¿De qué sirven las reglas si nadie entiende en realidad lo que está pasando ahí fuera? —dijo Cortés.

—¡Pero es que lo entendemos! Entendemos este lugar. Es donde Dios empieza.

—Entonces, si la Mácula me mata, ya sabes lo que tienes que escribir en mi necrológica. «Cortés terminó donde empieza Dios».

—Eso no tiene gracia, Cortés.

—Estamos de acuerdo.

—Es cuestión de vida o muerte.

—Estamos de acuerdo.

—¿Entonces por qué lo haces?

—Porque allí donde esté Pai, ese es mi sitio. ¡Y hubiera dicho que hasta alguien con media vista y corto de cerebro como tú se habría dado cuenta!

—Quieres decir corto de vista y con medio cerebro.

—Tú lo has dicho.

Delante se encontraba la puerta que Atanasio y él habían atravesado un rato antes. Estaba abierta y sin vigilancia.

—Sólo quiero decir… —empezó Floccus.

—Déjalo ya, Floccus.

—… que ha sido una amistad demasiado corta —respondió el hombre, cosa que detuvo a Cortés, avergonzado por su estallido.

—No me llores todavía —le dijo en voz baja.

Floccus no respondió, se limitó a alejarse de la puerta abierta y dejar que Cortés la atravesara sólo. Fuera, la noche guardaba silencio, el viento había caído a poco más que una brisa. Examinó el terreno, a izquierda y derecha. Había devotos en ambas direcciones, arrodillados en la oscuridad, con las cabezas inclinadas mientras meditaban sobre el Vacío de Dios. No deseaba molestarlos así que se movió en silencio, tanto como pudo sobre el suelo desigual, pero los fragmentos de roca más pequeños que tenía delante saltaban y rodaban a medida que él se aproximaba, como si quisieran anunciarle con tanto estrépito y estruendo. No fue esa la única respuesta a su presencia. El aire que exhalaba, que había utilizado para matar en tantas ocasiones ya, se oscurecía al abandonar sus labios, la nube salía disparada con hebras de un color rojo brillante. No se dispersaban estas bocanadas, sino que se hundían como si les pesara su propia letalidad y le envolvían el torso y las piernas como túnicas fúnebres. No hizo ningún esfuerzo por desprenderse de ellas aunque sus pliegues pronto ocultaron el suelo y ralentizaron sus pasos. Y tampoco tuvo que reflexionar mucho sobre su propósito. Ahora que no lo acompañaba Atanasio, el aire estaba decidido a negarle la defensa de caminar por aquí como si fuera inocente, como si fuera un simple hombre en busca de un amante vagabundo. Envuelto en aquel color negro y acompañado de tambores se revelaba su naturaleza más profunda: era un maestro con un poder asesino en los labios y no habría forma de ocultarles ese hecho, ni a la Mácula ni a los que meditaban sobre ella.

El sonido de las piedras sacó a varios de los devotos de sus contemplaciones, levantaban la vista y veían que tenían una figura ominosa entre ellos. Uno, arrodillado sólo cerca del camino de Cortés, se levantó aterrado y huyó pronunciando una plegaria de protección. Otro se postró sollozando. En lugar de intimidarlos aún más con la mirada, Cortés volvió los ojos hacia el Vacío de Dios para explorar el terreno que se encontraba cerca del margen que separaba la tierra sólida del vacío en busca de alguna señal de Pai’oh’pah. La visión de la Mácula ya no lo angustiaba como lo había hecho la primera vez que había salido aquí con Atanasio. Ataviado como iba, y así anunciado, se enfrentaba al vacío como un hombre con poder. Para poder intentar los ritos de la Reconciliación, tenía que haber hecho las paces con este misterio. No tenía nada que temer de él.

Para cuando por fin puso los ojos sobre Pai’oh’pah, estaba a trescientos o cuatrocientos metros de la puerta y la asamblea de los que meditaban se había reducido a unos cuantos valientes que se habían separado del nudo principal de la congregación en busca de soledad. Algunos ya se habían retirado al aproximarse él pero unos pocos estoicos permanecían en su lugar de plegaria y dejaban que pasara este extraño sin ni siquiera levantar los ojos para mirarlo. Envuelto como estaba en su aliento de marta cibelina, Cortés temió que Pai no lo reconociera y empezó a llamar al místico por su nombre. Nadie respondió a la llamada. Aunque la cabeza del místico no era más que un contorno oscuro entre las tinieblas, Cortés sabía en qué había clavado sus ojos hambrientos: el enigma que atraía su paso firme del mismo modo que el borde de un abismo atrae a un suicida. Aceleró el paso y con ese impulso empezó a mover piedras cada vez más grandes a medida que avanzaba. Aunque no había señal de que el místico tuviera prisa, Cortés temía que una vez que se encontrase en la equívoca región que había entre el suelo sólido y la nada, la criatura fuera ya irrecuperable.

—¡Pai! —gritó mientras caminaba—. ¿Me oyes? ¡Por favor, para!

Las palabras siguieron produciendo nubes que lo vestían pero no tuvieron ningún efecto sobre Pai hasta que Cortés convirtió los ruegos en una orden.

—Pai’oh’pah. Te habla tu maestro. Detente.

El místico tropezó al oír las palabras de Cortés como si ese mandato hubiera puesto un obstáculo en su camino. Un pequeño gemido de dolor, casi animal, escapó de sus labios. Pero hizo lo que su antiguo invocador le había pedido y se detuvo en seco como un sirviente obediente, esperando a que su maestro llegara a su lado.

Cortés ya estaba a menos de diez pasos y vio lo avanzado que estaba el proceso de desmadejamiento. El místico era ya poco más que una sombra entre sombras, era imposible leer sus rasgos y su cuerpo carecía de sustancia. Si Cortés necesitaba alguna prueba más de que la Mácula no era un lugar de curación, la tenía en la visión del uredo, que era más sólido que el cuerpo del que se había alimentado, sus manchas lívidas brillaban a intervalos como ascuas sorprendidas por una ráfaga de viento.

—¿Por qué has dejado tu cama? —dijo Cortés, que había ralentizado el paso una vez más al acercarse al místico. Su forma parecía tan tenue que temía que cualquier movimiento violento pudiera dispersarla por completo—. Más allá de la Mácula no hay nada que necesites, Pai. Tu vida está aquí, conmigo.

El místico se tomó unos minutos para responder. Cuando lo hizo, su voz era tan etérea como su sustancia, un ruego fino y exhausto que surgía de un espíritu al borde del colapso absoluto.

—Ya no me queda ninguna vida, maestro —dijo.

—Deja que sea yo el que juzgue eso. Me juré a mí mismo que jamás volvería a dejarte marchar, Pai. Quiero cuidarte, sanarte. Traerte aquí fue un error, ahora lo sé. Lo siento si te ha causado dolor pero te sacaré de aquí…

—No fue ningún error. Encontraste el camino que te trajo aquí porque tenías tus razones.

—Tú eres mi razón, Pai. No sabía quién era hasta que tú me encontraste, y me volveré a olvidar si te vas.

—No, no te olvidarás —dijo la criatura, el perfil equívoco de su cabeza se volvió hacia Cortés. Aunque no había ningún destello que marcase el lugar donde habían estado sus ojos, Cortés sabía que lo estaba mirando—. Tú eres el maestro Sartori. El Reconciliador de Imajica. —Titubeó durante largo rato. Cuando recuperó la voz, era más frágil que nunca—. Y eres también mi amo, y mi marido, y mi hermano más querido… Si me ordenas que me quede, entonces me quedaré. Pero si me amas, Cortés, entonces, por favor… déjame… ir.

La petición no se podía haber hecho de una forma más sencilla ni más elocuente y si Cortés hubiera tenido la certeza, sin asomo de duda, que había un Edén al otro lado de la Mácula listo para recibir el espíritu de Pai, habría dejado que el místico se fuera en ese mismo instante, por angustioso que fuera. Pero creía algo muy diferente y estaba listo para decirlo, incluso estando tan cerca del vacío.

—No es el cielo, Pai. Quizá Dios esté allí, quizá no. Pero hasta que lo sepamos…

—¿Y por qué no dejar que vaya ahora y lo vea por mí mismo? No tengo miedo. Este es el Dominio donde se hizo a mi pueblo. Quiero verlo. —En estas palabras había la primera insinuación de pasión que Cortés había oído hasta entonces—. Me estoy muriendo, maestro. Necesito echarme y dormir.

—¿Y si ahí no hay nada, Pai? ¿Y si lo único que hay es un vacío?

—Preferiría la ausencia al dolor.

La respuesta derrotó a Cortés por completo.

—Entonces será mejor que te vayas —dijo. Ojalá pudiera encontrar alguna forma más tierna de renunciar a la criatura pero era incapaz de ocultar su desolación con tópicos. Por mucho que quisiera salvar a Pai del sufrimiento, su empatía no podía vencer la necesidad que sentía, ni anular del todo la sensación de propiedad que, por muy indeseable que fuera, formaba parte de lo que sentía por esta criatura.

—Ojalá pudiéramos haber hecho este último viaje juntos, maestro —dijo Pai—. Pero tienes cosas que hacer, lo sé. Grandes cosas.

—¿Y cómo las voy a hacer sin ti? —dijo Cortés, aunque sabía que esa era una táctica miserable (y medio se avergonzaba de ella), pero no estaba dispuesto a permitir que el místico abandonara la vida sin darle voz a cada deseo que conocía para evitar que la criatura se fuera.

—No estás sólo —dijo Pai—. Ya conoces a Ácaro Bronco y a Scopique. Ambos eran miembros del último Sínodo y están listos para preparar la Reconciliación contigo.

—¿Son maestros?

—Ahora sí. La última vez eran novicios pero ahora están preparados. Ellos trabajarán en sus Dominios mientras tú trabajas en el Quinto.

—¿Han esperado todo este tiempo?

—Sabían que vendrías. O, si no tú, alguien en tu lugar.

Los había tratado a los dos tan mal, pensó, sobre todo a Ácaro Bronco.

—¿Quién representará al Segundo? —dijo—. ¿Y al Primero?

—Había un eurhetemec en Yzordderrex que esperaba trabajar por el Segundo, pero está muerto. Ya era viejo la última vez y no ha podido esperar. Le pedí a Scopique que encontrara un sustituto.

—¿Y aquí?

—Esperaba que ese honor recayera sobre mí pero ahora tendrás que encontrar a alguien que ocupe mi lugar. No pongas esa cara de perdido, maestro, por favor. Fuiste un gran Reconciliador…

—Fracasé. ¿Qué tiene eso de grande?

—No fracasarás otra vez.

—Ni siquiera recuerdo las ceremonias.

—Las recordarás, después de un tiempo.

—¿Cómo?

—Todo lo que hicimos, dijimos y sentimos sigue esperando en la calle Gamut. Todos nuestros preparativos, todos nuestros debates. Incluso yo.

—El recuerdo no es suficiente, Pai.

—Lo sé…

—Te quiero real. Te quiero… para siempre.

—Quizá, cuando Imajica vuelva a estar entera y se abra el Primer Dominio, quizá entonces me encuentres.

Había en eso una esperanza muy pequeña, pensó Cortés, y no sabía si eso sería suficiente para evitar que cayera en la desesperación cuando el místico desapareciera.

—¿Puedo irme? —dijo Pai.

Cortés no había pronunciado jamás una sílaba más dura que la siguiente.

—Sí —dijo.

El místico levantó la mano, que ya no era más que una voluta de humo con cinco dedos y la posó en los labios de Cortés. Éste no sintió el contacto físico pero el corazón le dio un vuelco dentro del pecho.

—No estamos perdidos —dijo Pai—. Confía en eso.

Luego dejó caer los dedos y el místico comenzó a separarse de Cortés para dirigirse hacia la Mácula. Había quizá una docena de metros de distancia y a medida que disminuía la brecha, el corazón de Cortés, que ya se había disparado con la caricia de Pai, iba latiendo más rápido y su tamborileo le resonaba en la cabeza. Incluso ahora que sabía que no podía rescindir la libertad que había concedido, le costó no perseguir al místico para detenerlo sólo un momento más: para oír su voz, para colocarse a su lado, para ser la sombra de su sombra.

La criatura no volvió la vista atrás, pisó con cruel facilidad la tierra de nadie que separaba la solidez de la nada. Cortés se negó a apartar la vista, se quedó mirando con una firmeza más desafiante que heroica. El nombre de aquel lugar estaba bien puesto. A medida que el místico caminaba, quedaba borrado, sin dejar mácula, como un esbozo que tras servir bien a su Creador, este ya no lo necesitara en la página. Pero al contrario que el esbozo, que por muy meticulosamente que se borrara siempre dejaba algún rastro para señalar el error del artista, cuando Pai se desvaneció por fin, la desaparición fue completa, dejó el punto inmaculado. Si Cortés no hubiera tenido al místico en su memoria (ese inestable libro), la criatura podría no haber existido jamás.