Capítulo 17
Después de todo lo que Lunes había dicho sobre el estado de la ciudad, Jude esperaba encontrarla desierta por completo pero resultó que ese no era el caso. En el tiempo transcurrido desde el regreso del joven de South Bank y el momento en el que emprendieron la marcha hacia la finca, las calles de Londres, que estaban tan desprovistas de turistas soñadores y juerguistas como había afirmado Lunes, se habían convertido en el territorio de una tercera tribu mucho más extraña: la de los hombres y mujeres que se habían limitado a levantarse de sus camas y se habían puesto a vagar. Casi todos ellos estaban solos, como si, fuera cual fuera la inquietud que los había sacado a la noche, fuera demasiado dolorosa para compartirla con sus seres queridos. Algunos estaban vestidos para pasar el día en la oficina: traje y corbata, falda y zapatos prácticos. Otros llevaban lo mínimo imprescindible para no ofender a la decencia: había muchos descalzos, muchos más con el torso desnudo. Todos vagaban con el mismo paso lánguido y los ojos vueltos hacia arriba para examinar el cielo.
Por lo que Jude podía ver, los cielos no tenían nada impropio que mostrar. Observó unas cuantas estrellas fugaces pero tampoco era tan extraño verlas una noche clara de verano. Lo único que se le ocurría era que a esas personas se les había metido en la cabeza la idea de que la revelación vendría de las alturas y, tras haber despertado con la irracional sospecha de que tal revelación era inminente, habían salido a buscarla.
La escena no era muy diferente cuando llegaron a los barrios residenciales de las afueras: hombres y mujeres normales con pijama y camisón, de pie en las esquinas de las calles o en los jardines delanteros, contemplaban el cielo. El fenómeno se iba agotando a medida que se alejaban del centro de Londres (de Clerkenwell quizá), pero sólo para reaparecer cuando alcanzaron las afueras del pueblo de Yoke, donde, sólo unos días antes, Cortés y ella habían entrado empapados en la oficina de correos. Al bajar por los caminos que los dos habían recorrido penosamente bajo la lluvia, Jude se acordó de la ingenua ambición con la que había regresado al Quinto: la posibilidad de que se produjera un reencuentro entre Cortés y ella. Ahora volvía sobre sus pasos con todas esas esperanzas destruidas y llevando en su interior un hijo que pertenecía a su enemigo. Se había puesto fin a sus doscientos años de cortejo con Cortés, de forma definitiva e irrevocable.
La maleza que rodeaba la finca había aumentado de una forma monstruosa e hizo falta algo más que la fusta que había blandido Estabrook para despejar un camino hasta la verja. A pesar de toda su exuberancia, el follaje olía mal, como si se estuviera pudriendo a la misma velocidad que crecía y los capullos no se fueran a convertir en flores sino en putrefacción. Lunes agitó el cuchillo a diestra y siniestra, se abrió camino hasta la verja, atravesaron las chapas de hierro y entraron en el parque. Aunque era la hora de las polillas y las lechuzas, el parque estaba plagado de todo tipo de vida diurna. Los pájaros dibujaban círculos en el aire como si un cambio en los polos los hubiera confundido y no supieran llegar a sus nidos. Mosquitos, abejas, libélulas y todas las laberínticas especies de un día de verano revoloteaban sumidas en una confusión desesperada entre la hierba iluminada por la luna. Como los que contemplaban el cielo en las calles por las que habían pasado, la naturaleza presentía la inminencia y no podía descansar.
Pero el sentido de la orientación de Jude le prestó un valioso servicio. Si bien los bosquecillos esparcidos delante de ellos se parecían mucho entre sí bajo aquella luz azul grisácea, la mujer fijó el rumbo hacia el Retiro y los dos se encaminaron hacia allí con esfuerzo, ralentizados por barro del suelo y el grosor de la hierba. Por el camino, Lunes silbaba con la misma estupenda indiferencia por la melodía que Clem había comentado unas horas antes.
—¿Sabes lo que va a pasar mañana? —le preguntó Jude, que casi envidiaba su extraña serenidad.
—Sí, más o menos —dijo él—. Hay unos cielos, ¿sabes? Y el jefe nos va a dejar ir allí. Va a ser una pasada.
—¿No tienes miedo? —dijo ella.
—¿De qué?
—Va a cambiar todo.
—Bien —respondió el joven—. Estoy hasta los cojones de cómo son las cosas.
Luego volvió a retomar el hilo de la melodía que estaba silbando y siguió adelante por la hierba durante unos cien metros más hasta que un sonido más insistente que el jaleo que él armaba lo hizo callar.
—Escucha eso.
La actividad en el aire y la hierba había ido aumentado sin parar a medida que se acercaban al bosquecillo pero con el viento soplando en dirección contraria, el estrépito de la asamblea que se había reunido allí no había sido audible hasta ahora.
—Pájaros y abejas —comentó Lunes—. Y un huevo de ellos.
A medida que continuaban avanzando, la magnitud del parlamento que tenían delante se fue haciendo cada vez más aparente. Aunque la luz de la luna no penetraba demasiado en el follaje, estaba claro que en cada rama de cada uno de los árboles que rodeaba el Retiro, hasta en la ramita más diminuta, había pájaros. El olor de aquella concentración les irritaba la nariz, el fragor los oídos.
—Vamos a terminar con la cabeza espléndidamente cagada, ya lo verás —dijo Lunes—. O eso o las abejas nos matan a picotazos.
A estas alturas los insectos eran un velo vivo entre ellos y el bosquecillo, tan espeso que dejaron de intentar espantarlas con los brazos después de unos cuantos pasos y soportaron las muertes en la frente y las mejillas y los incontables revoloteos en el pelo para poder coger velocidad y echar una carrera hasta su destino. Ahora había pájaros en la hierba, plebeyos del parlamento a los que se les había negado un asiento en las ramas. Se elevaron en una nube repleta de graznidos ante los corredores y su alarma causó consternación en los árboles. Comenzó un ascenso atronador, la masa de vida tan inmensa que la violencia de su movimiento derribó las hojas tiernas. Para cuando Jude y Lunes llegaron a la esquina del bosquecillo, corrían a través de una lluvia doble: una verde que caía y la otra que ascendía cubierta de plumas.
Jude aceleró el paso, adelantó a Lunes y rodeó el Retiro (cuyas paredes estaban ennegrecidas a causa de los insectos) para llegar a la puerta. En el umbral se detuvo. Había una pequeña hoguera ardiendo en el interior, cerca del borde del mosaico.
—Algún cabrón llegó aquí primero —comentó Lunes.
—No veo a nadie.
El joven señaló un fardo echado en el suelo un poco más allá del fuego. Sus ojos, más acostumbrados que los de ella a ver vida entre los harapos, habían encontrado al que había hecho el fuego. Jude entró en el Retiro y supo antes de que levantara la cabeza quién era esta criatura. ¿Cómo no iba a saberlo? Ya habían sido tres las veces que con anterioridad (una aquí, una en Yzordderrex y una, en tiempos más recientes, en la torre de la Tabula Rasa) este hombre había hecho una aparición inesperada, como si quisiera demostrar lo que había afirmado no hacía tanto tiempo, que sus vidas estarían entrelazadas a perpetuidad, porque eran iguales.
—¿Dowd?
La figura no se movió.
—Cuchillo —le dijo a Lunes.
Este se lo pasó y, una vez armada, Jude cruzó el Retiro y avanzó hacia el fardo. Dowd tenía las manos cruzadas en el pecho, como si pensara expirar donde yacía. Tenía los ojos cerrados pero eran la única parte del rostro que le quedaba. El ataque de Celestine le había abierto casi hasta el último milímetro y a pesar de sus legendarios poderes de recuperación, había sido incapaz de reparar el daño causado. Había perdido la máscara y se le veía el hueso. Y sin embargo respiraba, si bien de forma débil y de vez en cuando gemía para sí, como si soñara con el castigo o la venganza. Jude sintió tentaciones de matarlo mientras dormía para poner fin a este amargo asunto allí mismo. Pero sentía curiosidad por saber por qué estaba aquí. ¿Había intentado volver a Yzordderrex y había fracasado o estaba esperando que volviera alguien por aquí y se reuniera con él? Cualquiera de las dos cosas podría ser significativa en estos volátiles tiempos, y aunque en su actual estado viperino, se sentía perfectamente capaz de despacharlo a la otra vida, esta criatura siempre había sido un agente en los tratos de almas superiores y quizá todavía se le pudiera dar algún uso como mensajero. Se agachó a su lado y pronunció su nombre por encima del clamor de los pájaros que volvían a posarse en el tejado. Dowd abrió los ojos con lentitud y añadió su brillo mojado a la humedad de sus facciones.
—Mírate —le dijo a Jude—. Estás radiante, pichoncita. —Era una frase de vodevil y a pesar de su miserable estado, la pronunció con cierto don—. Yo, por supuesto, parezco una inmundicia. ¿Quieres acercarte un poco más? No me queda energía para elevar el volumen.
Jude dudó en complacerlo. Aunque Dowd estaba al borde de la extinción, había una capacidad ilimitada para la malicia en su interior y, con los restos del Eje todavía clavados en su piel, el poder de hacer daño.
—Te oigo muy bien desde donde estoy —le dijo.
—Puedo aguantar unas cien palabras a este volumen —regateó él—. El doble si susurro.
—¿Y qué nos queda por decirnos?
—Ah —respondió él—. Tantas cosas. Crees que ya has escuchado la historia de todo el mundo, ¿verdad? La mía. La de Sartori. La de Godolphin. Incluso la del Reconciliador a estas alturas. Pero te falta una.
—¿Sí, no me digas? —dijo ella, no le importaba mucho—. ¿La de quién?
—Acércate más.
—Lo oiré desde aquí o no lo oiré.
Dowd la miró con los ojos muy pequeños y brillantes.
—Eres una zorra, una auténtica zorra.
—Y tú estás desperdiciando palabras. Si tienes algo que decir, dilo. ¿De quién es la historia que me falta?
El hombre esperó un tiempo antes de responder para sacarle el poco drama que pudiese a la escena. Por fin dijo:
—La del Padre.
—¿Qué padre?
—¿Hay más de uno? Hapexamendios. El Primigenio. El Invisible. Aquel del Primer Dominio.
—Tú no conoces esa historia —le dijo ella.
Dowd levantó el brazo a una velocidad sorprendente y había cerrado la mano alrededor del brazo femenino antes de que ella pudiera ponerse fuera de su alcance. Lunes vio el ataque y vino corriendo pero ella lo detuvo antes de que se lanzara contra Dowd y lo envió de nuevo a sentarse junto al fuego.
—No pasa nada —le dijo—. No va a hacerme daño. ¿Verdad? —Estudió a Dowd—. ¿Y bien? —dijo de nuevo—. No puedes permitirte perderme. Soy el último público que tendrás y lo sabes y si no me cuentas a mí esta historia, no se la vas a contar a nadie. No a este lado del infierno.
El hombre lo reconoció en voz baja.
—Cierto —dijo.
—Entonces cuéntamelo. Desahógate.
Dowd respiró laboriosamente y luego empezó.
—Lo vi una vez, sabes —dijo—. Al Padre de Imajica. Vino a mí en el desierto.
—¿Así que se te apareció en persona, nada menos? —dijo ella, su escepticismo quedaba patente.
—No del todo. Lo oí hablando desde el Primero. Pero vi indicios, ya sabes, en la Mácula.
—¿Y qué aspecto tenía?
—El de un hombre, por lo que pude ver.
—O por lo que imaginaste.
—Quizá sí —dijo Dowd—. Pero no imaginé lo que me dijo…
—Que te elevaría. Te convertiría en su alcahuete. Ya me has contado antes todo eso, Dowd.
—No todo —dijo él—. Tras verlo, volví al Quinto, utilicé lances que Él me había susurrado para cruzar el ln Ovo y busqué a lo largo y ancho de Londres una mujer que sería bendita entre las mujeres.
—¿Y encontraste a Celestine?
—Sí. Encontré a Celestine; en Tyburn, de hecho, mirando un ahorcamiento. No sé por qué la elegí a ella. Quizá por lo mucho que se rió cuando el hombre besó la soga y yo pensé, esa no es ninguna sentimental, no va a llorar y gemir si la llevan a otro Dominio. No era hermosa, ni siquiera entonces, pero tenía cierta transparencia, ¿sabes? Algunas actrices la tienen. Las grandes, en cualquier caso. Un rostro que podía transmitir emociones extremas y no parecer trivial. Quizá me encapriché un poco de ella… —Se estremeció—. Todavía era capaz de eso cuando era más joven. Así que me presenté y le dije que quería mostrarle un sueño viviente, un sueño que jamás olvidaría. Al principio se resistió pero en aquellos tiempos yo podría haber convencido a la propia luna, así que me dejó drogaría con ecos y llevármela. Fue un viaje infernal. Cuatro meses para cruzar los Dominios. Pero al final conseguí llevarla allí, de vuelta a la Mácula.
—¿Y qué pasó?
—Se abrió.
—¿Y?
—Vi la Ciudad de Dios.
Aquí al menos había algo que ella quería saber.
—¿Cómo era? —le dijo.
—Sólo fue un vistazo…
Tras negarle la cercanía de su presencia durante tanto tiempo, Jude se inclinó hacia él y repitió la pregunta a escasos milímetros de su desfigurado rostro.
—¿Cómo era?
—Inmensa, reluciente y exquisita.
—¿Dorada?
—De todos los colores. Pero no fue más que un vistazo. Luego los muros parecieron explotar y algo se extendió hacia Celestine y se la llevó.
—¿Viste lo que era?
—He intentado recordarlo, una y otra vez. A veces pienso que era como una red, a veces como una nube. No lo sé. Fuera lo que fuera, se la llevó.
—Y tú intentaste ayudarla, por supuesto —dijo Jude.
—No, me cagué en los pantalones y me largué arrastrándome. ¿Qué podía hacer yo? Ella le pertenecía a Dios. Y a la larga, ¿no fue ella la afortunada?
—¿Raptada y violada?
—Raptada, violada e imbuida de divinidad, al menos un poco. Mientras que yo, que había hecho todo el trabajo, ¿qué era yo?
—Un chulo.
—Sí. Un chulo. En cualquier caso, ella ha tenido su venganza —dijo el hombre con amargura—. Se ha servido bien.
Era cierto. A la vida que tanto Oscar como Quaisoir no habían conseguido apagar en Dowd, Celestine prácticamente le había puesto fin.
—¿Y ese es el cuento del Padre? —dijo Jude—. Ya había oído la mayor parte.
—Ése es el cuento. ¿Pero cuál es la moraleja?
—Dímelo tú.
El moribundo sacudió un poco la cabeza.
—No sé si te estás burlando de mí o no.
—Estoy escuchando, ¿no? Y da gracias por los pequeños favores. Podrías estar aquí tirado sin público alguno.
—Bueno, en parte es eso, ¿no? No carezco de público. Podrías haber llegado aquí cuando ya estuviera muerto. Podrías, quizá, no haber venido aquí en absoluto. Pero nuestras vidas han colisionado una última vez. Esa es la forma que tiene el destino de decirme que me desahogue.
—¿De qué?
—Te lo diré. —Un nuevo y laborioso suspiro—. Durante todos estos años me he preguntado, ¿por qué arrancó Dios del suelo a un pobre y roñoso actorzuelo y lo envió a cruzar tres Dominios para que le trajera una mujer?
—Quería un Reconciliador.
—¿Y no podía encontrar una esposa en su propia ciudad? —dijo Dowd—. ¿No es un poco raro? Además, ¿qué le importa a Él si Imajica se reconcilia o no?
Esa sí que era una buena pregunta, pensó Jude. Aquí teníamos a un Dios que se había aislado en su propia ciudad y no mostraba ningún deseo de bajar el muro que separaba su Dominio del resto y, sin embargo, había llegado a extremos insospechables para engendrar un hijo que podría derribar tales muros.
—Desde luego es extraño —dijo Jude.
—Yo diría que sí.
—¿Tienes alguna respuesta para algo de todo eso?
—La verdad es que no. Pero creo que algún propósito debe de tener, no te parece, ¿o si no, por qué iba a tomarse tantas molestias?
—Una conspiración…
—Los dioses no conspiran. Crean. Protegen. Proscriben.
—¿Y cuál de las tres cosas está haciendo Él?
—Ahí está el quid. Quizá tú puedas averiguarlo. Quizá los otros Reconciliadores ya lo han hecho.
—¿Los otros?
—Los hijos que envió antes de Sartori. Quizá se dieron cuenta de lo que tramaba y Lo desafiaron. No era mala idea.
—Quizá Cristo no murió salvando al hombre mortal de sus pecados…
—¿Sino de su Padre?
—Sí.
Jude pensó en las escenas que había vislumbrado en el Cuenco de Boston (el terrible espectáculo de la ciudad y con toda probabilidad del Dominio, arrollado por una gran oscuridad) y su cuerpo, en el que los tormentos que se le ofrecían habían provocado ataques y convulsiones, se quedó de repente muy quieto. No era el pánico, ni la locura: sólo un miedo frío y profundo.
—¿Qué hago?
—No lo sé, pichoncita. Eres libre de hacer lo que quieras, ¿recuerdas? Unas cuantas horas antes, sentada en el escalón con Clem, la había abatido el hecho de no encontrar su lugar en el Evangelio de la Reconciliación. Pero ahora parecía que se le ofrecía una frágil hebra de esperanza. Como Dowd había estado tan impaciente por reivindicar en la torre, no le pertenecía a nadie. Los Godolphin estaban muertos, al igual que Quaisoir. Cortés se había ido tras los pasos de Cristo y Sartori estaba por ahí, construyendo su Nueva Yzordderrex o bien excavando un agujero para morir en él. Estaba sola y en un mundo en el que todos los demás estaban cegados por la obsesión y la obligación, la suya era una condición de cierta importancia. Quizá ahora sólo ella podía ver esta historia con distancia y juzgarla sin que influyera en ella lealtad alguna.
—Menuda elección —dijo.
—Quizá sería mejor que te olvidaras hasta de que he hablado, pichoncita —dijo Dowd. Su voz empezaba a quebrarse con cada frase pero el moribundo conservó lo mejor que pudo el tono desenfadado—. No son más que los chismes de un pobre actorzuelo.
—Si intento detener la Reconciliación…
—Estarás desafiando al Padre, al Hijo y es muy probable que al Espíritu Santo también.
—¿Y si no?
—Aceptas la responsabilidad de lo que pase.
—¿Por qué?
—Porque —la potencia de su voz había disminuido de tal forma que el sonido del fuego que había hecho la ahogaba—, porque creo que sólo tú puedes detenerla.
Y mientras hablaba, su mano dejó de agarrar el brazo femenino.
—Bueno… —dijo—. Está hecho… —Sus ojos empezaron a parpadear y a cerrarse—. ¿Una última cosa, pichoncita? —dijo luego.
—¿Sí?
—Es quizá pedir demasiado…
—¿Qué?
—Me pregunto… si podrías… ¿perdonarme? Sé que es ridículo… pero no quiero morir sabiendo que me desprecias.
Jude pensó en la cruel escena que él había interpretado con Quaisoir, cuando su hermana le había pedido algún gesto amable. Mientras ella dudaba, Dowd empezó a susurrar otra vez.
—Éramos… sólo un poco… iguales, ¿sabes?
Al oír eso, Jude alargó la mano para tocarle y ofrecerle el poco consuelo que pudiese, pero antes de que sus dedos lo alcanzasen, dejó de respirar y cerró los ojos con un último parpadeo.
Jude dejó escapar un pequeño gemido. Contra toda razón sintió una punzada de dolor, como si hubiera perdido algo al fallecer Dowd.
—¿Pasa algo? —dijo Lunes.
La joven se levantó.
—Depende del punto de vista, la verdad —dijo tomando prestado un cierto aire de fatalismo del hombre que yacía a sus pies. Era un tono que merecía la pena ensayar. Quizá lo necesitara bastante durante las próximas horas—. ¿Te sobra un cigarro? —le preguntó a Lunes.
Lunes sacó el paquete del bolsillo y se lo lanzó. Jude cogió uno y le devolvió el paquete también por el aire mientras ella volvía a la hoguera y se agachaba para sacar una rama ardiendo y encender el tabaco.
—¿Qué le pasó al tipo, doña?
—Está muerto.
—¿Y ahora qué hacemos?
Eso, ¿qué? Si alguna vez se ha dividido un camino, ha sido aquí. ¿Debería evitar la Reconciliación, (no sería muy difícil, las piedras estaban a sus pies) y dejar que la historia la llamara destructora por hacerlo? ¿O debería dejarla seguir su proceso y arriesgarse a poner fin a todas las historias, y los futuros también?
—¿Cuánto tiempo falta para que se haga de día? —le preguntó a Lunes.
El reloj que llevaba el joven formaba parte del botín con el que había vuelto a la calle Gamut tras su primer viaje. Lo consultó con un floreo.
—Dos horas y media —dijo.
Quedaba tan poco tiempo para actuar y menos aún para decidir qué curso seguir. Volver a Clerkenwell con Lunes era un callejón sin salida, de eso no cabía duda. Cortés era el agente del Invisible en esto y nada lo iba a distraer ahora de los asuntos de su Padre y sobre todo no la palabra de un hombre como Dowd, que se había pasado la vida sin acercarse demasiado a la verdad. Argumentaría que esa confesión había sido la venganza de Dowd sobre los vivos; un último y desesperado intento de arruinar una gloria que él sabía que no podía compartir. Y quizá fuese cierto, quizá la había embaucado.
—¿Vamos a recoger esas piedras o qué? —dijo Lunes.
—Creo que no queda más remedio —le respondió ella todavía pensativa.
—¿Para qué son?
—Son… como una pasadera —dijo ella, su voz perdió fuerza cuando la distrajo una idea.
Pues claro que eran una pasadera. Eran una forma de volver a Yzordderrex, que de repente parecía un camino abierto, un camino en el que quizá todavía pudiera encontrar algo que la guiara durante estas últimas horas y la ayudara a tomar una decisión.
Tiró el cigarrillo a las brasas.
—Vas a tener que llevar estas piedras a la calle Gamut sólo, Lunes.
—¿Dónde vas tú?
—A Yzordderrex.
—¿Por qué?
—Es demasiado complicado de explicar. Tú sólo tienes que jurarme que harás exactamente lo que yo te diga.
—Estoy listo —dijo el muchacho.
—De acuerdo. Escucha. Cuando me vaya, quiero que lleves las piedras a la calle Gamut y que transmitas un mensaje con ellas. Tiene que entregarse a Cortés en persona, ¿lo entiendes? No se lo confíes a nadie más. Ni siquiera a Clem.
—Entiendo —dijo Lunes esbozando una sonrisa de placer ante aquel inesperado honor—: ¿Qué tengo que decirle?
—Adónde me he ido, para empezar.
—Yzordderrex.
—Eso es.
—Luego dile… —Jude lo meditó un momento—. Dile que la Reconciliación no es segura y que no debe empezar el oficio hasta que yo me ponga de nuevo en contacto con él.
—No es segura y no debe empezar el oficio…
—… hasta que yo me ponga de nuevo en contacto con él.
—Lo tengo. ¿Hay algo más?
—Eso es todo —dijo Jude—. Ahora todo lo que tengo que hacer es encontrar el círculo.
Empezó a examinar el mosaico, buscaba las sutiles diferencias de tono que marcaban las piedras. Por experiencia sabía que una vez que las quitaran de sus nichos, el Expreso de Yzordderrex estaría en marcha, así que le dijo a Lunes que esperara fuera hasta que ella se hubiera ido. El muchacho pareció preocuparse pero Jude le dijo que no le pasaría nada.
—No es eso —dijo Lunes—. Quiero saber lo que significa el mensaje. Si le estás diciendo al jefe que no es seguro, ¿significa eso que no va a abrir los Dominios?
—No lo sé.
—Pero yo quiero ver Patashoqua y L’Himby e Yzordderrex —dijo él, recitaba los lugares como si fueran conjuros.
—Ya lo sé —dijo Jude—. Y créeme, quiero que los Dominios se abran tanto como tú.
Jude estudió el rostro del joven bajo la luz moribunda de la hoguera, buscaba algún indicio de que lo había tranquilizado, pero a pesar de toda su juventud, Lunes era un maestro del encubrimiento. Tendría que confiar en que pondría sus obligaciones como mensajero por encima de su deseo de ver Imajica y que transmitiría el espíritu de su advertencia, aunque no fuera el texto exacto.
—Tienes que hacerle entender a Cortés el peligro que corre —le dijo Jude con la esperanza de que ese giro lo hiciera consciente de su responsabilidad.
—Lo haré —le respondió él, ya un tanto irritado por su insistencia.
Jude dejó el tema y volvió a la tarea de buscar las piedras. Lunes no se ofreció a ayudarla, sino que se retiró a la puerta y desde allí dijo:
—¿Cómo vas a volver?
Jude ya había encontrado cuatro de las piedras y los pájaros del tejado habían dado comienzo a una nueva cacofonía, sugiriendo con ello que presentían un cambio bajo sus patas.
—Me ocuparé de ese problema cuando llegue el momento —le respondió ella.
Los pájaros emprendieron el vuelo de repente y, desconcertado, Lunes salió del Retiro. Jude levantó la cabeza para mirarlo mientras sacaba otra piedra. El fuego que se interponía entre ellos ya se había atizado y había surgido una llama, ahora se revolvían las cenizas, que se elevaban en una sucia nube y ocultaban la puerta. La joven examinó el mosaico, quería ver si se había saltado alguna piedra pero los picores y dolores que recordaba de la primera vez que había cruzado empezaban a trepar por su cuerpo, prueba de que el lugar de paso estaba haciendo su trabajo.
Oscar le había dicho en este mismo punto que las incomodidades del trayecto disminuían con cada viaje y sus palabras resultaron proféticas. Tuvo tiempo, mientras las paredes se desdibujaban a su alrededor, para echarle un vistazo a la puerta a través del torbellino de cenizas y se dio cuenta, demasiado tarde, que debería haber salido a ver el mundo una última vez antes de dejarlo. Luego el Retiro desapareció y el delirio del In Ovo comenzó a oprimirla, legiones de sus prisioneros se izaban para reclamarla. Al viajar sola, pasó más rápido que cuando había pasado con Oscar (al menos esa fue su impresión) y había salido al otro lado antes de que los oviáceos tuvieran tiempo de olisquearle los talones a su glifo.
Las paredes del sótano del mercader Pecador eran más brillantes de lo que las recordaba. La razón: una lámpara que ardía en el suelo a un metro del círculo, y detrás una figura, el rostro desdibujado, que vino hacia ella con una cachiporra y la dejó inconsciente en el suelo antes de que Jude hubiera pronunciado una palabra siquiera a modo de explicación.