Capítulo 2

En cualquier lugar salvo este, a Cortés quizá le hubiera frustrado la visión de tantas puertas selladas, pero a medida que Lazarevich lo iba acercando a la Torre del Eje, el ambiente se iba espesando de tal modo debido al miedo que se alegraba de que lo que fuera que esperara detrás de esas puertas permaneciera encerrado. Su guía apenas hablaba, y cuando lo hacía era para sugerir que Cortés hiciera el resto del viaje sólo.

—Ya queda muy poco —no dejaba de decir—. Ya no me necesitáis.

—Ese no es el trato —le recordaba Cortés, y Lazarevich maldecía y lloriqueaba y luego seguía adelante un poco más, en silencio, hasta que un chillido procedente de uno de los pasillos, o una gota de sangre vislumbrada en el suelo pulido, lo hacía pararse en seco y comenzar de nuevo su pequeño discurso.

En ningún momento de este viaje los desafiaron. Si estas gigantescas salas habían zumbado alguna vez repletas de actividad (y dado que en ellas se podían perder pequeños ejércitos, Cortés dudaba que alguna vez hubiera sido ese el caso), ahora estaban prácticamente desiertas. Los pocos sirvientes y burócratas que encontraron estaban muy ocupados marchándose; cargados con pertenencias reunidas a toda prisa se apresuraban por los pasillos. La supervivencia era su principal prioridad. Apenas le lanzaron una mirada al soldado cubierto de sangre o a su compañero mal vestido.

Al fin llegaron a una puerta, esta sin sellar, que Lazarevich se negó en redondo a traspasar.

—Ésta es la Torre del Eje —dijo, apenas se oía su voz.

—¿Cómo sé que estás diciendo la verdad?

—¿Es que no lo sentís?

Ahora que el otro lo decía, Cortés sí que sintió una sutil sensación, apenas lo bastante fuerte para poder llamarlo cosquilleo, en las puntas de los dedos, en los testículos y en los senos nasales.

—Es la torre, lo juro —susurró Lazarevich.

Cortés lo creyó.

—De acuerdo —dijo—. Has cumplido con tu obligación, será mejor que te vayas.

El hombre esbozó una amplia sonrisa.

—¿Lo decís en serio?

—Sí.

—Oh, gracias. Seáis quienes seáis. Gracias.

Antes de que pudiera escabullirse, Cortés lo cogió por el brazo y lo acercó a él.

—Dile a tus hijos —le dijo— que no sean soldados. Poetas, quizá, o limpiabotas. Pero no soldados. ¿Entendido?

Lazarevich asintió con violencia aunque Cortés dudaba que hubiera comprendido una sola de aquellas palabras. Su único pensamiento era escapar: echó a correr en cuanto Cortés lo soltó y se perdió de vista en dos o tres segundos. Tras volverse hacia las puertas de cobre batido, Cortés las empujó unos centímetros y se deslizó en el interior. Las terminaciones nerviosas de su escroto y de las palmas de las manos sabían que había algo de cierta importancia cerca (lo que había sido una sensación sutil ya era casi dolorosa), aunque las tinieblas que cubrían la habitación en la que entró le negaron la visión. Permaneció al lado de la puerta hasta que fue capaz de encontrarle algún sentido a lo que tenía delante. No era, al parecer, la Torre del Eje en sí, sino una especie de antecámara, tan maloliente como la habitación de un enfermo. Las paredes estaban desnudas y el único mobiliario era una mesa sobre la que yacía la jaula volcada de un canario, la puerta estaba abierta y su ocupante había volado. Más allá de la mesa, otra puerta, que tomó y lo llevó a un pasillo más rancio aún que la habitación que acababa de dejar. La fuente de la agitación de sus terminaciones nerviosas ya era audible: un tono firme que en otras circunstancias podría haber sido tranquilizador. Al no saber de dónde venía, Cortés giró a la derecha y bajó deslizándose con cautela por el pasillo. Un tramo de escaleras se perdía a su izquierda, pero decidió no cogerlas y su instinto se vio premiado por el fulgor de una luz un poco más adelante. El tono del Eje se hizo más insistente a medida que avanzaba, lo que sugería que esta ruta era un callejón sin salida, pero él siguió dirigiéndose hacia la luz para asegurarse de que no tenían prisionero a Pai en una de estas antecámaras.

Cuando llegó a una media docena de pasos de la habitación, alguien cruzó la puerta y traspasó su campo de visión demasiado rápido para que pudiera verlo. Se aplastó contra la pared y se deslizó hacia la habitación. Una mecha, colocada en un cuenco de aceite sobre una mesa, derramaba la luz que lo había atraído hasta allí. A su lado, varios platos contenían los restos de una comida. Cuando alcanzó la puerta, esperó allí a que el hombre (el turno de noche, supuso) volviera a quedar visible. No tenían ningún deseo de matarlo a menos que fuera estrictamente necesario. Ya habría suficientes viudas y huérfanos en Yzordderrex mañana por la mañana sin que él añadiera más a la cuenta. Oyó que el hombre se tiraba no uno sino varios pedos, con el abandono de alguien que se cree sólo; luego lo oyó abrir otra puerta y los pasos se alejaron.

Cortés se arriesgó a mirar tras la jamba de la puerta. La habitación estaba vacía. Entró de inmediato con la intención de coger de la mesa los dos cuchillos que esperaban allí. En uno de los platos había un surtido ya saqueado de dulces y no pudo resistirse.

Escogió el más suculento, y se lo había metido en la boca cuando el hombre que tenía detrás elijo:

—¿Rosengarten?

Se dio la vuelta, y cuando su mirada se posó en el rostro que Jo contemplaba al otro lado de la habitación, apretó la mandíbula conmocionado y partió el dulce entre los dientes. Se mezclaron la visión y el azúcar, lengua y ojos alimentaron su cerebro con tal dulzura que se tambaleó.

El rostro que tenía ante él era un espejo vivo: sus ojos, su nariz, su boca, su línea del pelo, su porte, su desconcierto, su cansancio. En todo salvo el corte de la ropa y la suciedad bajo las uñas, otro Cortés. Pero no con ese nombre, seguro.

Tras tragar el licor dulce del bombón, Cortés dijo con mucha lentitud:

—¿Quién… por Dios bendito… eres tú?

La conmoción abandonaba el rostro del otro, sustituida por la diversión. Sacudió la cabeza.

—… maldito kreauchee…

—¿Así te llamas? —respondió Cortés—. ¿Maldito kreauchee?

Había oído cosas más raras durante sus viajes. Pero la pregunta sólo sirvió para divertir al otro aún más.

—No es mala idea —replicó—. Desde luego, llevo suficiente en mi organismo. El autarca Maldito Kreauchee. Tiene cierta sonoridad.

Cortés escupió el bombón de la boca.

—¿Autarca? —dijo.

La risa huyó del rostro del otro.

—Ya lo has dejado claro, voluta de humo. Ahora vete a tomar por culo por ahí. —Cerró los ojos—. Domínate —medio susurró—. Es el puto kreauchee. Ya ha ocurrido antes y volverá a ocurrir.

Fue entonces cuando Cortés lo entendió.

—Crees que me estás soñando, ¿no?

El Autarca abrió los ojos y se encolerizó al ver que la alucinación todavía seguía por allí.

—Te he dicho… —dijo.

—¿Qué es eso del kreauchee? ¿Una especie de bebida alcohólica? ¿María? ¿Crees que soy un mal viaje? Bueno, pues no lo soy.

Dio un paso hacia el otro, que se retiró alarmado.

—Vamos —dijo Cortés al tiempo que extendía la mano—. Tócame. Soy real. Estoy aquí. Me llamo John Zacharias y he hecho un viaje muy largo para verte. No creía que esa fuera la razón, pero ahora que estoy aquí, estoy seguro de que lo era.

El Autarca se llevó los puños a las sienes, como si quisiera sacarse a golpes el sueño de la droga del cerebro.

—No es posible —dijo. Había algo más que incredulidad en su voz, había una inquietud que se parecía mucho al miedo—. No puedes estar aquí. No después de todos estos años.

—Bueno, pues lo estoy —dijo Cortés—. Estoy tan confundido como tú, créeme. Pero aquí estoy.

El Autarca lo estudió, volvía la cabeza a un lado y al otro como si todavía esperara encontrar algún ángulo desde el que contemplar a su visitante que pusiera de manifiesto que no era más que una aparición. Pero después de estudiarlo de ese modo durante un minuto, se rindió y se limitó a mirar fijamente a Cortés con el rostro convertido en un laberinto de arrugas.

—¿De dónde has venido? —dijo con lentitud.

—Creo que ya lo sabes —respondió Cortés.

—¿Del Quinto?

—Sí.

—Has venido para derrocarme, ¿verdad? ¿Por qué no lo vi? ¡Fuiste tú el que empezaste esta revolución! ¡Estabas ahí fuera, en las calles, sembrando la revuelta! No me extraña que no pudiera acabar con los rebeldes. No dejaba de preguntarme: ¿quién es? ¿Quién está ahí fuera conspirando contra mí? Ejecución tras ejecución, purga tras purga y nunca conseguí llegar al que estaba en el centro de todo. El que era tan inteligente como yo. Las noches que yací despierto pensando: «¿quién es, quién?», hice una lista más larga que mi brazo. Pero nunca te puse a ti, maestro. Nunca puse a Sartori.

Oír al Autarca pronunciar su propio nombre ya fue bastante sobrecogedor, pero este segundo nombre engendró toda una rebelión en el organismo de Cortés. Su cabeza se llenó del mismo estrépito que lo había acosado en el andén de Mai-ké, y de su vientre manó todo su contenido en una sola arcada de bilis. Estiró la mano hacia la mesa para apoyarse, pero no alcanzó el borde y se deslizó al suelo ya salpicado de su propio vómito. Se revolcó en su propia suciedad, intentó sacudirse el ruido de la cabeza pero todo lo que consiguió fue desatar la confusión de sonidos y dejar que las palabras que ocultaban salieran a la luz.

¡Sartori! ¡Él era Sartori! No desperdició aliento cuestionando el nombre. Era suyo y lo sabía. Y qué mundos había en ese nombre: más desconcertantes que cualquier cosa que hubieran desvelado los Dominios, se abrían ante él como ventanas arrancadas por el viento que nunca más podrían volver a cerrarse.

Oyó el nombre pronunciado en un centenar de recuerdos. Una mujer lo suspiraba al rogarle que volviera a su lecho desordenado. Un sacerdote marcaba a golpes las sílabas en su púlpito, al tiempo que profetizaba la condenación eterna. Un jugador lo soplaba en el hueco de las manos para que bendijera los dados. Hombres condenados lo convertían en plegaria; los borrachos en burlas; los libertinos en canciones.

¡Ah, pero qué famoso había sido! En la Feria de San Bartolomé había habido compañías de teatro que se habían llenado los bolsillos contando su vida en una farsa. Un burdel de Bloomsbury había presumido de una antigua monja a la que sus caricias habían conducido a la ninfomanía y que recitaba los conjuros de Sartori (o eso decía) mientras la follaban. Era el paradigma de todas las cosas fabulosas y prohibidas: una amenaza para los hombres razonables; para sus esposas, un vicio secreto. Y para los niños (los niños, que pasaban por su casa tras el pertiguero) era una canción infantil:

El maestro Sartori

Quiere un poco de gloria, que sí.

Adora a los gatos,

Adora a los perros,

Convierte a las damas en matos,

Hizo unos gorritos

Con unos ratoncitos;

Pero esa es otra historia, que sí.

Este sonsonete, que repetían en su cabeza las voces agudas de los huérfanos de la parroquia, a su manera era peor que las maldiciones del púlpito, que los sollozos o que las plegarias. Rodaba y rodaba, a su necia manera, sin encontrar significado ni música en su camino. Como su vida sin este nombre: movimiento sin propósito.

—¿Lo habías olvidado? —le preguntó el Autarca.

—Oh, sí —reconoció Cortés; una carcajada espontánea y amarga le subía a los labios con la respuesta—. Me había olvidado.

Incluso ahora que las voces lo volvían a bautizar con su clamor, apenas podía creerlo. ¿Este cuerpo suyo había sobrevivido doscientos años y más en el Quinto Dominio mientras su mente continuaba engañándose, guardando sólo una década de su vida en su conciencia y ocultando el resto? ¿Dónde había vivido todos estos años? ¿Quién había sido? Si lo que acababa de oír era verdad, esta evocación no era más que la primera. Había dos siglos de recuerdos ocultos en algún lugar de su cerebro, esperando a que los descubriera. No le extrañaba que Pai lo hubiera mantenido en la ignorancia. Ahora que lo sabía, la locura estaba muy cerca.

Se levantó apoyándose en la mesa.

—¿Está aquí Pai’oh’pah? —dijo.

—¿El místico? No. ¿Por qué? ¿Ha venido contigo del Quinto?

—Sí, así es.

Una sonrisa crispada recorrió el rostro del Autarca.

—¿No son unas criaturas exquisitas? —dijo—. Yo también he probado uno o dos. Son un placer adquirido, pero una vez que te haces a él, ya no lo vuelves a perder jamás. Pero no, no lo he visto.

—¿A Judith entonces?

—Ah —suspiró—. Judith. Supongo que te refieres a la dama de Godolphin. Se hacía llamar de muchas formas, ¿no es cierto? Claro que lo mismo hacíamos todos. ¿Cómo te llaman a ti en estos tiempos?

—Ya te lo he dicho. John Furia Zacharias. O Cortés.

—Yo tengo unos cuantos amigos que me conocen por Sartori. Me gustaría contarte entre ellos. ¿O quieres recuperar tu nombre?

—Cortés servirá. Estábamos hablando de Judith. La vi esta mañana, abajo, en el puerto.

—¿Viste a Cristo allí abajo?

—¿De qué estás hablando?

—Volvió aquí diciendo que había visto al Hombre de los Pesares. Tenía metido en el cuerpo el miedo al Señor. Maldita zorra chiflada. —Suspiró—. Fue muy triste, la verdad, verla así. Al principio pensé que había tomado demasiado kreauchee pero no. Al final se había vuelto loca. Le salía hasta por las orejas.

—¿De quién estamos hablando? —dijo Cortés, que pensaba que uno u otro habían extraviado el rumbo de la conversación.

—Yo estoy hablando de Quaisoir, mi mujer. Vino conmigo del Quinto.

—Yo estaba hablando de Judith.

—Yo también.

—Estás diciendo…

—Que hay dos. Por el amor de Dios, fuiste tú el que hiciste a una de ellas, ¿o es que has olvidado eso también?

—Sí. Sí, lo había olvidado.

—Era hermosa, pero tampoco merecía la pena perder Imajica por ella. Ese fue tu gran error. No se puede estar al plato y a las tajadas. Yo no habría nacido, Dios estaría en su cielo y tú serías el papa Sartori. ¡Ja! ¿Por eso has vuelto? ¿Para convertirte en papa? Ya es demasiado tarde, hermano. Mañana por la mañana, Yzordderrex no será más que un montón de ceniza humeante. Es la última noche que paso aquí. Me voy al Quinto. Voy a construir un nuevo imperio allí.

—¿Por qué?

—¿No recuerdas la cancioncilla que se cantaba? Por la gloria.

—¿Es que aún no has tenido suficiente?

—Dímelo tú. No sé lo que hay en mi corazón, pero sea lo que sea lo arrancaron del tuyo. No me digas que no has soñado con el poder. Eras el maestro más grande de toda Europa. Nadie podía tocarte. Eso no se evaporó de la noche a la mañana.

Se acercó a Cortés por primera vez en toda la conversación y estiró el brazo para posar una mano firme en su hombro.

—Creo que deberías ver el Eje, hermano Cortés —dijo el Autarca—. Eso te recordará lo que se siente al tener poder. ¿Puedes caminar?

—Más o menos.

—Vamos, entonces.

Abrió la marcha y entró en el pasillo que los llevó al tramo de escaleras que Cortés había rehusado tomar. Ahora lo hizo y dobló tras Sartori la curva de las escaleras, hasta una puerta que carecía de pomo.

—Los únicos ojos que se han posado sobre el Eje desde que se construyó la torre han sido los míos —dijo—. Y eso lo hace muy sensible al escrutinio.

—Mis ojos son los tuyos —le recordó Cortés.

—Sabrá distinguir la diferencia —respondió Sartori—. Querrá… tantearte. —El trasfondo sexual de aquel comentario no le pasó desapercibido—. Tendrás que echarte y aguantar. Disfruta —dijo—. Pasa pronto.

Y mientras lo decía se chupó el pulgar y lo posó en el rectángulo de piedra del color de la pizarra que había colocado en el medio de la puerta, luego dibujó una cifra con saliva sobre él. La puerta respondió a la señal. Los cerrojos empezaron a ponerse en movimiento.

—Saliva también, ¿eh? —dijo Cortes—. Creí que era sólo el aliento.

—¿Utilizas el pneuma? —dijo Sartori—. Entonces yo también debería poder. Pero no le he cogido el truco. Tendrás que enseñarme, y yo… Te recordaré a cambio unos cuantos ecos.

—No entiendo cómo funciona.

—Entonces aprenderemos juntos —respondió Sartori—. Los principios son bastante sencillos. Materia y mente, mente y materia. Una transforma a la otra. Quizá sea eso lo que vamos a hacer nosotros. Nos vamos a transformar mutuamente.

Y con esa idea, Sartori aplicó la palma de la mano a la puerta y la empujó para abrirla. Aunque tenía un grosor de quince centímetros, se movió sin emitir ni un sólo sonido; con la mano extendida, Sartori invitó a Cortés a entrar sin dejar de hablar.

—Se dice que Hapexamendios colocó el Eje en el medio de Imajica para que su fertilidad fluyera sobre cada Dominio. —Bajó la voz como si fuera a cometer una indiscreción—. En otras palabras —dijo—: éste es el falo del Invisible.

Cortés había visto esta torre desde el exterior, por supuesto, después de todo se elevaba sobre cada torre y cada cúpula del palacio. Pero hasta ahora no había comprendido de verdad su enormidad. Era una torre de piedra cuadrada, de unos veinte o veinticinco metros de lado y tan alta que las luces que ardían en las paredes para iluminar a su único ocupante retrocedían como los ojos de un gato en una autopista hasta que la misma distancia las debilitaba y terminaba borrándolas. Era una visión extraordinaria, pero nada en comparación con el monolito alrededor del que se había construido la torre. Cortés se había estado preparando para un asalto cuando se abriera la puerta, el tono que había oído en su cabeza a medida que se deslizaba por el pasillo de abajo le hacía vibrar los dientes, la carga le quemaba en los dedos. Pero no había nada, ni siquiera un murmullo, y eso, a su manera, era incluso más angustioso. El Eje sabía que él estaba allí, en su cámara, pero guardaba silencio y lo evaluaba sin ruido como él evaluaba al Eje.

Las sorpresas fueron varias. La primera, y la menor, lo hermoso que era, los lados del color de las nubes de tormenta, labrados de tal forma que vetas de luminosidad fluían por su interior como relámpagos ocultos. La segunda, que no estaba colocado en el suelo sino que flotaba, en toda su enormidad, a tres metros del suelo de la torre y arrojaba una sombra tan densa que el aire oscuro era casi un plinto.

—Impresionante, ¿eh? —comentó Sartori, cuyo tono altanero resultaba tan inapropiado como la risa ante un altar—. Puedes pasar por debajo. Vamos. Es muy seguro.

Cortés no sentía ningún deseo de hacerlo, pero era demasiado consciente de que su otro yo lo miraba en busca de debilidades o de cualquier señal de miedo que pudiera usar contra él más tarde. Sartori ya lo había visto vomitar y postrado de rodillas, no quería que el muy cabrón presenciara ninguna otra señal de fragilidad.

—¿Tú no vienes conmigo? —dijo tras darse la vuelta para mirar al Autarca.

—Es un momento muy privado —respondió el otro, y se retiró un poco para dejar que Cortés se aventurara entre las sombras.

Era como volver a meterse en los yermos de las Jokalaylau. El frío le embargó los huesos. Le arrebataron el aliento de los pulmones y apareció ante él convertido en una nube amarga. Jadeó y volvió la cabeza hacia el poder que se elevaba sobre él. Tenía el cerebro dividido entre la necesidad racional de estudiar el fenómeno y el deseo apenas controlable de caer de rodillas y rogarle que no lo aplastara. Vio que el paraíso que había sobre él tenía cinco lados. Uno por cada Dominio, quizá. Y en los costados tallados, destellos de luz aparecían de vez en cuando. Pero no era un simple truco de las junturas y las sombras lo que le daba a la piedra el aspecto de una nube de tormenta. Había movimiento en ella, la roca sólida se agitaba sobre él. Le lanzó una mirada a Sartori, que se había quedado en la puerta y con aire casual se había puesto un cigarrillo entre los labios. La llama que prendió para encenderlo estaba a todo un mundo de distancia, pero Cortés no le envidió su calidez. Por muy helada que estuviera esta sombra, quería que el cielo de piedra se desplegara sobre él y dejara caer su dictamen; quería ver desencadenado el poder que poseía el Eje, aunque sólo fuera para saber que tales poderes y tales veredictos existían. Apartó la vista de Sartori casi con desdén, en su mente tomaba forma una idea: por mucho que el otro dijera que poseía este moaolito, los años que había pasado este en la torre eran momentos apenas en el incalculable promedio de vida de aquel, y en el tiempo que a la piedra le llevaba abrir y cerrar su ojo brumoso él y Sartori habrían llegado y se habrían ido, y la pequeña marca que hubieran dejado habría quedado borrada ya por todos los que les seguían.

Quizá el Eje leyó eso a través de su córtex y dio su aprobación, porque en la luz, cuando vino, había amabilidad. Había sol en la piedra además de relámpagos, calidez además de fuego asesino. Derramaba su fulgor sobre el manto, luego caía en haces de luz, primero a su alrededor, luego sobre su rostro levantado. Aquel momento tenía antecedentes, acontecimientos en el Quinto que habían profetizado esto, la llegada de su padre. Una vez se había encontrado en Highgate Hill, cuando la carretera de la ciudad era una simple pista embarrada y había levantado los ojos para ver cómo las nubes derramaban su gloria de la misma forma que hacían ahora. Había ido a la ventana de su habitación de la calle Gamut y había visto lo mismo. Había visto cómo se despejaba el humo después de una noche de bombardeos (1941, en plenos bombardeos alemanes), y al ver cómo lo atravesaba el sol había sabido en algún lugar demasiado sensible para que lo tocaran que había olvidado algo trascendental, y que si alguna vez lo recordaba (si una luz como esa deshacía el velo en algún momento), el mundo se desplegaría ante él.

Volvió esa convicción, pero esta vez había algo más que una vaga sensación de inquietud para apoyarla. El tono que había resonado en su cabeza había vuelto; acompañaban a la luz e inmersas en ella, descritas por la más sutil variación de su monotonía, oyó las palabras.

El Eje se dirigía a él.

Reconciliador, dijo.

Quiso cubrirse los oídos y dejar fuera esa palabra. Caer al suelo como un profeta que rogase que lo descargaran de alguna obligación divina. Pero la palabra estaba dentro además de fuera. No había forma de escapar de ella.

Aún no se ha terminado el trabajo, dijo el Eje.

—¿Qué trabajo? —dijo él.

Tú sabes qué trabajo.

Lo sabía, por supuesto. Pero tanto dolor había acompañado aquella tarea y él estaba mal equipado para soportarlo otra vez.

¿Por qué negarlo?, dijo el Eje.

Cortés se quedó mirando la luminosidad.

—Fracasé entonces y murió mucha gente. No puedo hacerlo otra vez. Por favor. No puedo.

¿Para qué has venido aquí?, le preguntó el Eje con una voz tan tenue que tuvo que contener la respiración para capturar la forma de las palabras. La pregunta lo devolvió al lecho de Taylor y a aquella necesidad de comprensión.

—Para entender… —dijo.

¿Para entender qué?

—No puedo ponerlo en palabras. Suena tan patético…

Dilo.

—Para entender por qué nací. Por qué nacemos.

Sabes por qué naciste tú.

—No, no lo sé. Ojalá lo supiera pero no lo sé.

Tú eres el Reconciliador de los Dominios. El que ha de sanar Imajica. Escóndete de eso y te escondes del entendimiento. Maestro, existe un tormento peor que el recuerdo, y otro lo sufre porque tú dejas tu trabajo sin terminar. Vuelve al Quinto Dominio y completa lo que empezaste. Convierte los muchos en Uno. Es la única salvación.

El cielo de piedra empezó a agitarse de nuevo y las nubes se cerraron sobre el sol. Con la oscuridad volvió el frío, pero durante unos segundos Cortés no renunció a su lugar bajo la sombra del Eje, todavía conservaba la esperanza de que se abriera alguna brecha y el dios pronunciara una última palabra de consuelo, un susurro quizá, que esta onerosa obligación podía entregarse a otra alma mejor equipada para cumplirla. Pero no ocurrió nada. La visión había pasado y lo único que podía hacer era envolverse con los brazos el cuerpo estremecido y salir tropezando a donde Sartori lo esperaba. El cigarrillo del otro yacía humeante a sus pies, donde se le había caído de entre los dedos. Por la expresión de su rostro estaba claro que, incluso si no había entendido todos los detalles del intercambio que acababa de tener lugar, había captado lo esencial.

—El Invisible habla —dijo, su voz tan apagada como la del dios.

—No es lo que yo quiero —dijo Cortés.

—No creo que este sea el lugar apropiado para negar al dios —dijo Sartori mientras le lanzaba al Eje una mirada intranquila.

—No he dicho que lo estuviera negando —respondió Cortés—. Sólo que no quiero hacerlo.

—Aun así, es mejor discutirlo en privado —susurró Sartori antes de volverse para abrir la puerta.

No guió a Cortés de nuevo a la pequeña y humilde habitación en la que se habían conocido sino a una cámara situada al otro extremo del corredor, una habitación que podía jactarse de tener la única ventana que Cortés había visto en las inmediaciones. Era estrecha y sucia, pero no tan sucia como el cielo que se abría al otro lado. El alba había empezado a tocar las nubes, pero el humo que seguía elevándose en columnas retorcidas de los incendios que ardían más abajo prácticamente anulaba su frágil luz.

—No he venido para eso —dijo Cortés mientras miraba con fijeza las tinieblas—. Yo quería respuestas.

—Las has recibido.

—¿Tengo que aceptar lo que es mío, por muy repugnante que sea?

—Tuyo no, nuestro. La responsabilidad. El dolor… —Hizo una pausa—. Y la gloria, por supuesto.

Cortés lo miró.

—Es mía —dijo con sencillez.

Sartori se encogió de hombros, como si para él eso no tuviera ninguna importancia. En aquel sencillo gesto Cortés vio sus propios ardides en funcionamiento. ¿Cuántas veces se había encogido de hombros de aquel mismo modo, había levantado las cejas, fruncido los labios y apartado la vista aparentando indiferencia? Dejó que Sartori creyera que le funcionaba el farol.

—Me alegro de que lo entiendas —dijo—. La carga es mía.

—Ya has fracasado antes.

—Pero me acerqué mucho —dijo Cortés y fingió tener acceso a un recuerdo que todavía no tenía con la esperanza de arrancarle una refutación más informativa.

—Acercarse no basta —dijo Sartori—. Acercarse es letal. Una tragedia. Mira lo que te hizo a ti. El gran maestro. Vuelves arrastrándote y con sólo la mitad del cerebro.

—El Eje confía en mí.

Eso tocó un punto sensible. De repente Sartori estaba gritando.

—¡El Eje que se vaya a la puta mierda! ¿Por qué tendrías que ser tú el Reconciliador? ¿Eh? ¿Por qué? Durante ciento cincuenta años he gobernado Imajica. Sé usar el poder. Tú no.

—¿Es eso lo que quieres? —dijo Cortés, que había decidido seguir la estela de esa posibilidad—. ¿Quieres ser el Reconciliador en mi lugar?

—Estoy mejor preparado que tú —bramó Sartori—. Tú sólo sirves para perseguir mujeres.

—¿Y qué eres tú? ¿Impotente?

—Sé lo que estás haciendo. Yo haría lo mismo. Me estás provocando para que escupa todos mis secretos. Me da igual. No hay nada que puedas hacer que yo no lo pueda hacer mejor. Tú has desperdiciado todos esos años ocultándote, pero yo los he utilizado. Me he convertido en un constructor de imperios. ¿Qué has hecho tú? —No esperó una respuesta. Conocía demasiado bien al sujeto—. Tú no has aprendido nada. Si empezaras ahora la Reconciliación, cometerías los mismos errores.

—¿Y cuáles fueron?

—Todos se reducen a uno —dijo Sartori—: Judith. Si no la hubieras deseado… —Se detuvo un momento para estudiar a su otro yo—. Ni siquiera te acuerdas de eso, ¿verdad?

—No —dijo Cortés—. Todavía no.

—Déjame contártela, hermano —dijo Sartori poniéndose enfrente de Cortés—. Es una historia muy triste.

—No lloro con facilidad.

—Era la mujer más hermosa de Inglaterra. Algunos decían que de Europa. Pero pertenecía a Joshua Godolphin y él la protegía como a su alma.

—¿Estaban casados?

—No. Era su amante, pero la amaba más que a cualquier esposa. Y por supuesto, él sabía lo que tú sentías, nunca lo ocultaste, y eso hizo que se asustara; oh Dios, cuánto miedo tenía de que antes o después la sedujeras y te la llevaras. Sería fácil. Eras el maestro Sartori, podías hacer lo que quisieras. Pero él era uno de tus mecenas, así que decidiste esperar tu momento, pensabas que quizá se cansara de ella y entonces podrías tenerla sin resentimientos entre vosotros. Pero eso no ocurrió. Pasaron los meses y su devoción era tan intensa como siempre. Jamás habías esperado tanto por una mujer. Empezaste a sufrir como un adolescente enfermo de amor. No podías dormir. Te palpitaba el corazón con sólo oír su voz. Y eso no era bueno para la Reconciliación, por supuesto, que el maestro estuviera consumiéndose de amor, así que Godolphin terminó deseando una solución tanto como tú. Y cuando la hallaste, estaba listo para escuchar.

—¿Cuál era?

—Tú fabricarías otra Judith, indistinguible de la primera. Tenías los lances para hacerlo.

—Entonces él tendría una…

—Y tú también. Sencillo. No, no demasiado sencillo. Muy difícil. Muy peligroso. Pero aquellos eran tiempos embriagadores. Dominios ocultos a los ojos humanos desde el principio de los tiempos estaban a sólo unas ceremonias de distancia. El paraíso era posible. Crear otra Judith parecía poca cosa. Le presentaste la idea y él accedió…

—¿Así de fácil?

—Le doraste un poco la píldora. Le prometiste una Judith mejor que la primera. Una mujer que no envejecería, que no se cansaría de la compañía de sus hijos, o de los hijos de sus hijos. Esta Judith pertenecería a los hombres de la familia Godolphin a perpetuidad. Sería dócil, sería modesta, sería perfecta.

—¿Y qué pensaba el original de todo esto?

—No lo sabía. La drogaste, la subiste a la sala de Meditación de la casa de la calle Gamut, encendiste un fuego abrasador, la desnudaste y empezaste el ritual. La ungiste, la depositaste en un círculo de arena del margen del Segundo Dominio, la tierra más sagrada de toda Imajica. Luego dijiste tus plegarias y esperaste. —El Autarca hizo una pausa para disfrutar de su relato—. Es, permíteme recordártelo, una conjuración muy larga. Once horas como mínimo contemplando cómo crece el doppelgänger en el círculo, al lado de su fuente. Tú te habías asegurado de que no hubiera nadie más en la casa, por supuesto, ni siquiera tu valioso místico. Era un ritual muy secreto. Así que estabas sólo y pronto te aburriste. Y cuando te aburrías, te emborrachabas. Así que allí estabas, sentado en la habitación con ella, contemplando su perfección a la luz del fuego, obsesionado con su belleza. Y al final, ya medio loco por culpa del coñac, cometiste el error más grande de tu vida: te arrancaste la ropa, entraste en el círculo y le hiciste casi todo lo que un hombre le puede hacer a una mujer, aunque ella estaba en estado comatoso y tú sufrías alucinaciones por culpa del ayuno y la bebida. No la follaste una sola vez, lo hiciste una y otra vez, como si quisieras elevarte en su interior. Una y otra vez. Luego caíste en un estupor a su lado.

Cortés comenzó a ver el error que se cernía sobre él.

—¿Me quedé dormido en el círculo?

—En el círculo.

—Y la consecuencia fuiste tú.

—Así es. Y déjame decirte que fue todo un nacimiento. La gente dice que no recuerda el momento en el que vino al mundo, pero yo sí. Recuerdo que abrí los ojos en el círculo, con ella a mi lado y esas lluvias de materia que caían sobre mí y se coagulaban alrededor de mi espíritu. Y se convertían en hueso. Se convertían en carne. —De su rostro había desaparecido toda expresión—. Recuerdo —dijo— que en un momento determinado ella se dio cuenta de que no estaba sola, se volvió y me vio echado a su lado. Yo estaba sin terminar. Toda una lección de anatomía, mojado y en carne viva. Jamás he olvidado el ruido que hizo…

—¿Y yo no desperté en ningún momento?

—Tú te habías arrastrado al piso de abajo para mojarte la cabeza y te habías quedado dormido. Lo sé porque fui yo el que te encontró, más tarde, tirado sobre la mesa del comedor.

—¿La conjuración siguió funcionado a pesar de que abandoné el círculo?

—Eres todo un técnico, ¿eh? Sí, aun así funcionó. Eras un sujeto fácil. Se necesitaban horas para decodificar a Judith y hacer su doppelgänger. Pero tú estabas incandescente. El eco te leyó en cuestión de minutos y me hizo en un par de horas.

—¿Supiste quién eras desde el principio?

—Oh, sí. Era tú, en tu lujuria. Era tú, repleto de ebrias visiones. Era tú, alguien que quería follar y follar y conquistar y conquistar. Pero también era tú cuando ya no lo podías hacer peor, con los huevos vacíos y la cabeza vacía, como si allí se hubiera instalado la muerte, sentado entre sus piernas intentando recordar para qué vivías. También era ese hombre, y era aterrador tener ambos sentimientos en mi interior a la vez.

El Autarca hizo una pequeña pausa.

—Sigue siéndolo, hermano.

—Te habría ayudado, seguro, si hubiera sabido lo que había hecho.

—O me habrías rematado —dijo Sartori—. Me habrías sacado al jardín y me habrías pegado un tiro como si fuera un perro rabioso. No sabía lo que harías, así que fui al piso de abajo. Roncabas como un carretero. Te miré durante un buen rato, quería despertarte, quería compartí el terror que sentía, pero llegó Godolphin antes de que yo reuniera el valor para hacerlo. Fue justo antes del amanecer. Había venido para llevar a Judith a casa. Me escondí. Contemplé cómo te despertaba Godolphin, os oí hablar, os vi subir las escaleras como dos hombres a punto de ser padres y entrar en la sala de meditación. Luego oí los gritos de alegría y supe de una vez para siempre que yo no era un hijo deseado.

—¿Qué hiciste?

—Robé algo de dinero y algunas ropas. Luego me escapé. El miedo desapareció después de un tiempo. Empecé a darme cuenta de lo que era, del saber que poseía. Y me di cuenta de que tenía esta… ansia. Tu ansia. Quería gloria.

—¿Y esto es lo que hiciste para conseguirla? —dijo Cortés mientras se volvía hacia la ventana. La devastación que había abajo era cada vez más clara a medida que se afianzaba la luz del cometa—. Gran trabajo, hermano.

—En otro tiempo esta fue una gran ciudad. Y habrá otras, igual de magníficas. Más espléndidas porque esta vez seremos dos los que las construyamos. Y dos los que las gobernemos.

—Te has equivocado conmigo —dijo Cortés—. Yo no quiero un imperio.

—Pero no puede dejar de surgir —dijo Sartori, enardecido por la visión—. Tú eres el Reconciliador, hermano. Eres el que ha de sanar Imajica. ¿Sabes lo que podría suponer eso para los dos? Si reconcilias los Dominios tendrá que haber una gran ciudad, una nueva Yzordderrex que los gobierne de un extremo a otro. Yo la fundaré y la administraré, y tú puedes ser el Papa.

—No quiero ser Papa.

—¿Qué quieres entonces?

—A Pai’oh’pah, para empezar. Y encontrarle algún sentido a todo esto.

—Nacer para ser el Reconciliador ya tiene sentido suficiente para cualquiera. No necesitas más objetivos. No huyas de ello.

—¿Y para qué naciste tú? No puedes construir ciudades para siempre. —Clavó los ojos en la desolación—. ¿Por eso la has destruido? —preguntó—. ¿Para poder empezar otra vez?

—Yo no la destruí. Hubo una revolución.

—Que tú alimentaste, con tus masacres —dijo Cortés—. Estaba en una pequeña aldea llamada Beatrix hace unas semanas…

—Ah, sí. Beatrix. —Sartori aspiró una buena bocanada de aire—. Eras tú, por supuesto. Sabía que había alguien vigilándome, pero no sabía quién. Me temo que la frustración me convirtió en un ser cruel.

—¿Llamas a eso cruel? Yo lo llamo inhumano.

—Quizá te lleve un poco de tiempo entenderlo, pero de vez en cuando son necesarios tales extremos.

—Conocía a algunas de aquellas personas.

—Jamás tendrás que ensuciarte las manos con asuntos tan desagradables. Yo haré todo lo que sea necesario.

—Yo también —dijo Cortés.

Sartori frunció el ceño.

—¿Es eso una amenaza? —dijo.

—Esto empezó conmigo y terminará conmigo.

—¿Pero con qué yo, maestro? ¿Ése —señaló a Cortés—, o éste? No lo ves, no estamos hechos para ser enemigos. Podemos lograr muchas más cosas si trabajamos juntos. —Posó la mano en el hombro de Cortés—. Teníamos que encontrarnos. Por eso el Eje guardó silencio durante todos estos años. Estaba esperando que vinieras, que volviéramos a reencontrarnos. —Su rostro se abatió—. No seas mi enemigo. La idea de…

Lo interrumpió un grito de alarma procedente del exterior de la habitación. Le dio la espalda a Cortés y se encaminó a la puerta al mismo tiempo que un soldado aparecía en el corredor que había detrás, con la garganta abierta y la mano intentando restañar los borbotones sin mucho éxito. Tropezó, cayó contra la pared y resbaló hasta el suelo.

—Ya debe de estar aquí la turba —comentó Sartori con un dejo de satisfacción—. Es hora de que tomes una decisión, hermano. ¿A partir de aquí continuamos juntos, o quieres que gobierne el Quinto yo sólo?

Se elevó un nuevo estruendo, lo bastante fuerte para ahogar cualquier otro intercambio; Sartori interrumpió sus consejos y salió al corredor.

—Quédate aquí —le dijo a Cortés—. Piensa en ello mientras esperas.

Cortés hizo caso omiso de la orden. En cuanto Sartori dobló la esquina, él lo siguió. La conmoción murió en cuanto lo hizo, y a su paso quedó sólo el silbido grave de la tráquea del soldado, ruido que lo acompañó en su persecución. Cortés aceleró el paso, de repente temía que una emboscada estuviera aguardando a su otro yo. No cabía duda de que Sartori merecía la muerte. No cabía duda de que la merecían los dos. Pero había muchas cosas que aún no le había sacado a su hermano, sobre todo en relación con el fracaso de la Reconciliación. Había que guardarlo de todo mal, al menos hasta que Cortés le hubiera arrancado todas las piezas del rompecabezas. Llegaría el momento en que los dos tendrían que pagar el precio de todos sus excesos, pero ese momento no había llegado todavía.

Al pasar por encima del soldado muerto, oyó la voz del místico. La única palabra que pronunció fue: «Cortés».

Al oír ese tono (como ningún otro que hubiera oído o soñado jamás), toda preocupación por el bienestar de Sartori, o por el suyo propio, quedó aplastada. Su único pensamiento era llegar al lugar donde estaba el místico, posar sus ojos sobre él y rodearlo con sus brazos. Habían estado separados demasiado tiempo. Nunca más, se juró mientras corría. Fueran cuales fueran los edictos o las obligaciones que se presentaran ante ellos, fuera cual fuera la maldad que intentara separarlos, nunca más dejaría ir al místico.

Dobló la esquina. Delante se encontraba la puerta que llevaba a la antecámara. Sartori estaba en el otro extremo, ya casi había desaparecido, pero al oír que Cortés se aproximaba, se giró y volvió los ojos hacia el corredor. Se descompuso la sonrisa de bienvenida que lucía en honor de Pai’oh’pah, y en dos zancadas había alcanzado la puerta para cerrarla de un portazo ante el rostro de su artífice. Al darse cuenta de que lo habían dejado atrás, Cortés chilló el nombre de Pai, pero la puerta se había cerrado antes de que la sílaba saliera de sus labios y había hundido a Cortés en una oscuridad casi absoluta. El juramento que había hecho segundos antes estaba roto, volvían a estar separados incluso antes de haber podido reunirse. Encolerizado, se arrojó contra la puerta, pero como todo lo demás que había en esta torre, la puerta estaba construida para durar un milenio. Por muy fuerte que la golpeara, todo lo que conseguía era unos cuantos cardenales. Le dolían, pero el recuerdo de la sonrisa obscena de Sartori cuando le contó lo mucho que le gustaban los místicos le escocía todavía más. Era probable que en ese mismo instante el místico estuviese en los brazos de Sartori. Abrazado, besado, poseído.

Se arrojó contra la puerta una última vez y luego renunció a ataques tan primitivos. Cogió aire, lo expulsó en el interior de su puño y estrelló el pneuma contra la puerta tal y como había aprendido a hacer en las Jokalaylau. Había tenido un glaciar bajo su mano en aquella primera ocasión y el hielo se había agrietado sólo después de varios intentos. Esta vez, ya fuera porque su deseo de estar al otro lado de la puerta era más fuerte que las ganas de liberar a las mujeres del hielo, o sencillamente porque ahora era el maestro Sartori, un hombre que tenía nombre propio y que sabía al menos un poco sobre el poder que empuñaba, el acero sucumbió al primer golpe y se abrió una grieta desigual en la puerta.

Oyó gritar a Sartori al otro lado, pero no perdió el tiempo intentando encontrarle algún sentido. En lugar de eso, lanzó un segundo pneuma contra el acero partido y esta vez atravesó con la mano toda la puerta, al tiempo que los trozos volaban bajo su palma. Se llevó el puño a la boca una tercera vez y olió su propia sangre al hacerlo pero, fuera cual fuera el daño que aquello le estaba haciendo, todavía no se expresaba en forma de dolor. Cogió aliento por tercera vez y lo lanzó contra la puerta con un grito que habría hecho avergonzarse a un samurái. Las bisagras chillaron y la puerta se abrió de golpe. La había atravesado aun antes de que cayera al suelo, pero sólo para encontrar abandonada la antecámara que había detrás, al menos por los vivos. Tres cadáveres, compañeros del soldado que había dado la alarma, yacían tirados en el suelo, todos abiertos por una única cuchillada. Saltó sobre ellos para llegar a la puerta; su mano rota aumentaba con sus gotas los charcos que pisoteaba.

El pasillo que se encontraba detrás hedía a humo, como si algo medio podrido se estuviera quemando en las entrañas del palacio. Pero entre las tinieblas, a cincuenta metros de él, vio a Sartori y a Pai’oh’pah. No sabía qué ficción se había inventado Sartori para disuadir al místico de que cumpliera su misión, pero había resultado eficaz. Salían a toda velocidad de la torre sin siquiera lanzar una mirada atrás, como amantes recién escapados de las garras de la muerte.

Cortés cogió aire, no para producir un pneuma esta vez sino un grito. Gritó el nombre de Pai por el pasadizo, dividía el humo con su llamada como si las sílabas pronunciadas por la boca de un maestro tuvieran una presencia literal. Pai se detuvo y miró atrás. Sartori cogió el brazo del místico como si quisiera apurarlo, pero los ojos de Pai ya habían encontrado a Cortés y se negaba a dejarse llevar. En su lugar, se desprendió con un gesto de la mano de Sartori y dio un paso hacia él. La cortina de humo separada por su grito se había vuelto a unir y desdibujaba el rostro del místico, pero Cortés leyó en su cuerpo la confusión que sentía. No parecía saber si debía avanzar o retirarse.

—¡Soy yo! —lo llamó Cortés—. ¡Soy yo!

Vio a Sartori al lado del místico y captó fragmentos de las advertencias que le susurraba, algo sobre que el Eje les había invadido la cabeza.

—No soy ninguna ilusión, Pai —dijo Cortés mientras avanzaba—. Soy yo, Cortés. Soy real.

El místico sacudió la cabeza y volvió los ojos hacia Sartori, luego miró de nuevo a Cortés, confundido por lo que veía.

—Sólo es un truco —decía Sartori, que ya no se molestaba en susurrar—. Vámonos, Pai, antes de que nos domine de verdad. Puede volvernos locos.

Demasiado tarde, quizá, pensó Cortés. Ya se había acercado lo suficiente para la ver la expresión del rostro del místico, y había locura: los ojos muy abiertos, los dientes apretados, el sudor dibujaba riachuelos rojos en la sangre que le salpicaba la mejilla y la frente. El antiguo asesino hacía mucho tiempo que había perdido el apetito por la muerte (eso al menos había quedado claro en la Cuna, cuando había dudado a la hora de matar aunque sus vidas habían dependido de ello), pero lo había hecho aquí, y la angustia que sentía estaba escrita en cada arruga de su rostro. No era extraño que a Sartori le hubiera resultado tan fácil que el místico renunciara a su misión. Estaba al borde del colapso mental. Y ahora que se enfrentaba a dos rostros que conocía y ambos hablaban con la voz de su amante, estaba perdiendo el poco equilibrio que le quedaba.

Pai acercó la mano al cinturón, del que pendía una de las cintas letales que había empuñado el pelotón de ejecución. Cortés la oyó cantar al aproximarse, su hoja no había quedado embotada por la matanza que ya había cometido.

Detrás del místico, Sartori dijo:

—¿Por qué no? No es más que una sombra.

La mirada demente de Pai se intensificó y levantó la aleteante hoja por encima de su cabeza. Cortés se detuvo. Un paso más y estaría al alcance del filo, y tampoco le cabía duda de que Pai estaba listo para usarlo.

—¡Adelante! —dijo Sartori—. ¡Mátalo! Una sombra más o menos…

Cortés miró a Sartori, y ese diminuto movimiento pareció suficiente para espolear al místico. Atacó a Cortés y el filo gimoteó. El hombre se echó hacia atrás para evitar la cuchillada que le habría abierto el pecho si lo hubiera alcanzado, pero el místico estaba resuelto a no cometer el mismo error dos veces y cerró la brecha que quedaba entre ellos de una zancada. Cortés dio un paso atrás y levantó los brazos en un gesto de rendición, pero el místico sólo mostró indiferencia. Quería que aquella locura desapareciera deprisa.

—¿Pai? —jadeó Cortés—. ¡Soy yo! ¡Soy yo! ¡Te dejé en el kesparate! ¿Recuerdas eso?

Pai volvió a balancearse, no una sino dos veces, y la segunda cuchillada alcanzó la parte superior del brazo y el pecho de Cortés, abriéndole la túnica, la camisa y la carne que había debajo. Cortés giró sobre el talón para evitar el siguiente corte y aplicó la mano ya ensangrentadas la herida. Dio un vacilante paso atrás para retirarse, pero sintió contra la espalda la dureza del muro del corredor. No le quedaba otro sitio al que huir.

—¿No se me concede entonces una última cena? —dijo sin mirar al filo sino los ojos de Pai en un intento de traspasar la locura asesina y llegar a la mente cuerda que se refugiaba detrás—. Prometiste que comeríamos juntos, Pai. ¿No te acuerdas? Un pez dentro de un pez dentro…

El místico se detuvo. El filo revoloteaba a su lado.

—… de un pez.

La hoja siguió revoloteando pero no descendió.

—Di que lo recuerdas, Pai. Por favor, di que lo recuerdas.

Detrás de Pai, en algún lugar, Sartori empezó una nueva ronda de exhortaciones, pero para Cortés no eran más que un estruendo sin sentido. Continuó clavando los ojos en la mirada vacía de Pai, buscando alguna señal de que sus palabras habían conmovido a su verdugo. El místico suspiró con el aliento entrecortado y los nudos que le ataban la frente y la boca se desvanecieron.

—¿Cortés?

Este no respondió. Sólo dejó caer la mano del hombro y permaneció apoyado en el muro con los brazos abiertos.

—¡Mátalo! —seguía diciendo Sartori—. ¡Mátalo! ¡Sólo es una ilusión!

Pai se volvió con la hoja aún levantada.

—¡No! —dijo Cortés, pero el místico ya se dirigía hacia el Autarca. Cortés lo llamó de nuevo al tiempo que se apartaba de un empujón de la pared para detenerlo—. ¡Pai! Escúchame…

El místico se dio la vuelta para mirarlo, y en ese instante Sartori se llevó una mano al ojo y con un sólo y suave movimiento agarró algo, luego extendió el brazo y abrió el puño para dejar escapar lo que había arrancado. No el ojo en sí, sino alguna esencia de su mirada salió de la palma de la mano como una bala que dejara un reguero de humo a su paso. Cortés extendió el brazo hacia el místico para apartarlo del camino del eco, pero se le cayó la mano a unos milímetros de la espalda de Pai, y cuando volvió a estirarla el eco golpeó a su amante. Cayó el aleteo de la hoja de la mano del místico cuando el impacto lo arrojó hacia atrás, con los ojos clavados en Cortés al caer en sus brazos. El ímpetu los llevó a los dos al suelo, pero Cortés se apresuró a rodar para salir de debajo del cuerpo del místico y llevarse la mano a la boca para defenderlos a los dos con un pneuma. Pero Sartori ya se retiraba entre el humo, y en su rostro había una expresión que afligiría a Cortés durante los días y noches posteriores. Había en ella más aflicción que triunfo, más dolor que rabia.

—¿Quién nos reconciliará ahora? —dijo, y luego desapareció entre las tinieblas, como si pudiera dominar el humo y se hubiera rodeado de él para ocultarse entre sus pliegues.

Cortés no fue en su busca, sino que volvió con el místico, que permanecía echado allí donde había caído, y se arrodilló a su lado.

—¿Quién era? —dijo Pai.

—Algo que hice —dijo Cortés— cuando era maestro.

—¿Otro Sartori? —dijo Pai.

—Sí.

—Entonces ve tras él. Mátalo. Estas criaturas son las más…

—Más tarde.

—Antes de que escape.

—No puede escapar, mi amor. No hay lugar al que pueda ir donde yo no lo encuentre.

Las manos de Pai se aferraban al lugar donde lo había golpeado la maldad de Sartori, en medio del pecho.

—Déjame ver —dijo Cortés mientras apartaba los dedos de Pai y rasgaba la camisa del místico. La herida era una mancha en su piel, negra en el centro, luego se iba desvaneciendo hasta alcanzar un color amarillo pustuloso en los bordes.

—¿Dónde está Hurra? —le preguntó Pai con la voz entrecortada.

—Está muerta —respondió Cortés—. La asesinó un nullianac.

—Tanta muerte… —dijo Pai—. Me cegó. Te habría matado y ni siquiera habría sabido que lo había hecho.

—No vamos a hablar de la muerte —dijo Cortés—. Vamos a encontrar algún modo de curarte.

—Hay asuntos más urgentes que ese —dijo Pai—. Vine a matar al Autarca…

—No, Pai…

—Ésa fue la sentencia —insistió Pai—. Pero ahora no puedo terminar el trabajo. ¿Querrás hacerlo por mí?

Cortés colocó la mano bajo la cabeza del místico y lo levantó.

—No puedo hacerlo —dijo.

—¿Por qué no? Podrías hacerlo con un aliento.

—No, Pai. Me estaría matando a mí mismo.

—¿Qué?

El místico levantó los ojos y se quedó mirando a Cortés, desconcertado. Pero su perplejidad tuvo una vida muy breve. Antes de que Cortés tuviera tiempo de explicárselo, Pai dejó escapar un largo suspiro lleno de dolor en forma de tres palabras pronunciadas en voz muy baja:

—Oh, Señor mío.

—Lo encontré en la Torre del Eje. Al principio no lo podía creer…

—El autarca Sartori —dijo Pai como si intentara probar la musicalidad de las palabras. Luego, con una endecha en la voz, dijo—: Tiene cierta sonoridad.

—Siempre supiste que yo era maestro, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Pero no me lo dijiste.

—Te dije todo lo que me atreví a decirte. Pero había jurado que nunca te recordaría quién habías sido.

—¿Quién te hizo pronunciar ese juramento?

—Tú, maestro. Sufrías y querías olvidar ese tormento.

—¿Cómo llegué a olvidar?

—Un lance sencillo.

—¿Cosa tuya?

Pai asintió.

—Te serví en eso, como en todo. Hice un juramento, juré que una vez hecho, cuando el pasado quedara oculto, nunca más volvería a mostrártelo. Y los juramentos no se descomponen.

—Pero seguías esperando que yo hiciera las preguntas adecuadas…

—Sí.

—… y que invitara de nuevo a los recuerdos.

—Sí. Y te acercaste mucho.

—En Mai-ké. Y en las montañas.

—Pero nunca te acercaste lo suficiente para liberarme de mi responsabilidad. Tenía que guardar silencio.

—Bueno, pues ya está roto, amigo mío. Cuando te hayas curado…

—No, maestro —dijo Pai—. Una herida como esta no puede curarse.

—Puede curarse y se curará —dijo Cortés, que no estaba dispuesto a permitir que los embargara la idea del fracaso.

Recordó las palabras de Nikaetomaas sobre el campamento que tenían los carestes en la frontera entre el Segundo y el Primer Dominio. Allí había dicho que habían llevado a Estabrook. Allí las curaciones milagrosas eran posibles, según había alardeado.

—Vamos a hacer un gran viaje, amigo mío —dijo al tiempo que empezaba a levantar al místico.

—¿Para qué te vas a partir la espalda? —le dijo Pai—. Despidámonos aquí.

—No te voy a decir adiós aquí ni en ninguna otra parte —dijo Cortés—. Y ahora rodéame el cuello con los brazos, amor mío. Todavía nos queda mucho camino que recorrer juntos.