Capítulo 1
Como ocurre con los distritos teatrales de tantas grandes ciudades de toda Imajica, ya sea en los Dominios Reconciliados o en el Quinto, el barrio en el que se encontraba el Ipse había sido un lugar de cierta mala fama en otros tiempos, cuando los actores de ambos sexos complementaban sus magros salarios con los cinco números de siempre: contratación, retiro, seducción, conjunción y giros, todos interpretados por horas, noche y día. Sin embargo, el centro de todas estas actividades se había trasladado al otro lado de la ciudad, donde el floreciente número de clientes de clase media se sentía menos expuesto a la mirada de aquellos de sus coetáneos que iban en busca de entretenimientos más respetables. La calle Lujuria y sus alrededores surgieron en cuestión de meses y pronto se convirtió en el tercer kesparate más rico de la ciudad, dejando que el distrito teatral fuera declinando hasta alcanzar un lugar más legítimo en el mundo.
Quizá porque no despertaba demasiado interés en el público fue por lo que sobrevivió a los traumas de las últimas horas mejor que la mayor parte de los kesparates de su tamaño. Había visto algo de acción. Los batallones del general Mattalaus habían atravesado sus calles de camino al sur, hacia la calzada, donde los rebeldes estaban intentando construir un puente improvisado para cruzar el delta. Más tarde, un grupo de familias del Caramess se había refugiado en el Rialto de Koppocovi. Pero no se había levantado ninguna barricada y no se había quemado ninguno de los edificios. El Deliquium recibiría la mañana intacto. Su supervivencia, sin embargo, no se achacaría al desinterés general sino a la presencia en su perímetro de la Colina del Pálido, un lugar que no era ni colina ni carecía de color, sino que era un círculo conmemorativo en cuyo centro reposaba un pozo utilizado desde tiempos inmemoriales para depositar los cuerpos de los hombres ejecutados, de los suicidas, de los indigentes y, en ocasiones, de los románticos que preferían pudrirse en tales compañías. Llegada la mañana, susurrarían los rumores que los fantasmas de estas almas olvidadas se habían levantado para defender su tierra y evitar que los vándalos y los constructores de barricadas destruyeran el kesparate, que habían rondado por los escalones del Ipse y el Rialto y habían aullado en las calles como perros enloquecidos tras tanto perseguir la cola del cometa.
Con las ropas hechas jirones y en la garganta una súplica inquebrantable, Quaisoir atravesó el corazón de varias batallas y escapó casi ilesa. En las calles de Yzordderrex esta noche había muchas mujeres como ella, destrozadas por el dolor; todas le rogaban a Hapexamendios que retornara hijos o maridos a sus brazos y, en su mayor parte, recibían paso franco entre las líneas, no les hacía falta más contraseña que sus sollozos.
Las batallas en sí no la afligían, en sus tiempos había organizado y supervisado ejecuciones masivas. Pero una vez que las cabezas rodaban, ella siempre se había apresurado a irse y había dejado que fuera otra persona la que se ocupara de las consecuencias con una pala. Ahora tenía que pisar con los pies descalzos unas calles que más parecían mataderos y su legendaria indiferencia ante el espectáculo de la muerte se vio arrollada por un horror tan profundo que varias veces tuvo que cambiar de dirección para evitar una calle que hedía demasiado a entrañas o a sangre quemada. Sabía que tendría que confesar esta cobardía cuando por fin encontrara al Hombre de los Pesares, pero sus culpas eran tantas que una falta más o menos apenas importaría ya.
Y fue entonces, cuando llegó a la esquina de la calle al final de la cual se encontraba el teatro de Pluthero Quexos, cuando alguien la llamó por su nombre. Se detuvo y buscó al que la llamaba. Un hombre vestido de azul se levantaba en ese momento de un escalón, la fruta que había estado pelando en una mano, la hoja con la que la pelaba en la otra. No parecía dudar de su identidad.
—Tú eres su mujer —dijo.
¿Era este el Señor?, se preguntó. El hombre que había visto en los tejados del puerto se había perfilado contra un cielo brillante y había sido difícil distinguir sus rasgos. ¿Podría ser él?
El hombre llamaba a alguien del interior de la casa situada tras los escalones en los que había estado sentado, en otro tiempo un burdel, a juzgar por los grabados obscenos del pórtico. El discípulo, un oethac, salió con una botella en una mano mientras con la otra alborotaba el cabello de un pequeño cretino, desnudo y con la piel brillante. La mujer empezó a dudar de su primer juicio, pero no se atrevió a irse hasta haber visto sus esperanzas confirmadas o hechas añicos.
—¿Eres el Hombre de los Pesares? —dijo.
El hombre que pelaba la fruta se encogió de hombros.
—¿No lo somos todos esta noche? —dijo mientras tiraba la fruta sin probarla.
El cretino bajó de un salto los escalones, la cogió con un gesto brusco y se la metió entera en la boca, de tal modo que la cara se le abultaba y el zumo se le escurría entre los labios.
—Tú eres la que has provocado todo esto —dijo el que había pelado la fruta al tiempo que con el cuchillo señalaba a Quaisoir. Se dio un momento la vuelta y miró al oethac—. Estaba en el puerto. La vi.
—¿Quién es? —dijo el oethac.
—La mujer del Autarca —fue la respuesta—. Quaisoir.
Dio un paso hacia ella.
—Eres tú, ¿no es así?
No podía negarlo más de lo que podía huir, Si este hombre era de verdad Jesús, no podía empezar a rogar su perdón con una mentira.
—Sí —le dijo—. Soy Quaisoir. Era la mujer del Autarca.
—Es una puta belleza —dijo el oethac.
—Su aspecto no importa —le dijo el que pelaba la fruta—. Lo importante es lo que ha hecho.
—Sí —dijo Quaisoir y se atrevió a creer que este era en verdad el Hijo de David—. Eso es lo que importa de verdad. Lo que he hecho.
—Las ejecuciones…
—Sí.
—Las purgas…
—Sí.
—He perdido a muchos amigos y ha sido por tu causa.
—Oh, Señor, perdóname —dijo la mujer mientras caía de rodillas.
—Te vi en el puerto esta mañana —dijo Jesús, y se acercó cuando ella se arrodilló—. Sonreías.
—Perdóname.
—Mirabas a tu alrededor y sonreías. Y pensé cuando te vi…
Estaba a sólo tres pasos de ella.
—… con los ojos brillantes…
La mano pegajosa del hombre sujetó la cabeza de Quaisoir.
—Pensé, esos ojos…
Levantó el cuchillo…
—… tienen que desaparecer.
… y lo volvió a bajar, rápido y afilado, afilado y rápido, para arrancarle la vista a su discípula antes de que esta pudiera empezar a chillar.
Las lágrimas que de repente llenaron los ojos de Jude escocían como ninguna lágrima que hubiera derramado jamás. Dejó escapar un sollozo, más de dolor que de pena, y se apretó las palmas de las manos contra las cuencas de los ojos para restañar el llanto. Pero no cesaba. Las lágrimas seguían fluyendo, calientes y ásperas, haciendo que le palpitara la cabeza entera. Sintió que el brazo de Dowd sujetaba el suyo y se alegró. Sin su apoyo, estaba segura de que se habría caído.
—¿Qué pasa? —dijo él.
La respuesta, que estaba compartiendo algún tipo de agonía con Quaisoir, no era algo que pudiera decirle a Dowd.
—Debe de ser el humo —dijo—. Casi no veo.
—Ya casi estamos en el Ipse —respondió él—. Pero tenemos que seguir moviéndonos un poco más. En los espacios abiertos no estamos seguros.
Cosa muy cierta. Los ojos de Jude, que en ese momento sólo podían ver latidos rojos, se habían posado durante la última hora en atrocidades suficientes para alimentar toda una vida de pesadillas. La Yzordderrex de sus anhelos, la ciudad cuyo aire picante, ese aire que había salido del Retiro meses antes y la había invocado como la llamada de un amante, estaba prácticamente en ruinas. Quizá por eso Quaisoir derramaba aquellas lágrimas ardientes.
Después de un rato se secaron, pero el dolor persistió. Aunque despreciaba al hombre en el que se apoyaba, sin su ayuda se habría caído al suelo y allí habría permanecido. Él la convencía para continuar, paso a paso. El Ipse ya estaba cerca, le decía, sólo una o dos calles más allá. Allí podría descansar mientras él se empapaba de los ecos de glorias pasadas. La joven apenas prestaba atención al monólogo de su acompañante. Era su hermana la que llenaba sus pensamientos, la anticipación del encuentro ahora teñida de desasosiego. Se había imaginado que Quaisoir habría entrado protegida en estas calles, y que al verla Dowd se habría limitado a retirarse y dejarlas disfrutar de su reencuentro. ¿Pero y si a Dowd no lo invadía un pavor supersticioso? ¿Y si, en lugar de eso, atacaba a una de ellas, o a ambas? ¿Tendría Quaisoir alguna forma de defenderse contra sus insectos? Empezó a secarse los ojos llorosos mientras seguía avanzando entre tropezones, resuelta a ver con toda claridad cuando llegara el momento y preparada para escapar del látigo de Dowd.
El monólogo de este, cuando cesó, lo hizo de forma repentina. Se paró e hizo detenerse a Jude a su lado. La mujer levantó la cabeza. La calle que tenía delante no estaba bien iluminada, pero el fulgor de los fuegos lejanos se abría paso entre los edificios y allí, arrastrándose bajo uno de aquellos vacilantes rayos de luz, vio a su hermana. Jude dejó escapar un sollozo. A Quaisoir le habían arrancado los ojos y sus torturadores la perseguían. Uno era un niño, otro un oethac. El tercero, el más salpicado de sangre, era también el más humano pero sus rasgos quedaban deformados por el placer que obtenía del tormento de Quaisoir. El cuchillo cegador todavía seguía en su mano y ahora lo levantaba sobre la espalda desnuda de su víctima.
Antes de que Dowd pudiera hacer algo para detenerla, Jude chilló: «¡alto!».
El cuchillo se detuvo en pleno descenso y los tres perseguidores de Quaisoir se dieron la vuelta y miraron a Jude. El niño no se dio cuenta de nada, su rostro era un vacío retrasado. El que empuñaba el cuchillo permaneció también en silencio, aunque su expresión era de incredulidad. Fue el oethac el que habló, las palabras que pronunció mal articuladas pero invadidas por el terror.
—Tú… no… Te acerques —dijo, la mirada temerosa iba y volvía entre la mujer herida y su eco, sana y fuerte.
El cegador recuperó entonces la voz y quiso decirle que se callara, pero el oethac siguió farfullando.
—¡Mírala! —dijo—. ¿Qué cojones es esto, eh? Mírala.
—Tú cierra el pico —dijo el cegador—. No va a tocarnos.
—Eso no lo sabes —dijo el oethac mientras cogía al niño con un brazo y se lo colgaba del hombro—. No fui yo —continuó mientras se retiraba—. Yo no le puse ni un dedo encima. Lo juro. Por mis cicatrices, lo juro.
Jude hizo caso omiso de sus ambages y dio un paso hacia Quaisoir. En cuanto se movió, el oethac huyó. Pero el cegador se mantuvo firme en su sitio, la hoja que llevaba en la mano lo envalentonaba.
—Me ocuparé de ti igual que de ella —le advirtió—. Me da igual quién cojones seas, ¡ya me encargaré yo de ti!
Desde un poco más atrás Jude escuchó la voz de Dowd, transmitía una autoridad que ella no le había oído jamás.
—Yo la dejaría en paz si fuera tú —dijo.
Sus palabras obtuvieron una respuesta de Quaisoir. Levantó la cabeza y la giró en la dirección de Dowd. No sólo le habían clavado un puñal en los ojos sino que prácticamente se los habían arrancado de las cuencas. Al ver los agujeros, Jude se avergonzó de haberse inquietado tanto por el pequeño dolor que sentía por afinidad, no era nada al lado del sufrimiento de Quaisoir. Y sin embargo, la voz de la mujer era casi alegre.
—¿Señor? —dijo—. Mi dulce Señor, ¿es esto castigo suficiente? ¿Querrás perdonarme ahora?
Ni la naturaleza del error que estaba cometiendo Quaisoir ni la profunda ironía que suponía pasaron desapercibidas para Jude. Dowd no era ningún salvador, pero al parecer estaba encantado de asumir ese papel. Respondió a Quaisoir con una delicadeza tan fingida como la sonoridad que había aparentado segundos antes.
—Por supuesto que te perdono —dijo—. Para eso estoy aquí. Jude quizá hubiera sucumbido a la tentación de desengañar a Quaisoir en ese mismo instante, si no hubiera sido porque la pantomima de Dowd había servido para distraer al cegador.
—Dime quién eres, niña —exigió Dowd.
—Sabes de sobra quién es, joder —escupió el cegador—. ¡Quaisoir! ¡Es la puta Quaisoir!
Dowd se volvió para mirar a Jude, en sus ojos había más comprensión que sorpresa. Luego volvió a mirar al cegador.
—Así es —dijo.
—Sabes lo que ha hecho igual que yo —dijo el hombre—. Se merece algo peor que esto.
—¿Peor, tú crees? —dijo Dowd al tiempo que seguía avanzando hacia el hombre, que, con ademán nervioso, se pasaba el cuchillo de una mano a otra, como si percibiera que la capacidad de ser cruel de Dowd multiplicaba la suya por cien y estuviera preparado para defenderse si fuera necesario.
—¿Y qué le harías que fuera peor? —dijo Dowd.
—Lo que ella les ha hecho a otros, una y otra vez.
—¿Y te parece que hizo esas cosas en persona?
—De ella no me extrañaría —dijo—. ¿Quién sabe qué cojones pasa allí arriba? La gente desaparece y vuelve a emerger hecha pedazos… —Intentó esbozar una ligera sonrisa, estaba claro ya que estaba nervioso—. Sabes que se lo merecía.
—¿Y tú? —preguntó Dowd—. ¿Qué te mereces tú?
—No estoy diciendo que sea un héroe —respondió el cegador—. Sólo digo que se lo tenía bien merecido.
—Ya veo —dijo Dowd.
Desde donde Jude se encontraba, lo que ocurrió a continuación fue más una cuestión de conjeturas que de observación. Vio que el mutilador de Quaisoir daba un paso para alejarse de Dowd con un gesto de repugnancia dibujado en el rostro, luego lo vio arremeter contra él como si quisiera clavarle a Dowd el cuchillo en el corazón. Su ataque lo puso al alcance de los insectos, y antes de que la hoja pudiera encontrar la carne de su rival, aquellos debieron de saltar hacia el cegador porque este se retiró con un grito de pánico mientras se llevaba la mano libre a la cara. Jude ya había visto con anterioridad lo que siguió. El hombre se arañó los ojos, la nariz y la boca, las piernas le fallaron a medida que los insectos deshacían su organismo por dentro. Cayó a los pies de Dowd y rodó envuelto en un frenesí de frustración; al final se llevó el cuchillo a la boca y empezó a escarbar y a desangrarse en busca de las cosas que lo estaban deshaciendo. La vida lo abandonó mientras lo hacía, la mano se le cayó de la cara y dejó la hoja en la garganta, como si se hubiera ahogado con ella.
—Se acabó —le dijo Dowd a Quaisoir, que se había rodeado con los brazos el cuerpo estremecido y yacía en el suelo a unos metros del cadáver de su torturador—. No volverá a hacerte daño.
—Gracias, Señor.
—¿Las cosas de las que te acusó, niña?
—Sí.
—Cosas terribles.
—Sí.
—¿Eres culpable de ellas?
—Lo soy —dijo Quaisoir—. Quiero confesarlas antes de morir. ¿Querrás escucharme?
—Lo haré —dijo Dowd, cuya voz rezumaba magnanimidad.
Tras ser una simple espectadora de los acontecimientos que se producían, Jude dio ahora un paso hacia Quaisoir y su confesor, pero Dowd la oyó acercarse y se volvió para sacudir la cabeza.
—He pecado, mi Señor Jesús —decía Quaisoir—. He pecado tantas veces… Te ruego que me perdones.
Fue la desesperación que Jude oyó en la voz de su hermana, más que la negativa de Dowd, lo que evitó que diera a conocer su presencia. Quaisoir estaba in extremis, y dado que quedaba claro su deseo de comulgar con algún espíritu dispuesto a perdonar, ¿qué derecho tenía Jude a intervenir? Dowd no era el Cristo que Quaisoir creía pero, ¿importaba eso? ¿Qué lograría ahora revelando la auténtica identidad del padre confesor, además de añadir más dolor al sufrimiento de su hermana?
Dowd se había arrodillado al lado de Quaisoir y la había tomado entre sus brazos, demostrando con ello una capacidad de ternura, o al menos de emulación, de la que Jude nunca le habría creído capaz. Por su parte, Quaisoir estaba en éxtasis a pesar de sus heridas. Se agarraba a la chaqueta de Dowd y le daba las gracias una y otra vez por tanta amabilidad. Él la hacía callar con suavidad, le decía que no había necesidad de que hiciera un catálogo de sus crímenes.
—Los tienes en tu corazón y allí los veo —dijo—. Los perdono. Háblame en su lugar de tu marido. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido también a pedir perdón?
—No creía que estuvieras aquí —dijo Quaisoir—. Le dije que te había visto en el puerto, pero él no tiene fe.
—¿Ninguna?
—Sólo en sí mismo —dijo ella con amargura.
Dowd empezó a mecerla al tiempo que la acosaba con más preguntas, tan concentrado en su víctima que no percibió que Jude se acercaba. La mujer envidiaba el abrazo de Dowd, ojalá fueran sus brazos en los que yacía Quaisoir en lugar de los del hombre.
—¿Quién es tu marido? —preguntaba Dowd.
—Sabes quién es —respondió Quaisoir—. Es el Autarca. Gobierna Imajica.
—Pero no siempre fue el Autarca, ¿verdad?
—No.
—¿Y qué era antes? —quiso saber Dowd—. ¿Un hombre normal?
—No —dijo ella—. No creo que haya sido jamás un hombre normal. No lo recuerdo con exactitud.
El hombre dejó de mecerla.
—Creo que sí te acuerdas —dijo él, su tono había cambiado de una forma muy sutil—. Dime —dijo—. Dime, ¿qué era antes de gobernar Yzordderrex? ¿Y qué eras tú?
—Yo no era nada —dijo ella con sencillez.
—Entonces, ¿cómo es que llegaste tan alto?
—Me amaba. Desde el principio me amó.
—¿No le prestaste ningún servicio impío para que te elevara? —dijo Dowd.
La mujer dudó y él la presionó un poco más.
—¿Qué hiciste? —exigió saber—. ¿Qué? ¿Qué?
Había un eco distante de Oscar en aquel improperio, el sirviente que habla con la voz de su amo.
Intimidada por su furia, Quaisoir respondió:
—Visité el Bastión de Banu muchas veces —confesó—. Incluso el Anexo. Fui allí también.
—¿Y qué hay allí?
—Locas. Algunas que mataron a sus esposos, o a sus hijos.
—¿Y para qué buscabas a unas criaturas tan lastimosas?
—Hay… poderes… ocultos entre ellas.
Al oír eso, Jude prestó más atención que nunca.
—¿Qué clase de poderes? —dijo Dowd, que daba voz a la pregunta que Jude hacía en silencio.
—No hice nada impío —protestó Quaisoir—. Sólo quería purificarme. El Eje se me aparecía en sueños. Cada noche su sombra me cubría y me rompía la espalda. Sólo quería que me purificaran.
—¿Y te purificaron? —le preguntó Dowd. Una vez más, al principio la mujer no respondió hasta que él la presionó, incluso con dureza—. ¡Habla!
—No me purificaron, me cambiaron —dijo ella—. Las mujeres me contaminaron. Tengo una lacra en la piel y ojalá pudiera quitármela. —Empezó a rasgarse las ropas hasta que sus dedos encontraron su vientre y sus pechos—. ¡Quiero que me la saquen! —dijo—. Me produjo nuevos sueños, peores que antes.
—Cálmate —dijo Dowd.
—¡Quiero que se vaya! ¡Quiero que se vaya! —Una especie de ataque se había apoderado de ella de repente, y se debatió con tal violencia entre sus brazos que se desprendió de ellos—. La siento ahora en mí —dijo mientras con las uñas se arañaba los pechos.
Jude miró a Dowd, quería que interviniera pero él se limitó a levantarse y contemplar la angustia de la mujer; estaba claro que le complacía. El ataque que Quaisoir se infligía no era teatro. Se estaba haciendo sangre mientras seguía gritando que quería que le arrancaran la lacra. En medio de su agonía, un sutil cambio se iba apoderando de su piel, como si exudara la lacra de la que había hablado. Sus poros rezumaban un lustre iridiscente y las células de su piel empezaban a cambiar sutilmente de color. Jude conocía bien el color azul que veía extenderse por el cuello de su hermana, que le bajaba por el cuerpo y le subía hacia el rostro deformado. Era el color azul del ojo de la piedra, el azul de la Diosa.
—¿Qué es esto? —preguntó Dowd a la confesa.
—¡Fuera! ¡Fuera!
—¿Es esta la lacra? —El hombre se agachó a su lado—. ¿Lo es?
—¡Sácamela! —sollozó Quaisoir y empezó a atacar de nuevo su pobre cuerpo.
Jude no pudo soportarlo más. Permitir que su hermana muriera en paz en los brazos de un sucedáneo de divinidad era una cosa. Esta automutilación, otra muy distinta. Rompió su voto de silencio.
—Detenla —dijo.
Dowd levantó la cabeza de su objeto de estudio y se pasó el pulgar por la garganta para hacerla callar. Pero ya era demasiado tarde. A pesar de su confusión, Quaisoir había oído hablar a su hermana. Se ralentizaron sus ataques y su cabeza ciega se volvió hacia Jude.
—¿Quién está ahí? —quiso saber.
Había una furia desnuda en el rostro de Dowd, pero intentó hacerla callar con suavidad. Sin embargo, no había forma de aplacarla.
—¿Quién está contigo, Señor? —le preguntó.
Con su respuesta, el hombre cometió un error que desbarató toda la ficción. Le mintió.
—No hay nadie —dijo.
—He oído la voz de una mujer. ¿Quién está ahí?
—Ya te lo he dicho —insistió Dowd—. Nadie. —Le puso la mano sobre el rostro—. Ahora cálmate. Estamos solos.
—No, no lo estamos.
—¿Acaso dudas de mí, niña? —replicó Dowd. Su voz, tras la dureza de sus últimas interrogantes, moduló la pregunta de tal modo que casi parecía que lo había herido la falta de fe de la mujer. La respuesta de Quaisoir fue quitarle en silencio la mano de la cara y sujetarla con fuerza entre sus dedos azules y salpicados de sangre.
—Eso está mejor —dijo él.
Quaisoir le recorrió con los dedos la palma de la mano. Luego dijo:
—No hay cicatrices.
—Siempre habrá cicatrices —dijo Dowd, pródigo en gestos dogmáticos. Pero no había entendido a qué se refería la mujer con aquel comentario.
—No hay cicatrices en tus manos —dijo ella.
La retiró de entre los dedos femeninos.
—Cree en mí —dijo.
—No —respondió ella—. Tú no eres el Hombre de los Pesares. —La alegría había desaparecido de su voz, que ahora era pastosa, casi amenazante—. No puedes salvarme —dijo ella, y de repente comenzó a agitarse como una loca para alejar al impostor de ella—. ¿Dónde está mi Salvador? ¡Quiero a mi Salvador!
—No está aquí —le dijo Jude—. Nunca lo estuvo.
Quaisoir se volvió hacia Jude.
—¿Quién eres? —dijo—. Ya he oído tu voz en alguna parte.
—Mantén la boca cerrada —dijo Dowd mientras apuñalaba el aire con el dedo—. O por lo más sagrado que probarás los insectos…
—No le tengas miedo —dijo Quaisoir.
—Sabe que no es eso lo más inteligente —respondió Dowd—. Ya ha visto de lo que soy capaz.
Deseosa de tener alguna excusa para hablar, para que Quaisoir pudiera oír de nuevo la voz que conocía pero a la que todavía no le podía poner nombre, Jude defendió la presunción de Dowd.
—Lo que dice es cierto —le dijo a Quaisoir—. Nos puede hacer daño a las dos, mucho daño. No es el Hombre de los Pesares, hermana.
Ya fuera la repetición de las palabras que la misma Quaisoir había utilizado varias veces, Hombre de los Pesares, o el hecho de que Jude la hubiera llamado hermana, o ambas cosas, el rostro invidente de la mujer se abatió y desapareció el desconcierto de su expresión. Luego se levantó del suelo.
—¿Cómo te llamas? —murmuró—. Dime tu nombre.
—No es nada —dijo Dowd, haciéndose eco de la descripción que Quaisoir había hecho de sí misma minutos antes—. Es una mujer muerta. —Hizo un movimiento hacia Jude—. Entiendes tan poco… —dijo—. Y por eso te he perdonado muchas cosas. Pero ya no puedo consentirte más. Has estropeado un bonito juego y no quiero que estropees nada más.
Se llevó la mano izquierda, con el índice extendido, a los labios.
—No me quedan muchos insectos —dijo—, así que con uno tendrá que servir. Una lenta descomposición. Pero incluso una sombra como tú se puede deshacer.
—Ahora soy una sombra, ¿no? —le dijo Jude—. Creí que éramos iguales, tú y yo. ¿Recuerdas ese discurso?
—Eso fue en otra vida, pichoncita —dijo Dowd—. Esto es diferente. Aquí podrías hacerme daño. Así que me temo que va a tener que ser gracias y buenas noches.
La mujer empezó a alejarse de él, se preguntaba al hacerlo cuánta distancia tendría que poner entre ellos para estar fuera del alcance de sus malditos insectos. El hombre contempló su retirada con una expresión de lástima en el rostro.
—No sirve de nada, pichoncita —dijo—. Conozco estas calles como la palma de mi mano.
La mujer hizo caso omiso de su condescendencia y dio otro paso hacia atrás con los ojos clavados en la boca en la que anidaban los insectos, pero también consciente de que Quaisoir se había levantado y se encontraba a menos de un metro de su defensor.
—¿Hermana? —dijo la mujer.
Dowd se dio la vuelta y apartó la atención de Jude el tiempo suficiente para que esta echara a correr. El hombre dejó escapar un grito cuando ella huyó y la mujer ciega se precipitó hacia el sonido, lo agarró por el brazo y por el cuello y lo atrajo hacia ella. El ruido que hizo en ese instante no se parecía a nada de lo que Jude hubiera oído de labios humanos, y lo envidió: un grito capaz de hacer pedazos los huesos como si fueran de cristal y despojar el aire de su color. Se alegró de no haber estado más cerca, podría haberla postrado de rodillas.
Miró atrás sólo una vez, a tiempo de ver cómo Dowd escupía el insecto letal en las cuencas vacías de Quaisoir, y rezó para que su hermana tuviera mejores defensas contra el daño que le podía hacer que el hombre que le había vaciado los ojos. En cualquier caso, poco podía hacer ella para ayudar. Era mejor correr ahora que tenía la oportunidad, para que al menos una de las dos sobreviviera al cataclismo.
Giró por la primera esquina que encontró y siguió doblando esquinas a partir de entonces, para poner tantas decisiones como pudiera entre ella y su perseguidor. No cabía duda de que el alarde de Dowd era verdad. Era cierto que conocía estas calles, donde afirmaba haber triunfado en otros tiempos, como la palma de su mano. De lo que se deducía que cuanto antes saliera de ellas y entrara en un terreno desconocido para ambos, más probabilidades tendría de perderlo. Hasta entonces, tenía que ser rápida y tan invisible como pudiera. Dowd la había apodado sombra y como ella debía ser, oscuridad sumida en unas tinieblas más profundas, precipitada y veloz, ahora vista y ya desaparecida.
Pero su cuerpo no quería complacerla. Estaba cansado, acosado por dolores y estremecimientos. En su pecho se habían encendido hogueras gemelas, una en cada pulmón. Una jauría invisible le arrancaba sangre de los talones. Pero no se permitió reducir el ritmo hasta que dejó atrás las calles de los teatros y los burdeles y sus pies la llevaron a un lugar que podría haber servido de escenario para una tragedia de Pluthero Quexos: un círculo de cien metros de anchura, rodeado por un muro alto de piedra negra y lustrosa. Las hogueras que aquí ardían no bramaban sin control, como ocurría en tantos otros lugares de la ciudad, sino que parpadeaban por decenas en la parte superior de los muros; diminutas llamas blancas, como lamparillas, que iluminaban el pavimento inclinado que descendía hasta una abertura en el centro del círculo. No sabía cuál era su función. ¿Una entrada al inframundo secreto de la ciudad, quizá, o un pozo? Había flores por todas partes; la mayor parte de los pétalos se habían caído y podrido y cubrían el pavimento bajo de sus pies con una capa resbaladiza que al acercarse al agujero la obligaba a pisar con cuidado. Crecía la sospecha de que aquello era un pozo, el agua envenenada a causa de los muertos. Había obituarios garabateados en el pavimento: nombres, fechas, mensajes, hasta toscas ilustraciones, su número iba aumentando a medida que se acercaba al borde. Algunos incluso se habían inscrito en la pared interior del pozo, hechos por dolientes con la valentía o la angustia suficiente para atreverse a desafiar la caída.
Si bien el agujero ejercía la misma fascinación que el borde de un acantilado y la invitaba a asomarse a sus profundidades, la mujer se negó a sus peticiones y se detuvo a un metro o dos del borde. Salía un olor enfermizo de aquel lugar, aunque no era muy fuerte. O bien no se había utilizado el pozo últimamente o quizá sus ocupantes yacían a gran profundidad.
Una vez satisfecha su curiosidad, Jude miró a su alrededor para elegir la mejor ruta que la sacara de allí. Había no menos de ocho salidas, nueve incluyendo el pozo, y decidió dirigirse primero a la avenida que se encontraba enfrente de la calle por la que había entrado. Estaba oscura y llena de humo, y quizá la hubiera tomado si no hubiera visto señales de que los escombros la bloqueaban un poco más abajo. Fue a la siguiente y esta también estaba bloqueada, los fuegos parpadeaban entre las maderas caídas. Se encaminaba a la tercera puerta cuando oyó la voz de Dowd. Se volvió. El hombre se encontraba al otro extremo del pozo, con la cabeza un poco ladeada y una expresión decepcionada en la cara, como un padre que hubiera alcanzado al hijo que está haciendo pellas.
—¿No te lo había dicho? —dijo—. Conozco estas calles.
—Ya te había oído.
—No está tan mal que hayas venido aquí —dijo él mientras se dirigía hacia ella con paso tranquilo—. Me ahorra un insecto.
—¿Por qué quieres hacerme daño? —dijo Jude.
—Yo podría hacerte la misma pregunta —dijo él—. Te gustaría, ¿no? te encantaría verme herido. Y serías incluso más feliz si pudieras causar el daño en persona. ¡Admítelo!
—Lo admito.
—Eso es. ¿Después de todo, no soy un gran confesor? Y eso no es más que el comienzo. Tienes en tu interior unos secretos que yo ni siquiera sabía que tenías. —El hombre alzó una mano y dibujó un círculo mientras hablaba—. Empiezo a ver la perfección de todo esto. Las cosas van girando y girando, y vuelven al lugar donde todo empezó. Es decir, a ella. O a ti, en realidad no importa. Sois lo mismo.
—¿Gemelas? —dijo Jude—. ¿Es eso?
—Nada tan manido, pichoncita. Nada tan natural. Te insulté cuando te llamé sombra. Eres algo más milagroso que eso. Eres… —Se detuvo—. Bueno, espera. Esto no es del todo justo. Aquí estoy yo, contándote lo que sé, y a cambio no recibo nada de ti.
—Yo no sé nada —dijo Jude—. Ojalá lo supiera.
Dowd se inclinó y cogió un capullito, uno de los pocos que habían pisado y seguía intacto.
—Pero sea lo que sea lo que Quaisoir sabe, tú también lo sabes —dijo—. Al menos sobre cómo se derrumbó todo.
—¿Cómo se derrumbó qué?
—La Reconciliación. Estuviste allí. Oh, sí, sé que crees que tú no eras más que una espectadora inocente, pero en esta historia no hay nadie, nadie, inocente. Ni Estabrook, ni Godolphin, ni Cortés, ni su místico. Todos ellos tienen confesiones que hacer tan largas como sus brazos.
—¿Incluso tú? —le preguntó ella.
—Oh, bueno, conmigo es diferente. —El hombre suspiró al tiempo que olisqueaba la flor—. Yo sólo soy un pobre actorzuelo. Finjo mis éxtasis. Me gustaría cambiar el mundo, pero termino siendo un simple entretenimiento. Mientras que todos vosotros, amantes —pronunció la palabra con desdén— a los que el mundo les importa una mierda siempre que sigan sintiendo pasión, vosotros sois los que hacéis que ardan las ciudades y se derrumben las naciones. Vosotros sois los motores de la tragedia y la mayor parte del tiempo ni siquiera lo sabéis. Así que, ¿qué puede hacer un pobre actorzuelo si quiere que lo tomen en serio? te lo diré. Tiene que aprender a fingir muy bien sus sentimientos para que le permitan abandonar el escenario y entrar en el mundo real. He necesitado muchos ensayos para llegar a donde estoy, créeme. Empecé por abajo, ¿sabes?, muy abajo. Mensajero, portaestandarte. Una vez ejercí de chulo para el Invisible, pero fue cosa de una sola noche. Luego volví a servir a los amantes…
—Como Oscar.
—Como Oscar.
—Lo odiabas, ¿verdad?
—No, sólo me aburría, él y toda su familia. Se parecía mucho a su padre, y al padre de su padre, y así sucesivamente hasta llegar al chiflado de Joshua. Me impacienté. Sabía que las cosas al final cambiarían y yo tendría mi momento, pero estaba harto de esperar y de vez en cuando dejaba que se me notara.
—Y conspirabas.
—Desde luego. Quería apresurar las cosas, empujarlas hacia el momento de mi… emancipación. Estaba todo calculado. Pero así soy yo, ¿sabes? Soy un artista con alma de contable.
—¿Contrataste a Pai para que me matara?
—No a sabiendas —dijo Dowd—. Yo puse unas cuantas cosas en marcha pero nunca me imaginé que nos fueran a llevar tan lejos. Ni siquiera sabía que el místico estaba vivo. Pero a medida que ocurrían las cosas, comencé a ver lo inevitable que era todo esto. Primero la aparición de Pai. Luego que tú conocieras a Godolphin y que os enamorarais. Tenía que pasar. Después de todo, para eso naciste. Por cierto, ¿lo echas de menos? Di la verdad.
—Apenas he pensado en él —respondió ella, sorprendida por cuánto había de verdad en aquella afirmación.
—Ojos que no ven, corazón que no siente, ¿eh? Ah, me alegro tanto de no poder sentir amor… Cuán miserable te hace. Ese dolor puro, sin mezcla —reflexionó él por un momento, luego dijo—: Se parece mucho a la primera vez, ¿sabes? Amantes que anhelan, mundos que tiemblan. Claro que la última vez yo era un simple portaestandarte. Esta vez tengo intención de ser el príncipe.
—¿A qué te refieres cuando dices que nací para enamorarme de Godolphin? Ni siquiera recuerdo haber nacido.
—Creo que ya es hora de que lo hagas —dijo Dowd, que tiró la flor cuando empezó a aproximarse a ella—. Aunque estos ritos de paso nunca son fáciles, pichoncita, así que prepárate. Al menos has elegido un buen lugar. Podemos sentarnos en el borde con los pies colgando mientras hablamos sobre cómo viniste al mundo.
—Ah, no —dijo ella—. Yo no me acerco a ese agujero.
—¿Crees que quiero matarte? —dijo él—. En absoluto. Sólo quiero que te desprendas de unos cuantos recuerdos. No es mucho pedir, ¿verdad? Sé justa. Yo te he dejado entrever lo que hay en mi corazón. Ahora me tienes que enseñar el tuyo. —La sujetó por la muñeca—. No pienso aceptar un no por respuesta —dijo y la atrajo al borde del pozo.
Jude jamás se había aventurado tan cerca y la proximidad le daba vértigo. Aunque lo maldijo por tener fuerza suficiente para arrastrarla hasta allí, también se alegró de que la sujetara con tal firmeza.
—¿Quieres sentarte? —dijo él. Ella sacudió la cabeza—. Como quieras —continuó—. Hay más probabilidades de que te caigas, pero la decisión es tuya. Te has convertido en una mujer muy terca, pichoncita, ya me he dado cuenta. Eras bastante más dúctil al principio. Claro que para eso te criaron.
—A mí no me criaron para nada.
—¿Cómo lo sabes? —dijo él—. Hace dos minutos afirmabas que ni siquiera recuerdas el pasado. ¿Cómo sabes lo que debías ser, lo que tenías que ser? —El hombre se asomó al pozo—. El recuerdo está en tu cabeza, en alguna parte, pichoncita. Sólo tienes que tener la voluntad de dejarlo salir. Si Quaisoir buscaba a alguna diosa, quizá tú también lo hiciste, aun cuando no lo recuerdes. Y si lo hiciste, entonces quizá seas algo más que la Nectarina de Joshua. Quizá representes algún papel en todo esto con el que yo no había contado.
—¿Y dónde iba a conocer yo alguna diosa, Dowd? —respondió Jude—. Vivía en el Quinto, en Londres, en Notting Hill Gate. Allí no hay diosas.
Y en el mismo momento de hablar pensó en Celestine, enterrada bajo la torre de la Tabula Rasa. ¿Era acaso hermana de las deidades que rondaban por Yzordderrex? ¿Una fuerza transformadora encerrada por un sexo que veneraba lo inamovible? Al recordar a la prisionera y su celda, la mente de Jude se hizo de repente más liviana, como si se hubiera bebido un güisqui de un trago con el estómago vacío. Después de todo, la había tocado lo extraordinario. Si había ocurrido una vez, ¿por qué no muchas veces? Y si había ocurrido ahora, ¿por qué no en su olvidado pasado?
—No tengo forma de volver —dijo para dejar clara la dificultad que aquello presentaba, tanto por ella como por Dowd.
—Es muy fácil —replicó él—. Tú sólo piensa en lo que se siente al nacer.
—Ni siquiera recuerdo mi infancia.
—Tú no tuviste infancia, pichoncita. No tuviste adolescencia. Naciste tal y como eres, de la noche a la mañana. Quaisoir fue la primera Judith y tú, dulce palomita mía, eres su única réplica. Perfecta, quizá, pero aun así una réplica.
—No pienso… no quiero… creerte.
—Pues claro que al principio debes negar la verdad. Es perfectamente comprensible. Pero tu cuerpo sabe lo que es verdad y lo que no lo es. Te estremeces por dentro y por fuera…
—Estoy cansada —dijo ella, aunque sabía que esa explicación era de una debilidad lastimosa.
—Lo que sientes es algo más que cansancio —dijo Dowd—. Admítelo.
A medida que él la pinchaba, Jude recordó los resultados de las últimas revelaciones que él le había hecho sobre su pasado, cómo había caído al suelo de la cocina, desjarretada por cuchillos invisibles. Ahora no se atrevía a sucumbir a un derrumbamiento semejante, con el pozo a unos centímetros de donde se encontraba, y Dowd lo sabía.
—Tienes que enfrentarte a los recuerdos —decía él—. Limítate a escupirlos. Vamos. Te sentirás mejor, te lo prometo.
La mujer empezaba a sentir que tanto sus miembros como su resolución se debilitaban con cada palabra, pero la perspectiva de enfrentarse a aquello que yacía en la oscuridad del fondo de su cabeza (y por mucho que desconfiara de Dowd, no dudaba que allí había algo horrendo) era casi tan aterradora como la idea de que el pozo la absorbiera. Quizá sería mejor morir en ese mismo instante, dos hermanas que se extinguían en menos de una hora, y no llegar a saber jamás si las afirmaciones de Dowd eran reales o no. Pero supongamos también que le hubiera estado mintiendo durante todo aquel tiempo (la actuación más brillante del pobre actorzuelo hasta la fecha) y que ella no fuera una sombra, que no fuera una réplica, una cosa criada para prestar un servicio, sino una niña natural con padres naturales: una criatura en sí misma, un ser real y completo. Entonces se estaría entregando a la muerte por miedo a descubrir quién era y Dowd habría encontrado en ella otra víctima. La única forma de derrotarlo era ponerlo en evidencia, hacer lo que no dejaba un momento de pedirle que hiciera: entrar en la oscuridad que esperaba en el fondo de su cabeza, lista para abrazar las revelaciones que ocultara. Poco importaba lo que fuera Judith, ya existía; ya fuera real o una réplica, un ser natural o criado de forma artificial. No tenía forma de escapar de sí misma en el mundo de los vivos. Mejor sería saber la verdad de una vez por todas.
La decisión prendió una llama en su cráneo y los primeros fantasmas del pasado aparecieron en su mente.
—Oh, diosa mía —murmuró al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza—. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
Se vio a sí misma echada sobre las tablas desnudas de una habitación vacía; un fuego ardía en la chimenea, un fuego que calentaba su sueño y lisonjeaba su desnudez con su lustre. Alguien le había marcado el cuerpo mientras dormía, había pintado sobre él un diseño que reconoció (el glifo que había visto en su mente por primera vez cuando había hecho el amor con Oscar, y que luego había vuelto a vislumbrar cuando atravesó los Dominios), la espiral de su carne, esta vez pintada sobre su propia piel con media docena de colores.
Se movió en sueños y las hélices parecieron dejar rastros de sí mismas en el aire allí donde ella había estado, su persistencia suscitaba otro movimiento, y este otro en el anillo de arena que rodeaba su dura cama. Se elevaba a su alrededor como la cortina de la Aurora Boreal, rielando con los mismos colores con los que habían pintado su glifo, como si algo de su anatomía esencial permaneciera en el aire de aquella habitación. Quedó hechizada por la belleza de aquella visión.
—¿Qué estás viendo? —oyó que le preguntaba Dowd.
—A mí —respondió ella—, echada en el suelo… en medio de un círculo de arena.
—¿Estás segura de que eres tú? —dijo él.
Estaba a punto de verter una copa entera de desdén sobre esa pregunta cuando se dio cuenta de su importancia. Quizá no fuera ella, sino su hermana.
—¿Hay alguna forma de saberlo? —dijo ella.
—Pronto lo verás —le respondió él.
Y así fue. La cortina de arena empezó a agitarse con más violencia, como si la hubiera embargado un viento desatado dentro del círculo. Brotaban de él partículas que se iban intensificando a medida que el viento las lanzaba contra el aire oscuro: motas del color más puro se elevaban como estrellas recién nacidas y luego volvían a caer, ardían en su descenso hacia el lugar donde ella, la testigo, yacía. Estaba echada en el suelo cerca de su hermana y recibía la lluvia de color como la tierra agradecida que necesitaba ese alimento si quería crecer, hincharse y dar frutos.
—¿Qué soy? —dijo ella mientras seguía la caída del color para intentar vislumbrar el suelo sobre el que caía.
La belleza de lo que había visto hasta ahora la había calmado y le había inspirado una cierta sensación de vulnerabilidad. Cuando vio su propio cuerpo sin terminar, la conmoción la sacó de golpe del recuerdo. De repente volvía a tambalearse al borde del pozo y sólo la mano de Dowd evitaba que se cayera. Un sudor helado le invadió los poros.
—No me sueltes —dijo.
—¿Qué estás viendo? —le preguntó él.
—¿Nacer es esto? —sollozó ella—. Oh, Cristo, ¿esto es nacer?
—Vuelve al recuerdo —dijo él—. ¡Tú lo has empezado, así que termínalo! —La sacudió—. ¿Me oyes? ¡Termínalo!
La mujer vio el rostro del sirviente encolerizado ante ella. Vio detrás el pozo anhelante. Y en medio, en la habitación iluminada por el fuego de la chimenea que la esperaba en su cabeza vio una pesadilla peor que todo lo demás: su anatomía, apenas terminada, yacía en un círculo de perversos encantamientos, abierta hasta que las destilaciones del cuerpo de otra mujer puso piel sobre sus músculos y color en esa piel, puso el tono en sus ojos y el brillo en sus labios, le dio los mismos pechos, el mismo vientre, el mismo sexo. Esto no era un nacimiento, era una duplicación. Era un facsímile, un parecido robado a un original dormido.
—No lo soporto —dijo ella.
—Te lo advertí, pichoncita —respondió Dowd—. Nunca es fácil volver a vivir los primeros momentos.
—Ni siquiera soy real —dijo ella.
—Vamos a dejar en paz la metafísica —fue la respuesta—. Eres lo que eres. Tenías que saberlo antes o después.
—No lo soporto. No lo soporto.
—Pero es que lo estás soportando —dijo Dowd—. Sólo tienes que tomártelo con calma. Paso a paso.
—Más no…
—Sí —insistió él—. Mucho más. Ya ha pasado lo peor. Será más fácil a partir de ahora.
Mintió. Cuando el recuerdo se apoderó de nuera de ella, casi sin invitación, estaba levantando los brazos por encima de la cabeza y dejando que los colores se cuajaran alrededor de los dedos extendidos. Bastante bonito, hasta que dejó caer un brazo a un lado y sus nervios recién terminados sintieron una presencia a su lado, alguien compartía el útero. Volvió la cabeza y chilló.
—¿Qué es? —dijo Dowd—. ¿Vino la diosa?
No era ninguna diosa. Era otra cosa sin terminar que la miraba con la boca abierta y unos ojos sin párpados y le sacaba la lengua incolora, todavía tan áspera que podría haberle arrancado su nueva piel con sólo lamerla. Se apartó de aquel ser y su miedo lo excitó, una carcajada silenciosa agitó aquella pálida anatomía. Vio que este ser también había reunido motas de color robado, pero no se había bañado en ellas sino que las había cogido con las manos y había pospuesto el momento de ataviarse con ellas hasta haberse deleitado en su desnudez desollada.
Dowd volvía a interrogarla.
—¿Es la diosa? —preguntaba—. ¿Qué estás viendo? ¡Dímelo, mujer! ¡Habla…!
La interpelación quedó cortada en seco. Hubo un latido de silencio, luego un grito de alarma tan agudo que se desvaneció la ilusión del círculo que había conjurado y el ser con el que lo había compartido. Sintió que Dowd dejaba de sujetarle la muñeca y su cuerpo se vino abajo. Agitó brazos y piernas al caer y, más por suerte que por intención, el movimiento la arrojó de lado, por el borde del pozo, en lugar de tirarla dentro. Al instante empezó a deslizarse por la rampa. Se agarró al pavimento, pero la piedra había quedado tan pulida tras tantos años de pasos que su cuerpo se deslizó hacia el borde como si las profundidades estuvieran reclamando una deuda descuidada desde hace mucho tiempo. Con las piernas golpeaba el aire vacío, sus caderas se deslizaban por el borde del pozo mientras con los dedos buscaba algún sitio al que agarrarse, por ligero que fuera, (un nombre grabado más hondo que los demás, la espina de una rosa, incrustada entre las piedras), eso le proporcionaría alguna defensa contra la gravedad. Y mientras lo hacía, oyó a Dowd gritar una segunda vez y levantó la cabeza para ver un milagro.
Quaisoir había sobrevivido al insecto. El cambio que se había apoderado de su carne cuando se levantó para desafiar a Dowd al fin se había completado. Su piel era del color del ojo azul, su rostro, mutilado tan poco tiempo antes, relucía. Pero aquellos eran pequeños cambios al lado de la docena de cintas de varios metros de longitud que su esencia había desenrollado a su alrededor; tenían su fuente en la espalda y su propósito era tocar por turnos el suelo que se hallaba debajo y elevarla en un extraño vuelo. El poder que había encontrado en el Bastión ardía en su interior, y Dowd sólo podía retirarse ante él hasta el borde del pozo. Quedó ahora en silencio, arrodillado, listo para alejarse arrastrándose por debajo de las espirales de filamento que formaban la falda de Quaisoir.
Jude sintió que se le escapaba el poco apoyo que había atrapado con los dedos y dejó escapar un grito de socorro.
—¿Hermana? —dijo Quaisoir.
—¡Aquí! —chilló Jude—. ¡Rápido!
Cuando Quaisoir se movió hacia el pozo, y era suficiente el más leve toque de los tentáculos para impulsarla hacia delante, Dowd se puso en marcha y se ocultó bajo los apéndices. Pero había calculado mal el momento de su huida. Uno de los filamentos lo atrapó por el hombro y, tras rodearle el cuello, lo lanzó por el borde del pozo. Al moverse él, la mano derecha de Jude perdió por completo la sujeción que tenía y empezó a deslizarse, en ese momento se escapó de su garganta un último chillido desesperado. Pero Quaisoir era tan rápida a la hora de salvar como a la hora de despachar a alguien. Antes de que el borde del pozo se elevara para eclipsar la escena que se desenvolvía arriba, Jude sintió que los filamentos la cogían por la muñeca y el brazo, y las espirales la rodeaban al instante con fuerza. Por su parte, ella también se agarró a ellas, sus agotados músculos avivados por aquel contacto, y Quaisoir la izó por encima del borde del pozo y la depositó en el pavimento. Rodó hasta quedarse boca arriba y jadeó como un corredor al llegar a la meta mientras los filamentos de Quaisoir se iban desprendiendo y volvían a servir a su ama.
Fue el sonido de los ruegos de Dowd, que despertaban los ecos del pozo sobre el que estaba suspendido, lo que la hizo sentarse. No había nada en sus gritos que ella no hubiera podido predecir de un hombre que había ejercido la servidumbre durante tantas generaciones. Le prometía a Quaisoir obediencia eterna y abnegación absoluta si lo salvaba de aquel terror. ¿No era la misericordia la joya de cualquier corona celestial, sollozaba el sirviente, y no era ella un ángel?
—No —dijo Quaisoir—. Y tampoco soy la novia de Cristo.
Sin inmutarse, el hombre dio comienzo a un nuevo ciclo de descripciones y negociaciones: lo que era ella, lo que haría él por ella, a perpetuidad. No encontraría un sirviente mejor ni un acólito más humilde. ¿Qué quería, su virilidad? Eso no era nada, se castraría en ese mismo instante. Sólo tenía que pedirlo.
Si a Jude le quedaba alguna duda sobre la fuerza que Quaisoir había adquirido, ahora tuvo la prueba, cuando los tentáculos subieron al prisionero del pozo. El sirviente chorreaba al salir como un cubo agujereado.
—Gracias, mil veces, gracias…
Ya estaba a la vista y Jude vio que ahora el hombre corría un doble peligro, los pies le colgaban sobre el aire vacío y los tentáculos le rodeaban la garganta con la fuerza suficiente para estrangularlo si él no hubiera aliviado la presión metiendo los dedos entre el lazo y el cuello. Las lágrimas le bañaban las mejillas con un exceso teatral.
—Señoras —dijo—. ¿Cómo puedo empezar a disculparme?
La respuesta de Quaisoir fue otra pregunta.
—¿Por qué me engañaron tus palabras? —dijo—. No eres más que un hombre. ¿Qué sabes tú de divinidades?
Dowd parecía tener miedo de contestar, no estaba seguro de qué sería más letal, si la negación o la afirmación.
—Dile la verdad —le aconsejó Jude.
—Serví una vez al Invisible —dijo él—. Me encontró en el desierto y me envió al Quinto Dominio.
—¿Por qué?
—Tenía allí unos asuntos.
—¿Qué asuntos?
Dowd empezó a retorcerse otra vez. Se habían secado las lágrimas y el dramatismo había desaparecido de su voz.
—Quería una mujer —dijo— para que le diera un lujo en el Quinto.
—¿Y la encontraste?
—Sí. Se llamaba Celestine.
—¿Y qué le pasó?
—No lo sé. Yo hice lo que me pidieron y…
—¿Qué le pasó? —dijo de nuevo Quaisoir, esta vez con más fuerza.
—Murió —respondió Dowd. Dejó la respuesta en el aire para ver si la negaban. Cuando nadie lo hizo, la recogió con entusiasmo renovado—. Sí, eso fue lo que pasó. La mujer falleció. En el parto, según creo. Hapexamendios la fecundó, ya sabes, y su pobre cuerpo no pudo soportar la responsabilidad.
A Jude el estilo de Dowd ya le resultaba demasiado conocido como para que pudiera engañarla. Conocía la música que ponía en la voz cuando mentía y la oyó ahora con toda claridad. El sirviente era muy consciente de que Celestine estaba viva. Sin embargo, no había habido tal música en sus primeras revelaciones, cuando había dicho que le había procurado una mujer a Hapexamendios, lo que parecía indicar que el servicio que le había prestado al Dios era real.
—¿Y el bebé? —le preguntó Quaisoir—. ¿Fue un hijo o una hija?
—No lo sé —dijo él—. De verdad, no lo sé.
Otra mentira, y esta la percibió su captora. Aflojó el lazo y el hombre cayó unos centímetros antes de dejar escapar un sollozo de terror y agarrarse sobrecogido a los filamentos.
—¡No me dejes caer! ¡Por favor, Dios, no me dejes caer!
—¿Y el bebé?
—¿Qué sé yo? —dijo él; volvía a llorar, sólo que esta vez de verdad—. No soy nada. Soy un mensajero. Un portaestandarte.
—Un chulo —dijo la mujer.
—Sí, eso también. Lo confieso. ¡Soy un chulo! Pero no es nada, no es nada. ¡Díselo, Judith! Soy un simple actorzuelo. ¡Un puto actorzuelo inútil!
—¿Inútil, eh?
—¡Inútil!
—Entonces buenas noches —dijo Quaisoir, y lo soltó.
El lazo se deslizó entre los dedos del hombre con tal brusquedad que no tuvo tiempo para agarrarse con más fuerza y cayó como un muerto de una cuerda cortada; ni siquiera empezó a chillar de inmediato, como si la pura incredulidad lo hubiera silenciado hasta que el iris del cielo lleno de humo que se alzaba sobre él se fue cerrando hasta casi convertirse en un punto. Cuando se alzó por fin el estruendo, este fue agudo pero breve.
Al detenerse, Jude apoyó las palmas en el pavimento y, sin levantar la cabeza para mirar a Quaisoir, murmuró un agradecimiento, en parte por su propia supervivencia pero también por la muerte de Dowd.
—¿Quién era? —preguntó Quaisoir.
—Yo sólo sé una pequeña parte de todo esto —respondió Jude.
—Poco a poco —dijo Quaisoir—. Así es como lo entenderemos todo. Poco… a… poco.
Su voz sonaba exhausta, y cuando Jude levantó la cabeza vio que el milagro abandonaba las células de Quaisoir. Se había hundido en el suelo, la carne desplegada se retiraba al interior de su cuerpo y el beatífico color azul se desvanecía de su piel. Jude se levantó y se alejó cojeando del borde del agujero. Al oír sus pasos, Quaisoir dijo:
—¿Adónde vas?
—Sólo me alejo del pozo —dijo Jude al tiempo que apoyaba la frente y las palmas de las manos en el agradable frescor de la pared—. ¿Sabes quién soy? —le preguntó a Quaisoir después de un momento.
—Sí —fue la tenue respuesta—. Eres el yo que perdí. Eres la otra Judith.
—Así es. —Se volvió y vio que Quaisoir sonreía a pesar del dolor.
—Eso está bien —dijo Quaisoir—. Si sobrevivimos a esto, quizá tú puedas empezar de nuevo por las dos. Quizá tú veas las visiones a las que yo les volví la espalda.
—¿Qué visiones? Quaisoir suspiró.
—En otro tiempo me amó un gran maestro —dijo—. Me enseñó ángeles. Venían a nuestra mesa montados en rayos de luz. Lo juro. Angeles en rayos de luz. Y yo pensé que viviríamos para siempre y que yo aprendería todos los secretos del mar. Pero dejé que me alejara del sol. Le permití convencerme de que los espíritus no importaban. Sólo importaba nuestra voluntad, y si nuestra voluntad era el dolor, entonces la sabiduría era eso. Me perdí en tan poco tiempo, Judith… Tan poco tiempo… —La mujer se estremeció—. Me cegaron mis crímenes antes de que nadie me clavara el cuchillo.
Jude contempló con lástima el rostro mutilado de su hermana.
—Tenemos que encontrar a alguien que te limpie las heridas —dijo.
—Dudo que quede algún médico vivo en Yzordderrex —respondió Quaisoir—. Siempre son los primeros en irse en cualquier revolución, ¿verdad? Los médicos, los recaudadores de impuestos, los poetas…
—Si no podemos encontrar a nadie más, lo haré yo —dijo Jude, que dejó la seguridad del muro y se aventuró a bajar por la rampa hacia donde se sentaba Quaisoir.
—Ayer creí ver a Jesucristo —dijo—. Estaba de pie, en un tejado, con los brazos abiertos. Creí que había venido por mí, para que yo pudiera confesarme. Por eso vine aquí, para encontrar a Jesús. Oí a su mensajero.
—Era yo.
—¿Tú estabas… en mis pensamientos?
—Sí.
—Así que te encontré a ti en lugar de a Cristo. Eso parece un milagro aún mayor. —Estiró el brazo hacia Jude, que la cogió de la mano—. ¿No es así, hermana?
—Todavía no estoy segura —dijo Jude—. Esta mañana era yo. ¿Y ahora qué soy? Una copia, una falsificación.
Esa palabra le recordó al Espurio de Klein: Cortés, el falsificador, que sacaba beneficios del genio de otras personas. ¿Por eso se había obsesionado con ella? ¿Había visto en ella alguna sutil pista que le había revelado su verdadera naturaleza y la había seguido por devoción a la farsa que era?
—Era feliz —dijo mientras pensaba en los buenos tiempos que había compartido con él—. Quizá no siempre me daba cuenta de que era feliz, pero lo era. Era yo misma.
—Sigues siéndolo.
—No —dijo, más cerca de la desesperación de lo que lo que recordaba haber estado jamás—. Soy un trozo de otra persona.
—Todos somos trozos —dijo Quaisoir—. Poco importa que naciéramos o nos hicieran. —Apretó los dedos alrededor de la mano de Jude—. Todos vivimos con la esperanza de volver a ser individuos completos. ¿Quieres llevarme de vuelta al palacio? —dijo—. Allí estaremos más seguras que aquí.
—Desde luego —respondió Jude al tiempo que la ayudaba a levantarse.
—¿Sabes en qué dirección debes ir?
Dijo que sí. A pesar del humo y de la oscuridad, los muros del palacio se cernían sobre ellas, inmensos pero lejanos.
—Tenemos un buen ascenso por delante —dijo Jude—. Quizá no lleguemos antes de la mañana.
—La noche es larga en Yzordderrex —respondió Quaisoir.
—No durará para siempre —dijo Jude.
—Para mí sí.
—Lo siento. Fue una falta de consideración por mi parte. No quería…
—No lo sientas —dijo Quaisoir—. Me gusta la oscuridad. Así puedo recordar el sol mejor. El sol, los ángeles a la mesa. ¿Querrás cogerme del brazo, hermana? No quiero perderte otra vez.