Capítulo 16

1

Con toda seguridad no había vía pública más embrujada en todo Londres aquella abrasadora tarde que la calle Gamut. Ni aquellos lugares de la ciudad famosos por sus fantasmas, ni aquellos puntos anónimos (conocidos sólo por videntes y niños) donde se reunían los aparecidos, podían jactarse de más almas ansiosas por debatir los acontecimientos en lugar de sus muertos que esa calleja de Clerkenwell. Si bien eran pocos los ojos humanos, ni siquiera aquellos preparados para ver lo maravilloso (y el coche que había entrado en la calle Gamut poco después de las cuatro contenía varios pares de ojos así) los que podían ver a los fantasmas como entidades sólidas, su presencia quedaba bastante clara, marcada por lugares fríos y quietos en medio de la calima reluciente que se alzaba de la carretera y por los perros callejeros que se reunían en grandes números en las esquinas, atraídos por el silbido agudo que algunos muertos acostumbraban a emitir. Y así se cocía la calle Gamut en su propio calor, un estofado bien cargado de espíritus.

Cortés les había advertido a todos que en la casa no había ninguna comodidad. No tenía muebles, ni agua ni electricidad. Pero el pasado estaba allí, dijo, y sería un consuelo para todos ellos después de los momentos que habían pasado en la torre del enemigo.

—Recuerdo esta casa —dijo Jude cuando salió del coche.

—Deberíamos tener cuidado los dos —le advirtió Cortés cuando subió los escalones—. Sartori dejó a uno de sus oviáceos dentro y a punto estuvo de volverme loco. Quiero deshacerme de él antes de que entremos todos.

—Voy contigo —dijo Jude al tiempo que lo seguía hacia la puerta.

—No creo que eso sea muy inteligente —dijo—. Déjame ocuparme de Descansito primero.

—¿Esa es la bestia de Sartori?

—Sí.

—Entonces me gustaría verlo. No te preocupes, no va a hacerme daño. Tengo un poquito de su maestro justo aquí, ¿recuerdas? —La joven se llevó la mano al vientre—. Estoy a salvo.

Cortés no puso objeción, se limitó a hacerse a un lado para dejar que Lunes forzara la puerta, cosa que hizo con la eficacia de un ladrón experto. Antes de que el muchacho hubiera bajado siquiera los escalones otra vez, Jude ya había cruzado el umbral y se enfrentaba al aire frío y rancio.

—Espera —dijo Cortés mientras la seguía al vestíbulo.

—¿Qué aspecto tiene esa criatura? —quiso saber ella.

—Parece un simio. O un bebé. No lo sé. Habla mucho, de eso estoy seguro.

—Descansito…

—Eso es.

—Un nombre perfecto para un lugar como este.

Jude había llegado al pie de la escalera y había levantado la cabeza hacia la sala de meditación.

—Ten cuidado —dijo Cortés.

—Te oí la primera vez.

—Creo que no terminas de entender lo poderoso…

—Yo nací ahí arriba, ¿verdad? —dijo la joven con un tono tan frío como el aire. Cortés no respondió, no hasta que ella se dio la vuelta y volvió a preguntar—: ¿Verdad?

—Sí.

Jude asintió con la cabeza y volvió a estudiar las escaleras.

—Dijiste que el pasado esperaba aquí —dijo.

—Sí.

—¿Mi pasado también?

—No lo sé. Es probable.

—No siento nada. Es como un puñetero cementerio. Unos cuantos recuerdos vagos, eso es todo.

—Ya vendrán.

—Estás muy seguro.

—Tenemos que estar completos, Jude.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tenemos que estar… reconciliados… con todo lo que hemos sido antes de poder continuar.

—¿Supongamos que yo no quiero reconciliarme? ¿Supongamos que lo que quiero es volverme a inventar por completo, empezando ahora mismo?

—No puedes hacerlo —dijo él con sencillez—. Tenemos que estar completos antes de poder volver al hogar.

—Si eso es el hogar —respondió la joven mientras señalaba con la cabeza la sala de meditación—, te puedes quedar tú con él.

—No me refiero a la cuna.

—¿Entonces a qué?

—Al lugar antes de la cuna. Al cielo.

—Que le den por culo al cielo. Todavía no he solucionado lo de la Tierra.

—No te hace falta hacerlo.

—Eso déjame juzgarlo a mí. Ni siquiera he tenido una vida que pueda llamar propia y ya estás listo para encajarme en el gran proyecto. Bueno, pues creo que no quiero ir. Quiero ser mi propio proyecto.

—Puedes serlo. Como parte de…

—Como parte de nada. Quiero ser yo. Una ley en mí misma.

—No eres tú la que hablas. Es Sartori.

—¿Y qué si lo es?

—Sabes lo que ha hecho —respondió Cortés—. Las atrocidades. ¿Qué estás haciendo recibiendo lecciones de él?

—¿Cuando debería estar recibiéndolas de ti, quieres decir? ¿Desde cuándo eres tan perfecto, maldita sea? —Cortés no respondió y ella entendió en su silencio otra señal de su nueva nobleza de pensamientos—. Ah, así que no vas a rebajarte a realizar ataques personales, ¿es eso?

—Ya lo discutiremos más tarde —dijo él.

—¿Discutirlo? —se burló ella—. ¿Qué vas a hacer, maestro, darnos una lección de ética? Quiero saber qué es lo que te convierte en un tipo tan excepcional, coño.

—Soy el hijo de Celestine —dijo Cortés en voz baja.

Ella se lo quedó mirando con la boca abierta.

—¿Que eres qué?

—El hijo de Celestine. Se la llevaron del Quinto…

—Sé a dónde la llevaron. Lo hizo Dowd. Creí que me había contado la historia entera.

—Esta parte no.

—Esta parte no.

—Había formas mejores de decírtelo. Siento no haber encontrado ninguna.

—No —dijo ella—. ¿Dónde mejor?

La mirada femenina volvió a lo alto de las escaleras. Cuando habló de nuevo, cosa que aún tardó un poco en hacer, fue en un susurro.

—Tienes suerte —dijo—. Tu hogar y el cielo son el mismo lugar.

—Quizá sea cierto en el caso de todos —murmuró él.

—Lo dudo.

Se produjo entonces un largo silencio, puntuado sólo por los desesperados intentos de Lunes de silbar fuera.

Por fin, Jude dijo:

—Ahora entiendo por qué estás tan desesperado por hacer las cosas bien. Estás… ¿cómo se dice? Estás ocupándote de los asuntos de tu Padre.

—En realidad no lo había pensado así…

—Pero así es.

—Supongo que sí. Sólo espero estar a la altura, eso es todo. Un minuto siento que todo es posible, al siguiente…

Cortés la estudió mientras fuera Lunes intentaba de nuevo silbar la melodía.

—Dime lo que estás pensando —le dijo él.

—Estoy pensando que ojalá me hubiera guardado tus cartas de amor —respondió ella.

Hubo otra dolorosa pausa, luego la joven le dio la espalda y se alejó hacia la parte trasera de la casa. Cortés permaneció al pie de la escalera, pensando que quizá debería ir con ella, por si el agente de Sartori estaba escondido allí, pero temía hacerle más daño con su escrutinio. Volvió a mirar la puerta abierta y los rayos de sol en la entrada. Jude no tenía la seguridad muy lejos si la necesitaba.

—¿Cómo va eso? —le gritó a Lunes.

—Hace calor —fue la respuesta—. Clem ha ido a buscar algo de comida y cerveza. Montones de cerveza. Deberíamos hacer una fiesta, jefe. Joder, nos la merecemos, ¿a que sí?

—Así es. ¿Cómo está Celestine?

—Está dormida. ¿Se puede entrar ya?

—Sólo un poco más —respondió Cortés—. Pero sigue silbando, ¿quieres? Ahí dentro hay una melodía escondida.

Lunes se echó a reír y ese sonido, que era por completo vulgar, por supuesto, y sin embargo tan improbable como la canción de una ballena, agradó a Cortés. Si Descansito seguía en la casa, pensó, su malicia no podría hacer mucho daño en un día tan milagroso como este. Más confortado, se dispuso a subir las escaleras; se preguntaba mientras subía si era posible que la luz del día hubiera ahuyentado todos los recuerdos y los hubiera hecho ocultarse. Pero cuando aún no había llegado a la mitad de las escaleras, tuvo la prueba de que no se habían ido. La forma fantasmal de Lucius Cobbitt, conjurada por su imaginación, apareció a su lado, con la nariz llena de mocos, lloroso y desesperado por escuchar palabras sabias. Momentos después, el sonido de su propia voz que le ofrecía el consejo que le había dado al muchacho aquella última y terrible noche.

—No estudies nada salvo con el conocimiento de que tú ya lo sabías. No adores nada…

Pero antes de haber completado el segundo aforismo recogió la frase una voz meliflua que procedía de arriba.

—… salvo para adorar a tu propio ser. Y no temas nada…

La imagen de Lucius Cobbitt se desvaneció cuando Cortés siguió subiendo, pero la voz aumentó de volumen.

—… salvo con la certeza de que tú eres el creador de tu enemigo y su única esperanza de curación.

Y al oír la voz comprendió al fin que la sabiduría que le había conferido a Lucius no había sido nunca suya. Se había originado con el místico. La puerta que llevaba a la sala de meditación estaba abierta y Pai estaba subido al alféizar y le sonreía desde el pasado.

—¿Cuándo lo inventaste? —preguntó el maestro.

—No lo inventé. Lo aprendí —respondió el místico—. De mi madre. Y ella lo aprendió de su madre, o de su padre, ¿quién sabe? Y ahora tú puedes transmitirlo.

—¿Y qué soy yo? —le preguntó al místico—. ¿Tu hijo o tu hija?

Pai parecía casi avergonzado.

—Tú eres mi maestro.

—¿Eso es todo? ¿Seguimos siendo maestros y sirvientes? No digas eso.

—¿Qué debería decir?

—Lo que sientes.

—Oh. —El místico sonrió—. Si te dijera lo que siento, estaríamos aquí todo el día.

El brillo travieso en sus ojos era tan entrañable, y el recuerdo tan real, que Cortés tuvo que hacer un esfuerzo para no cruzar la habitación y abrazar el espacio donde se había sentado su amigo. Pero había trabajo que hacer (los asuntos de su Padre, como Jude lo había llamado) y eso era más urgente que dejarse llevar por los recuerdos. Cuando hubieran expulsado a Descansito de la casa, entonces volvería aquí y buscaría una lección más profunda: la del oficio de la Reconciliación. Necesitaba con urgencia esa preparación y en los ecos de esta habitación seguro que abundaban los intercambios sobre ese tema.

—Volveré —le dijo a la criatura del alféizar.

—Estaré esperando —respondió esta.

Cortés volvió la vista atrás y el sol, al atrapar la ventana que tenía detrás, por un momento consumió la silueta de la criatura y le mostró no una figura completa sino un fragmento. A Cortés le dio un vuelco el estómago, aquella imagen le recordó a otra con una fuerza atroz: la Mácula, envuelta en un caos turbio y en el aire que soplaba por encima de su cabeza, los harapos aulladores de su amada criatura, que volvía al Segundo con advertencias.

—Perdidos —había dicho mientras luchaba contra la fuerza de la Mácula—. Estamos… perdidos.

¿Le había ofrecido alguna respuesta tranquilizadora que le arrancara la tormenta de los labios? No lo recordaba. Pero oyó de nuevo al místico pidiéndole que buscara a Sartori, diciéndole que su otro yo sabía algo que él, Cortés, no sabía. Y luego había desaparecido, se lo habían arrebatado desde el Primer Dominio y allí lo habían silenciado.

Con el corazón acelerado, Cortés se quitó ese horror de la cabeza y volvió a mirar el alféizar. Estaba vacío. Pero la exhortación de Pai de que buscara a Sartori seguía en su cabeza. ¿Por qué era tan importante? se preguntó. Incluso si el místico había descubierto de algún modo la verdad sobre los orígenes de Cortés en el Primer Dominio y no había conseguido comunicárselo, tenía que saber también que Sartori desconocía el secreto tanto como su hermano. ¿Entonces cuál era ese conocimiento que el místico había creído que Sartori poseía para que la criatura desafiara los límites del Reino de Dios y lo incitara a perseguir al otro?

Una exclamación en el piso de abajo hizo que renunciara al enigma. Jude lo llamaba a gritos, Bajó las escaleras a toda velocidad, siguió su voz por toda la casa y entró en la cocina, que era grande y fría. Jude estaba de pie cerca de la ventana, esta se había desmoronado muchos años antes y le había dado acceso a las enredaderas del jardín de atrás; tras haber entrado, las plantas se habían podrido en una oscuridad que su propia abundancia había espesado. El sol sólo podía colar finos rayos a través de aquella trampa de follaje y madera, pero eran suficientes para iluminar tanto a la mujer como al cautivo cuya cabeza tenía sujeta bajo el pie. Era Descansito, con la descomunal boca derrumbada como una máscara de la tragedia y los ojos alzados hacia Jude.

—¿Es esto? —dijo ella.

—Esto es.

Descansito dio comienzo a una ronda de finos maullidos cuando apareció Cortés, maullidos que luego convirtió en palabras:

—¡Yo no he hecho nada! Pregúntale, pregúntale por favor si he hecho algo. No, nada. Sólo me estaba quitando de en medio, nada más.

—Sartori no está muy contento contigo —dijo Cortés.

—Bueno, no sé cómo iba a conseguirlo —protestó—. No contra tipos como tú. No contra un Reconciliador.

—Así que eso lo sabes.

—Ahora sí. «Tenemos que estar completos» —citó la criatura, había captado el tono de Cortés a la perfección—. «Tenemos que estar reconciliados con todo lo que fuimos…».

—Estabas escuchando.

—No puedo evitarlo —dijo la criatura—. Nací así de inquisitivo. Pero no lo entendí —se apresuró a añadir—. No estoy espiando, lo juro.

—Mentiroso —dijo Jude. Luego se dirigió a Cortés—: ¿Cómo lo matamos?

—No tenemos que matarlo —le dijo él—. ¿Tienes miedo, Descansito?

—¿A ti qué te parece?

—¿Me jurarías lealtad si se te permitiera vivir?

—¿Dónde tengo que firmar? ¡Enseñadme el sitio!

—¿Dejarías vivir a esta cosa? —dijo Jude.

—Sí.

—¿Para qué? —exigió saber ella mientras le clavaba el tacón—. Míralo.

—No —rogó Descansito.

—Júralo —dijo Cortés tras agacharse a su lado.

—¡Lo juro! ¡Lo juro!

Cortés levantó la vista y miró a Jude.

—Levanta el pie —le dijo.

—¿Confías en esto?

—Aquí no quiero ninguna muerte —dijo—. Ni siquiera la de este. Suéltalo, Jude. —La joven no se movió—. He dicho que lo sueltes.

Con reticencia en cada músculo, la mujer levantó el pie medio centímetro y Descansito quedó libre con cierto esfuerzo; al instante le cogió la mano a Cortés.

—Soy vuestro, Liberatore —dijo la criatura colocando la fría y húmeda frente en la palma de la mano de Cortés—. Mi cabeza está en vuestras manos. Por Hyo, por Heretea, por Hapexamendios, encomiendo mi corazón a vos.

—Aceptado —dijo Cortes, y se levantó.

—¿Qué debería hacer ahora, Liberatore?

—Hay una habitación en lo alto de las escaleras. Espérame allí.

—Por siempre jamás.

—Con unos minutos será suficiente.

Descansito se retiró hasta la puerta, hacía reverencias un poco mareado, luego echó a correr.

—¿Cómo puedes confiar en una criatura como esa? —dijo Jude.

—No confío. Todavía no.

—Pero estás dispuesto a intentarlo.

—Estás maldita si no puedes perdonar, Jude.

—Tú podrías perdonar a Sartori, ¿verdad? —dijo ella.

—Él soy yo, es mi hermano y es mi hijo —respondió Cortés—. ¿Cómo podría no perdonarlo?

2

Una vez asegurada la casa se trasladó el resto de la compañía. Lunes, el eterno carroñero, se fue a hacer una batida por las casas y calles vecinas en busca de cualquier cosa que pudiera encontrar que les ofreciera un mínimo de comodidad. Volvió tres veces con un botín y la tercera vez se llevó a Clem con él. Regresaron media hora más tarde con dos colchones y brazadas de ropa de cama, demasiado limpia para que se la hubieran encontrado abandonada.

—Me equivoqué de vocación —dijo Clem con la expresión traviesa de Tay en los rasgos—. Robar es mucho más divertido que trabajar en la banca.

Llegados a este punto, Lunes solicitó permiso para tomar prestado el coche de Jude y volver al South Bank, donde quería recoger las pertenencias que se había dejado al apresurarse a seguir a Cortés. La mujer le dijo que sí pero le recomendó que volviera lo antes posible. Aunque fuera, en la calle, todavía había luz, iban a necesitar tantos brazos y voluntades fuertes como pudieran reunir para defender la casa cuando cayera la noche. Clem había acomodado a Celestine en lo que había sido el comedor; había colocado el más grande de los dos colchones en el suelo y se había sentado con ella hasta que se durmió. Cuando salió, la pendenciera presencia de Tay se había sosegado y el hombre que fue a reunirse con Jude en la puerta estaba tranquilo.

—¿Está dormida? —le preguntó Jude.

—No sé si eso es dormir o un coma. ¿Dónde está Cortés?

—Arriba, urdiendo algo.

—Habéis discutido.

—Eso no es nada nuevo. Todo lo demás cambia pero eso sigue igual.

Clem abrió una de las botellas de cerveza que aguardaban en el escalón y bebió con entusiasmo.

—Sabes, de vez en cuando me sorprendo preguntándome si todo esto no será una alucinación. Lo más probable es que tú lo entiendas mejor que yo (has visto los Dominios, sabes que es algo real) pero cuando yo me fui con Lunes a coger los colchones, había gente a sólo unas calles de aquí, paseaban bajo el sol como si fuera otro día más y yo pensé: Ahí detrás hay una mujer que lleva doscientos años enterrada viva, y su hijo, cuyo Padre es un Dios del que yo nunca he oído hablar…

—Así que te lo dijo.

—Oh, sí. Y cuando pensaba en ello, sólo quería irme a casa, cerrar la puerta con llave y fingir que no estaba pasando.

—¿Qué te detuvo?

—Lunes, sobre todo. El chaval se lo toma todo como viene. Y saber que Tay está en mi interior. Aunque eso me resulta tan natural que es como si siempre hubiera estado ahí.

—Quizá lo estaba —dijo Jude—. ¿Queda más cerveza?

—Sí.

Clem le pasó una botella y la mujer la golpeó contra el escalón igual que había hecho él. El tapón voló y salió un poco de espuma.

—¿Entonces qué te hizo querer huir? —dijo Jude tras aplacar su sed.

—No lo sé —respondió Clem—. El miedo a lo que viene, supongo. Pero es una estupidez, ¿no? listo el comienzo de algo sublime, como prometió Tay. La luz está llegando al mundo desde un lugar que ni siquiera soñamos que existía. Es el Nacimiento del Hijo Invicto, ¿verdad?

—Oh, a los hijos no les va a pasar nada —dijo Jude—. Como casi siempre.

—¿Pero no estás tan segura sobre las hijas?

—No, no lo estoy —le respondió ella—. Hapexamendios mató a las Diosas de toda Imajica, Clem, o al menos lo intentó. Y ahora me encuentro con que es el Padre de Cortés. No me siento muy cómoda haciendo su trabajo.

—Lo entiendo.

—Parte de mí piensa… —Jude dejó que su voz se perdiera en el silencio y dejó la idea sin terminar.

—¿Qué? —le preguntó Clem—. Dímelo.

—Parte de mí piensa que somos tontos al confiar en cualquiera de los dos, en Hapexamendios o en su Reconciliador. Si era un Dios tan cariñoso, ¿por qué hizo tanto daño? Y no me digas que Sus caminos son misteriosos porque eso es un montón de mierda y los dos lo sabemos.

—¿Has hablado con Cortés sobre eso?

—Lo he intentado, pero sólo tiene una cosa en la cabeza…

—Dos —dijo Clem—. La Reconciliación es una. Pai’oh’pah es la otra.

—Ah, sí, el glorioso Pai’oh’pah.

—¿Sabías que se casó con él?

—Sí, me lo dijo.

—Debió de ser toda una criatura.

—Yo tengo ciertos prejuicios —dijo Jude con sequedad—. Intentó matarme.

—Cortés dijo que esa no era la naturaleza de Pai.

—¿No?

—Me dijo que le ordenó que viviera su vida como asesino o como puta. Es culpa suya, dice. Se culpa de todo a sí mismo.

—¿Se culpa a sí mismo o sólo asume la responsabilidad? —dijo ella—. Hay cierta diferencia.

—No lo sé —dijo Clem, que no quería que lo metieran en tales sutilezas—. Desde luego está perdido sin Pai.

Sobre eso la mujer guardó silencio, quería decir que ella también estaba perdida, que ella también se consumía por alguien pero para admitir esto no confiaba ni siquiera en Clem.

—Me dijo que el espíritu de Pai sigue vivo, como el de Tay —decía Clem—. Y cuando todo esto termine…

—Dice muchas cosas —lo interrumpió Jude, cansada de oír a todo el mundo repetir las sabias palabras de Cortés.

—¿Y tú no le crees?

—¿Qué sé yo? —dijo ella, dura ahora como una piedra—. No pertenezco a este Evangelio. No soy su amante y no pienso ser su discípula.

Oyeron algo tras ellos y se volvieron para encontrar a Cortés de pie en la entrada, el brillo de la luz rebotaba en el escalón como candilejas. Tenía el rostro cubierto de sudor y la camisa pegada al pecho. Clem se puso en pie a toda velocidad con expresión culpable y con el talón tiró una de las botellas. Esta bajó dos escalones rodando y derramando cerveza espumosa antes de que Jude la atrapara.

—Hace calor ahí arriba —dijo Cortés.

—Y no va a mejorar —comentó Clem.

—¿Puedo hablar contigo?

Jude sabía que quería decirle algo sin que ella lo oyera pero o Clem era demasiado candoroso para darse cuenta, cosa que dudaba, o bien no estaba dispuesto a seguirle el juego. Se quedó en el escalón y obligó a Cortés a acercarse a la puerta.

—Cuando vuelva Lunes —dijo—, me gustaría que fueras a la finca y trajeras las piedras del Refugio. Voy a llevar a cabo la Reconciliación arriba, donde tengo mis recuerdos para ayudarme.

—¿Por qué envías a Clem? —dijo Jude sin levantarse ni girarse siquiera—. Yo conozco el camino, él no. Sé que aspecto tienen las piedras, él no.

—Creo que estarás mejor aquí —respondió Cortés.

Entonces la mujer se volvió.

—¿Para qué? —dijo—. No le sirvo de nada a nadie. A menos que sólo quieras tenerme vigilada.

—En absoluto.

—Entonces déjame ir —le dijo Jude—. Me llevaré a Lunes para que me ayude. Clem y Tay pueden quedarse aquí. Son tus ángeles, ¿no?

—Si lo prefieres así —dijo Cortés—. A mí no me importa.

—Volveré, no te preocupes —dijo ella burlona mientras levantaba la botella de cerveza—. Aunque sólo sea para brindar por el milagro.

3

Poco después de esta conversación, con la marea azul del atardecer elevándose en la calle y levantando el día hasta los tejados, Cortés dejó sus debates con Pai y fue a sentarse con Celestine. En la habitación de su madre se meditaba mejor que en la que acababa de abandonar, donde los recuerdos de Pai se habían convertido en algo tan fácil de conjurar que a veces le costaba creer que el místico no estuviese allí en carne y hueso. Clem había encendido velas al lado del colchón sobre el que dormía Celestine y su luz mostraba a Cortés una mujer tan profundamente dormida que ningún sueño la inquietaba. Aunque estaba lejos de estar demacrada, sus rasgos eran austeros, como si la carne estuviera a medio camino de convertirse en hueso. La estudió durante un rato, se preguntaba si su rostro adquiriría algún día aquella severidad, luego volvió a los pies de la cama, al lado de la pared y se sentó en cuclillas allí mientras escuchaba la lenta cadencia del aliento de su madre.

Su mente le daba vueltas a todo lo que había aprendido, o recordado, en la habitación de arriba. Como tantas cosas de la magia con la que se estaba familiarizando, el oficio de la Reconciliación no era un gran ceremonial.

Mientras la mayor parte de las religiones predominantes en el Quinto se regodeaban en rituales para no permitir que sus rebaños vieran su falla de perspicacia (liturgias y réquiems, mandamientos y sacramentos, todos creados para amplificar esos diminutos granos de comprensión que en realidad poseen los hombres santos), tal teatro es superfluo cuando los ministros tienen la verdad entre sus manos y con la ayuda del recuerdo, quizá todavía pudiera convertirse en uno de esos ministros.

Había descubierto que el principio de la Reconciliación no era muy difícil de entender. Cada doscientos años, al parecer, el In Ovo producía una especie de flor: un loto de cinco pétalos que flotaba durante un momento muy breve en esas aguas letales, inmune a su veneno y a sus habitantes. Este santuario tenía varios nombres pero el más sencillo, y el más utilizado, era el Ana. En él se reunían los maestros y llevaban allí análogos de los Dominios que representaba cada uno. Una vez que se reunían las piezas, el proceso seguía su propio impulso. Los análogos se fundían y, con el poder que les daba el Ana, florecían, hacían retroceder al In Ovo y abrían el camino entre los Dominios Reconciliados y el Quinto.

—Las cosas fluyen hacia el éxito —había dicho el místico hablando desde tiempos mejores—. Es el instinto natural de cada cosa que se rompe, volver a estar entera. E Imajica está rota hasta que se Reconcilie.

—¿Entonces por qué ha habido tantos fracasos? —había preguntado Cortés.

—No ha habido tantos —había respondido Pai—. Y siempre los destrozaron fuerzas externas. A Cristo lo derribó la política. A Pineo lo destruyó el Vaticano.

Siempre personas externas que destruyen las mejores intenciones del maestro.

Nosotros no tenemos ese tipo de enemigos.

Qué palabras tan irónicas, ahora que las veía en perspectiva. Cortés no podía permitirse de nuevo tal autosuficiencia, no con Sartori todavía vivo y la escalofriante imagen de la última y desesperada aparición de Pai en la Mácula todavía en mente.

No valía la pena revivirlo. Se quitó de la cabeza la visión lo mejor que pudo y, en su lugar, posó la mirada en Celestine. Era difícil pensar en ella como su madre. Quizá, entre los innumerables recuerdos de los que había hecho acopio en esta casa, había algún vago recuerdo de cuando era un bebé en estos brazos, de cuando había puesto su boca sin dientes en esos pechos y se había alimentado. Pero si estaba allí, lo había evitado. Quizá sólo había demasiados años, y vidas, y mujeres, entre este momento y aquellos abrazos. Era capaz de encontrar en su interior la forma de agradecerle la vida que le había dado, pero era difícil sentir algo más.

Después de un rato, la vigilia empezó a deprimirlo. Aquella mujer se parecía demasiado a un cadáver, allí echada, y él a un doliente cumplido pero sin amor en sus gestos. Se levantó para irse pero antes de dejar la habitación, se detuvo a su lado y se inclinó para acariciarle la mejilla. No había puesto su piel sobre la de ella desde hacía veintitrés o veinticuatro décadas y quizá, después de esto, no lo volvería a hacer. La mujer no estaba fría, como él esperaba que estuviese, sino cálida y su hijo mantuvo la mano allí más tiempo de lo que había pretendido.

En algún lugar de las profundidades de su sopor, Celestine sintió la caricia y pareció alzarse hacia un lugar en el que soñaba con él. Su austeridad se suavizó y sus labios pálidos dijeron:

—¿Hijo?

Cortés no estaba muy seguro de querer responder pero durante ese momento de duda, ella volvió a hablar, la misma pregunta. Esta vez respondió.

—¿Sí, mamá? —dijo.

—¿Recordarás lo que te conté? ¿Y ahora qué? se preguntó Cortés.

—No… no estoy seguro —le dijo—. Lo intentaré.

—¿Te lo cuento otra vez? Quiero que lo recuerdes, hijo.

—Sí, mamá —dijo él—. Eso estaría bien. Cuéntamelo otra vez.

Celestine esbozó una sonrisa infinitesimal y comenzó a repetir una historia que al parecer había repetido muchas veces.

—Había una vez una mujer llamada Nisi Nirvana…

Pero apenas había empezado cuando el sueño que estaba teniendo dejó de reclamarla y la mujer empezó a deslizarse de nuevo hacia un Jugar más profundo y su voz empezó a perder poder a medida que se iba.

—No te pares, mamá —le apuntó Cortés—. Quiero oírlo. Había una mujer…

—Sí…

—… llamada Nisi Nirvana.

—Sí. Y fue a una ciudad repleta de iniquidades, donde ningún fantasma era sagrado y no había cuerpo completo. Y algo allí le hizo un gran daño…

La voz de la mujer volvía a recuperar su fuerza pero la sonrisa, incluso aquel diminuto indicio, había desaparecido.

—¿Qué daño fue ese, mamá?

—No te hace falta saber el daño, hijo. Lo sabrás algún día y ese día desearás poder olvidarlo. Sólo has de entender que es un daño que sólo los hombres les pueden hacer a las mujeres.

—¿Y quién le hizo este daño? —preguntó Cortés.

—Ya te lo he dicho, hijo, un hombre.

—¿Pero qué hombre?

—Su nombre no importa. Lo que importa es que ella huyó de él y volvió a su propia ciudad y supo que debía sacar algo bueno de esa cosa mala que le habían hecho. ¿Y sabes qué era eso tan bueno?

—No, mamá.

—Era un bebé pequeñito. Un bebé pequeñito y perfecto. Y ella lo quiso tanto que se hizo grande después de un tiempo y ella supo que tendría que dejarla, así que le dijo: «Tengo un cuento que contarte antes de que te vayas». ¿Y sabes cuál era el cuento? Quiero que lo recuerdes, hijo.

—Cuéntamelo.

—Había una vez una mujer llamada Nisi Nirvana. Y se fue a una ciudad de iniquidades…

—Esa es la misma historia, mamá.

—… donde ningún fantasma era sagrado…

—No has terminado la primera historia. Acabas de empezar otra vez.

—… y no había cuerpo completo. Y algo allí…

—Para, mamá —dijo Cortés—. Para.

—… le hizo un gran daño…

Angustiado por este bucle, Cortés apartó la mano de la mejilla de su madre. Pero ella no detuvo la narración, por lo menos no al principio. El cuento continuaba exactamente de la misma forma que antes: la huida de la ciudad, lo bueno que se sacaba de lo malo, el bebé, el bebé pequeñito y perfecto. Pero ahora que ya no tenía la mano en la mejilla, Celestine volvía a hundirse en un sopor irreflexivo y su voz iba perdiendo definición poco a poco. Cortés se levantó y caminó de espaldas hasta la puerta mientras la rueda susurrada volvía a dibujar un círculo completo.

—Así que ella dijo: Tengo un cuento que contarte antes de que te vayas. Cortés buscó a sus espaldas y abrió la puerta con los ojos clavados en su madre y en sus palabras difusas.

—¿Y sabes cuál era el cuento? —decía Celestine—. Quiero… que… lo… recuerdes… hijo.

Cortés siguió mirándola mientras salía al pasillo sin ruido. Los últimos sonidos que oyó le habrían parecido tonterías a cualquier oído salvo al suyo, pero había oído este cuento con la frecuencia suficiente para saber que estaba comenzando de nuevo mientras se hundía en un sopor sin sueños.

—Había una vez una mujer…

Y con eso Cortés cerró la puerta. Por alguna inexplicable razón estaba tiritando y tuvo que quedarse en el umbral durante varios segundos antes de poder controlar los temblores. Cuando se volvió, se encontró a Clem al pie de la escalera, revisando una selección de velas.

—¿Sigue dormida? —le preguntó cuando Cortés se acercó.

—Sí. ¿Ha hablado contigo de algo, Clem?

—Muy poco. ¿Por qué?

—Acabo de escucharla contar un cuento en sueños. Algo sobre una mujer llamada Nisi Nirvana. ¿Sabes lo que significa eso?

—Nisi Nirvana. A Menos que el Cielo. ¿Es el nombre de alguien?

—Al parecer. Y debe de significar mucho para ella, por alguna razón. Con ese nombre mandó a Jude a buscarme.

—¿Y cómo es el cuento?

—De lo más extraño —dijo Cortés.

—Quizá te gustaba más cuando eras pequeño.

—Quizá.

—Si la oigo hablar otra vez, ¿quieres que te llame para que bajes?

—Creo que no —dijo Cortés—. Ya me lo sé de memoria.

Comenzó a subir las escaleras.

—Vas a necesitar unas velas ahí arriba —dijo Clem—. Y cerillas para encenderlas.

—Es cierto —dijo Cortés mientras daba la vuelta.

Clem le entregó media docena de velas gruesas, achaparradas y blancas. Cortés le devolvió una.

—Cinco es el número mágico —le dijo.

—He dejado un poco de comida en lo alto de las escaleras —le dijo Clem cuando Cortés empezó a subir otra vez—. No es lo que llamaríamos haute cuisine pero alimenta. Y si no la recoges ahora, desaparecerá en cuanto vuelva el muchacho.

Cortés le dio las gracias desde las escaleras, recogió el pan, las fresas y la botella de cerveza que lo esperaban en lo alto y luego volvió a la sala de meditación y cerró la puerta tras él. Quizá porque todavía estaba preocupado por lo que había oído de labios de su madre, los recuerdos de Pai no estaban esperando en el umbral. La habitación estaba vacía, una célula del presente. Hasta que Cortés no hubo colocado las velas en la repisa de la chimenea y hubo encendido una de ellas, no oyó al místico hablando en voz baja tras él.

—Ahora te he angustiado —le decía.

Cortés se volvió hacia la habitación y encontró al místico en la ventana, donde con tanta frecuencia se entretenía, con una mirada de profunda preocupación en el rostro.

—No debería haberte preguntado —continuó Pai—. Es simple curiosidad. Oí a Abelove hablando de eso con el joven Lucius hace un día o dos y empecé a preguntármelo.

—¿Qué dijo Lucius?

—Dijo que recordaba que lo habían amamantado. Eso era lo primero que recordaba: el pecho en su boca.

Sólo entonces comprendió Cortés el tema que se debatía aquí. Una vez más, sus recuerdos habían hallado algún fragmento de conversación entre el místico y él relacionado con sus actuales preocupaciones. Habían hablado de recuerdos infantiles en esta misma habitación y el maestro se había sumido en la misma angustia que sentía ahora, y por la misma razón.

—Pero recordar un cuento —decía Pai—. En especial uno que no te gustaba…

—No era que no me gustara —dijo el maestro—. Al menos no me asustaba, como podría haberlo hecho un cuento de fantasmas. Era peor que eso…

—No tenemos que hablar de esto —dijo Pai y por un momento Cortés pensó que la conversación iba a apagarse ahí. No estaba en absoluto seguro que le hubiera importado mucho si así hubiera sido. Pero parecía haber sido una de las reglas no escritas de la casa que no se huía de ningún enigma, por muy desconcertante que fuese.

—No, quiero explicarlo si puedo —dijo el maestro—. Aunque lo que un niño teme es a veces difícil de desentrañar.

—A menos que podamos escuchar con el corazón de un niño —dijo Pai.

—Eso es más difícil todavía.

—Podemos intentarlo, ¿no es cierto? Cuéntame el cuento.

—Bueno, siempre empezaba de la misma manera. Mi madre decía: «quiero que lo recuerdes, hijo», y yo sabía de inmediato lo que seguía: «Había una mujer llamada Nisi Nirvana y entró en una ciudad repleta de iniquidades…».

Cortés volvió a escuchar la historia, esta vez de sus propios labios, contada al místico. La mujer, la ciudad, el crimen, el hijo y luego, con enfermiza inevitabilidad, la historia que comenzaba otra vez con la mujer, la ciudad y el crimen.

—Una violación no es un tema muy bonito para un cuento infantil —comentó Pai.

—Nunca utilizó esa palabra.

—Pero ese fue el crimen, ¿no es cierto?

—Sí —dijo él en voz baja, aunque lo incomodaba admitirlo. Era el secreto de su madre, el dolor de su madre. Pero sí, por supuesto, Nisi Nirvana era Celestine y la ciudad llena de terrores era el Primer Dominio. Le había contado a su hijo su propia historia, cifrada en una sombría fabulita. Pero lo que era más extraño era que había envuelto al oyente en el cuento e incluso en la propia narración del cuento, con lo que había creado un círculo que era imposible de romper porque todos los elementos que lo constituían estaban atrapados dentro. ¿Había sido esa sensación de encierro lo que lo había angustiado tanto cuando era niño? Pero Pai tenía otra teoría y le daba voz a través de los años.

—No me extraña que tuvieras tanto miedo —dijo el místico—, sin saber qué crimen era pero sabiendo que era terrible. Estoy seguro de que ella no quería hacer ningún daño pero tu imaginación debió de desmandarse.

Cortés no respondió, o, más bien, no pudo. Por primera vez en estas conversaciones con Pai, él sabía más que la historia y la discontinuidad fracturaba el espejo en el que había estado contemplando el pasado. Sintió una amarga sensación de pérdida que se sumaba a la angustia que se había traído a esta habitación. Era como si el cuento de Nisi Nirvana marcara la separación entre el yo que había ocupado estas habitaciones doscientos años antes, y que ignoraba su naturaleza divina, y el hombre que era ahora, que sabía que la historia de Nisi Nirvana era la historia de su madre y el crimen del que le había hablado era el acto que le había dado a él la vida. Ya no se podría coquetear más con el pasado después de esto. Había aprendido lo que necesitaba saber sobre la Reconciliación y ya no podía justificar más demoras. Había llegado el momento de abandonar el consuelo de la memoria y a Pai con ella.

Cogió la botella de cerveza y quitó el tapón de un golpe. Lo más probable es que no fuese una gran idea beber alcohol en este punto pero quería brindar por el pasado antes de que se desvaneciera por completo. Tuvo que haber un momento, pensó, en el que Pai y él habían levantado sus copas por el milenio. ¿Podría conjurar un momento así y unir su propósito al del pasado una última vez? Se llevó la botella a los labios y mientras bebía oyó a Pai riéndose al otro lado de la habitación. Miró hacia el místico y allí, ya desvaneciéndose, percibió un destello de su amante, no con una copa en la mano sino con una damajuana, brindando por el futuro. Levantó la botella de cerveza con la intención de rozar la damajuana, pero el místico se desvanecía demasiado rápido. Antes de que el pasado y el presente pudieran compartir el brindis, la visión había desaparecido. Era hora de empezar.

Abajo, Lunes había vuelto y hablaba muy excitado. Tras dejar la botella en la repisa de la chimenea, Cortés salió al rellano para averiguar a qué venía tanto escándalo. El muchacho estaba en la puerta, en plena descripción del estado de la ciudad a Clem y Jude. Jamás había visto un sábado por la noche más extraño, dijo. Las calles estaban prácticamente vacías. Lo único que se movía eran los semáforos.

—Al menos tendremos un viaje fácil —dijo Jude.

—¿Vamos a alguna parte? La mujer se lo dijo y él pareció alegrarse bastante.

—Me gusta ir al campo —dijo—. Podemos hacer lo que queramos, joder.

—Con volver vivos es suficiente —le respondió ella—. Él confía en nosotros.

—No hay problema —dijo Lunes con tono alegre. Luego se dirigió a Clem—: Cuida del jefe, ¿eh? Si las cosas se ponen raras, siempre podemos llamar al irlandés y los demás.

—¿Les has dicho dónde estamos? —dijo Clem.

—No van a aparecer por aquí en busca de una cama, no te preocupes —dijo Lunes—. Pero tal y como yo lo veo, tío, cuantos más amigos tengamos, mejor. —Se volvió hacia Jude—. Estoy listo cuando quieras —dijo, y volvió a salir.

—Esto no debería llevar más de dos o tres horas —le dijo Jude a Clem—. Cuídate. Y a él.

La joven miró hacia las escaleras al hablar pero las velas que habían colocado arrojaban una luz demasiado frágil para que alcanzara la parte superior y no pudo ver a Cortés allí. Sólo cuando ella desapareció de la entrada y el coche rugía ya calle abajo, dio a conocer su presencia.

—Lunes ha vuelto —dijo Clem.

—Lo he oído.

—¿Te interrumpió? Lo siento.

—No, no. Ya había acabado, de todos modos.

—Hace tanto calor esta noche —dijo Clem alzando los ojos hacia el cielo.

—¿Por qué no duermes un rato? Yo puedo hacer guardia.

—¿Dónde tienes a esa puñetera mascota tuya?

—Se llama Descansito, Clem, y está en el piso de arriba, vigilando.

—No confío en él, Cortés.

—No nos hará ningún daño. Ve a echarte.

—¿Has terminado con Pai?

—Creo que he aprendido todo lo que podía aprender. Ahora tengo que echarle un vistazo al resto del Sínodo.

—¿Cómo lo vas a hacer?

—Dejaré mi cuerpo arriba y me iré de viaje.

—Parece peligroso.

—No es la primera vez. Pero mi carne y mi sangre serán vulnerables mientras estoy fuera.

—En cuanto estés listo para irte, despiértame. Te vigilaré como un halcón. —Échate una hora de siesta primero.

Clem cogió una de las velas y fue a buscar algún sitio en el que acostarse tras dejar que Cortés ocupase su lugar en la puerta principal. El maestro se sentó en el escalón con la cabeza apoyada en el marco de la puerta y disfrutó de la escasa brisa que podía proporcionarle la noche. Ninguna farola funcionaba en la calle. Era la luz de la luna, y las estrellas que la rodeaban, la que hacía resaltar los detalles de la casa de enfrente y atrapaba el brillo de la pálida parte inferior de las hojas cuando el viento las levantaba. Envuelto en la calma, Cortés se adormeció y se perdió las estrellas fugaces.

4

—Oh, qué bonito —dijo la jovencita. No podía tener más de dieciséis años y cuando se reía, y su galán la había hecho reír mucho esta noche, parecía incluso más joven. Pero ahora ya no se reía. Estaba de pie en medio de la oscuridad mirando fijamente la lluvia de meteoros mientras Sartori la contemplaba a ella con admiración.

La había encontrado tres horas antes, vagando por la Feria de San Juan de Hampstead Heath y con su encanto no le había resultado muy difícil conseguir que lo dejase acompañarla. La feria no iba muy bien, con tan poca gente por la calle, así que cuando cerraron las atracciones, cosa que hicieron al primer signo del atardecer, Sartori la convenció para que fuera al centro con él. Comprarían un poco de vino, le dijo, y pasearían; encontrarían un lugar para sentarse, charlar y contemplar las estrellas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había permitido seducir a alguien (Judith había sido otro tipo de reto, algo completamente diferente) pero no le costó demasiado recordar los trucos del oficio y tuvo la satisfacción de contemplar cómo se desmoronaba la resistencia de la joven; además, el vino que había consumido contribuyó mucho a mitigar el dolor de las derrotas recientes.

La muchacha (se llamaba Mónica) era tan encantadora como dócil. Al principio sus ojos sólo se encontraban con los de Sartori de una forma tímida pero todo eso formaba parte del juego y él se conformó con seguirle la corriente un rato para distraerla de la inminente tragedia. Vergonzosa como era, la muchachita no rechazó al hombre cuando este sugirió que dieran un paseo por los solares de los edificios derribados detrás de Shiverick Square, aunque comentó algo sobre que quería que él la tratara con cuidado. Y eso hizo. Caminaron juntos en medio de la oscuridad hasta que encontraron un punto donde la maleza era menos espesa y se formaba una especie de bosquecillo. El cielo estaba despejado sobre sus cabezas y la joven tenía allí una hermosa visión de la lluvia de meteoros que desaparecían en el cielo.

—Siempre hace que me dé un poco de miedo —le dijo ella con un acento arrabalero carente de encanto—. Mirar las estrellas, quiero decir.

—¿Y eso por qué?

—Bueno… somos tan pequeños, ¿verdad?

Sartori le había pedido antes que le hablara un poco de su vida y la joven le había ofrecido retazos de su biografía, primero sobre un chico llamado Trevor, que le había dicho que la quería pero que se había ido con su mejor amiga; luego sobre la colección de ranas de porcelana de su madre y cuánto le gustaba vivir en España porque allí todo el mundo era mucho más feliz. Pero ahora, sin que le preguntara nada, la chica le dijo que no le importaban nada España, Trevor, ni las ranas de porcelana. Era feliz, dijo y la visión de las estrellas, que normalmente la asustaba, hoy la hacía sentir deseos de volar, a lo que él le contestó que, de hecho, podían volar juntos, sólo tenía que pedirlo.

Y al oír eso, la muchacha apartó la vista del cielo con un suspiro resignado.

—Sé lo que quieres —dijo—. Sois todos iguales. Volar. ¿Así es como lo llamas tú entonces?

Sartori dijo que lo había entendido mal, por completo. No la había traído aquí para manosearla y molestarla. Eso estaba muy por debajo de los dos.

—¿Entonces qué? —le preguntó ella.

Le respondió con un gesto de la mano, demasiado rápido para que pudiera contradecirlo. El segundo acto primario, después de aquel para el que ella pensó que la había traído aquí. La lucha que presentó fue casi tan resignada como su suspiro anterior y estaba muerta en el suelo en menos de un minuto. Sobre su cabeza las estrellas seguían cayendo con una abundancia que recordaba del momento que había vivido doscientos años antes. Una lluvia de cuerpos celestiales impropia de aquella estación, una lluvia que presagiaba los asuntos de la noche siguiente.

Desmembró y destripó a la muchacha con el mayor de los cuidados y depositó los trozos alrededor del claro de un modo consagrado por los siglos. No había necesidad de apresurarse. Este oficio era mejor completarlo en los momentos más lúgubres que preceden al alba y todavía quedaban unas horas para entonces. Cuando esos momentos llegaran y se llevara a cabo el oficio, había depositado grandes esperanzas en el resultado. El cuerpo de Godolphin estaba ya frío cuando lo había utilizado y su propietario no era lo que se dice inocente. Las criaturas que había podido tentar en el In Ovo con un cebo tan poco apetecible habían sido por tanto primitivas. Mónica, por otro lado, era un cuerpo cálido y no había vivido lo suficiente para estar muy manchada. Su muerte abriría una brecha más profunda en el In Ovo que la de Godolphin y a través de ella, Sartori esperaba atraer a una especie muy concreta de oviáceo, adaptada de una forma única al trabajo que traería la mañana: una especie lustrosa, dura y amarga que lo ayudaría a demostrar, antes de que cayera la noche, lo que era capaz de hacer un niño nacido para destruir.