Capítulo 8
1
Aunque la cama en la que Cortés se había derrumbado la noche anterior olía a rancio y la almohada estaba húmeda bajo su cabeza, no podría haber dormido mejor si lo hubiera mecido en sus brazos la propia Madre Tierra. Cuando despertó, quince horas después, fue para encontrarse con una magnífica mañana de junio y las horas sin sueños que había dejado atrás les habían proporcionado nuevas fuerzas a sus músculos. No había gas, electricidad ni agua caliente así que se vio obligado a ducharse y afeitarse con agua fría, una experiencia vigorizante y sangrienta respectivamente. Hecho eso, se tomó un poco de tiempo para evaluar el estado de su estudio. No había permanecido indemne por completo durante su ausencia. En algún momento había entrado una antigua novia o bien un ladrón muy especial (había dejado abiertas dos de las ventanas, así que acceder al piso no había presentado demasiadas dificultades) y el intruso había robado tanto ropa como algunas chucherías más personales. Pero había pasado tanto tiempo desde que había vivido allí que fue incapaz de recordar con precisión qué faltaba: algunas cartas y postales de la repisa de la chimenea, unas cuantas fotografías (aunque no le gustaba que le grabaran de esa forma, por lo que ahora eran razones obvias), unas cuantas joyas (una cadena de oro, dos anillos, un crucifijo). El robo no le molestó demasiado. Jamás había sido ni sentimental ni acaparador. Los objetos eran como las revistas de moda: atractivas un día, descartadas de inmediato.
Había otras señales algo más desagradables de su ausencia en el baño, donde la ropa que había dejado a secar antes de su partida había criado una pelusa verde, y en la nevera, cuyas estanterías estaban salpicadas de lo que parecía una especie de crisálidas que apestaban a putrefacción. Pero antes de que pudiese empezar de verdad a limpiar todo aquello, necesitaba tener luz en la casa y para eso iba a hacer falta un poco de politiqueo. No era la primera vez que le cortaban el gas, el teléfono y la electricidad, malas rachas entre falsificaciones y protectoras en las que se había quedado sin fondos. Pero tenía bien ensayado el discursito que lograba que lo volvieran a conectar todo y esa tenía que ser su primera prioridad.
Se vistió con la ropa más limpia que encontró y bajó a presentarse ante la venerable pero un poco chiflada señora Erskine, que ocupaba el apartamento del piso bajo. Era ella la que le había abierto la puerta el día anterior y le había comentado con su inocencia habitual que parecía que lo habían medio matado a patadas, a lo que él había respondido que asiera como se sentía. La buena señora no hizo preguntas sobre su ausencia, cosa que no le sorprendió dado que su ocupación del estudio había sido siempre esporádica, pero sí que le preguntó si iba a quedarse un tiempo esta vez. Cortés le contestó que eso creía y ella le respondió que se alegraba de oírlo porque durante estos meses de verano la gente siempre se volvía loca y desde la muerte del señor Erskine a ella le entraba miedo de vez en cuando.
La anciana hizo un poco de té mientras él se valía del teléfono para llamar a los servicios que había perdido. Fue frustrante. Había perdido el don de embrujar a las mujeres con las que hablaba para que le hicieran algún favor. En lugar de un intercambio de halagos, a Cortés le sirvieron una ensalada fría de oficiosidad y condescendencia. Tenía facturas sin pagar, le dijeron y no le volverían a conectar el suministro hasta que se realizara el pago. Comió algunas tostadas que le había preparado la señora Erskine, se tornó varias tazas de té y luego bajó al sótano y le dejó una nota al conserje para decirle que volvía a ocupar su domicilio y si por favor podría conectarle el agua caliente.
Hecho eso, subió de nuevo a su estudio y echó los cerrojos tras él. Había decidido que con una conversación al día tenía suficiente. Cerró las persianas de las ventanas y encendió dos velas. Soltaron un poco de humo cuando empezaron a arder las mechas pero su luz era más cálida que el resplandor del sol y con ella empezó a revisar la nevada de correo que se había reunido detrás de la puerta. Había facturas en abundancia, por supuesto, impresas en papeles de colores cada vez más airados, además de la inevitable propaganda. Había muy pocas cartas personales pero entre ellas se encontraban dos que lo hicieron detenerse. Ambas eran de Vanessa, cuyo consejo de que se rebanase la embustera garganta había encontrado un eco tan doloroso en la exhortación de Atanasio en la Mácula. Ahora le escribía que lo echaba de menos y que no pasaba un día sin que pensara en él. La segunda misiva era incluso más directa. Quería que volviera a su vida. Si quería enredarse con otras mujeres, ella aprendería a adaptarse. ¿No querría al menos ponerse en contacto con ella? La vida era demasiado corta para guardar rencor, por ambas partes.
Lo alentaron un tanto las súplicas de su antigua amiga e incluso más una carta de Klein, garabateada con tinta roja sobre un papel de color rosa. Los matices levemente amanerados de Chester se elevaron de la página cuando Cortés la examinó.
«Mi querido Espurio», había escrito Klein. «¿De quién es el corazón que estás rompiendo y en dónde? Decenas de mujeres desesperadas sollozan en estos momentos en mi regazo, rogándome que te perdone tus pecados y te invite a volver al seno de la familia. Entre ellas, la deliciosa Vanessa. Por el amor de Dios, ven a casa e impide que tenga que seducirla. Tengo la ingle húmeda por ti».
Así que Vanessa había acudido a Klein: auténtica desesperación. Aunque su ex sólo había visto a Chester una vez, que Cortés recordara, con posterioridad había manifestado que lo odiaba. Cortés guardó las tres cartas aunque no tenía ninguna intención de prestar atención a sus llamamientos. Sólo había un reencuentro que esperaba con impaciencia y era con la casa de Clerkenwell. Sin embargo, era incapaz de enfrentarse a la idea de aventurarse a salir a plena luz del día. Las calles estarían demasiado iluminadas y llenas de gente, esperaría hasta que cayera la oscuridad, cuando pudiera cruzar la ciudad como el ser invisible que aspiraba a ser. Aplicó una cerilla al resto de las cartas y contempló cómo ardían. Luego volvió a la cama y durmió durante toda la tarde para prepararse para los asuntos de esa noche.
2
Esperó hasta que aparecieron las primeras estrellas en un cielo de un elegiaco color azul antes de subir las persianas. La calle estaba tranquila pero dado que carecía de dinero para coger un taxi, sabía que tendría que rozarse con muchas personas antes de llegar a Clerkenwell. En una tarde tan agradable como esta, Edgeware Road estaría atestada y habría toda una multitud en el metro. Lo mejor que podía hacer para llegar a su destino sin que lo miraran era vestirse de la forma más insulsa posible. Se tomó un poco de tiempo para rebuscar entre su mermado guardarropa algo que lo convirtiese en alguien casi invisible. Una vez vestido, bajó a pie hasta Marble Arch y entró en el metro. Sólo había cinco estaciones hasta Chancery Lane, que lo dejaría en los límites de Clerkenwell pero después de dos tuvo que bajarse, jadeaba y sudaba como si tuviera claustrofobia. Maldijo la nueva debilidad que había encontrado en su interior y se sentó en la estación durante media hora mientras iban pasando más trenes, incapaz de encontrar el valor para subirse. ¡Qué ironía! Ya ves, el antiguo viajero por los paisajes más agrestes de Imajica era ahora incapaz de viajar tres kilómetros en metro sin sufrir un ataque de pánico. Esperó hasta que amainaron sus temblores y apareció un tren menos atestado. Entonces volvió a subir y se sentó cerca de la puerta con la cabeza en las manos hasta que terminó el viaje.
Para cuando salió a la superficie en Chancery Lane, el cielo se había oscurecido y él se quedó varios minutos en High Holborn, la cabeza tirada hacia atrás, empapándose del cielo. Sólo cuando dejaron de temblarle las piernas, comenzó a subir por Gray’s Inn Road hacia las inmediaciones de la calle Gamut. Hacía ya mucho tiempo que casi todas las propiedades de las calles principales se habían destinado a uso comercial pero había una red de calles y plazas tras la barricada de edificios de oficinas ahora oscurecidos, que, protegidos quizá por el mecenazgo de la mala fama, no habían tocado los promotores inmobiliarios. Muchas de estas calles eran estrechas y laberínticas, con las farolas apagadas y las señales desaparecidas, como si a lo largo de las generaciones todos les hubieran vuelto la espalda. Pero a él no le hacían falta señales ni lámparas, sus pies habían recorrido aquellos caminos incontables veces. Aquí estaba la plaza Shiverick, con su pequeño parque cubierto de malas hierbas y las calles Flaxen, Almoth y Sterne. Y en medio de todas ellas, envuelta en el anonimato, su destino.
Vio la esquina de la calle Gamut a veinte metros de él y ralentizó el paso para deleitarse con el momento del reencuentro. Innumerables recuerdos lo esperaban allí, el místico entre ellos. Pero no todo sería tan dulce ni tan grato. Tendría que ingerirlos con cuidado, como un comensal con el estómago delicado que se acerca a una mesa suntuosa. La moderación era la respuesta. En cuanto sintiera un exceso, se retiraría y volvería al estudio para digerir lo que había aprendido y que eso lo fortaleciera. Sólo entonces volvería a servirse por segunda vez. El proceso llevaría tiempo, lo sabía y el tiempo era esencial. Pero también lo era su cordura. ¿De qué serviría como Reconciliador si se ahogaba con su pasado?
Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, llegó a la esquina y tras doblarla, por fin posó los ojos en la calle sagrada. Quizá, durante sus años de olvido, se había paseado por estas calles apartadas sin ser consciente de nada y había tenido ante sus ojos este mismo paisaje. Pero lo dudaba. Lo más probable es que sus ojos estuvieran viendo la calle Gamut por primera vez en dos siglos. Apenas había cambiado, protegida de los urbanistas y las hordas que los acompañan blandiendo martillos por lances cuyos artífices según los rumores seguían allí. Un follaje descuidado abrumaba los árboles plantados a lo largo de la acera pero el olor acre de su sabia era aún fuerte, el aire protegido de los humos de Holborn y Cray’s Inn Road por la confusión de calles que había en medio. ¿Era él o el árbol que había en el exterior del número 28 estaba especialmente lozano, alimentado quizá por una filtración de magia procedente de los escalones de la casa del maestro?
Se encaminó hacia ellos, árbol y escalones, los recuerdos ya volvían con toda su fuerza. Oyó a los niños cantando tras él la canción que tanto lo había atormentado cuando el Autarca le había dicho quién era. «Sartori», había dicho, y esta cancioncilla sin encanto alguno, entonada por voces agudas, había acudido tras el nombre. Entonces la había odiado. La melodía era banal y la letra una tontería. Pero ahora recordó cómo la había oído por vez primera, cuando caminaba por esta misma acera con los niños desfilando por la orilla contraria y lo halagado que se había sentido al ver que era lo bastante famoso para haber llegado a los labios de niños que jamás aprenderían a leer o escribir y que ni siquiera, con toda probabilidad, alcanzarían la pubertad. Todo Londres sabía quién era él y le gustaba su fama. Hablaban de él en la corte, le dijo Roxborough y debería esperar pronto una invitación. Personas que no habían llegado a tocarle ni una manga afirmaban tener una estrecha conexión con él.
Pero todavía existían aquellos, gracias a Dios, que se mantenían a una exquisita distancia y una de esas almas había vivido, recordó, en la casa de enfrente: una ninfa llamada Allegra a la que le gustaba sentarse en su tocador, cerca de la ventana, con el canesú medio desatado, sabía que tenía un admirador en el maestro que vivía al otro lado de la calle. Tenía un perrito de pelo rizado y a veces, por la tarde, oía su voz aguda llamando al afortunado chucho a su regazo, donde lo dejaba acurrucarse. Una tarde, a pocos pasos de donde se hallaba ahora, se había encontrado a la chica con su madre, le había hecho un montón de carantoñas al perro y había sufrido que le pasara la lengüita por la boca sólo para disfrutar del olor del sexo de la joven que se le había quedado prendido en el pelo. ¿Qué había sido de aquella niña? ¿Había muerto virgen o había crecido y engordado preguntándose por el hombre que había sido su más ardiente admirador?
Levantó los ojos hacia la ventana donde se había sentado Allegra. Ya no ardía ninguna luz en ella. La casa, como casi todos estos edificios, estaba a oscuras. Con un suspiro volvió los ojos hacia el número 28 y, tras cruzar la calle, se acercó a la puerta. Estaba cerrada con llave, por supuesto, pero alguien había roto una de las ventanas inferiores en algún momento y nunca la habían reparado. Metió la mano por el vidrio destrozado y le quitó el cerrojo, luego subió la ventana y se deslizó en el interior. Poco a poco, se recordó, ve poco a poco. Mantén el flujo bajo control.
Estaba oscuro pero él había venido preparado para esa eventualidad con velas y cerillas. La llama vaciló al principio y la habitación se meció ante su indecisión pero gradualmente se afianzó y Cortés sintió una sensación que no se esperaba y que se hinchaba como la luz: orgullo. En su época, esta, su casa, había sido un lugar de grandes almas y grandes ambiciones donde se habían prohibido todos los debates banales. Si querías hablar de política o de chismes, te ibas al café; si querías comerciar, a la Bolsa. Aquí, sólo milagros. Aquí, sólo la elevación del espíritu. Y sí, amor, si era pertinente (como tantas veces lo era); y en ocasiones derramamiento de sangre. Pero nunca lo prosaico, nunca lo trivial. Aquí el hombre que traía el cuento más extraño era el más bienvenido. Aquí cada exceso se celebraba si traía consigo visiones y cada visión se analizaba en busca de los indicios que contenía sobre la naturaleza de lo Imperecedero.
Levantó la vela y sujetándola en alto empezó a caminar por la casa. Las habitaciones (había muchas) estaban en ruinas, las tablas crujían bajo sus pies, debilitadas por la podredumbre y los gusanos, las paredes dibujaban el mapa de continentes de humedad. Pero el presente no insistió durante mucho tiempo. Para cuando llegó al pie de las escaleras, la memoria estaba encendiendo luces por todas partes y su luminosidad se derramaba por la puerta del comedor y por las habitaciones de arriba. Era una luz generosa que vestía paredes desnudas, extendía opulentas alfombras bajo los pies y colocaba elegantes muebles sobre ellas. Aunque los polemistas que aquí habitaban quizá aspiraran a ser espíritus puros, no eran reacios a confortar la carne mientras tenían que sufrir su maldición. ¿Quién habría imaginado, al ver la modesta fachada de la casa desde la calle, que el interior estaría tan bien amueblado y ornamentado con tanta elegancia? Y tras ver aparecer estas glorias, oyó las voces de los que se habían regodeado con ese lujo. Carcajadas primero, luego la vociferante discusión de alguien en lo alto de las escaleras. Todavía no podía ver a los polemistas (quizá su mente, a la que había ordenado cautela, estaba conteniendo el torrente) pero podía ponerles nombre a ambos, aun sin verlos. Uno era Horace Tyrwhitt, el otro Isaac Abelove. ¿Y las carcajadas? Ese era Joshua Godolphin, por supuesto. Tenía una risa como la risa del Demonio, gruesa y gutural.
—Adelante, entonces —le dijo Cortés en voz alta a los recuerdos—. Estoy listo para ver vuestros rostros.
Y mientras hablaban, aparecieron: Tyrwhitt en las escaleras, ataviado con demasiada elegancia y demasiados polvos, como siempre, y manteniéndose alejado de Abelove por si acaso se escapaba la urraca que mecía su perseguidor.
—Trae mala suerte —protestaba Tyrwhitt—. ¡Los pájaros en la casa traen mala suerte!
—La suerte es para los pescadores y los jugadores —replicó Abelove.
—Uno de estos días vas a decir una frase que merezca la pena recordar —respondió Tyrwhitt—. Tú sólo saca a esa cosa de aquí antes de que le retuerza el pescuezo. —Se volvió hacia Cortés—. Díselo, Sartori.
Cortés se sobresaltó al ver que los ojos del recuerdo se clavaban con tanta precisión en él.
—No hace ningún daño —se encontró contestando—. Es una de las criaturas de Dios.
Y en ese punto, el pájaro se elevó agitando las alas del puño de Abelove y mientras lo hacía vació los intestinos sobre la peluca y el rostro del hombre, lo que provocó una risotada de Tyrwhitt.
—Ahora no te lo limpies —le dijo a Abelove mientras la urraca se alejaba revoloteando—. Da buena suerte.
Las carcajadas de Tyrwhitt sacaron a Joshua Godolphin del comedor, imperioso como siempre.
—¿Qué es todo este escándalo?
Abelove ya estaba trapaleando tras el pájaro y sus llamadas no hacían más que alarmarlo más. El animal revoloteaba aterrado por el vestíbulo sin dejar de graznar.
—¡Abrid la maldita puerta! —dijo Godolphin—. ¡Dejad salir al muy puñetero!
—¿Y estropear la diversión? —dijo Tyrwhitt.
—Si todos quisierais calmaros y no gritar —dijo Abelove—, se posaría.
—¿Para qué lo has metido aquí? —quiso saber Joshua.
—Estaba posado en las escaleras de fuera —dijo Abelove—. Creí que estaba herido.
—A mí me parece que está muy bien —dijo Godolphin, luego volvió el rostro, enrojecido por el brandy, hacia Cortés—. Maestro —dijo inclinando un poco la cabeza—. Me temo que hemos empezado a cenar sin ti. Entra y deja que jueguen estos cerebros de chorlito.
Cortés se dirigía al comedor cuando se oyó un golpe seco tras él y se volvió para ver cómo caía el pájaro al suelo debajo de una de las ventanas, contra cuyo cristal había chocado. Abelove dejó escapar un pequeño gemido y cesó la risa de Tyrwhitt.
—¡Ahí lo tienes! —dijo—. ¡Has matado al bicho!
—¡Yo no! —dijo Abelove.
—¿Quieres resucitarlo? —le murmuró Joshua a Cortés en tono conspirador.
—¿Con el cuello y las alas rotas? —se lamentó Cortés—. No sería un gran favor.
—Pero sí divertido —respondió Godolphin con un brillo travieso en los ojos hinchados.
—Creo que no —dijo Cortés y vio que su aversión borraba el humor del rostro de Joshua. Me tiene un poco de miedo, pensó Cortés, el poder que hay en mi interior lo pone nervioso.
Joshua entró el primero en el comedor y Cortés estaba a punto de cruzar la puerta tras él cuando apareció un joven (unos dieciocho años como mucho, con el rostro largo y sencillo y los rizos de un niño del coro) a su lado.
—¿Maestro? —dijo.
Al contrario que Joshua y los demás, estos rasgos le parecían más conocidos a Cortés. Quizá había una cierta modernidad en la mirada de párpados lánguidos y en la boca pequeña, casi afeminada. Lo cierto es que no parecía demasiado inteligente pero sus palabras, al pronunciarlas, estaban bien moduladas a pesar del nerviosismo del muchacho. Apenas se atrevía a mirar a Sartori pero con aquellos párpados bajos rogaba la indulgencia del maestro.
—Me preguntaba, señor, si quizá habíais considerado el asunto del que hablamos.
Cortés estaba a punto de preguntar, ¿qué asunto?, cuando respondió su lengua. Su intelecto se apoderaba del recuerdo a medida que se derramaban las palabras.
—Sé lo ilusionado que estás, Lucius.
Lucius Cobbitt era el nombre del muchacho. Con diecisiete años ya se sabía las grandes obras de memoria, o al menos sus tesis. Ambicioso y apto para la política, había tomado a Tyrwhitt como mecenas (a cambio de qué servicios, sólo su cama lo sabía pero con toda seguridad algún delito que se castigaba con la horca) y se había asegurado un lugar en la casa como sirviente. Pero él quería mucho más que eso y apenas había pasado una velada sin que con toda cortesía acosara al maestro con miradas tímidas y ruegos.
—Lo que siento es algo más que ilusión, señor —dijo—. He estudiado todos los rituales. He dibujado un mapa del In Ovo a partir de lo que he leído en las Visiones de Flute. No son más que comienzos, lo sé, pero también he copiado todos los glifos conocidos y los conozco de memoria.
También tenía una cierta habilidad como artista, otra cosa que compartían, además de la ambición y una moral dudosa.
—Puedo ayudaros, maestro —decía—. Vais a necesitar a alguien a vuestro lado esa noche.
—Elogio tu disciplina, Lucius, pero la Reconciliación es un asunto peligroso. No puedo aceptar la responsabilidad…
—Yo sí la acepto, señor.
—Además, ya tengo a mi ayudante.
El rostro del joven se desmoronó.
—¿Lo tenéis? —dijo.
—Desde luego. Pai’oh’pah.
—¿Le confiaríais vuestra vida a un secuaz?
—¿Por qué no debería hacerlo?
—Bueno, porque… porque ni siquiera es humano.
—Por eso confío en él, Lucius —dijo Cortés—. Siento decepcionarte…
—¿Podría al menos mirar, señor? Guardaré las distancias, lo juro. Todos los demás van a estar allí.
Cosa que era cierta. A medida que se aproximaba la noche de la Reconciliación, el público iba aumentando. Sus mecenas, que en un principio se habían tomado muy en serio los juramentos que habían hecho de guardar el secreto, presentían ahora el triunfo y comenzaban a ser indiscretos. En tonos muy bajos y con frecuencia avergonzados, admitían haber invitado a algún amigo o pariente a que presenciara los ritos y ¿quién era él, el intérprete, para quitarles su momento de gloria reflejada a los que le pagaban? Si bien nunca se lo ponía fácil cuando le hacían estas confesiones, tampoco le importaba demasiado. La admiración recargaba la sangre. Y cuando se hubiera logrado la Reconciliación, cuantas más lenguas hubiera que dijeran que lo habían visto y santificaran a su artífice, mejor.
—Os lo ruego, señor —decía Lucius—. Estaré en deuda con vos para siempre.
Cortés asintió y alborotó el cabello pelirrojo del joven.
—Puedes mirar —dijo.
Las lágrimas acudieron a los ojos del muchacho, que le cogió a Cortés una de las manos y se la llevó a los labios.
—Soy el hombre más afortunado de Inglaterra —dijo—. Gracias, señor, gracias.
Tras acallar las profusiones del muchacho, Cortés lo dejó en la puerta y la cruzó rumbo al comedor. Y al hacerlo se preguntó si todos estos acontecimientos y conversaciones se habían encadenado en realidad de aquella manera o si su memoria estaba recogiendo fragmentos de diferentes noches y días y los estaba entrelazando para que pareciera que carecían de costuras. Si esto último era el caso (y suponía que así era) entonces era muy probable que hubiera pistas en estas escenas de misterios todavía no resueltos y pensó que debería intentar recordar cada detalle. Pero era difícil. Él era al mismo tiempo Cortés y Sartori, a un tiempo actor y testigo. Era difícil vivir los momentos cuando al mismo tiempo los estaba observando y más difícil aún buscar la juntura de su importancia cuando su superficie fulguraba de una forma tan atrayente y cuando él era la joya más brillante que allí relucía. ¡Cómo lo habían idolatrado! Había sido como una divinidad entre ellos, cada uno de sus eructos y pedos escuchado como si fuera un sermón, sus declaraciones cosmológicas (a las que tan aficionado era) recibidas con veneración y gratitud, incluso por los más poderosos.
Tres de aquellos poderosos lo aguardaban en el comedor, reunidos en un extremo de la mesa, puesta para cuatro pero cargada con comida suficiente para saciar a la calle entera durante una semana. Joshua era uno de los componentes del trío, por supuesto. Roxborough y su contraste de muchos años, Oliver McGann, eran los otros, este último ya borracho; el primero, como siempre, guardando silencio con los ascéticos rasgos, dominados por el largo gancho de su nariz, siempre medio enmascarados por las manos. Despreciaba a su boca, pensó Cortés, porque traicionaba su naturaleza, que a pesar de su incalculable fortuna y sus pretensiones metafísicas, era malhumorada, miserable y hosca.
—La religión es para los fieles —opinaba en voz muy alta McGann—. Recitan sus plegarias, nadie responde a sus plegarias y su fe aumenta. Mientras que la magia… —Se detuvo y posó su mirada ebria en el maestro que aguardaba en la puerta—. ¡Ah! ¡El hombre! ¡El hombre en persona! ¡Díselo, Sartori! Dile lo que es la magia.
Roxborough formó una pirámide con los dedos y apoyó el vértice en el caballete de la nariz.
—Sí, maestro —dijo—. Sea tan amable de decírnoslo.
—Será un placer —respondió Cortés mientras cogía la copa de vino que McGann le había servido y se mojaba la garganta antes de proporcionarles las profundas declaraciones de esta noche—. La magia es la primera y la última de las religiones del mundo —dijo—. Tiene el poder de completarnos. De abrir nuestros ojos a los Dominios y de devolvernos a nosotros mismos.
—Eso suena magnífico —dijo Roxborough con tono neutro—. ¿Pero qué significa?
—Es obvio lo que significa —protestó McGann.
—No, para mí no lo es.
—Significa que nacemos divididos, Roxborough —respondió el maestro—. Pero anhelamos la unión.
—Ah, así que la anhelamos, ¿eh?
—Eso es lo que creo.
—¿Y por qué deberíamos buscar la unión con nosotros mismos? —dijo Roxborough—. Dime eso. Yo habría pensado que somos la única compañía que tenemos con certeza.
Había un cierto engreimiento irritante en el tono de aquel hombre pero el maestro ya había escuchado antes aquellas sutilezas y tenía las respuestas bien ensayadas.
—Todo lo que no somos nosotros también es nosotros —dijo. Se acercó a la mesa y posó la copa mientras atravesaba con la mirada las llamas humeantes de las velas para asomarse a los ojos negros de Roxborough—. Estamos unidos a todo lo que fue, es y será —dijo—. De un extremo de Imajica al otro. De la mota más diminuta que baila sobre esta llama a la propia Divinidad.
Tomó aliento para darle tiempo a Roxborough para que respondiera. Pero no lo hizo.
—No quedaremos subsumidos en el momento de morir —continuó—. Nos hará crecer, hasta el tamaño de la Creación.
—Sí… —dijo McGann, la palabra larga y fuerte salía entre los dientes apretados en una sonrisa feroz.
—La magia es el medio que nos lleva a esa Revelación —dijo el maestro—, mientras permanecemos encerrados en nuestra carne.
—¿Y en tu opinión, nos conceden esa Revelación? —replicó Roxborough—. ¿O la estamos robando?
—Nacimos para saber tanto como podamos saber.
—Nacimos para sufrir en nuestra carne —dijo Roxborough.
—Tú quizá sufras, yo no.
La respuesta le valió una carcajada de McGann.
—La carne no es nuestro castigo —dijo el maestro—, está ahí para disfrutar. Pero también marca el lugar donde terminamos y empieza el resto de la Creación. O eso creemos. Es una ilusión, por supuesto.
—Bien —dijo Godolphin—. Eso me gusta.
—¿Entonces este es en un asunto de Dios o no? —quiso saber Roxborough.
—¿Tienes dudas y te lo estás pensando otra vez?
—Y una tercera y una cuarta, más bien —dijo McGann.
Roxborough le lanzó al hombre que tenía a su lado una mirada amarga.
—¿Hicimos acaso un juramento que nos obligue a no dudar? —dijo—. No lo creo. ¿Por qué habríais de castigarme sólo porque hago una sencilla pregunta?
—Me disculpo —dijo McGann—. Díselo a este hombre, maestro. Estamos haciendo la obra de Dios, ¿no es cierto?
—¿Quiere Dios que seamos más de lo que somos? —dijo Cortés—. Por supuesto. ¿Quiere Dios que amemos, que es el deseo de estar unidos y ser uno sólo? Por supuesto. ¿Nos quiere en su gloria, para siempre jamás? Sí, sí que quiere.
—Siempre te refieres a Él como algo indefinido —comentó McGann—. ¿Poiqué?
—La Creación y su hacedor son uno y lo mismo. ¿Cierto o falso?
—Cierto.
—Y la Creación está tan llena de mujeres como lo está de hombres. ¿Cierto o falso?
—Oh, cierto, cierto.
—De hecho, yo doy gracias por ello noche y día —dijo Cortés mientras miraba a Godolphin al hablar—. Al lado de mi cama y dentro de ella.
Joshua lanzó su carcajada del Diablo.
—Así que la Divinidad es tanto varón como mujer. Por cuestiones de conveniencia, un ser indefinido.
—¡Bien dicho, con valor! —anunció Joshua—. Nunca me canso de oírte hablar, Sartori. Mis pensamientos se enturbian pero después de escucharte durante un rato son como el agua de una fuente, ¡directamente de la roca!
—No demasiado limpia, espero —dijo el maestro—. No queremos que ningún alma puritana estropee la Reconciliación.
—Ya me conoces, sabes que no es así —dijo Joshua sorprendiendo con la suya la mirada de Cortés.
Y mientras lo hacía, Cortés vio confirmada sus sospechas, que estos encuentros, aunque recordados en una sola corriente continua, no se habían producido de forma sucesiva sino que eran fragmentos que su mente entrelazaba a medida que los evocaban las habitaciones por las que pasaba. McGann y Roxborough se desvanecieron de la mesa así como la mayor parte de la luz de las velas y el desorden de licoreras, copas y comida que había iluminado. Ahora ya sólo estaban Joshua y él y la casa guardaba silencio por encima y por debajo de ellos. Todos dormidos, salvo estos conspiradores.
—Quiero estar contigo cuando lleves a cabo el oficio —decía Joshua. No quedaba ya ni un rastro de las carcajadas. Parecía agobiado y nervioso—. Me es muy querida, Sartori. Si algo le ocurriera, perdería la cabeza.
—Estará perfectamente a salvo —dijo el maestro mientras se sentaba a la mesa.
Había un mapa de Imajica extendido ante él con los nombres de los maestros y sus ayudantes en cada uno de los Dominios, marcados al lado de sus lugares de conjura. Los examinó y vio que conocía uno o dos. Ácaro Bronco estaba allí, era el adjunto de Uter Musgoso; Scopique también estaba allí, marcado como ayudante de un ayudante de Heratae Hammeryock, este último pariente lejano, quizá, del Hammeryock que Cortés y Pai se habían encontrado en Vanaeph. Nombres de dos pasados que se cruzaban aquí en el mapa.
—¿Me estás escuchando? —dijo Joshua.
—Te he dicho que estará completamente a salvo —fue la respuesta del maestro—. Los oficios son delicados pero no son peligrosos.
—Entonces déjame estar allí —dijo Godolphin mientras se retorcía las manos—. Seré tu ayudante en lugar de ese miserable místico.
—No le he contado a Pai’oh’pah lo que queremos hacer. Esto es asunto nuestro y de nadie más. Tú limítate a traer a Judith aquí mañana por la noche y yo me ocuparé del resto.
—Es tan vulnerable.
—A mí me parece muy dueña de sí misma —comentó el maestro—. Muy apasionada.
La expresión inquieta de Godolphin se deterioró hasta convertirse en hielo.
—No alardees, Sartori —dijo—. Por si no fuera suficiente con tener que escuchar a Roxborough ayer todo el día diciéndome que no confía en ti, ahora tengo que soportar cómo te vanaglorias de tu arrogancia.
—Roxborough no entiende nada.
—Dice que estás obsesionado con las mujeres, así que eso al menos lo entiende. Vigilas a una chica que vive al otro lado de la calle, según dice…
—¿Y qué si lo hago?
—¿Cómo puedes entregarte a la Reconciliación si estás tan distraído?
—¿Estás intentando convencerme para que no desee a Judith?
—Creí que la magia era una religión para ti.
—Y también lo es ella.
—Una disciplina, un misterio sagrado.
—Una vez más, también lo es ella. —Se echó a reír—. La primera vez que la vi, fue como ver por vez primera otro mundo. Sabía que arriesgaría mi vida para estar dentro de su piel. Cuando estoy con ella, vuelvo a sentirme como un discípulo que se va deslizando hacia un milagro, paso a paso. Vacilante, excitado…
—¡Ya basta!
—¿De veras? ¿No quieres saber por qué necesito tanto estar dentro de ella?
Godolphin lo miró con tristeza.
—La verdad es que no —dijo—. Pero si no me lo dices, sólo voy a preguntármelo.
—Porque durante un corto espacio de tiempo, me olvidaré de quién soy. Todo lo pequeño y concreto saldrá de mi ser. Mis ambiciones. Mi historia. Todo. Seré un ser sin hacer. Y es entonces cuando más cerca estoy de la deidad.
—De alguna forma siempre te las arreglas para llevarlo todo al mismo sitio. A tu lujuria.
—Todo es Uno.
—No me gusta cómo hablas del Uno —dijo Godolphin—. ¡Te pareces a Roxborough con sus aforismos! «La simplicidad es fuerza» y todo lo demás.
—No es eso lo que quiero decir y lo sabes. Es sólo que las mujeres son donde todo empieza y me gusta… ¿Cómo podría decirlo? Me gusta acariciar la fuente con tanta frecuencia como sea posible.
—Crees que eres perfecto, ¿verdad? —dijo Godolphin.
—¿Por qué estás de un humor tan agrio? Mace una semana bebías cada una de mis palabras.
—No me gusta lo que estamos haciendo —respondió Godolphin—. Quiero a Judith para mí sólo.
—Y la tendrás. Y yo también. Ahí está el esplendor de todo esto.
—¿No habrá diferencias entre ellas?
—Ninguna. Serán idénticas. Hasta el último pliegue. Hasta la última pestaña.
—¿Entonces por qué debo quedarme yo con la copia?
—Ya sabes la respuesta. Porque la original me ama a mí, no a ti.
—Jamás debería haberte permitido posar tus ojos sobre ella.
—No podrías habernos mantenido separados. No te pongas tan triste. Voy a hacerte una Judith que te adorará a ti y a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, hasta que el nombre de Godolphin desaparezca de la faz de la tierra. ¿Y qué tiene eso de malo?
Al mismo tiempo que hacía la pregunta, todas las velas salvo la que él sostenía se apagaron y el pasado quedó extinguido con ellas. De repente volvió a la casa vacía, una sirena de policía aullaba cerca. Volvió a salir al vestíbulo cuando el coche bajaba disparado por la calle Gamut y sus luces azules latían a través de las ventanas. Segundos más tarde, bramaba otro tras el primero. Aunque el estrépito de las sirenas se fue desvaneciendo y al fin desapareció, los relámpagos no. Sin embargo, fueron adquiriendo brillo, cambiando del azul al blanco y perdieron su regularidad. Bajo su fulgor, Cortés vio la casa una vez más devuelta a toda su antigua gloria. Pero ya no era un lugar de debates y risas. Había sollozos arriba y abajo y el olor animal del miedo en cada esquina. Los truenos sacudían el techo pero no había lluvia que calmara su cólera.
No quiero estar aquí, pensó. Los otros recuerdos lo habían divertido. Le había gustado el papel que había tenido en el proceso. Pero esta oscuridad era una cosa muy distinta. Estaba llena de muerte y él quería huir de allí.
Volvió de nuevo el relámpago, de una horrible lividez. Bajo su luz vio a Lucius Cobbitt de pie en medio de las escaleras, agarrado a la barandilla como si se fuese a caer si no se sujetaba. Se había mordido la lengua o el labio, o ambos, y la sangre le resbalaba hasta la barbilla en hilillos provocados por la saliva con la que se había mezclado. Cuando Cortés subió las escaleras, olió excrementos. Al joven se le había soltado el vientre en los calzones. Al ver a Cortés, levantó los ojos.
—¿Cómo fracasó, maestro? —sollozó—. ¿Cómo?
Cortés se estremeció ya que la pregunta trajo un torrente de imágenes a su cabeza, imágenes más horrendas que todas las escenas que había presenciado en la Mácula. El fracaso de la Reconciliación había sido repentino y desastroso y había sorprendido a los maestros que representaban a los cinco Dominios en un momento tan delicado del oficio que no habían estado bien equipados para evitarlo. Los espíritus de los cinco ya se habían elevado de los círculos que ocupaban por toda Imajica y transportando los análogos de sus mundos habían convergido en el Ana, la zona inviolable que aparecía cada dos siglos en el corazón del In Ovo. Allí, durante un momento muy delicado, se podían hacer milagros, cuando los maestros, a salvo de los habitantes del In Ovo pero liberados y llenos de poder gracias a su estado inmaterial, se desprendían de sus semejanzas y permitían que la genialidad del Ana completara la fusión de los Dominios. Era un momento precario, pero ya llegaban a su conclusión cuando el círculo en el que estaba sentado el cuerpo físico del maestro Sartori, con las piedras que protegían el mundo exterior del flujo que permitía la entrada al In Ovo, se rompió. De todos los lugares potenciales donde el fracaso era posible durante las ceremonias, este era el menos probable: equivalente a un fracaso en la transubstanciación por falta de sal en el pan. Pero lo cierto es que fracasó y una vez que se abrió la brecha, no había forma de sellarla hasta que los maestros hubieran vuelto a sus cuerpos y hubieran reunido sus lances. Durante ese tiempo, los hambrientos inquilinos del In Ovo tuvieron el acceso libre al Quinto. Y no sólo al Quinto, sino también a la carne exultante de los propios maestros, que desalojaron el Ana en completo desorden y guiaron a los perros del In Ovo hasta sus cuerpos.
La vida de Sartori con toda seguridad se habría perdido junto con todas las demás si no hubiera intervenido Pai’oh’pah. Cuando el círculo se rompió, a Pai lo estaban sacando a la fuerza del Retiro tras una orden de Godolphin por dar voz a un murmullo profético de alarma e inquietar al público. Había recaído sobre Abelove y Lucius Cobbitt la responsabilidad de echarlo pero ninguno poseía la fuerza necesaria para sujetar al místico. La criatura se había liberado, había cruzado a toda velocidad el Retiro y se había lanzado al interior del círculo, donde los reunidos podían ver a su señor pero sólo como una llamarada de luz. El místico había aprendido bien a los pies de Sartori. Tenía defensas contra el flujo de poder que rugía en el círculo y había sacado al maestro ante las propias narices de los oviáceos que se aproximaban.
El resto de los reunidos, sin embargo, atrapados entre los gritos de advertencia del místico y los intentos de Roxborough para mantener el statu quo, seguían rodeando el círculo en completo desorden cuando aparecieron los oviáceos.
Las entidades fueron rápidas. En un momento determinado el Retiro era un puente hacia lo trascendental y al siguiente un matadero. Aturdido por su súbita caída en desgracia, el maestro sólo había visto fragmentos de la masacre pero se le habían quedado grabados a fuego en la retina y Cortés los recordaba ahora con todos sus espeluznantes detalles: Abelove, revolviéndose por el suelo aterrorizado mientras un oviáceo del tamaño de un toro derribado pero con el aspecto de algo que apenas ha llegado a nacer abría el buche sin dientes y lo arrastraba hacia sus mandíbulas con unas lenguas largas como látigos; McGann, que perdía el brazo entre las garras de un animal oscuro y lustroso que se ondulaba al correr, su amigo había conseguido soltarse, su sangre convertida en una fuente de color escarlata, mientras carne más fresca distraía a la criatura; y Flores (pobre Flores, que había llegado a la calle Gamut el día anterior con una carta de presentación de Casanova), atrapado entre dos bestias cuyos cráneos eran tan planos como palas y cuya piel traslúcida había permitido a Sartori ver la agonía de su víctima cuando la cabeza bajó por la garganta de una mientras las piernas las devoraba la otra.
Pero fue la muerte de la hermana de Roxborough la que Cortés recordaba con el horror más profundo, sobre todo porque aquel hombre había hecho todo lo posible para evitar que viniera e incluso se había humillado ante el maestro para rogarle que hablara con la mujer y la convenciera de que no asistiera. Había tenido esa charla pero había hecho a sabiendas de la advertencia una seducción (casi literal, de hecho) y la joven había venido a ver la Reconciliación tanto para encontrarse con los ojos del hombre que la había cortejado con sus consejos como por la ceremonia en sí. Había pagado el precio más terrible. Habían luchado por ella como si fuera un hueso entre lobos hambrientos, había chillado una plegaria para que la muerte la liberara mientras un trío de oviáceos le sacaba las entrañas y chapoteaba en su cráneo abierto. Para cuando el maestro, con la ayuda de Pai’oh’pah, hubo alzado los lances suficientes para empujar de nuevo a las entidades al centro del círculo, la joven estaba muriendo entre sus propias entrañas, sacudiéndose como un pez medio despedazado por un anzuelo.
Sólo más tarde se enteró el maestro de las atrocidades que habían ocurrido en los otros círculos. Era la misma historia que en el Quinto: los oviáceos habían aparecido en medio de los inocentes y se había producido una carnicería que sólo se había detenido cuando uno de los ayudantes del maestro los había hecho retroceder. Con la excepción de Sartori, todos los demás maestros habían perecido.
—Sería mejor si yo hubiera muerto como los otros —le dijo a Lucius.
El muchacho intentó convencerlo de lo contrario pero las lágrimas lo abrumaron. Hubo otra voz, sin embargo, que se elevó desde el pie de las escaleras, ronca por el dolor pero fuerte.
—¡Sartori! ¡Sartori!
Se dio la vuelta. Joshua estaba allí, en el vestíbulo, su elegante abrigo de color azul pálido cubierto de sangre. Igual que las manos. Igual que la cara.
—¿Qué va a pasar? —le gritó—. ¡Esta tormenta! ¡Va a destrozar el mundo!
—No, Joshua.
—¡No me mientas! ¡Jamás ha habido una tormenta como esta! ¡Nunca!
—Contrólate…
—Jesucristo nuestro Señor, perdónanos nuestros pecados.
—Eso no va a ayudar, Joshua.
Godolphin tenía un crucifijo en la mano y se lo llevó a los labios.
—¡Basura sin Dios! ¿Eres un demonio? ¿Es eso? ¿Te enviaron para que te quedaras con nuestras almas? —Las lágrimas bañaban su rostro perturbado—. ¿De qué infierno has salido?
—Del mismo que tú. Del infierno humano.
—Debería haber escuchado a Roxborough. ¡Él lo sabía! No dejaba de decir, una y otra vez, que tenías algún plan y no le creí, no quise creerle, porque Judith te amaba y ¿cómo podía algo tan puro amar algo impío? Pero también te ocultaste de ella, ¿verdad? ¡Pobre y dulce Judith! ¿Cómo conseguiste que te amara? ¿Cómo lo hiciste?
—¿Eso es lo único que se te ocurre?
—¡Dímelo! ¿Cómo?
Apenas coherente a causa de la furia, Godolphin comenzó a subir las escaleras hacia el seductor.
Cortés sintió que se llevaba la mano a la boca. Godolphin se detuvo. Conocía bien su poder.
—¿No hemos derramado suficiente sangre esta noche? —dijo el maestro.
—Tú, no yo —respondió Godolphin. Señaló a Cortés con un dedo, el crucifijo le colgaba del puño—. No tendrás paz después de esto —dijo—. Roxborough ya está hablando de una purga y yo voy a darle cada guinea que necesite para partirte la espalda. ¡Tú y todas tus obras están malditas!
—¿Incluso Judith?
—No quiero volver a ver a esa criatura.
—Pero es tuya, Joshua —dijo el maestro sin cambiar el tono, descendía las escaleras sin dejar de hablar—. Es tuya para siempre jamás. No envejecerá. No morirá. Le pertenece a la familia Godolphin hasta que el sol se apague.
—Entonces la mataré.
—¿Y harás que caiga su alma inocente sobre tu conciencia manchada?
—¡Ella no tiene alma!
—Te prometí una Judith idéntica hasta la última pestaña y eso es lo que es. Una religión. Una disciplina. Un misterio sagrado. ¿Te acuerdas?
Godolphin enterró el rostro en las manos.
—Es la única alma inocente que queda entre nosotros, Joshua. Consérvala. Ámala como nunca has amado a ningún ser vivo porque ella es nuestra única victoria. —Cogió las manos de Godolphin y le descubrió la cara—. No te avergüences de nuestra ambición —dijo—. Y no creas a nadie que te diga que fue cosa del Diablo. Hicimos lo que hicimos por amor.
—¿Qué? —dijo Godolphin—. ¿Hacerla a ella o la Reconciliación?
—Todo es Uno —respondió—. Cree eso, al menos.
Godolphin recuperó sus manos de entre los dedos del maestro.
—Nunca más volveré a creer en nada —dijo y tras volverle la espalda, comenzó su agotado descenso.
De pie en las escaleras, mientras contemplaba cómo desaparecía el recuerdo, Cortés se despidió por segunda vez. Nunca había vuelto a ver a Godolphin después de aquella noche. Unas semanas más tarde, el hombre se había retirado a su finca, se había encerrado allí y había vivido en silenciosa automortificación hasta que la desesperación había hecho explotar su dolorido corazón.
—Fue culpa mía —dijo el muchacho en las escaleras, detrás de él.
Cortés había olvidado que Lucius seguía allí, mirando y escuchando. Se volvió de nuevo hacia el niño.
—No —dijo—. No has de culparte de nada.
Lucius se había limpiado la sangre de la barbilla pero era incapaz de controlar los temblores. Le castañeteaban los dientes entre las palabras que le salían dando traspiés.
—Hice todo lo que vos me ordenasteis hacer —dijo—. Lo juro, lo juro. Pero debo haberme saltado algunas palabras de los ritos o… no sé… quizá haya mezclado las piedras.
—¿De qué estás hablando?
—Las piedras que me disteis, para sustituir las defectuosas.
—Yo no te di ninguna piedra, Lucius.
—Pero, maestro, lo hicisteis. Dos piedras, que debían ir en el círculo. Me dijisteis que enterrara las que cogía, en el escalón de fuera. ¿No lo recordáis?
Al escuchar la muchacho, Cortés entendió por fin por qué había fracasado la Reconciliación. Su otro yo (nacido en la habitación superior de esta misma casa), había utilizado a Lucius como agente y lo había enviado para sustituir una parte del círculo con piedras que se parecían a las originales (llevaban la falsificación en la sangre); sabía que no preservarían la integridad del círculo cuando la ceremonia alcanzara su momento culminante.
Pero mientras el hombre que recordaba estas escenas entendía cómo se había producido todo esto, para el maestro Sartori, que aún ignoraba la existencia del otro yo que había creado en el útero del círculo duplicador, aquello seguía siendo un misterio insondable.
—Yo no te di tal orden —le dijo a Lucius.
—Lo entiendo —respondió el joven—. Tenéis que echarme a mí la culpa. Por eso los maestros necesitan discípulos. Os rogué que me dierais esa responsabilidad y me alegro de haberla tenido incluso si he fracasado —dijo y tras sacar un cuchillo, se lo puso al lado del corazón en el espacio de un trueno. Cuando la punta empezó a sacar las primeras gotas de sangre, el maestro cogió la mano del joven y tras arrancar la hoja de sus dedos, la tiró por las escaleras.
—¿Quién te dio permiso para hacer eso? —le dijo a Lucius—. ¿Creí que querías ser un discípulo?
—Y así era —dijo el muchacho.
—Y ahora ya te has desenamorado. Ves la humillación y no quieres tener nada más que ver con este asunto.
—¡No! —protestó Lucius—. Aún deseo ser sabio. Pero esta noche he fracasado.
—¡Todos hemos fracasado esta noche! —dijo el maestro. Cogió al tembloroso muchacho y le habló en voz baja—. No sé cómo se produjo esta tragedia —le dijo—. Pero huelo algo más que tu mierda en el aire. Aquí había alguna conspiración, tramada contra nuestras más elevadas ambiciones y quizá, si no me hubiera cegado mi propia gloria, la habría visto. La culpa no es tuya, Lucius. Y acabar con tu vida no nos devolverá a Abelove, a Esther ni a ninguno de los otros. Escúchame.
—Os estoy escuchando.
—¿Todavía quieres ser mi discípulo?
—Por supuesto.
—¿Obedecerás ahora mis instrucciones, al pie de la letra?
—Lo que sea. Sólo decidme lo que necesitáis de mí.
—Coge mis libros, todo lo que te puedas llevar y vete tan lejos de aquí como seas capaz. Al otro extremo de Imajica si sabes cómo hacerlo. A algún lugar donde no te encuentren Roxborough y sus perros. Se aproxima un invierno duro para los hombres como nosotros, nos va a asesinar a todos salvo a los más inteligentes. Pero tú puedes ser inteligente, ¿no es así?
—Sí.
—Lo sabía. —El maestro sonrió—. Debes estudiar en secreto, Lucius, y debes aprender a vivir fuera del tiempo. De ese modo, los años no te consumirán y cuando Roxborough haya muerto, tú podrás intentarlo de nuevo.
—¿Dónde estaréis vos, maestro?
—Olvidado si tengo suerte. Pero nunca perdonado, creo. Eso sería esperar demasiado. No estés tan abatido, Lucius. Tengo que saber que queda alguna esperanza y a ti te dejo encargado de conservarla por mí.
—Es un honor para mí, maestro.
Al oír la respuesta, a Cortés lo acarició de nuevo el déjà vu que había sentido por primera vez cuando se había encontrado con Lucius fuera del comedor. Pero el roce fue muy ligero y pasó antes de que pudiera encontrarle sentido.
—Recuerda, Lucius, que todo lo que aprendas ya forma parte de ti, incluso la propia Divinidad. No estudies nada salvo con el conocimiento de que tú ya lo sabías. No adores nada salvo para adorar a tu propio ser. Y no temas nada… —Aquí el maestro se detuvo y se estremeció, como si tuviera un presentimiento—. No temas nada salvo con la certeza de que tú eres el creador de tu enemigo y su única esperanza de curación. Pues todo lo que hace el mal lo hace sumido en el dolor. ¿Recordarás todas esas cosas?
El muchacho no parecía muy seguro.
—Lo mejor que pueda —dijo.
—Eso tendrá que bastar —dijo el maestro—. Ahora… sal de aquí antes de que vengan los ejecutores de las purgas.
Soltó los hombros del muchacho y Cobbitt se retiró por las escaleras, de espaldas, como un plebeyo ante el rey; sólo se volvió y se alejó cuando llegó al pie de la escalera.
Ya tenían la tormenta encima y una vez desaparecido el muchacho y con él el hedor a alcantarilla, el olor a electricidad era fuerte. La vela que sostenía Cortés parpadeaba y por un instante, pensó que se iba a apagar, comunicando con eso el fin de estos recuerdos, al menos por esta noche. Pero aún quedaba algo más.
—Has sido muy amable con él —oyó que decía Pai’oh’pah y se volvió para ver al místico de pie, en lo alto de las escaleras. Se había despojado de las ropas manchadas con su acostumbrada meticulosidad, pero la sencilla camisa y los pantalones que lucía eran todas las galas que necesitaba para tener un aspecto perfecto. No había rostro en Imajica más hermoso que este, pensó Cortés, ni forma más elegante, y las escenas de terror y recriminación que había traído la tormenta consigo carecían de importancia cuando se sumergía en la visión de la criatura. Pero el maestro que había sido todavía no había cometido el error de perder este milagro y, al ver al místico, estaba más preocupado porque se hubieran descubierto sus engaños.
—¿Estabas aquí cuando vino Godolphin? —preguntó.
—Sí.
—¿Entonces sabes lo de Judith?
—Puedo adivinarlo.
—Te lo oculté porque sabía que no lo aprobarías.
—No soy yo el que debe aprobarlo o lo contrario. No soy tu esposa para que hayas de temer mi censura.
—Y sin embargo la temo. Y pensé, bueno, una vez que se hubiera realizado la Reconciliación esto parecería un pequeño capricho y dirías que me lo merecía después de lo que había logrado. Ahora parece un crimen y ojalá pudiera deshacerlo.
—¿Eso es lo que deseas? ¿De verdad? —dijo el místico.
El maestro levantó los ojos.
—No, no es lo que deseo —dijo, y su tono era el de un hombre sorprendido por una revelación. Empezó a subir las escaleras—. Supongo que debo creer lo que le dije a Godolphin, que ella es nuestra…
—Victoria —le apuntó Pai mientras se hacía a un lado para dejar que el invocador entrara en la sala de meditación. Estaba, como siempre, desnuda—. ¿Quieres que te deje sólo? —preguntó Pai.
—No —se apresuró a decir el maestro. Luego, en voz más baja—: Por favor. No.
Se acercó a la ventana ante la que se había colocado tantas veladas para contemplar a la ninfa Allegra durante su aseo. Las ramas del árbol a través del que la había espiado se agitaban y golpeaban contra los cristales hasta convertirse en astillas y pulpa.
—¿Puedes hacerme olvidar, Pai’oh’pah? Existen esos lances, ¿no es cierto?
—Por supuesto. ¿Pero es eso lo que quieres?
—No, lo que quiero de verdad es la muerte pero le tengo demasiado miedo en este momento. Así que… tendrá que ser el olvido.
—El verdadero maestro abraza el dolor y lo incluye en su experiencia.
—Entonces no soy un verdadero maestro —replicó—. No tengo el valor necesario para serlo. Hazme olvidar, místico. Sepárame para siempre de lo que he hecho y de lo que soy. Haz un lance que se convierta en un río entre mi ser y este momento, para que nunca sienta la tentación de cruzarlo.
—¿Cómo vivirás?
El maestro le dio unas cuantas vueltas.
—En incrementos —respondió al fin—. Cada parte ignorará la parte anterior. Bueno. ¿Puedes hacer eso por mí?
—Desde luego.
—Es lo que yo hice por la mujer que hice para Godolphin. Cada diez años empezará a deshacer su vida y a desaparecer. Entonces inventará otra y la vivirá sin saber jamás lo que dejó atrás.
Al escucharse a sí mismo tramar la vida que había vivido, Cortés oyó una perversa satisfacción en su voz. Se había condenado a doscientos años de tiempo perdido, pero sabía lo que estaba haciendo. Había hecho exactamente lo mismo por la segunda Judith y había considerado cada una de las consecuencias en su nombre. No era sólo cobardía lo que le hizo rechazar estos recuerdos. Era como si quisiera vengarse de sí mismo por fracasar, quería desterrar su futuro al mismo limbo que había fabricado para su criatura.
—Tendré placeres, Pai —dijo—. Vagaré por el mundo y disfrutaré todos los momentos. Lo único que no tendré será su suma.
—¿Y qué pasa conmigo?
—Después de esto, eres libre de irte —dijo.
—¿Para hacer qué? ¿Para ser qué?
—Puta o asesino, me da igual —dijo el maestro.
El comentario se había lanzado de pasada, desde luego su intención no había sido darle una orden al místico. ¿Pero era acaso obligación de un esclavo distinguir entre un mandato dado por darlo y uno que debía seguir a ciegas? No, la obligación de un esclavo era obedecer, sobre todo si el dictado procedía, como lo hacía, de unos labios amados. Y así, con un comentario hecho de paso, el amo había limitado la vida de su sirviente durante dos siglos y lo había empujado a realizar actos que sin duda la criatura había abominado.
Cortés vio las lágrimas que brillaban en los ojos del místico y sintió su sufrimiento como un martillo que le golpeara el corazón. Se odió entonces, por su arrogancia y descuido, por no ver el daño que le estaba haciendo a una criatura que sólo quería amarlo y estar cerca de él. Y ansió más que nunca reencontrarse otra vez con Pai, para poder rogarle su perdón por tanta crueldad.
—Hazme olvidar —dijo de nuevo—. Quiero poner fin a todo esto.
El místico estaba hablando, vio Cortés, aunque los ensalmos a los que daban forma sus labios se pronunciaban en una voz que él no podía oír. Pero el aliento que los portaba hizo que la llama que había posado en el suelo parpadeara y cuando el místico instruyó a su amo en el olvido, los recuerdos se apagaron con la llama.
Cortés revolvió en busca de la caja de cerillas y encendió una, luego utilizó su luz para encontrar la mecha humeante y la volvió a prender. Pero la noche de la tormenta había vuelto a la historia y Pai’oh’pah, el hermoso, obediente y cariñoso Pai’oh’pah se había ido con ella. Cortés se sentó delante de la vela y esperó, si preguntaba si aun había de llegar alguna coda. Pero la casa estaba muerta, desde el sótano a las vigas del techo.
—Bueno —dijo para sí—. ¿Y ahora qué, maestro?
Fue su estómago el que le dio la respuesta al lanzar un pequeño rugido propio.
—¿Quieres comida? —le preguntó y la víscera borbotó a modo de respuesta—. Yo también —dijo.
Se levantó y comenzó a bajar las escaleras preparándose para el regreso a la modernidad. Pero al llegar al final oyó que algo arañaba las maderas desnudas. Levantó la vela y también la voz.
—¿Quién anda ahí?
Ni la luz ni su interpelación le proporcionaron respuesta alguna. Pero el sonido continuó y otros se unieron, ninguno de ellos agradable: un gemido profundo, agónico; un sonido húmedo, arrastrado; una respiración sibilante. ¿Qué melodrama quería representar su mente, se preguntó, para tener necesidad de mecanismos tan manidos? Quizá le habrían inspirado miedo en otro tiempo, pero no ahora. Había visto demasiados horrores cara a cara para que las imitaciones le produjeran escalofríos.
—¿De qué va esto? —le preguntó a las sombras y le sorprendió un tanto que respondieran a su pregunta.
—Hace mucho tiempo que te esperamos —le dijo una voz sibilante.
—A veces pensamos que nunca volverías a casa —dijo otra. Había una feminidad aflautada en su tono.
Cortés dio un paso hacia la mujer y el borde del alcance de la vela tocó lo que parecía el dobladillo de una falda escarlata, que algo arrebató a sus ojos a toda prisa. Allí donde antes estaba, en las tablas desnudas brillaba la sangre fresca. Cortés no siguió avanzando sino que escuchó por si de las sombras salía otra declaración. No tardó en oírse. No de labios de la mujer, esta vez, sino del asmático.
—La culpa fue tuya —dijo—. Pero el dolor lo hemos sufrido nosotros. Durante todos estos años, esperándote.
Aunque corrompida por los tormentos, la voz le resultaba conocida. Había escuchado su tono cantarín en esta misma casa.
—¿Eres Abelove? —dijo.
—¿Recuerdas a la urraca? —dijo el hombre confirmando así su identidad—. Cuántas veces he pensado: Fue error mío, por meter el pájaro en la casa. Tyrwhitt no quiso tener nada que ver y sobrevivió, ¿no es así? Murió en plena chochez. Y Roxborough, y Godolphin, y tú. Todos vivisteis y moristeis intactos. Pero yo, yo me quedé aquí sufriendo, estrellándome contra el cristal pero nunca con la fuerza suficiente para acabar. —El ser gimió y aunque su reproche era tan absurdo como lo había sido la primera vez que lo pronunció, esta vez Cortés se estremeció—. No estoy sólo, por supuesto —dijo Abelove—. Esther está aquí. Y Flores. Y Byam-Shaw. Y el cuñado de Bloxham, ¿lo recuerdas? Así que tendrás compañía de sobra.
—No me voy a quedar —dijo Cortés.
—Oh, pero sí que te quedas —dijo Esther—. Es lo menos que puedes hacer.
—Apaga la vela —dijo Abelove—. Ahórrate el dolor de vernos. Te sacaremos los ojos y puedes vivir ciego con nosotros.
—No haré semejante cosa —dijo Cortés al tiempo que levantaba la luz para que arrojara una red más amplia.
Aparecieron en el extremo más alejado, sus vísceras reflejaban los destellos. Lo que había confundido con la falda de Esther era una cola de tejido, medio desollado desde la cadera hasta el muslo. La joven lo inmovilizaba y se rodeaba con él con la intención de ocultarle las ingles. Aquel decoro era absurdo pero quizá era que su reputación de mujeriego había crecido de tal modo a lo largo de los años que ella creía que podría excitarse al verla, incluso en su atroz estado. Pero aún no había visto lo peor. En Byam-Shaw apenas se podía reconocer a un ser humano y daba la impresión que al cuñado de Bloxham lo habían masticado unos tigres. Pero cualquiera que fuera su estado, estaban listos para la venganza, no había duda de eso. A una orden de Abelove, comenzaron a acercarse a él.
—Ya os han herido suficiente —dijo Cortés—. No quiero heriros más. Os aconsejo que me dejéis pasar.
—¿Dejarte pasar para hacer qué? —respondió Abelove, sus terribles heridas más claras con cada paso que daba. El cuero cabelludo había desaparecido y uno de los ojos le colgaba de la mejilla. Cuando levantó el brazo para lanzarle a Cortés la siguiente acusación, lo señaló con el dedo meñique, que era el único que le quedaba en esa mano—. Quieres intentarlo de nuevo, ¿verdad? ¡No lo niegues! ¡Tienes la vieja ambición metida en la cabeza!
—Moristeis por la Reconciliación —dijo Cortés—. ¿No queréis ver cómo se logra?
—¡Es una abominación! —respondió Abelove—. Nunca debió ocurrir. Morimos demostrándolo. Haces de nuestro sacrificio algo inútil si lo intentas y vuelves a fracasar.
—No fracasaré —dijo Cortés.
—No, no lo harás —contestó Esther al tiempo que dejaba caer la falda para desenrollar un garrote de sus tripas.
Cortés miró un rostro destrozado y luego el siguiente y se dio cuenta de que no tenía forma de disuadirlos de sus intenciones. No habían esperado tantos años para que los desviaran los argumentos. Habían esperado para vengarse. No tenía más alternativa que detenerlos con un pneuma, por muy lamentable que fuese añadir más sufrimientos a los que ya padecían. Se pasó la vela de la mano derecha a la izquierda pero al hacerlo, alguien lo rodeó desde atrás y le sujetó los brazos al torso. La vela se le cayó de los dedos y rodó por el suelo hacia sus acusadores. Antes de que pudiera ahogarse en su propia cera, Abelove la cogió con la mano que todavía tenía dedos.
—Buen trabajo, Flores —dijo Abelove.
El hombre que sujetaba a Cortés agradeció el cumplido con un gruñido y sacudió a su presa para demostrar que lo tenía bien agarrado. Tenía los brazos desollados pero inmovilizaban a Cortés como si fueran bandas de acero.
Abelove esbozó algo parecido a una sonrisa, aunque en un rostro con colgajos en lugar de mejillas y ampollas en lugar de labios, era algo destinado a fracasar.
—No luchas —dijo acercándose a Cortés con la vela bien levantada—. ¿Y eso por qué? ¿Ya estás resignado a reunirte con nosotros o crees que nos conmoverá tu martirio y te dejaremos marchar? —Ya estaba muy cerca de Cortés—. Qué bonito —dijo. Ladeó un poco la cabeza y suspiró—. ¡Cómo amaban tu rostro! —continuó—. Y este pecho. ¡Cómo luchaban las mujeres para posar sus cabezas sobre él! —Metió el muñón por la camisa de Cortés y la rasgó—. ¡Tan pálido! ¡Y sin vello! Esto no es carne italiana, ¿verdad?
—¿Importa? —dijo Esther—. Siempre que sangre, ¿qué te importa?
—Jamás se dignó a contarnos nada sobre sí mismo. Tuvimos que fiarnos de su palabra porque sus dedos y su ingenio disponían de poder. Es como un pequeño Dios, decía Tyrwhitt. Pero hasta los pequeños Dioses tienen un padre y una madre. —Abelove se inclinó un poco más y permitió que la llama de la vela se acercara lo suficiente como para poder chamuscar las pestañas de Cortés—. ¿Quién eres en realidad? —dijo Abelove—. No eres italiano. ¿Eres holandés? Podrías ser holandés. O suizo. Frío y preciso. ¿Eh? ¿Es lo que eres? —Hizo una pausa y luego—: ¿O eres el retoño del Diablo?
—Abelove —protestó Esther.
—¡Quiero saberlo! —gañó Abelove—. Quiero oírle admitir que es el hijo de Lucifer. —Miró a Cortés más de cerca—. Vamos —dijo—. Confiésalo.
—No lo soy —dijo Cortés.
—No hubo ningún maestro en toda la cristiandad que pudiera igualarte en lances. Esa clase de poder tiene que venir de alguien. ¿De quién, Sartori?
Cortés se lo habría dicho encantado si hubiera tenido una respuesta. Pero no la tenía.
—Sea yo quien sea —dijo—, y sea cual sea el daño que haya hecho…
—¡«Sea cual sea» dice! —escupió Esther—. ¡Escuchadlo! ¡Sea cual sea! ¡Sea cual sea!
La joven apartó a Abelove de un empujón y arrojó un lazo de sus tripas sobre la cabeza de Cortés. Abelove protestó pero ya se había andado con suficientes rodeos. Todos lo hicieron callar a gritos y los de Esther eran los más fuertes. Tras apretar el lazo alrededor del cuello de Cortés, tiró de él preparándose para derribarlo. Cortés sintió más que vio a los devoradores que aguardaban su caída. Algo le estaba mordisqueando la pierna y otra cosa le punzaba los testículos. Le dolía muchísimo y empezó a revolverse y dar patadas. Pero los que lo sujetaban eran demasiados (tripas, brazos y dientes) y tras mucho agitarse no consiguió ni un milímetro de libertad. Más allá del borrón rojo de la furia de Esther, percibió a Abelove, que se persignaba con la mano de un sólo dedo y luego se llevaba la vela hasta la boca.
—¡No! —chilló Cortés. Hasta poder ver sólo un poco era mejor que nada. Al oírlo gritar, Abelove levantó los ojos y se encogió de hombros. Luego sopló la llama. Cortés sintió la carne húmeda que lo rodeaba elevarse como una marea para derribarlo con las garras. El primero dejó de golpearle los testículos y los agarró con fuerza. Cortés chilló de dolor y su clamor se elevó una octava cuando alguien empezó a masticarle los tendones de las corvas.
—¡Abajo! —oyó que chillaba Esther—. ¡Abajo!
El lazo de la mujer le había cortado ya casi hasta el último aliento. Asfixiado, aplastado y devorado, se derrumbó con la cabeza tirada hacia atrás. Le arrancarían los ojos, lo sabía, en cuanto pudieran, y eso sería su final. Incluso si por algún milagro se salvaba, no valdría de nada si le habían arrancado los ojos. Sin su hombría podría seguir viviendo, pero no ciego. Sus rodillas chocaron contra las tablas y unos dedos lo arañaron buscando acceso a su rostro. Sabiendo que sólo le quedaban unos segundos de vista, abrió los ojos todo lo que pudo y se quedó mirando la oscuridad que se cernía sobre él con la esperanza de encontrar alguna última cosa hermosa en la que invertir su sentido: un rayo de luz de luna polvorienta, la tela de una araña, temblando por el estrépito que él armaba. Pero la oscuridad era demasiado profunda. Le quitarían los ojos antes de que pudiera volver a usarlos.
Y luego, un movimiento en la oscuridad. Algo se desenvolvía, como humo de una caracola, y tomaba una forma imaginativa sobre su cabeza. Una invención de su dolor, sin duda, pero endulzó su terror ver un rostro, parecido al de un niño beatífico, derramar su mirada sobre él.
—Ábrete a mí —le oyó decir—. Renuncia a la lucha y permíteme estar en tu interior.
Más tópicos, pensó. Un sueño de intercesión que enfrentar a la pesadilla que estaba a punto de castrarlo y cegarlo. Pero si esta era real (y el dolor era testigo de ello), ¿entonces por qué no aquello?
—Déjame entrar en tu cabeza y en tu corazón —dijeron los labios del infante.
—No sé cómo —chilló y su grito fue recogido y parodiado por Abelove y los demás.
—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo? —corearon.
El niño tenía la respuesta preparada.
—Renuncia a la lucha —dijo.
Eso no era tan difícil, pensó Cortés. La había perdido de todos modos. ¿Qué le quedaba por perder? Con los ojos clavados en el niño, Cortés dejó que cada músculo de su cuerpo se relajara. Las manos renunciaron a los puños, los talones dejaron de dar patadas. La cabeza se inclinó hacia atrás y abrió la boca.
—Abre tu corazón y tu cabeza —oyó decir al infante.
—Sí —respondió.
Y en el mismo instante en que pronunciaba su invitación, la sombra de una duda le revoloteó en la oreja. ¿Al principio esto no había tenido cierto tufillo a melodrama? ¿Y no lo tenía todavía? Un alma arrancada del Purgatorio por querubines; un alma que se abría, en el último momento, a la salvación, así de sencillo. Pero su corazón estaba abierto de par en par y el pequeño salvador se lanzó en picado sobre él antes de que la duda pudiera sellarlo de nuevo. Saboreó otra mente en la garganta y el frío de la criatura en sus venas. El invasor había cumplido su palabra. Sintió que sus atormentadores se fundían a su alrededor y sus asideros y aullidos se desvanecían como la bruma.
Cayó al suelo. Estaba seco bajo su mejilla aunque segundos antes las faldas de Esther lo estaban humedeciendo. Y tampoco quedaba ningún rastro del hedor de las criaturas en el aire. Se dio la vuelta y estiró la mano con cuidado para tocarse las corvas. Estaban intactas. Y los testículos, que había supuesto que habrían quedado reducidos a papilla, ni siquiera le dolían. Se echó a reír de alivio al encontrarse entero y, mientras reía, se revolvió en busca de la vela que se le había caído. ¡Un delirio! ¡Todo había sido un delirio! Algún último rito de paso realizado por su mente para que pudiera desbancar la sensación de culpa y enfrentarse a su futuro como Reconciliador sin más cargas. Bueno, los fantasmas habían cumplido con su obligación. Ahora era libre.
Sus dedos encontraron la vela. La recogió, buscó las cerillas, encendió una y aplicó la llama a la mecha. El escenario que él había llenado con necrófagos y querubines estaba vacío desde las tablas a la tribuna. Se puso en pie. Aunque las heridas que había sentido sólo eran producto de su imaginación, la lucha que había entablado contra ellas había sido bastante real y el cuerpo (que estaba lejos de estar curado tras las brutalidades de Yzordderrex) le dolía tras tanta resistencia.
Mientras cojeaba hacia la puerta, oyó que el querubín volvía a hablar.
—Por fin solos —dijo.
Cortés se dio la vuelta. La voz había sonado a sus espaldas pero la escalera estaba vacía. Así como el rellano y los pasillos que salían del vestíbulo. Sin embargo volvió a oír la voz de nuevo.
—Asombroso, ¿verdad? —dijo el bromista—. Oír y no poder ver. Es suficiente para volver loco a cualquier hombre.
Una vez más, Cortés volvió a dar la vuelta con la llama de la vela revoloteando por la velocidad.
—Sigo aquí —dijo el querubín—. Vamos a estar juntos durante bastante tiempo, solos tú y yo, así que será mejor que empecemos a caernos bien. ¿Dique te gusta hablar? ¿Política? ¿Comida? A mí me vale cualquier cosa salvo la religión.
Esta vez, al volverse, Cortés pudo vislumbrar a su atormentador. Se había despojado de la ilusión querúbica. Lo que el hombre vio se parecía a un pequeño simio con el rostro o bien anémico o empolvado, los ojos cuentas negras, la boca enorme. En lugar de desperdiciar sus energías persiguiendo algo tan ágil (había colgado del techo sólo minutos antes), Cortés se quedó quieto y esperó. Su torturador era un auténtico charlatán. Volvería a hablar y al final se mostraría por completo. No tuvo que esperar mucho tiempo.
—Esos demonios tuyos debían de ser espeluznantes —dijo la criatura—. Menuda forma de dar patadas y maldecir.
—¿Tú no los viste?
—No. Ni quiero.
—Pero tienes los dedos metidos en mi cabeza, ¿no es cierto?
—Sí. Pero no hurgo. No es asunto mío.
—¿Y cuál es tu asunto?
—¿Cómo puedes vivir en ese cerebro? Es tan pequeño y sudoroso.
—¿Y tu asunto?
—Hacerte compañía.
—Me voy pronto.
—Creo que no. Claro que no es más que mi opinión…
—¿Quién eres?
—Llámame Descansito[1].
—¿Eso es un nombre?
—Mi padre era carcelero. Descansito era su celda favorita. Yo siempre decía, gracias a Dios que no hacía circuncisiones para ganarse la vida, si no sería…
—No lo digas.
—Sólo intentaba mantener una conversación ligera. Pareces muy nervioso. No hay necesidad. No vas a sufrir ningún daño a menos que desafíes a mi maestro.
—Sartori.
—Ese mismo. Sabía que vendrías aquí, sabes. Dijo que te consumirías, que te jactarías y qué razón tenía. Pero, claro, estoy seguro de que él habría hecho lo mismo. No hay nada en tu cabeza que no esté en la de él. Salvo yo, por supuesto. Debo darte las gracias por acudir tan pronto. Dijo que tendría que ser paciente pero aquí estás, después de menos de dos días. Debías de desear mucho esos recuerdos.
La criatura siguió en ese tono, farfullando en la parte posterior de la cabeza de Cortés pero él apenas era consciente de la cháchara. Se estaba concentrando en lo que tenía que hacer ahora. Esta criatura, fuera lo que fuera, lo había engañado para entrar en él («abre tu cabeza y tu corazón», había dicho y era lo que él había hecho el muy tonto: se había abierto y dejado poseer) y ahora tenía que encontrar algún modo de deshacerse de él.
—Hay más de donde salieron esos, sabes —decía el ente.
Por un momento le había perdido la pista al monólogo de la criatura y no sabía sobre qué cotorreaba en ese momento.
—¿Más qué? —dijo.
—Más recuerdos —respondió Descansito—. Querías el pasado pero sólo has visto una pequeña parte de una pequeña parte. Lo mejor aún está por llegar.
—No lo quiero —dijo Cortés.
—¿Por qué no? Eres tú, maestro, en todas tus muchas pieles. Deberías tener lo que es tuyo. ¿O tienes miedo de ahogarte en lo que has sido?
No respondió. Maldita sea, sabía muy bien todo el daño que podía hacer el pasado si caía sobre él de súbito; había hecho planes para esa eventualidad mientras venía a la casa.
Descansito debió de oír cómo se le aceleraba el pulso porque dijo:
—Ya veo qué es lo que te da miedo. Hay tanto de lo que sentirse culpable, ¿verdad? Siempre, tanto.
Tenía que salir de aquí y alejarse, pensó Cortés. Quedarse aquí, donde el pasado estaba demasiado presente, era buscarse la ruina.
—¿Dónde vas? —dijo Descansito cuando Cortés se encaminó hacia la puerta.
—Me gustaría dormir un poco —dijo. Una petición bastante inocente.
—Puedes dormir aquí —respondió su dueño.
—No hay cama.
—Entonces acuéstate en el suelo. Yo te cantaré una nana.
—Y no hay nada de comer ni beber.
—No te hace falta alimento ahora mismo —fue la respuesta.
—Tengo hambre.
—Entonces ayuna un rato.
¿Por qué tenía tantas ganas de mantenerlo aquí? se preguntó. ¿Sólo quería agotarlo a base de falta de sueño y sed antes siquiera de que saliera al exterior? ¿O es que su esfera de influencia cesaba en el umbral? La esperanza dio un salto en su interior pero intentó que no se le notara. Presintió que la criatura, aunque había hablado de entrar en su cabeza y en su corazón, no tenía acceso a cada uno de los pensamientos que ocupaban su cráneo. Si fuera así, no tendría necesidad de amenazarlo para mantenerlo allí. Se limitaría a ordenarles a sus miembros que se hicieran de plomo y lo dejaría caer al suelo. Sus intenciones seguían siendo suyas, aun cuando esta entidad tenía sus recuerdos a su disposición y de ahí se deducía por tanto que podría llegar a la puerta, si era rápido, y estaría más allá de su alcance antes de que abriera la presa. Para poder tranquilizarlo hasta que estuviera listo para moverse, le dio la espalda a la puerta.
—Entonces supón que me quedo —dijo.
—Al menos nos tenemos el uno al otro para hacernos compañía —dijo Descansito—. Aunque permíteme que deje una cosa clara. No acepto ninguna relación carnal, por muy desesperado que estés. Por favor, no te lo tomes de forma personal. Es sólo que conozco tu reputación y quiero declarar aquí y ahora que el sexo no me interesa.
—¿Nunca tendrás hijos?
—Oh, sí, pero eso es diferente. Los deposito en las cabezas de mis enemigos.
—¿Es eso una advertencia? —preguntó Cortés.
—En absoluto —respondió la criatura—. Estoy seguro de que podrías hospedar a toda una familia. Todo es Uno, después de todo. ¿No es así? —Abandonó su voz por un momento y lo imitó a la perfección—: No quedaremos subsumidos en el momento de morir, Roxborough. Nos hará crecer, hasta el tamaño de la Creación. Piensa en mí como una pequeña señal de ese aumento y nos llevaremos bien.
—Hasta que me asesines.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Porque Sartori me quiere muerto
—Eres injusto con él —dijo Descansito—. No tengo competencia como asesino. Todo lo que quiere que haga es que te impida hacer tu trabajo hasta después del solsticio de verano. No quiere que hagas de Reconciliador y dejes entrar a sus enemigos en el Quinto. ¿Y quién podría culparle? Tiene intención de construir una Nueva Yzordderrex aquí, para gobernar el Quinto de un polo a otro. ¿Lo sabías?
—Lo mencionó.
—Y cuando esté hecho, estoy seguro de que te abrazará como si fueras un hermano.
—Pero hasta entonces…
—… tengo su permiso para hacer lo que tenga que hacer para evitar que seas el Reconciliador. Y si eso significa volverte loco con recuerdos…
—… lo harás.
—Debo hacerlo, maestro, debo. Soy una criatura muy cumplida.
Sigue hablando, pensó Cortés mientras el ente se deshacía en descripciones poéticas de sus poderes de sumisión. No iría a la puerta, decidió. Lo más probable es que tuviera dos o tres cerrojos. Mejor que se dirigiera a la ventana por la que había entrado. Se tiraría por ella si era necesario. Si se rompía unos cuantos huesos en el proceso, sería un precio pequeño por la huida.
Echó un vistazo a su alrededor con aire casual, como si estuviera decidiendo dónde iba a apoyar la cabeza y ni una sola vez se permitió dirigir la mirada hacia la puerta. La habitación de la ventana abierta se encontraba a unos diez pasos como mucho de donde él se encontraba. Una vez dentro, habría otros diez hasta la ventana. Descansito, mientras tanto, estaba perdido en los recodos de su propia humildad. Ahora era tan buen momento como otro cualquiera.
Fintó hacia las escaleras y luego cambió de dirección y salió disparado hacia la puerta. Había dado tres pasos antes de que la criatura se diera cuenta siquiera de lo que tramaba.
—¡No seas tan estúpido! —le soltó.
Cortés comprendió que había sido conservador en sus cálculos. Atravesaría la puerta en ocho pasos, no diez y cruzaría la habitación en otros seis.
—Te lo advierto —chilló el ente y luego, al darse cuenta que con sus llamamientos no conseguiría nada, actuó.
A menos de un paso de la puerta, Cortés sintió que algo se abría en su cabeza. La grieta por la que dejaba que el pasado se colara como un hilillo, de repente se abrió de par en par. En un paso el riachuelo se convirtió en un arroyo; en dos, en aguas rápidas; en tres, en una inundación. Vio la ventana al otro lado de la habitación, y la calle fuera, pero el diluvio del pasado arrastró la voluntad de alcanzarla.
Había vivido diecinueve vidas entre sus años como Sartori y su época de John Furia Zacharias, su inconsciente programado por Pai para facilitarle la salida de una vida y la entrada en una niebla de ausencia que sólo se aclaraba una vez completado el traspaso y se despertaba en una ciudad extraña, con un nombre birlado de una guía de teléfonos o de una conversación. Había dejado dolor tras él, por supuesto, allí por donde había pasado. Aunque siempre había tenido cuidado de separarse de su círculo y cubrir sus huellas cuando partía, su repentina desaparición había provocado sin duda un gran dolor a todos los que le habían tenido afecto. El único que había escapado ileso había sido él. Hasta ahora. Ahora todas estas vidas caían sobre él a la vez y lo alcanzaban las heridas que había evitado con tanta escrupulosidad. Su cabeza se llenó de fragmentos de su pasado, trozos de las diecinueve historias sin terminar que había dejado atrás, todas vividas con la misma gula infantil de sensaciones que había marcado su existencia como John Furia Zacharias. En cada una de estas vidas había tenido el consuelo de la adoración. Lo habían amado y tratado como a una celebridad: por su encanto, por su perfil, por su misterio. Pero eso no endulzó el aluvión de recuerdos. Ni tampoco lo salvó del pánico que sintió cuando su yo, el pequeño ser que conocía y comprendía, quedó abrumado por toda aquella profusión de detalles que surgían de las otras historias.
Durante dos siglos jamás había tenido que hacerse las preguntas que afligían de madrugada al resto de las almas una noche u otra. «¿Quién soy? ¿Para qué me han hecho y qué seré cuando muera?».
Ahora tenía demasiadas respuestas y eso era más angustioso que tener muy pocas. Tenía una pequeña tribu de vidas propias que se ponía y quitaba como si fueran máscaras. Tenía propósitos triviales en abundancia. Pero en su recuerdo nunca había habido años suficientes en un momento dado para obligarlo a penetrar en las profundidades del arrepentimiento o del remordimiento y por ello era más pobre. Ni tampoco, por supuesto, había vivido la inminencia de la muerte ni la dura sabiduría del dolor de perder a alguien. El olvido había estado siempre a mano para alisarle el entrecejo y eso había dejado intacto su espíritu.
Tal y como había temido, el asalto de visiones y escenas fue demasiado para él y aunque luchó por aferrarse a algún sentido del hombre que había sido al entrar en la casa, este quedó pronto consumido. A medio camino entre la puerta y la ventana, su deseo de escapar, que se había arraigado en la necesidad de protegerse, se le escapó. La determinación le abandonó el rostro, como si sólo fuera una máscara más. Nada la sustituyó. Se quedó quieto en medio de la habitación como un centinela estoico sin que una sola chispa de su tumulto interno se elevara para alterar la plácida simetría de su rostro.
Las horas nocturnas siguieron avanzando lentamente marcadas por la campana de una torre lejana, pero si él las oyó, no dio ninguna señal de ello. Las primeras luces del día empezaron a arrastrarse con lentitud por la calle Gamut y se deslizaron por la ventana que tan desesperado había estado por alcanzar y fue entonces cuando el mundo que existía en el exterior de su confundida cabeza provocó en él alguna respuesta. Lloró. No por sí mismo sino por la delicadeza de esta luz de color ámbar que caía en blandos charcos sobre el duro suelo. Al verla, concibió la vaga noción de salir a la calle y buscar la fuente de este milagro, pero había alguien en su cabeza y su voz era más fuerte que el lodo de confusión que la inundaba y quería que le contestara a algo antes de permitirle salir a jugar. Era una pregunta bastante sencilla.
—¿Quién eres? —quería saber la voz.
La respuesta era difícil. Tenía muchos nombres en su cabeza, y trozos de vidas que los acompañaban, ¿pero cuál era el suyo? Tendría que revisar muchos fragmentos para poder encontrarle sentido y esa era una tarea demasiado fea para un día como este, cuando había rayos de sol en la ventana que lo invitaban a salir para espiar a su padre del Cielo.
—¿Quién eres? —le preguntó de nuevo la voz y se vio obligado a contarle la sencilla verdad.
—No lo sé.
El interpelante pareció conformarse con eso.
—Entonces puedes irte —dijo—. Pero me gustaría que volvieras de vez en cuando, sólo para verme. ¿Querrás hacerlo?
Dijo que por supuesto que lo haría y la voz respondió que era libre de irse. Tenía las piernas entumecidas y cuando intentó caminar, se cayó y tuvo que arrastrarse hasta el lugar en el que el sol hacía brillar las tablas. Se quedó allí jugando durante un rato y luego, al sentirse más fuerte, trepó por la ventana y salió a la calle.
Si hubiera poseído algún recuerdo contundente de lo ocurrido la noche anterior, se habría dado cuenta, al saltar a la acera, que lo que había supuesto acerca del agente de Sartori había sido cierto y que su jurisdicción sí que se detenía en los límites de la casa. Pero no comprendía nada en absoluto sobre su huida. Había entrado en el número 28 la noche anterior como un hombre resuelto, era el Reconciliador de Imajica que venía a enfrentarse al pasado, a que lo fortaleciera el auto-conocimiento. Salía deshecho por ese mismo conocimiento y permaneció en la calle como un recién salido del manicomio, con los ojos clavados en el sol, ignorando que su arco marcaba el progreso del año hacia el solsticio de verano y por tanto hacia la hora en la que el hombre resuelto que había sido debía actuar… o fracasar para siempre.