Capítulo 9

1

Aunque Jude no había dormido bien después de la visita de Clem (soñó con bombillas que hablaban en un código de parpadeos que era incapaz de descifrar), despertó temprano y antes de las ocho ya había planificado el día. Iría con el coche hasta Highgate, decidió, y trataría de encontrar alguna forma de entrar en la prisión que había bajo la torre, donde languidecía la única mujer que quedaba en el Quinto que podría iluminarla. Ahora sabía más de Celestine que la primera vez que había visitado la torre en Nochevieja. Dowd la había obtenido para el Invisible, o eso afirmaba; la había arrancado de las calles de Londres y la había llevado a las fronteras del Primero. Que hubiera sobrevivido a tales traumas ya era extraordinario. Que pudiera estar cuerda tras todos ellos, después de una violación divina y siglos de encierro era, casi con toda seguridad, esperar demasiado. Pero loca o no, Celestine era una fuente muy necesaria de información y Jude estaba decidida a hacer lo que hiciera falta para poder oír hablar a esa mujer.

La torre era una entidad tan anónima que pasó a su lado antes de darse cuenta. Dio media vuelta, aparcó en una calle lateral y se acercó a pie. No había ningún vehículo en la entrada ni señales de vida en ninguna de las ventanas, pero se acercó con paso decidido a la puerta principal y llamó al timbre con la esperanza de que hubiera algún conserje al que pudiera convencer para que la dejara entrar. Utilizaría el nombre de Oscar como referencia, decidió. Aunque sabía que eso era jugar con fuego, no había tiempo para sutilezas. Se cumpliera o no la ambición de Cortés como Reconciliador, los días que tenía por delante estarían cargados de posibilidades. Lo sellado comenzaba a agrietarse, lo callado empezaba a coger aliento para hablar.

La puerta permaneció cerrada aunque llamó al timbre y tocó a la puerta varias veces. Frustrada, decidió rodear el edificio, la ruta más cubierta de púas y aguijones que nunca. La sombra de la torre enfriaba el suelo donde había caído y muerto Clara y la tierra, que estaba mal drenada, hedía a estancamiento. Hasta que llegó allí no se le había ocurrido la idea de encontrar algún fragmento del ojo azul pero quizá había formado parte del orden del día de su inconsciencia desde el principio. Había perdido toda esperanza de encontrar un acceso por este lado del edificio y decidió dedicar su atención a buscar los trozos. Aunque recordaba con viveza lo que había ocurrido aquí, no podía señalar con precisión el lugar en el que los insectos de Dowd habían devorado la piedra así que vagó por allí durante casi una hora entera buscando entre la alta hierba alguna señal. Pero su paciencia se vio recompensada. Mucho más lejos de la torre de lo que habría supuesto encontró lo que habían dejado los devoradores. Era poco más que un guijarro, algo que cualquiera salvo ella habría pasado por alto. Pero para sus ojos aquel color azul era inconfundible y cuando se arrodilló a cogerlo, lo hizo casi con veneración. Parecía un huevo, pensó, yaciendo allí, en un nido de hierba, a la espera de que la calidez de un cuerpo despertara la vida en su interior.

Al levantarse oyó el sonido de las puertas de un coche que se cerraban de golpe al otro lado del inmueble. Con la piedra en la mano volvió a deslizarse por el costado del edificio. Oyó voces en la entrada, hombres y mujeres que intercambiaban palabras de bienvenida. Desde la esquina pudo verlos por un momento. Aquí estaban, la Tabula Rasa. En su imaginación los había elevado al dudoso nivel de Grandes Inquisidores, jueces austeros y despiadados cuya crueldad estaría excavada en sus rostros. Había quizá uno en todo este cuarteto (el más anciano de los hombres) que no habría tenido un aspecto absurdo con una túnica, pero en los rasgos del resto había tal insulsez y tal indolencia en su porte que habrían tenido un aspecto fútil con cualquier atavío salvo el más anónimo. Ninguno parecía demasiado feliz con su carga. A juzgar por sus ojos cargados, el sueño no había entablado amistad con ellos en los últimos tiempos. Y sus costosas ropas (todo de color carbón y negro) tampoco podían ocultar el letargo de sus miembros.

Jude esperó en la esquina hasta que desaparecieron por la puerta principal con la esperanza de que el último la dejara abierta. Pero una vez más estaba cerrada con llave y esta vez descartó la idea de llamar. Si bien con un conserje podría haber entrado mediante halagos o descaro, ningún miembro del cuarteto que había visto le habría perdonado ni un milímetro. Cuando empezaba a alejarse de la puerta, otro coche giró por la carretera y llegó hasta el aparcamiento. Su conductor era un hombre, y el más joven de los recién llegados. Era demasiado tarde para ocultarse así que levantó la mano con gesto alegre y aceleró el paso hasta convertirlo en un elegante trote.

Cuando llegó a la altura del vehículo, éste se detuvo. Jude siguió caminando. Tras superarlo, oyó que la puerta del coche se abría y una voz pastosa y demasiado formal decía:

—¡Eh, oiga! ¿Qué está haciendo?

Judith mantuvo el trote, resistió la tentación de echar a correr aun cuando oyó los pies de él en la gravilla y luego otro altivo grito cuando él comenzó a perseguirla. Hizo caso omiso del hombre hasta que se encontró en el límite de la propiedad y él ya estaba a punto de alcanzarla. Entonces se volvió con una coqueta sonrisa y dijo:

—¿Me ha llamado?

—Esto es propiedad privada —respondió él.

—Lo siento. Debo de tener mal la dirección. Usted no es ginecólogo, ¿verdad? —De dónde surgió semejante invención, Jude no lo sabía pero coloreó las mejillas del joven en apenas un instante—. Necesito ver a un médico lo antes posible.

El hombre sacudió la cabeza con gesto confundido.

—Esto no es el hospital —balbuceó—. Está colina abajo.

Dios bendiga al varón inglés, pensó Jude, que podía quedar reducido casi a la idiotez con la sola mención de algún asunto vaginal.

—¿Está seguro de no ser usted médico? —dijo ella disfrutando de la turbación masculina—. ¿Aunque sea estudiante? A mí no me importa.

El hombre llegó a dar un paso atrás al oír eso, como si ella fuera a caer sobre él y exigir un examen pélvico allí mismo.

—No, yo… lo siento.

—Yo también —dijo ella mientras extendía la mano. El joven estaba demasiado desconcertado para rechazarla y se la estrechó—. Soy la hermana Concupiscencia —dijo ella.

—Bloxham —respondió él.

—Debería ser ginecólogo —comentó ella con tono admirativo—. Tiene unas manos preciosas, muy cálidas. —Y con eso lo dejó con sus sonrojos.

2

Había un mensaje de Chester Klein en el contestador cuando volvió, la invitaba a un cóctel en su casa aquella noche para celebrar lo que él llamaba el regreso del Espurio a la tierra de los vivos. Al principio la sorprendió que Cortés hubiera decidido ponerse en contacto con sus amigos después de tanta charla sobre la invisibilidad, luego se enorgulleció de que hubiera escuchado su consejo. Quizá se había precipitado demasiado al rechazarlo. Había pasado muy poco tiempo que había pasado pero la ciudad la había hecho pensar y comportarse de modos que jamás habría consentido en el Quinto. Cuánto más a Cortés, cuyo catálogo de aventuras en los Dominios habría llenado una docena de diarios. Ahora que había vuelto al Quinto, quizá empezaba a enfrentarse a algunas de las influencias más extrañas, a lavarse la pintura de guerra y a aprender a usar zapatos otra vez. Devolvió la llamada a Klein y aceptó la invitación.

—Mi querida niña, eres toda una visión para ojos tan doloridos como los míos —dijo cuando Jude apareció en su puerta aquella tarde—. ¡Tan elegantemente desnutrida! Depauperación à la mode. La perfección.

Hacía mucho tiempo que no le veía pero no recordaba que fuera jamás tan obsequioso en sus halagos. La besó en las dos mejillas y la guió por la casa hasta llegar al jardín trasero. Aún quedaba algo de calor en el descenso del sol y los otros invitados (a dos de los cuales conocía, otros dos eran extraños para ella) tomaban cócteles en el césped. Aunque pequeño y rodeado por un muro alto, el jardín tenía una exuberancia casi tropical. Como era inevitable, dada la naturaleza de Klein, estaba casi dedicado por completo a especies en flor; no se aceptaba ningún arbusto o planta que no floreciera con inmoderado abandono. La presentó a los invitados uno por uno, comenzando por Vanessa, cuyo rostro (aunque muy cambiado desde la última vez que se habían visto) era uno de los dos que ella conocía. Había ganado mucho peso y se había puesto aún más maquillaje, como si quisiera cubrir un exceso con otro. Sus ojos, vio Jude cuando la saludó, eran los de una mujer que contenía las ganas de gritar sólo por una cuestión de decoro.

—¿Está Cortés contigo? —Aquella fue la primera pregunta de Vanessa.

—No, no lo está —dijo Klein—. Ahora tómate otra copa y ve a coquetear entre los rosales.

La mujer no se ofendió por la condescendencia de su anfitrión sino que se dirigió directamente a la botella de champaña mientras Klein presentaba a Jude a los dos extraños de la fiesta. A uno, un joven con gafas de sol que se estaba quedando calvo, lo presentó como Duncan Skeet.

—Pintor —dijo Chester—. O para ser más preciso, impresionista. ¿No es cierto, Duncan? Haces impresiones, ¿no? De Modigliani. Corot. Gauguin…

A su blanco le pasó desapercibido el chiste pero no a Jude.

—¿Eso no es ilegal? —dijo.

—Sólo si no hablas de ello —respondió Klein y ese comentario provocó la carcajada del tipo que conversaba con el falsificador, un individuo con un gran bigote y acento extranjero llamado Luis.

—Que no es pintor de ninguna ideología. Tú no eres nada, ¿verdad, Luis?

—¿Qué tal comedor de lotos? —dijo Luis. El aroma que Jude había tomado por el de los brotes de los márgenes era en realidad la loción para después del afeitado de Luis.

—Brindo por eso —dijo Klein al tiempo que llevaba a Jude hacia el último miembro de la compañía. Si bien Jude recordaba el rostro de la mujer, fue incapaz de ubicarla hasta que Klein le dijo el nombre (Simone) y recordó la conversación que habían sostenido en casa de Clem y Taylor y que había terminado con esta mujer alejándose en busca de seducción. Klein las dejó hablando mientras él iba dentro a abrir otra botella de champaña.

—Nos conocimos en Navidad —dijo Simone—. No sé si te acuerdas.

—Al instante —dijo Jude.

—Me he cortado el pelo desde entonces y te juro que la mitad de mis amigos no me reconoce.

—Te queda bien.

—Klein dice que debería haberlo guardado y convertido en joyas. Al parecer, los broches de pelo eran la última moda a finales de siglo.

—Sólo como memento mori —dijo Jude. Simone la miró sin comprender—. El pelo solía ser de alguien que había muerto.

A los rasgos achispados de la mujer todavía les llevó un poco de tiempo absorber lo que le estaban diciendo pero cuando lo comprendió, dejó escapar un gemido de asco.

—Supongo que esa es la idea que tiene él de un chiste —dijo—. No tiene ningún puto sentido de la decencia, qué hombre. —Klein aparecía en ese momento por la puerta de atrás con el champaña—. ¡Sí, tú! —dijo Simone—. ¿Es que no te tomas la muerte en serio?

—¿Me he perdido algo? —dijo Klein.

—¡A veces eres un viejo pelmazo sin gusto alguno! —continuó Simone al tiempo que se plantaba de dos zancadas delante de él y le tiraba la copa a los pies.

—¿Qué he hecho? —preguntó Klein.

Luis acudió en su ayuda y arrulló un poco a Simone para tranquilizarla. Jude no tenía ningún deseo de enredarse más en ese asunto así que se retiró por uno de los senderos y metió la mano en el profundo bolsillo de la falda, donde se encontraba el huevo del ojo azul. Cerró la palma a su alrededor y se inclinó para oler una de aquellas rosas perfectas. No olía a nada, ni siquiera a vida. Le tocó los pétalos. Estaban secos. Se incorporó y paseó los ojos por el espectáculo de los capullos. Falsos, todos y cada uno de ellos.

Los maullidos de Simone habían cesado a sus espaldas y también la cháchara de Luis. Jude se dio la vuelta y allí, en la puerta trasera, saliendo de la casa bajo la cálida luz de la tarde, estaba Cortés.

—Sálvame —oyó que imploraba Klein—. Antes de que me desuellen vivo.

Cortés esbozó esa sonrisa capaz de avergonzar al sol y abrió los brazos para recibir a Klein.

—Se acabaron las discusiones —dijo mientras abrazaba al hombre.

—Díselo a Simone —respondió Klein.

—Simone. ¿Estás intimidando a Chester?

—Se estaba comportando como un cabrón.

—No, aquí el único cabrón soy yo. Dame un beso y dime que lo perdonas.

—Lo perdono.

—Paz en la tierra y para los hombres de buena voluntad como Chester.

Hubo risas por ambas partes y Cortés pasó entre los reunidos con besos, abrazos y apretones de mano, parecía haber reservado el abrazo más largo, y quizá el más cruel, para Vanessa.

—Te estás perdiendo a alguien —dijo Klein y atrajo la mirada de Cortés hacia Jude.

A ella no la colmó de sonrisas. Judith conocía bien sus trucos y él lo sabía. En lugar de eso, le ofreció una sonrisa casi de disculpa y levantó en su dirección la copa que Klein ya le había puesto en la mano. Siempre había sido un hábil transformista (quizá era el maestro que habitaba en él, que surgía en una habilidad trivial) y en las veinticuatro horas o así que habían pasado desde que lo había dejado a la puerta de su estudio, se había convertido en una persona nueva. Se había cortado los rizos descuidados, se había lavado y afeitado el rostro mugriento. Vestido de blanco, parecía un jugador de criquet recién llegado de la línea de bateo, resplandeciente de vigor y victoria. Jude lo miró con atención, buscaba en él alguna señal del hombre acosado que era la noche antes pero aquel hombre había apartado de su lado todas sus inquietudes y por ello sólo podía admirarlo. Más que admirarlo. Esta noche era el amante que había imaginado cuando yacía en la cama de Quaisoir y no pudo evitar excitarse al verlo. En otra ocasión un sueño la había llevado a sus brazos y las consecuencias, por supuesto, habían sido dolor y lágrimas. Era una especie de masoquismo querer repetir esa experiencia, y una distracción de asuntos más graves.

Y sin embargo; y sin embargo. ¿Era quizá inevitable que se encontraran antes o después de nuevo en los brazos del otro? Y en ese caso, quizá este juego de miradas era una distracción todavía mayor y ellos le harían un mejor servicio a sus ambiciones si prescindieran de los coqueteos y aceptaran que eran indivisibles. Esta vez, en lugar de verse perseguidos por un pasado que ninguno de los dos comprendía, ya conocían sus historias y podrían construir algo sobre una base sólida. Es decir, si él tenía la voluntad de hacerlo.

Klein la llamaba pero ella se quedó en su emparrado de capullos falsos al ver lo impaciente que estaba por contemplar cómo se desenvolvía el drama que había maquinado. Él, Luis y Duncan eran meros espectadores. La escena que habían venido a contemplar era el Juicio de Paris, con Vanessa, Simone y ella en el papel de Diosas y Cortés en el de héroe obligado a elegir entre ellas. Era un espectáculo grotesco; decidió apartarse de aquel cuadro vivo y fue dando un paseo hasta el otro extremo del jardín mientras en el césped continuaban las bromas. Cerca del muro se encontró con una visión extraña. Se había hecho un claro en la selva artificial y se había plantado allí un pequeño rosal, un rosal de verdad pero mucho menos suntuoso que los impostores que lo rodeaban. Mientras le daba vueltas a aquello, apareció Luis a su lado con una copa de champaña.

—Uno de sus gatos —dijo Luis—. Gloriana. La mató un coche en marzo. Se quedó desolado. No podía dormir. Ni siquiera quería hablar con nadie. Creí que se iba a suicidar.

—Es un hombre extraño —dijo Jude al tiempo que volvía los ojos hacia Klein, que había rodeado con un brazo el hombro de Cortés y se reía a carcajadas—. Finge que todo es un juego…

—Eso es porque lo siente todo demasiado… —respondió Luis.

—Lo dudo —dijo ella.

—Llevo haciendo negocios con él veintiún, veintidós años. Tenemos nuestras peleas. Hacemos las paces. Volvemos a pelearnos. Es un buen hombre, créame. Pero le asusta tanto sentir que tiene que hacer un chiste de todo. No es usted inglesa, ¿verdad?

—No, soy inglesa.

—Entonces lo entenderá —dijo el hombre—. Usted también tendrá sus pequeñas tumbas ocultas —se rió el hombre.

—Miles —dijo ella; vio que Cortés volvía a entrar en la casa y dijo—: ¿Quiere disculparme un momento? —y se dirigió al jardín con Luis detrás.

Klein hizo ademán de interceptarla pero ella se limitó a darle la copa vacía y entró. Cortés estaba en la cocina, explorando la nevera, quitando las tapas de los cuencos y asomándose a su interior.

—Menuda invisibilidad —dijo Jude.

—¿Hubieras preferido que no hubiera venido?

—¿Significa eso que si te lo hubiera pedido te habrías quedado en casa?

El hombre esbozó una amplia sonrisa al encontrar algo que agradaba su paladar.

—Significa —dijo— que los demás no tienen ni una posibilidad. Vine porque sabía que estarías aquí.

Hundió el dedo corazón y el índice en la cazuelita que había sacado y se colocó un pegote de mousse de chocolate en la lengua.

—¿Quieres un poco? —dijo.

Jude no quería, hasta que vio el abandono con el que estaba devorando el dulce. El apetito de aquel hombre era contagioso. Ella también cogió un poco con el dedo. Era dulce y cremoso.

—¿Está bueno? —le dijo él.

—Pecaminoso —respondió ella—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—¿Sobre qué?

—Sobre lo de ocultarte.

—La vida es demasiado corta —dijo mientras se volvía a llevar a la boca los dedos cargados—. Además, como te acabo de decir, sabía que estarías aquí.

—¿Ahora eres capaz de leer las mentes?

—Estoy mejorando —dijo él y en su sonrisa había más chocolate que dientes. El hombre sofisticado que había visto salir al jardín minutos antes era aquí un niño glotón.

—Tienes chocolate por toda la boca —le dijo ella.

—¿Quieres limpiármelo con un beso? —respondió él.

—Sí —dijo Jude, no veía razón para tergiversar sus sentimientos. Los secretos les habían hecho demasiado daño en el pasado.

—¿Entonces por qué seguimos aquí? —dijo él.

—Klein nunca nos lo perdonará si nos vamos. La fiesta es en tu honor.

—Pueden hablar de nosotros cuando nos hayamos ido —dijo Cortés tras devolver la cazuela a su sitio y limpiarse la boca con el dorso de la mano—. De hecho, es muy probable que lo prefieran. Yo digo que nos vayamos ahora, antes de que nos vean. Estamos perdiendo el tiempo diciendo cosas por decir…

—… cuando podríamos estar haciendo el amor.

—Creí que el que leía mentes aquí era yo —dijo él.

Al abrir la puerta de la calle oyeron que Klein los llamaba desde la parte de atrás y Jude sintió una punzada de culpabilidad, hasta que recordó la mirada posesiva que había sorprendido en el rostro de Klein cuando había aparecido Cortés y había sabido que al fin tenía a todo el plantel reunido para su gran farsa. La culpabilidad se tornó irritación y cerró la puerta de un golpe para asegurarse de que él la oyera.

3

En cuanto volvieron al piso, Jude abrió de golpe las ventanas para dejar que la brisa, que seguía siendo cálida a pesar de que ya hacía tiempo que había caído la noche, entrara y saliera. Las noticias de la calle entraron con ella, claro está, pero nada trascendental: las inevitables sirenas; cháchara en la acera; jazz del club del edificio de al lado. Con las ventanas de par en par, se sentó en la cama al lado de Cortés. Ya era hora de que hablaran sin otro programa que no fuera la verdad.

—No pensé que fuéramos a terminar así —le dijo ella—. Aquí. Juntos.

—¿Te alegras?

—Sí, me alegro —dijo ella después de una pausa—. Tengo la sensación de que tiene que ser así.

—Bien —respondió él—. A mí también me parece natural.

Se deslizó por la espalda de la mujer y tras entrelazar las manos en su cabello, empezó a mover los dedos por el cuero cabelludo, ella suspiró.

—¿Te gusta? —le preguntó él.

—Me gusta.

—¿Quieres decirme cómo te sientes?

—¿Sobre qué?

—Sobre mí. Sobre nosotros.

—Ya te lo he dicho. Siento que está bien.

—¿Eso es todo?

—No.

—¿Qué más?

Jude cerró los ojos, aquellos dedos persuasivos casi le sacaban las palabras.

—Me alegro de que estés aquí porque creo que podemos aprender el uno del otro. Quizá incluso amarnos otra vez. ¿Cómo suena eso?

—A mí muy bien —dijo él en voz baja.

—¿Y tú qué? ¿Qué hay en tu cabeza?

—Que había olvidado lo extraño que es este Dominio. Que necesito tu ayuda para hacerme fuerte. Que temo actuar de forma extraña en ocasiones, cometer errores y quiero que me ames lo suficiente para perdonarme si es así. ¿Lo harás?

—Sabes que lo haré —le dijo ella.

—Quiero que compartas mis visiones, Judith. Quiero que veas lo que brilla en mí y que no tengas miedo de ello.

—No tengo miedo.

—Me alegro de oír eso —dijo él—. Me alegro tanto. —Se inclinó hacia ella y le puso la boca cerca del oído—. Nosotros hacemos las reglas a partir de ahora —le susurró—. Y el mundo nos sigue. ¿Sí? No hay más ley que nosotros. Lo que queremos. Lo que sentimos. Dejaremos que nos consuma y el fuego se extenderá. Ya lo verás.

Besó la oreja en la que había derramado estas seductoras palabras, luego la mejilla y por fin la besó en la boca. Ella empezó a devolverle el beso, con ardor, le rodeó la cabeza con las manos como había hecho él y masajeó la carne de la que surgía su cabello, sintió el movimiento contra el cuero cabelludo de él. Él tenía las manos en el cuello de su blusa pero no se molestó en desabrocharla sino que la desgarró, pero no atrapado por el delirio, sino de una forma rítmica, rasgadura tras rasgadura, como un ritual de descubrimiento. En cuanto encontró los senos desnudos posó la boca sobre ellos. Judith tenía la piel caliente pero la lengua de Cortés estaba más caliente todavía y dibujaba sobre ella espirales de saliva, luego cerró la boca alrededor de sus pezones hasta que estuvieron más duros que la lengua que los provocaba. Las manos masculinas estaban reduciendo la falda a harapos con la misma eficacia con la que había rasgado la blusa. Ella se dejó caer en la cama con los restos de la blusa y de la camisa bajo ella. El hombre bajó los ojos y la miró, posó la palma de la mano en su entrepierna, que seguía protegida de su caricia por la fina tela de la ropa interior.

—¿Cuántos hombres han tenido esto? —le preguntó, la interrogaba sin inflexión. Su cabeza se destacaba contra las pálidas nubes de la ventana y su compañera no podía leer su expresión—. ¿Cuántos? —dijo mientras dibujaba un círculo con la parte inferior de la mano. De cualquier otra fuente salvo esta la pregunta la habría ofendido o incluso encolerizado. Pero le gustaba esa curiosidad en él.

—Unos cuantos.

El hombre recorrió con los dedos el espacio que había entre sus piernas y metió los dedos corazón bajo la tela para tocarle el otro orificio.

—¿Y este? —dijo mientras empujaba allí.

A Jude le incomodaba más aquella investigación, tanto verbal como digital, pero él insistió.

—Dímelo —dijo—. ¿Quién ha estado aquí?

—Sólo uno —dijo ella.

—¿Godolphin? —respondió él.

—Sí.

Él quitó el dedo y se levantó de la cama.

—Cosa de familia —comentó.

—¿Dónde vas?

—Sólo a cerrar las cortinas —le contestó—. La oscuridad es mejor para lo que vamos a hacer. —Corrió las cortinas sin cerrar la ventana—. ¿Llevas alguna joya? —le preguntó.

—Sólo los pendientes.

—Quítatelos —dijo él.

—¿No podemos dejar un poco de luz?

—Así ya hay demasiada —respondió él aunque la mujer apenas podía verlo. La contemplaba mientras se desvestía, eso lo sabía. La vio quitarse los pendientes de los lóbulos de las orejas y luego quitarse la ropa interior. Para cuando ella se desnudó por completo, él también lo estaba.

—No quiero sólo una pequeña parte de ti —le dijo él al acercarse a los pies de la cama—. Te quiero entera, hasta el último trozo. Y quiero que me desees entero.

—Y te deseo —dijo ella.

—Espero que hables en serio.

—¿Cómo puedo demostrarlo?

La forma gris del hombre pareció oscurecerse mientras ella hablaba, como si retrocediera entre las sombras de la habitación. Había dicho que sería invisible y ahora lo era. Aunque Jude sintió que le rozaba el tobillo con la mano y miró hacia los pies de la cama para encontrarlo, él estaba más allá del alcance de sus ojos. No obstante, el placer fluía de sus caricias.

—Quiero esto —dijo mientras le acariciaba el pie—. Y esto. —Ahora la espinilla y el muslo—. Y esto —el sexo—, tanto como el resto pero no más. Y esto, y estos. —Vientre, senos. Había caricias sobre todos ellos así que ahora tenía que estar muy cerca de ella pero seguía siendo invisible—. Y esta dulce garganta, y esta maravillosa cabeza. —Ahora las manos volvían a alejarse, le bajaban por los brazos—. Y estas —dijo—, hasta las puntas de los dedos.

La caricia había vuelto al pie pero allí donde habían estado las manos de él (es decir, por todo su cuerpo) su piel temblaba de anticipación al presentir el regreso del roce, la mujer levantó la cabeza de la almohada una segunda vez con la esperanza de vislumbrar a su amante.

—Échate —le dijo él.

—Quiero verte.

—Estoy aquí —le dijo, sus ojos robaron un fulgor de alguna parte cuando habló; dos puntos brillantes en un espacio que, si ella no hubiera sabido que estaba limitado, podría haber carecido de fronteras. Después de sus palabras, sólo sintió su aliento. Jude no pudo evitar dejar que el ritmo de sus inhalaciones y exhalaciones siguieran el de él, una intensidad arrulladora que se fue ralentizando poco a poco.

Después de un momento, el hombre se llevó el pie de ella a la boca y le lamió la planta desde el talón a los dedos con un sólo movimiento. Luego de nuevo su aliento, que enfrió el fluido en el que la había bañado y la ralentizó aún más al ir y venir, hasta que el organismo de la mujer pareció titubear al borde del fin con el final de cada aliento, y sólo para que le devolvieran la vida al inhalar. Jude se dio cuenta de que aquella era la esencia de cada momento: el cuerpo (nunca seguro de si el próximo bocado de aire que entraba en sus pulmones sería el último) rondaba durante un segundo entre el cese y la continuación. Y en ese espacio fuera del tiempo, entre una bocanada de aire expulsada y otra inhalada, lo milagroso era fácil, porque ni la carne ni la razón habían depositado aquí sus edictos. Sintió la boca masculina bien abierta, lo suficiente para abarcarle los dedos de los pies y luego, por imposible que pareciera, se deslizó el pie de ella en la garganta.

Me va a tragar, pensó, y aquella noción conjuró una vez más el libro que había encontrado en el estudio de Estabrook, con su secuencia de amantes encerrados en un círculo de consumo: un devorarse tan prodigioso que había terminado con el eclipse mutuo. La perspectiva no le produjo ningún malestar. Esto no era asunto del mundo visible, donde el miedo engordaba porque había tanto que ganar y que perder. Este era un lugar para amantes, donde lo único que se hacía era ganar. Sintió que el hombre se acercaba la otra pierna a la cabeza y la sumía en el mismo calor; luego sintió que le sujetaba las caderas y que las utilizaba como asidero para empalarse sobre ella, milímetro a milímetro. Quizá él se había hecho inmenso: su buche era monstruoso y su garganta un túnel, o quizá ella era tan dócil como la seda y él la estaba atrayendo hacia su interior como un mago que ensarta flores falsas hasta convertirlas en una varita mágica. Levantó los brazos hacia él en la oscuridad para sentir el milagro, pero sus dedos no podían interpretar lo que se estremecía debajo. ¿Esa piel era de ella o de él? ¿Tobillo o mejilla? No había forma de saberlo. Ni, en realidad, necesidad de saberlo. Todo lo que ella quería ahora era hacer lo que habían hecho los amantes del libro e igualar ella también su forma de devorarla.

Estiró las manos para alcanzar el borde de la cama, giró medio cuerpo y con ese movimiento colocó al hombre a su lado. Ahora, aunque la oscuridad le embrujaba los ojos, la joven vio el perfil del cuerpo masculino, plegado en las sombras del suyo. Nada había cambiado en su anatomía. Aunque la estaba consumiendo, el cuerpo masculino no estaba deformado en absoluto. Yacía a su lado como un durmiente. Estiró la mano para tocarlo una segunda vez, no esperaba encontrarle sentido al cuerpo de él pero esta vez se lo encontró. Esto era el muslo, esto la espinilla, esto el tobillo y el pie. A medida que pasaba la palma de la mano por la carne masculina, una delicada ola de cambio pareció venir con ella y la esencia del hombre pareció suavizarse bajo su caricia. El aroma de su sudor era apetitoso. Aceleró los jugos de la garganta y el vientre de Jude. Llevó la cabeza hacia los pies de él y posó los labios sobre su esencia. Y ya se estaba alimentando; extendía su hambre alrededor de él como una boca y cerraba su mente sobre la reluciente piel masculina. El hombre se estremeció cuando ella lo tomó y ella sintió el estremecimiento de placer de él como si fuera propio. Él ya la había consumido hasta las caderas pero ella no tardó en igualar su apetito y tras introducirse las piernas de él, tragó tanto el miembro como el vientre contra el que yacía duro. A Jude le encantó este exceso y su disparate, sus cuerpos desafiaban la física y lo físico, o bien daban nuevas pruebas de ambos cuando la configuración se cerró sobre sí misma. ¿Había algo que fuera tan fácil y sin embargo tan imposible, además del amor? ¿Y qué es esto, si no esa paradoja colocada sobre una sábana? Él había empezado a tragar más despacio para dejar que ella lo alcanzara y ahora, en tándem, cerraron el lazo del consumo hasta que sus cuerpos no fueron más que productos de su imaginación y se encontraron boca contra boca.

Algo en el exterior (un grito en la calle, un agrio acorde de saxofón) la devolvió al mundo plausible y vio la raíz de la que había florecido aquella invención. Era una conjunción muy vulgar: había cruzado las piernas alrededor de las caderas de él y tenía su erección en su interior. No le podía ver la cara pero sabía que su compañero no estaba en este efímero lugar con ella. Él seguía soñando que se devoraban. Jude tuvo un ataque de pánico, quería recuperar la visión pero no sabía cómo. Se apretó más contra el cuerpo de él y, al hacerlo, inspiró el movimiento en las caderas masculinas. Empezó a moverse en su interior y a respirar, oh, con tanta lentitud, contra su rostro. La joven se olvidó de su pánico y dejó que su ritmo se ralentizara una vez más para igualar el de él. El mundo sólido se disolvió cuando lo hizo y volvió al lugar del que la habían llamado para encontrarse con que el lazo se estaba apretando por momentos, la mente de él envolvía la cabeza de ella del mismo modo que ella envolvía la suya, como las capas de una cebolla imposible, cada una más pequeña que la capa que ocultaba: un enigma que sólo podía existir allí donde la materia se derrumbaba sobre la mente que rogaba su existencia.

Pero esta dicha no podía sostenerse de forma indefinida. En poco tiempo empezó una vez más a perder su pureza, manchada por otros sonidos del mundo exterior y esta vez ella sintió que él también estaba renunciando al delirio. Quizá, al aprender a ser amantes otra vez, encontraran una forma de mantener ese estado por más tiempo: pasarse noches y días, quizá, perdidos en ese valioso espacio entre el aliento que se escapa y otro que se inhala. Pero por ahora, ella tendría que conformarse con el éxtasis que habían disfrutado. A regañadientes, la joven dejó que la noche del trópico en la que se habían devorado se consumiera y convirtiera en una oscuridad más sencilla y, sin saber muy bien dónde empezaba y terminaba la conciencia, se quedó dormida.

Cuando despertó, estaba sola en la cama. Aparte de esa decepción, se sentía al mismo tiempo ligera y llena de vida. Lo que habían compartido era una mercancía más comercial que una cura para el resfriado común: un subidón sin resaca. Se sentó y buscó con la mano una sábana con la que envolverse pero antes de que pudiera levantarse, oyó la voz de él en la oscuridad que precede al alba. Estaba de pie, al lado de la ventana, con un pliegue de la cortina cogido entre el dedo corazón y el índice y un ojo en la hendidura que había abierto.

—Es hora de que me ponga a trabajar —dijo en voz baja.

—Todavía es temprano —le dijo ella.

—El sol ya casi ha salido —respondió él—. No puedo perder el tiempo.

Dejó caer la cortina y cruzó la habitación hasta la cama. Jude se sentó y le rodeó el torso con los brazos. Quería pasar tiempo con él, disfrutar de la calma que sentía, pero el instinto masculino era más sano. Los dos tenían trabajo que hacer.

—Preferiría quedarme aquí en lugar de volver al estudio —le dijo él—. ¿Te importaría?

—En absoluto —respondió ella—. De hecho, me gustaría que te quedaras.

—Voy a ir y venir a horas extrañas.

—Siempre que vuelvas a encontrar el camino a la cama de vez en cuando —dijo ella.

—Estaré contigo —le dijo mientras le iba pasando la mano por el cuerpo desde el cuello hasta frotarle el vientre—. De ahora en adelante, estaré contigo noche y día.