Capítulo 6

1

A Jude la despertó del letargo en el que la había sumido la cama narcótica de Quaisoir no el ruido. Ya hacía tiempo que se había acostumbrado a la anarquía que había rugido sin un instante de descanso durante toda la noche, sino una sensación de desasosiego demasiado vaga para identificarla y demasiado insistente para hacer caso omiso de ella. Algo de importancia había ocurrido en el Dominio y si bien el lujo le había embotado el ingenio, despertó demasiado inquieta para volver a la comodidad de una almohada perfumada. Con la cabeza a punto de estallar, salió de la cama con cierto esfuerzo y fue en busca de su hermana. Concupiscencia estaba en la puerta con una sonrisa maliciosa en la cara. Jude medio recordaba que la criatura se había deslizado en uno de los sueños provocados por las drogas, pero los detalles eran vagos y el presentimiento con el que se había despertado era ahora más importante que recordar unas fantasías que ya se habían ido. Encontró a Quaisoir en una habitación oscurecida, sentada al lado de la ventana.

—¿Te ha despertado algo, hermana? —le preguntó Quaisoir.

—Todavía no sé muy bien qué pero sí. ¿Sabes lo que era?

—Algo en el desierto —respondió Quaisoir volviendo la cabeza hacia la ventana, aunque carecía de ojos para ver lo que yacía fuera—. Algo trascendental.

—¿Existe alguna forma de averiguar qué?

Quaisoir respiró hondo.

—Ninguna fácil.

—¿Pero hay alguna?

—Sí, hay un lugar debajo de la Torre del Eje…

Concupiscencia había seguido a Judith al interior de la habitación pero ahora, al mencionarse ese lugar, hizo el gesto de retirarse. Pero no fue lo bastante callada ni lo bastante rápida. Quaisoir la llamó de nuevo.

—No tengas miedo —le dijo a la criatura—. No te necesitamos con nosotras una vez que estemos dentro. Pero vete a buscar una lámpara, ¿quieres? Y algo para comer y beber. Quizá estemos allí un rato.

Había pasado medio día y más desde que Jude y Quaisoir se habían refugiado en las habitaciones de esta y durante ese tiempo los últimos ocupantes del palacio se habían escapado, sin duda por temor a que el celo revolucionario quisiera limpiar la fortaleza de los excesos del Autarca, hasta el último burócrata debía desaparecer. Estos habían huido pero no habían aparecido los fanáticos para sustituirlos. Aunque Jude había escuchado alguna conmoción en los patios mientras dormitaba, nunca le había parecido que estuviera cerca. O bien se había agotado la furia que había movido la marea y los insurgentes estaban descansando antes de comenzar el asalto al palacio, o bien su fervor había perdido por completo su excepcional propósito y la conmoción que había oído eran facciones que luchaban entre sí por el derecho a desvalijar, conflictos que los habían destruido a todos, a diestro y siniestro. Como fuera, el resultado era el mismo: un palacio construido para alojar a varios miles de almas (sirvientes, soldados, chupatintas, cocineros, camareros, mensajeros, torturadores y mayordomos) estaba desierto y ellas lo atravesaban, Jude guiada por la lámpara de Concupiscencia y Quaisoir guiada por Jude, como tres diminutas motas de vida perdidas en una vasta y oscura maquinaria. Los únicos sonidos que se oían era los de sus pasos y los que hacía dicha maquinaria al agotarse: cañerías de agua caliente que se estremecían a medida que los hornos que las alimentaban se iban apagando; contraventanas que se convertían a golpes en astillas en habitaciones vacías; perros guardianes que ladraban sobre las correas mordisqueadas, temerosos de que sus amos no volvieran. Y no lo harían. Los hornos se enfriarían, las contraventanas se romperían, y los perros, entrenados para traer la muerte, tendrían que verla llegar a su vez. La era del autarca Sartori había terminado y no había empezado todavía una nueva.

Mientras caminaban, Jude pidió una explicación sobre el lugar al que se dirigían y a modo de respuesta, Quaisoir le ofreció primero una historia del Eje. De todos los mecanismos que tenía el Autarca para dominar y gobernar los Dominios Reconciliados, dijo su esposa (subvertir las religiones y los gobiernos de sus enemigos; enemistar nación contra nación) ninguno lo habría mantenido en el poder durante más de una década si no hubiera poseído el don necesario para robar y colocar en el centro de su imperio el mayor símbolo de poder de Imajica. El Eje era la señal de Hapexamendios y el hecho de que el Invisible le hubiera permitido al arquitecto de Yzordderrex acariciar siquiera, por no hablar ya de mover, su torre, fue para muchos prueba de que, por mucho que despreciaran al Autarca, éste estaba tocado por la divinidad y nunca podrían derrocarlo. Qué poderes le había transmitido a su poseedor ni siquiera ella lo sabía.

—A veces —dijo—, cuando estaba muy colocado de kreauchee, hablaba del Eje como si estuviera casado con él y él fuera la esposa. Incluso cuando hacíamos el amor hablaba así. Decía que estaba en su interior del mismo modo que él lo estaba en el mío. Por supuesto, después lo negaba pero siempre lo tenía presente. Está presente en la mente de cada hombre.

Jude lo dudaba y así lo dijo.

—Pero quieren de tal forma que los posean —respondió Quaisoir—. Quieren tener en su interior algún Espíritu Santo. Escucha sus plegarias.

—No es algo que yo oiga con mucha frecuencia.

—Lo harás cuando se despeje el humo —replicó Quaisoir—. Tendrán miedo cuando comprendan que el Autarca se ha ido. Quizá lo hayan odiado pero odiarán su ausencia aún más.

—Si tienen miedo, serán peligrosos —dijo Jude y se dio cuenta al hablar de que esos sentimientos bien podrían haber salido de los labios de Clara Leash—. No serán muy devotos.

Concupiscencia se detuvo antes de que Quaisoir pudiera retomar de nuevo su relato y empezó a murmurar una pequeña plegaria propia.

—¿Hemos llegado? —preguntó Quaisoir.

La criatura interrumpió el ritmo de sus súplicas para decirle a su señora que así era. No había nada extraordinario en la puerta que tenían delante ni tampoco en las escaleras que serpenteaban a ambos lados hasta perderse de vista. Todas eran colosales y por tanto corrientes. Habían pasado por docenas de portales como este a medida que avanzaban por el vientre cada vez más frío de aquel lugar. Pero estaba claro que a Concupiscencia aquella puerta le inspiraba terror, o más bien lo que esperaba en el otro lado.

—¿Estamos cerca del Eje? —dijo Jude.

—La torre está justo encima de nosotros —respondió Quaisoir.

—¿No es allí a donde vamos?

—No. Lo más probable es que el Eje nos matara a las dos. Pero hay una cámara debajo de la torre, hacia allí se drenan los mensajes que recoge el Eje. He espiado allí con frecuencia aunque él nunca lo supo.

Jude soltó el brazo de Quaisoir y fue a la puerta guardándose la irritación que sentía al ver que le negaban la torre en sí. Quería ver este poder, que, según se decía, había sido formado y plantado por el propio Dios. Quaisoir había hablado de él como si fuera algo letal y quizá lo fuera pero ¿cómo lo iba a saber nadie hasta que pusieran sus fuerzas a prueba contra él? Quizá esa reputación fuera un invento del Autarca, su forma de mantener sus dones para sí. Bajo sus auspicios, él había prosperado, de eso no cabía duda. ¿Qué podrían hacer otros si el Eje les concediera su bendición? ¿Convertir la noche en día?

Giró la manilla y empujó la puerta. Un aire amargo y frío salió del espacio oscurecido que aguardaba detrás. Jude llamó a Concupiscencia a su lado, cogió la lámpara de la criatura y la levantó. Por delante aguardaba un pequeño pasillo inclinado con las paredes casi bruñidas.

—¿Ezpero aquí, zeñora? —preguntó Concupiscencia.

—Dame lo que hayas traído para comer —respondió Quaisoir— y quédate fuera de la puerta. Si oyes o ves a alguien, quiero que vengas a buscarnos. Sé que no te gusta entrar ahí pero tienes que ser valiente. ¿Me entiendes, querida?

—La entiendo, zeñora —replicó Concupiscencia mientras le entregaba a su señora el fardo y la botella que se había traído con ella.

Así cargada, Quaisoir cogió el brazo de Jude y ambas entraron en el corredor. Una de las partes de la maquinaria de la fortaleza seguía operativa, al parecer, porque tan pronto como cerraron la puerta tras ellas se cerró un circuito, interrumpido mientras la puerta permanecía abierta, y el aire empezó a vibrar contra su piel: a vibrar y a susurrar.

—Aquí están —dijo Quaisoir—. Las insinuaciones.

Esa era una palabra demasiado civilizada para este sonido, pensó Jude. El pasadizo se había llenado de una tranquila conmoción, como trozos de un millar de emisoras de radio, todas incomprensibles, que iban y venían al girar el dial una y otra vez. Judo levantó la lámpara para ver cuánto espacio les quedaba por recorrer. El pasadizo terminaba diez metros más allá pero con cada metro que cubrían el estrépito se intensificaba (no en volumen pero sí en complejidad) a medida que nuevas emisoras se sumaban a las que ya sintonizaban las paredes. Ninguna era de música. Había multitudes de voces elevadas en un único sonido y había aullidos solitarios; había sollozos y gritos y palabras pronunciadas como si las recitaran.

—¿Qué es este ruido? —preguntó Jude.

—El Eje oye cada trozo de magia de los Dominios. Cada invocación, cada confesión, cada juramento realizado en un lecho de muerte. Esa es la forma que tiene el Invisible de saber a qué Dioses están adorando además de a Él. Y a qué Diosas también.

—¿Espía los lechos de muerte? —dijo Jude, más que levemente asqueada por la idea.

—En cada uno de los lugares en los que un ser mortal le habla a su divinidad, y no importa si esa divinidad existe o no, si la plegaria es respondida o no, allí está Él.

—¿Aquí también? —dijo Jude.

—No a menos que empieces a rezar —dijo Quaisoir.

—No pienso hacerlo.

Se encontraban al final del pasillo y el aire estaba más cargado que nunca, más frío también. La lámpara iluminaba una habitación que tenía la forma de un colador y medía quizá seis metros, con las paredes curvadas tan pulidas como las del corredor. En el suelo había una rejilla, como el desagüe que se encuentra debajo de la mesa de un carnicero, y a través de ella los restos de las plegarias arrancadas de los corazones de los dolientes o arrastradas por lágrimas de alegría se vaciaban en el interior de la montaña sobre la que se había construido Yzordderrex. A Jude le resultaba difícil entender la noción de una plegaria como algo sólido (una especie de materia que se podía recoger, analizar y tirar por un desagüe) pero sabía que esa incomprensión era el resultado de vivir en un mundo que ya no amaba las transformaciones. No había nada tan sólido que no pudiera abstraerse, nada tan etéreo que no pudiera encontrar su lugar en el mundo material. Una plegaria quizá tuviera sustancia después de un tiempo y el pensamiento (que ella había creído atado al cráneo hasta el sueño de la piedra azul) quizá volara como un ave de ojos brillantes para ver el mundo apartado de su remitente; una pulga podría desentrañar la carne si estuviera al tanto de su código y la carne, a su vez, podría moverse entre los mundos como una imagen dibujada en la mente de la travesía. Todos estos misterios formaban parte, lo sabía, de un único sistema si al menos pudiera comprenderlo: una forma que se convierte en otra y en otra y en otra, en un tapiz glorioso de transformaciones, la suma de las cuales era el Ser mismo.

No fue casualidad que abrazara tal posibilidad aquí. Aunque los sonidos que llenaban la habitación le resultaban todavía incomprensibles, su propósito le era conocido y elevó la ambición de sus pensamientos. Soltó el brazo de Quaisoir y se encaminó al centro de la habitación tras posar la lámpara al lado de la rejilla del suelo. Habían venido aquí por una razón concreta y sabía que tenía que aferrarse a eso, de otra forma sus pensamientos se habrían dejado llevar por la oleada de sonidos.

—¿Cómo le encontramos sentido a todo esto? —le dijo a Quaisoir.

—Se necesita tiempo —respondió su hermana—. Incluso yo lo necesito. Pero he marcado los puntos cardinales en las paredes. ¿Los ves? Los veía. Toscas marcas arañadas en la superficie lustrada.

—La Mácula está al norte noroeste de aquí. Podemos restringir las posibilidades un poco volviéndonos en esa dirección. —La mujer extendió los brazos como una aparición—. ¿Quieres llevarme al medio? —dijo.

Jude la complació y las dos se volvieron hacia la Mácula. En lo que a Jude se refería, hacerlo no le sirvió de mucho. El estrépito continuaba en toda su complejidad. Pero Quaisoir dejó caer las manos y escuchó con atención al tiempo que movía la cabeza un poco de lado a lado. Pasaron varios minutos, Jude guardaba silencio por temor a que una pregunta rompiese la concentración de su hermana y su diligencia se vio recompensada por fin con unas palabras murmuradas.

—Le están rezando a la Virgen —dijo Quaisoir.

—¿Quiénes?

—Los carestes. Allí fuera, en la Mácula. Están dando gracias por haber sobrevivido y pidiendo que reciban las almas de los muertos en el paraíso.

Volvió a quedar en silencio durante un tiempo y ahora, con alguna pista sobre lo que tenía que buscar, Jude intentó examinar las insinuaciones que llenaban su cabeza. Pero aunque estaba refinando el enfoque y ya podía arrancarle palabras y frases a toda aquella confusión, no podía conservar la concentración el tiempo suficiente para encontrarle algún sentido a lo que oía. Después de un rato el cuerpo de Quaisoir se relajó y la mujer se encogió de hombros.

—Ya sólo quedan destellos —dijo—. Creo que están encontrando cadáveres. Oigo pequeños sollozos de oraciones y pequeños juramentos.

—¿Sabes lo que ha ocurrido?

—Fue ya hace algún tiempo —dijo Quaisoir—. Hace varias horas que el Eje tiene estas plegarias. Pero fue una tragedia, de eso no cabe duda —dijo la mujer—. Creo que hay muchas víctimas.

—Es como si lo que ocurrió en Yzordderrex se estuviera extendiendo —dijo Jude.

—Quizá sea así —dijo Quaisoir—. ¿Quieres sentarte a comer?

—¿Aquí dentro?

—¿Por qué no? Yo lo encuentro muy relajante. —Quaisoir estiró el brazo para que Jude la ayudara y se puso en cuclillas—. Te acostumbras después de un rato. Quizá hasta te envicias. Y hablando de eso… ¿dónde está la comida? —Jude puso el fardo en las manos extendidas de Quaisoir—. Espero que la niña haya metido kreauchee.

Tenía los dedos fuertes y tras examinar la superficie del paquete, los hundió en las profundidades y empezó a pasarle el contenido a Jude, uno por uno. Había fruta, había tres hogazas de pan negro, había un poco de carne y (el hallazgo fue suficiente para arrancarle a Quaisoir un gañido jubiloso) un paquetito que no le pasó a Jude sino que se lo llevó a la nariz.

—Chica lista —dijo Quaisoir—. Sabe bien lo que necesito.

—¿Es una especie de droga? —dijo Jude posando la comida en el suelo—. No quiero que la tomes. Te necesito aquí, no medio dormida.

—¿Estás intentando prohibirme mis placeres después del modo que soñaste sobre mis almohadas? —dijo Quaisoir—. Oh, sí, escuché tus jadeos y tus gemidos. ¿A quién te estabas imaginando?

—Eso es asunto mío.

—Esto mío —respondió Quaisoir mientras quitaba el papel con el que Concupiscencia había envuelto con meticulosidad el kreauchee. Tenía un aspecto apetitoso, como un dulce de azúcar—. Cuando no tengas adicción propia, hermana, entonces puedes moralizar —dijo Quaisoir—. Yo no pienso escuchar, pero tú puedes moralizar.

Y con eso se metió todo el kreauchee en la boca y se puso a masticar muy contenta. Jude, entre tanto, buscó sustento en algo más convencional, para lo cual eligió entre las frutas una que se parecía a una piña diminuta, la peló y descubrió que eso es lo que era, el zumo agrio pero la carne sabrosa. Una vez comida la fruta, continuó con el pan y las tajadas de carne, el hambre tan estimulada por los primeros bocados que no paró hasta devorarlo todo y para bajarlo, el agua amarga de la botella. La caída de las plegarias que le había parecido tan insistente cuando había entrado en la cámara no podía competir con las sensaciones más inmediatas de la fruta, el pan, la carne y el agua. El estrépito se convirtió en un burbujeo de fondo al que apenas le dedicó un pensamiento hasta que terminó de comer. Para entonces, estaba claro que el kreauchee empezaba a funcionar en el sistema de Quaisoir. Esta se balanceaba hacia delante y atrás como si se hallara en los brazos de una marea invisible.

—¿Me oyes? —le preguntó Jude.

A su hermana le llevó un rato responder.

—¿Por qué no te unes a mí? —dijo—. Bésame y podemos compartir el kreauchee. Boca contra boca. Mente contra mente.

—No quiero besarte.

—¿Por qué no? ¿Tanto te odias que no quieres hacer el amor? —Sonrió para sí, divertida por la perversa lógica de aquello—. ¿Alguna vez le has hecho el amor a una mujer?

—No que yo recuerde.

—Yo sí. En el Bastión. Era mejor que estar con un hombre.

Estiró el brazo hacia Jude y encontró su mano con la precisión de alguien que viese.

—Estás fría —dijo.

—No, tú estás caliente —respondió Jude mientras se movía para romper el contacto.

—¿Sabes qué aire convierte este lugar en un sitio tan frío, hermana? —dijo Quaisoir—. Es el pozo que hay bajo la ciudad, donde fue el falso Redentor.

Jude miró la rejilla y se estremeció. Allí abajo, en alguna parte, estaban los muertos.

—Estás fría como fríos están los muertos —continuó Quaisoir—. Corazón helado. —Lo dijo en un canturreo, balanceándose al mismo ritmo—. Pobre hermana. Que ya está muerta.

—No quiero oír nada más —dijo Jude. Hasta entonces había conservado la ecuanimidad pero la charla perturbada de Quaisoir estaba empezando a irritarla—. Si no paras —le dijo en voz baja—, voy a dejarte aquí.

—No lo hagas —respondió Quaisoir—. Quiero que te quedes y me hagas el amor.

—Ya te he dicho…

—Boca contra boca. Mente contra mente.

—Está dando vueltas sobre lo mismo.

—Así es como se hizo el mundo —dijo la otra—. Unidos, vuelta tras vuelta. —Se llevó la mano a la boca como si quisiera cubrirla y luego sonrió con una alegría casi feroz—. No hay forma de entrar y no hay forma de salir. Eso es lo que dice la Diosa. Cuando hacemos el amor, damos vueltas y vueltas…

Buscó a Jude una segunda vez, con la misma infalible facilidad y una segunda vez Jude retiró la mano; y al hacerlo se dio cuenta que esta repetición formaba parte del juego egocéntrico de su hermana. Un sistema sellado de carne reflejada que daba vueltas y vueltas. ¿Así era en realidad como se había hecho el mundo? Si así era, a ella le parecía una trampa y quería a su mente fuera de allí, aquí y ahora.

—No puedo quedarme aquí dentro —le dijo a Quaisoir.

—¿Volverás? —respondió su hermana.

—Sí, dentro de un rato.

La respuesta fue más repeticiones.

—Volverás.

Esta vez, Jude no se molestó en contestar sino que cruzó el pasadizo y trepó hasta la puerta. Concupiscencia seguía esperando al otro lado, ahora dormida, su forma delineada por las primeras señales del alba que entraba por la ventana en cuyo alféizar descansaba. El que el día estuviera naciendo sorprendió a Jude, había supuesto que todavía faltaban varias horas para que el cometa alzara su ardiente cabeza. Era obvio que estaba más desorientada de lo que había creído, el tiempo que había pasado en la habitación con Quaisoir (escuchando las plegarias, comiendo y discutiendo) no habían sido minutos sino horas. Se acercó a la ventana y miró abajo, a los oscuros patios. Unos pájaros empezaban a moverse en una cornisa, en algún lugar por debajo de ella y de repente se elevaron y se dirigieron al cielo cada vez más brillante llevándose su mirada con ellos, hacia la torre. Quaisoir había sido rotunda sobre los peligros de aventurarse allí. Pero a pesar de toda su charla sobre el amor entre mujeres, ¿no era todavía esclava de los mitos del hombre que la había convertido en la Reina de Yzordderrex, y por tanto estaba destinada a creer que los lugares que él le ocultaba le harían daño? No había mejor momento para poner a prueba ese mito que ahora, pensó Jude, que comienza un nuevo día y ha desaparecido el poder que había desarraigado el Eje y había levantado aquellos muros a su alrededor.

Fue a las escaleras y empezó a subir. Al cabo de unos cuantos escalones, su curva la introdujo en la más absoluta oscuridad y se vio obligada a ascender tan ciega como la hermana que había dejado abajo, con la palma de la mano apoyada en el muro frío. Pero después de unos treinta escalones, el brazo estirado se encontró con una puerta, tan pesada que en un principio supuso que estaba cerrada con llave. Necesitó toda su fuerza para abrirla pero el esfuerzo se vio bien recompensado. Al otro lado había un corredor más iluminado que la escalera por la que había subido, aunque aún lo bastante oscuro para limitar su visión a menos de diez metros. Abrazada al muro, avanzó con cautela; su ruta la llevó a la esquina de un pasillo, la puerta que una vez lo había sellado y aislado de la cámara de su extremo yacía reventada y sacada de sus goznes, quebrada y retorcida en el suelo de azulejos que tenía detrás. Hizo una pausa para escuchar alguna señal de la presencia del destructor. No había ninguna, así que continuó adelante y atrajo su mirada un tramo de escalones que subían a su izquierda. Renunció al pasillo y empezó un segundo ascenso que también la llevaba a la oscuridad, hasta que dobló una esquina y un fino rayo de luz descendió para recibirla. La fuente era la puerta que había en la cima de las escaleras, que permanecía ligeramente abierta.

Una vez más volvió a detenerse un momento. Si bien aquí no existía ninguna indicación manifiesta de poder (el ambiente era casi tranquilo), sabía que la fuerza a la que había venido a enfrentarse estaba sin duda alguna esperando en su silo al final de las escaleras y era más que probable que sintiera su presencia. No descartaba la posibilidad de que se hubiera discurrido aquel silencio para tranquilizarla y que se hubiera enviado la luz para atraerla. Pero si la quería allí arriba, debía de tener una razón. Y si no la tenía (si estaba tan falto de vida como la piedra que pisaba), entonces no tenía nada que perder.

—Veamos de qué estás hecho —dijo en voz alta, un reto destinado tanto a su cuerpo como al Eje del Invisible. Y diciendo eso se dirigió a la puerta.

2

Aunque sin duda había rutas más directas a la Torre del Eje que la que él había tomado con Nikaetomaas, Cortés decidió tomar el camino que recordaba a medias en lugar de intentar coger un atajo y perderse por el laberinto. Se separó de Floccus Dado, Sighshy y la carnada en la Puerta de los Santos y comenzó su ascenso por el palacio. En cada ventana comprobaba su posición con respecto a la Torre del Eje. El alba estaba en puertas. Los pájaros se elevaban cantando de sus nidos debajo de las columnatas y descendían en picado sobre los patios, indiferentes al humo acre que se hacía pasar por bruma esta mañana. Otro día era inminente y el organismo de Cortés necesitaba como nunca dormir. Se había adormilado un poco en el viaje desde la Mácula pero el efecto había sido cosmético más que otra cosa. Sentía una fatiga en la médula que lo postraría muy pronto de rodillas y sólo por eso estaba deseando terminar los asuntos del día tan pronto como fuera posible. Había vuelto aquí por dos razones. Primero, para terminar la tarea de la que la aparición de Pai y sus subsiguientes heridas lo habían distraído: la persecución y ejecución de Sartori. Y en segundo lugar, encontrara aquí a su doppelgánger o no, quería volver al Quinto, donde Sartori había hablado de fundar su Nueva Yzordderrex. No sería difícil llegar a casa, lo sabía, ahora que era consciente de sus habilidades como maestro. Incluso sin el místico para señalarle el camino, sería capaz de desenterrar de la memoria la forma de trasladarse entre Dominios.

Pero primero, Sartori. Aunque habían pasado dos días desde que había dejado escapar al Autarca, había alimentado la esperanza de que su otro yo siguiera rondando por su palacio. Después de todo, salir de este útero que se había fabricado, donde hasta la menor de sus palabras había sido ley y la menor de sus hazañas digna de adoración, sería doloroso. Se rezagaría por allí un tiempo, con toda seguridad. Y si iba a esperar en algún sitio, sería cerca del objeto de poder que lo había convertido en el amo indiscutible de los Dominios Reconciliados: el Eje.

Estaba empezando a maldecirse por perderse cuando se topó con el lugar donde había caído Pai. Lo reconoció al instante, al igual que la puerta lejana que llevaba al interior de la torre. Se permitió un momento de meditación en el punto en el que había acunado a Pai pero no fueron los afectuosos términos que habían intercambiado lo que llenó su cabeza, sino las últimas palabras del místico, pronunciadas entre tormentos mientras lo reclamaba la fuerza que esperaba detrás de la Mácula.

«Sartori», había dicho Pai. «Encuéntralo… él lo sabe…».

Fuera cual fuera el saber que poseía Sartori (y Cortés suponía que se referiría a conspiraciones formuladas contra la Reconciliación), él, Cortés, estaba preparado para hacer lo que fuera necesario para arrancarle esa información a su otro yo antes de asestarle el golpe de gracia. Aquí no había lugar para las sutilezas morales. Si tenía que romper cada hueso del cuerpo de Sartori, sería un dolor muy pequeño al lado de los crímenes que él había cometido como Autarca y Cortés estaría encantado de llevar a cabo tal función.

Pensando en la tortura, y en el placer que le supondría, se había apartado por completo de su meditación así que renunció a su búsqueda del equilibrio. Con el veneno recorriéndole el vientre, bajó por el pasillo, atravesó la puerta y entró en la torre. Si bien el cometa empezaba a ascender hacia la media mañana, muy poca de su luz tenía acceso a la torre aunque los pocos rayos que se colaban le mostraban pasillos vacíos en todas direcciones. Aun así avanzó con cautela, esto era un laberinto de cámaras y cualquiera de ellas podría ocultar al enemigo. La fatiga lo dejaba menos ágil de lo que le hubiera gustado pero llegó a las escaleras que se abarquillaban hacia el silo en sí sin que sus tropiezos atrajeran la atención de nadie y empezó a subir. Recordó que la puerta de la cima se había abierto con la llave del pulgar de Sartori y él también tendría que repetir el lance para poder entrar. Cosa que no era un gran desafío. Tenían los mismos pulgares, hasta la más pequeña de las espirales.

Pero lo cierto fue que no necesitó ningún lance. La puerta estaba abierta de par en par y alguien se movía dentro. Cortés se detuvo a diez pasos del umbral y cogió aire. Tendría que incapacitar a su otro yo deprisa si quería evitar represalias: un pneuma para arrancarle la mano derecha y otro para la izquierda. Con el aliento listo, trepó veloz a la cima de las escaleras y entró en la torre.

Su enemigo estaba de pie debajo del Eje, con los brazos levantados, intentando alcanzar la piedra. Estaba inmerso en las sombras pero Cortés captó el movimiento de la cabeza cuando se volvió hacia la puerta y antes de que el otro pudiera bajar los brazos para defenderse, Cortés se había llevado el puño a la boca y el aliento le colmaba la garganta. Al tiempo que se llenaba la palma habló su enemigo pero la voz, cuando se oyó, no era la suya, como esperaba, sino la de una mujer. Al darse cuenta de su error, cerró el puño alrededor del pneuma para sofocarlo pero al poder que había desatado no le iban a arrebatar su presa. Se liberó de entre sus dedos, su fuerza fragmentada pero no por eso menos viva. Los trozos volaron por todo el silo, algunas salieron disparadas por los costados del Eje, otras penetraron en su sombra y allí se extinguieron. La mujer gritó alarmada y se apartó de su atacante caminando de espaldas hasta la pared contraria. Allí la luz encontró su perfección. Era Judith, o al menos parecía serlo. Ya había visto este rostro una vez en Yzordderrex y se había equivocado.

—¿Cortés? —dijo—. ¿Eres tú?

La voz también parecía la de ella. ¿Pero no había sido esa la promesa que le había hecho a Roxborough, que moldearía una copia indistinguible del original?

—Soy yo —dijo la mujer—. Soy Jude.

Y fue entonces cuando empezó a creerla porque había más pruebas en esa última sílaba de las que la vista podría darle jamás. Nadie en su círculo de admiradores, además de Cortés, la había llamado jamás Jude. Judy, a veces, Juju incluso, pero nunca Jude. Ese era el diminutivo que utilizaba él y sabía con seguridad que su amiga jamás se lo había tolerado a nadie más.

El hombre lo repitió entonces mientras dejaba caer la mano al hablar y al ver que la sonrisa se extendía por su rostro, la mujer se aventuró a acercarse y volvió a la sombra del Eje al tiempo que él iba a encontrarse con ella. El movimiento le salvó la vida. Segundos después de dejar el muro, una losa de roca, reventada de las alturas del silo por el pneuma, cayó en el punto en el que ella se encontraba. Inició una lluvia dura y letal, fragmentos de piedra caían por todas partes. Pero la pareja encontró una cierta segundad en el refugio del Eje y allí se reunieron, se besaron y se abrazaron como si llevaran separados toda una vida y no sólo semanas, cosa que en cierto sentido era verdad. El estrépito de la caída de las rocas quedaba amortiguado por la sombra, aunque su trueno se producía a pocos metros de donde ellos se encontraban. Cuando ella le cogió la cara entre las manos y habló, sus susurros eran bastante audibles, al igual que los de él.

—Te he echado de menos —dijo ella. Había una grata calidez en su voz, después de días de angustia y las acusaciones que había escuchado él—. Incluso he soñado contigo…

—Cuéntamelo —murmuró él con los labios cerca de los de ella.

—Más tarde, quizá —dijo ella mientras volvía a besarlo—. Tengo tanto que contarte.

—Yo también —dijo Cortés.

—Deberíamos encontrar algún lugar un poco más seguro que este —dijo Jude.

—Aquí estamos a salvo —dijo Cortés.

—Sí, ¿pero por cuánto tiempo?

La escala de la demolición estaba aumentando, su violencia no guardaba ninguna proporción con la fuerza que Cortés había desatado, como si el Eje hubiera cogido el poder del pneuma y lo hubiera magnificado. Quizá sabía (¿cómo podía no saberlo?) que el hombre del que había sido esclavo se había ido y ahora había decidido despojarse de la prisión que Sartori había levantado a su alrededor. A juzgar por el tamaño de las losas que caían por todas partes, el proceso no llevaría mucho tiempo. Eran de un tamaño colosal, su impacto suficiente para abrir en el suelo de la torre grietas cuya visión provocó un grito de alarma en Jude.

—¡Oh, Dios, Quaisoir! —dijo.

—¿Qué pasa con ella?

—¡Está ahí abajo! —dijo Jude con los ojos clavados en el suelo abierto—. ¡Hay una cámara debajo de esta! ¡Ella está dentro!

—A estas alturas ya habrá salido de allí.

—¡No, está colocada de kreauchee! ¡Tenemos que bajar ahí!

Dejó a Cortés y cruzó al borde de su refugio pero antes de que pudiera salvar de una carrera el espacio que la separaba de la puerta abierta, una nueva caída de cascotes y polvo ocultó el camino. Cortés vio que ya no eran simples bloques de la torre los que se estaban cayendo. Había fragmentos inmensos del propio Eje en este granizo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Destruyéndose o despojándose de la piel para descubrir el núcleo? Fuera cual fuera la razón, el lugar que ocupaban en la sombra era más precario con cada segundo que pasaba. Las grietas que se abrían a sus pies ya tenían más de treinta centímetros y se estaban ensanchando, el monolito que flotaba sobre ellos se estremecía como si estuviera a punto de renunciar al esfuerzo de la suspensión y caer sobre ellos. No tenían otra alternativa, debían enfrentarse a la lluvia de rocas.

Fue a reunirse con Jude y al buscar en su ingenio un modo de sobrevivir, vio a Chicka Jackeen en la Mácula, con las manos levantadas para desviar los detritos que tiraba la tormenta. ¿Podría hacer él lo mismo? Sin permitirse un momento de duda, levantó las manos por encima de la cabeza como había visto hacer al monje, con las palmas levantadas, y salió de la sombra del Eje. Una mirada a las alturas confirmó el desmembramiento del Eje y el enorme riesgo que corría. Aunque el polvo era espeso, pudo ver que el monolito estaba desprendiéndose de escamas de piedra y los trozos eran lo bastante grandes para reducirlos a los dos a pulpa. Pero la defensa aguantaba. Las losas se hacían añicos a algo menos de medio metro por encima de su cabeza desnuda y sus fragmentos caían como una fugaz bóveda a su alrededor. Con todo, no dejaba de sentir el impacto, como una sucesión de sacudidas que le atravesaban las muñecas, los brazos y los hombros y sabía que carecía de la fuerza necesaria para conservar el lance durante más de unos segundos. Jude ya había comprendido el método entre tanta locura, sin embargo, y había salido de la sombra para reunirse con él bajo su endeble escudo. Había unos diez pasos entre el lugar en el que se encontraban y la seguridad de la puerta.

—Guíame —le dijo él, poco dispuesto a quitarle los ojos de encima a la lluvia por temor a perder la concentración y que el lance perdiera su potencia.

Jude le deslizó el brazo alrededor de la cintura y los condujo a los dos, le dijo donde tenía que pisar para encontrar el suelo despejado y le advertía cuando el camino estaba tan cubierto que se veían obligados a salvar las piedras entre tropezones. Fue un asunto tortuoso y el granizo golpeaba sin parar las manos levantadas de Cortés hasta que apenas fue capaz de mantenerlas sobre la cabeza pero el lance aguantó hasta que llegaron a la puerta y se deslizaron por ella juntos, con el Eje y su prisión lanzando tal aguacero de escombros que ninguno era ya visible.

Luego Jude salió a toda velocidad por las tenebrosas escaleras. Las paredes temblaban y estaban cubiertas de grietas a medida que la demolición de arriba se cobraba su precio abajo, pero ambos franquearon tanto el estremecido corredor como el segundo tramo de escaleras que llevaba al nivel inferior sin sufrir daño alguno. Cortés se sobresaltó al ver y oír a Concupiscencia, que estaba chillando en el pasadizo como un simio aterrorizado, incapaz de ir en busca de su señora. Jude no tuvo tantos escrúpulos. Abrió la puerta de golpe y bajó por una rampa para entrar en la cámara iluminada por una lámpara que había más allá mientras llamaba a Quaisoir para despertarla de su estupor. Cortés la seguía pero se vio frenado por la cacofonía que lo recibió, una mezcla de susurros maníacos y el estrépito de la capitulación que llegaba de arriba. Para cuando llegó a la habitación en sí, Jude ya había obligado a su hermana a levantarse. Había varias grietas de importancia en el techo y una llovizna constante de polvo pero Quaisoir parecía indiferente al peligro.

—Dije que volverías —dijo—. ¿Verdad? ¿No dije que volverías? ¿Quieres besarme? Por favor, bésame, hermana.

—¿De qué está hablando? —preguntó Cortés.

El sonido de su voz provocó el grito de la mujer, que se lanzó en brazos de Jude.

—¿Qué has hecho? —chilló—. ¿Por qué lo has traído aquí?

—Ha venido a ayudarnos —respondió Jude.

Quaisoir escupió en dirección a Cortés.

—¡Déjame en paz! —aulló—. ¿Es que no has hecho suficiente? ¡Ahora quieres quitarme a mi hermana! ¡Hijo de puta! ¡No pienso permitírtelo! ¡Moriremos antes de que la toques! —Extendió los brazos hacia Jude, sollozando aterrorizada—. ¡Hermana! ¡Hermana!

—No te asustes —dijo Jude—. Es un amigo. —Miró a Cortés—. Tranquilízala —le rogó—. Dile quién eres para que podamos salir de aquí.

—Me temo que ya lo sabe —respondió Cortés.

Jude estaba pronunciando sin ruido la palabra «¿qué?» cuando el pánico de Quaisoir volvió a hervir.

—¡Sartori! —chilló y su denuncia despertó ecos por toda la habitación—. ¡Es Sartori, hermana! ¡Sartori!

Cortés levantó las manos a modo de rendición y empezó a apartarse de la mujer.

—No voy a tocarte —dijo—. Díselo, Jude. ¡No quiero hacerle daño!

Pero Quaisoir ya estaba inmersa en otro ataque.

—¡Quédate conmigo, hermana! —decía agarrándose a Jude—. ¡No puede matarnos a las dos!

—No puedes quedarte aquí dentro —dijo Jude.

—¡No voy a salir de aquí! —dijo Quaisoir—. ¡Tiene soldados ahí fuera! ¡Rosengarten! ¡A ese tiene! ¡Y sus torturadores!

—Es más seguro estar allí fuera que aquí dentro —dijo Jude mientras levantaba los ojos hacia el techo. Habían aparecido varios carbúnculos que rezumaban rocalla—. ¡Tenemos que irnos ya!

Pero aún así se negó, llevó la mano al rostro de Jude y le acarició la mejilla con la palma pegajosa: caricias cortas y nerviosas.

—Nos quedaremos aquí juntas —dijo—. Boca contra boca. Mente contra mente.

—No podemos —le dijo Jude hablando con tanta calma como le permitían las circunstancias—. No quiero que me entierren viva y tú tampoco.

—Si morimos, morimos —dijo Quaisoir—. No quiero que me vuelva a tocar, ¿me oyes?

—Lo sé y lo entiendo.

—¡Nunca jamás! ¡Nunca jamás!

—No te tocará —dijo Jude al tiempo que ponía su mano sobre la de Quaisoir, que todavía seguía acariciándole el rostro. Entrelazó con sus dedos los de su hermana y se los apretó—. Se ha ido —dijo—. No volverá a acercarse a ninguna de nosotras nunca más.

Era cierto que Cortés se había retirado hasta el pasadizo pero aun cuando Jude le hizo un gesto para que se alejara, el hombre se negó a llegar más allá. Ya le habían interrumpido demasiados reencuentros para arriesgarse a perderla de vista.

—¿Estás segura de que se ha ido?

—Estoy segura.

—Todavía podría estar esperándonos fuera.

—No, hermana. Temía por su vida. Ha huido.

Quaisoir esbozó una amplia sonrisa al oír eso.

—¿Tenía miedo? —dijo.

—Estaba aterrado.

—¿No te lo dije? Son todos iguales. Hablan como héroes pero sólo tienen orines en las venas. —Se echó a reír a carcajadas, tan despreocupada ahora como aterrorizada momentos antes—. Volveremos a mi dormitorio —dijo cuando amainó el ataque— y dormiremos un rato.

—Haremos lo que quieras —dijo Jude—. Pero hagámoslo pronto.

Todavía riendo para sí, Quaisoir permitió que Jude la levantara y la escoltara hacia la puerta. Habían cubierto quizá la mitad de la distancia, y Cortés se había echado hacia un lado para dejarlas pasar, cuando uno de los carbúnculos del techo estalló y arrojó una lluvia de escombros procedentes de la torre. Cortés vio que a Jude la golpeaba y derribaba un trozo de piedra, luego la cámara se llenó de un polvo casi viscoso que ocultó a ambas hermanas en un instante. Con un único punto de referencia, la lámpara, cuya llama era apenas visible entre la suciedad, Cortés se metió en la niebla para ir a buscarla al tiempo que un trueno procedente del piso de arriba anunciaba una nueva escalada en el derrumbamiento de la torre. No había tiempo para lances protectores ni para guardar silencio. Si no la encontraba en los próximos segundos, aquello los enterraría a todos. Empezó a chillar su nombre a través del creciente rugido y, al oír que le contestaba, siguió su voz hasta el lugar donde yacía, medio enterrada bajo un cúmulo de escombros.

—Hay tiempo —le dijo mientras empezaba a excavar—. Hay tiempo. Podemos salir de aquí.

Cuando por fin pudo soltar los brazos, Jude comenzó a acelerar su propia excavación para luego alzarse de los escombros y rodear con los brazos el cuello de Cortés. Este empezó a ponerse en pie para liberarla de las rocas que quedaban pero al hacerlo dio comienzo otra algarada, más fuerte que todo lo que la había precedido. No era el estrépito de la destrucción sino un chillido de pura furia. El polvo que pendía sobre sus cabezas se separó y apareció Quaisoir, flotando a unos centímetros del techo agrietado. Jude ya había visto antes esta transformación (las cintas de carne que se desplegaban de la espalda de su hermana y la levantaban) pero Cortés no. Se quedó con la boca abierta ante la aparición, distraído por un momento, sin pensar en la huida.

—¡Es mía! —chilló Quaisoir lanzándose en picado hacia ellos con la misma invidente pero infalible precisión que había poseído en momentos más íntimos, los brazos estirados, los dedos listos para arrancarle la cabeza al secuestrador.

Pero Jude fue más rápida. Se colocó delante de Cortés y llamó a Quaisoir. El picado de la mujer vaciló un momento, con las manos hambrientas a pocos centímetros del rostro alzado de su hermana.

—¡No te pertenezco! —le gritó a Quaisoir—. ¡No le pertenezco a nadie! ¿Me oyes?

Quaisoir arrojó hacia atrás la cabeza y dejó escapar un aullido de rabia al oír aquello. Y eso fue su perdición. El techo se estremeció, abandonó todas sus obligaciones ante tamaño estrépito y se derrumbó bajo el peso de los escombros apilados encima. Había, pensó Jude, tiempo para que Quaisoir escapara de las consecuencias de su grito. Había visto a aquella mujer moverse como un rayo en la Colina del Pálido, cuando había tenido la voluntad de hacerlo. Pero esa voluntad había desaparecido. Se enfrentó a la polvareda homicida y dejó que los escombros cayeran sobre ella, invitándolos con su chillido indómito, que no se convirtió en un grito de alarma ni en un ruego, sino que siguió siendo un aullido sólido de furia hasta que las rocas se rompieron y la enterraron. No fue rápido. Siguió pidiendo su destrucción mientras Cortés cogía a Jude de la mano y la alejaba de aquel punto. Había perdido todo sentido de la orientación en medio del caos y si no hubiera sido por los chillidos de Concupiscencia, que se oían en el pasadizo, un poco más allá, la pareja jamás habría llegado a la puerta.

Pero allí llegaron y salieron con la mitad de los sentidos embotados por el polvo. A estas alturas el grito de muerte de Quaisoir ya había cesado pero el rugido que dejaban atrás era más alto que nunca y los alejó de la puerta mientras el cáncer se extendía por el techo del pasillo. Pero consiguieron correr más que él; Concupiscencia había renunciado a su lamento cuando supo que su señora estaba perdida y los había adelantado y huido rumbo a algún santuario donde pudiera elevar una canción de dolor.

Jude y Cortés corrieron hasta dejar atrás cualquier piedra, techo, arco o bóveda que pudiera derrumbarse sobre ellos y salieron a un patio lleno de abejas que se estaban agasajando con unos arbustos que habían elegido ese día, de entre todos los días, para florecer. Sólo entonces volvieron a abrazarse, cada uno sollozando y lamentando sus penas y agradecimientos privados, mientras el suelo temblaba bajo ellos por el estrépito de la demolición a la que habían escapado.

3

De hecho, el suelo no dejó de reverberar hasta que abandonaron por completo los muros del palacio y se encontraron vagando por las ruinas de Yzordderrex. Por sugerencia de Jude, se dirigieron a toda velocidad a la casa de Pecador, donde, según le explicó a Cortés, había una ruta muy usada entre este Dominio y el Quinto. El hombre no presentó resistencia. Si bien no había agotado en absoluto los escondites de Sartori (¿podría llegar a agotarlos cuando el palacio era tan inmenso?), lo que sí se había agotado era sus miembros, su ingenio y su voluntad. Si su otro yo seguía aquí, en Yzordderrex, suponía una amenaza muy pequeña. Era el Quinto el que había que defender contra él; el Quinto, que había olvidado la magia y podía convertirse en su víctima con tanta facilidad.

Aunque las calles de muchos de los kesparates eran poco más que valles ensangrentados entre montañas de escombros, había puntos de referencias suficientes para que Jude encontrara el camino de vuelta al distrito donde se había levantado la casa de Pecador. No había certeza alguna, claro está, de que siguiera en pie después de un día y una noche de cataclismo pero si tenían que excavar para llegar al sótano, que así fuera.

Guardaron silencio durante más o menos el primer kilómetro de la marcha, pero luego empezaron a hablar y empezó (como era inevitable) Cortés con una explicación de por qué Quaisoir, al oír su voz, lo había confundido con su marido. A modo de prólogo de su relato advirtió que no lo enfangaría con disculpas ni justificaciones sino que lo contaría con sencillez, como una fábula macabra. Y luego pasó a hacer eso precisamente. Pero la narración, a pesar de toda su claridad, contenía una distorsión significativa. Cuando describió su encuentro con el Autarca, dibujó en la mente de Jude el retrato de un hombre que guardaba con él sólo un parecido rudimentario, un hombre tan empapado de mal que su carne había quedado corrompida por sus crímenes. Su compañera no cuestionó esta descripción sino que se imaginó un individuo cuya falta de humanidad se filtraba por cada poro, un monstruo cuya sola presencia habría provocado náuseas.

Una vez que desentrañó la historia de su doble, la mujer empezó a suministrarle detalles del suyo. Algunos estaban sacados de sueños, otros de las pistas que le había dado Quaisoir y aun otros que le había proporcionado Oscar Godolphin. La entrada de este en el relato trajo consigo un nuevo ciclo de revelaciones. Empezó a contarle a Cortés su romance con Oscar, que a su vez llevó al tema de Dowd, a su vida y a su muerte y de ahí a Clara Leash y la Tabula Rasa.

—Te van a poner las cosas muy difíciles cuando vuelvas a Londres —le dijo tras haberle relatado lo poco que ella sabía sobre las purgas que se habían llevado a cabo en nombre de los edictos de Roxborough—. No tendrán el menor escrúpulo en asesinarte, en cuanto sepan quién eres.

—Que lo intenten —dijo Cortés con tono neutro—. Sea lo que sea lo que quieran hacerme, estoy listo. Tengo trabajo que hacer y ellos no van a detenerme.

—¿Por dónde empezarás?

—Por Clerkenwell. Tenía una casa en la calle Gamut. Pai dice que aún sigue en pie. Mi vida está allí, lista para que la recuerde. Los dos necesitamos recuperar el pasado, Jude.

—¿Y de dónde saco yo el mío? —se preguntó ella en voz alta.

—De mí y de Godolphin.

—Gracias por el ofrecimiento pero me gustaría tener una fuente un poco menos parcial. He perdido a Clara, y ahora a Quaisoir. Tendré que empezar a buscar. —Pensó en Celestine mientras hablaba, echada en la oscuridad, bajo la torre de la Tabula Rasa.

—¿Tienes a alguien en mente? —preguntó Cortés.

—Quizá —dijo ella, tan reacia como siempre a compartir ese secreto.

Su compañero percibió el tufillo a evasiva.

—Voy a necesitar ayuda, Jude —dijo él—. Espero, haya habido lo que haya habido entre nosotros en el pasado (bueno y malo), que podamos encontrar un modo de trabajar juntos, un modo que nos beneficie a ambos.

Un grato sentimiento pero no algo a lo que ella estaba dispuesta a abrirle su corazón, así que se limitó a decir.

—Esperemos que sí —y dejó las cosas así.

Cortés no la presionó más, prefirió llevar la conversación a temas más ligeros.

—¿Cuál fue el sueño que tuviste? —le preguntó. Su amiga pareció confundida por un momento—. Dijiste que habías soñado conmigo, ¿recuerdas?

—Ah, sí —respondió—. No era nada, en realidad. Historia pasada.

Cuando llegaron a la casa de Pecador, esta seguía intacta, aunque varias otras de las calle habían quedado reducidas a escombros ennegrecidos por culpa de algún proyectil o de los pirómanos. La puerta se encontraba abierta y habían desvalijado por completo el interior, hasta los tulipanes del jarrón que había en la mesa del comedor. No había señales de derramamiento de sangre, sin embargo, salvo las manchas llenas de costras que había dejado Dowd al llegar así que Jude supuso que Hoi-Polloi y su padre habían escapado ilesos. El desesperado saqueo no parecía haberse extendido hasta el sótano. Aquí, aunque se habían vaciado las estanterías de iconos, talismanes e ídolos, el traslado se había hecho con calma y de una forma sistemática. No quedaba ni un sólo rosario, ni ninguna señal de que los ladrones hubieran roto un sólo amuleto. El único vestigio que quedaba de la vida del sótano como cueva del tesoro estaba colocado en el suelo: el círculo de piedras que se hacía eco del existente en el Retiro.

—Aquí es a donde llegamos —dijo Jude.

Cortés se quedó mirando el diseño que había en el suelo.

—¿Qué es? —dijo—. ¿Qué significa?

—No lo sé. ¿Importa mucho? Siempre que nos lleve de vuelta al Quinto…

—Tenemos que tener cuidado de ahora en adelante —respondió Cortés—. Todo está conectado. Todo es un sólo sistema. Hasta que entendamos nuestro lugar en la jerarquía, somos vulnerables.

Un sólo sistema; ella había especulado con esa posibilidad en la sala que había bajo la torre: Imajica como un único patrón de transformación infinitamente elaborado. Pero del mismo modo que había momentos para esas reflexiones, también había momentos para la acción y ahora no tenía paciencia para las inquietudes de Cortés.

—Si conoces otro modo de salir de aquí —dijo—, cojámoslo. Pero este es el único camino que conozco. Godolphin lo usó durante años y nunca le hizo daño, hasta que Dowd lo jodió todo.

Cortés se había agachado y posaba los dedos en las piedras que ceñían el mosaico.

—Los círculos son tan poderosos —dijo.

—¿Vamos a utilizarlo o no?

Su compañero se encogió de hombros.

—No tengo ninguna forma mejor —dijo, todavía reacio—. ¿Sólo hay que meterse dentro?

—Eso es todo.

Se levantó. Ella le puso una mano en el hombro y él estiró la suya para cogérsela.

—Tenemos que sujetarnos con fuerza —dijo Jude—. Sólo le pude echar un breve vistazo a lo que hay en el In Ovo pero no me gustaría perderme allí.

—No nos perderemos —dijo él y entró en el círculo.

Ella estaba con él un momento más tarde y el Expreso ya estaba cobrando velocidad. Las paredes sólidas del sótano y las estanterías vacías empezaron a desdibujarse. Las formas de su yo traducido comenzaron a moverse dentro de carne de ambos.

Las sensaciones que inspiró en él la travesía despertaron en Cortés recuerdos del viaje de ida, cuando Pai’oh’pah había permanecido a su lado en el lugar que ahora ocupaba Jude. Al recordarlo, sintió una punzada de pérdida inconsolable. Había tantas personas a las que había encontrado en estos Dominios y sobre las que nunca más volvería a poner los ojos. Algunos, como Efrit Espléndido y su madre, Nikaetomaas y Hurra, porque estaban muertos. Otros, como Atanasio, porque los crímenes que Sartori había cometido eran ahora sus crímenes y fuera cual fuera el bien que esperaba hacer en el futuro, nunca sería suficiente para ahogarlos. El dolor de esas pérdidas era por supuesto insignificante al lado del dolor mayor que había soportado en la Mácula pero no se había atrevido a detenerse demasiado tiempo sobre él por temor a que lo incapacitara. Ahora, sin embargo, pensó en ello y las lágrimas empezaron a fluir y arrastraron con ellas la última visión del sótano de Pecador antes de que el mosaico se hubiera llevado a los viajeros.

Por paradójico que pareciera, si estuviera abandonando aquel Dominio sólo, la desesperación quizá no habría sido tan profunda. Pero como le gustaba decir a Pai, lo cierto era que sólo había lugar para tres actores en cualquier drama, y la mujer que cambiaba a su lado y cuyo glifo veía arder entre lágrimas, le recordaría desde este momento que había abandonado Yzordderrex dejando a uno de los tres atrás.