Capítulo 12

A pesar de la predicción de Oscar, la torre de la Tabula Rasa seguía en pie, cualquier rastro de distinción que en otro tiempo podría haber poseído erosionado por el sol, que ardía con el fervor del mediodía bien pasadas ya las tres. Su ferocidad se había cobrado su precio en los árboles que protegían la torre de la carretera y había dejado sus hojas colgando como trapos sucios de las ramas. Si había algún pájaro protegiéndose del sol entre el follaje, estaba demasiado exhausto para cantar.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí? —le preguntó Oscar a Jude cuando llegaron con el coche a la entrada vacía.

La mujer le contó su encuentro con Bloxham y exprimió todo el humor que pudo del relato con la esperanza de distraer a Oscar de su angustia.

—Nunca me cayó muy bien Bloxham —respondió Oscar—. Era un engreído. Claro que, todos lo éramos… —Se le fue la voz y con todo el entusiasmo de un hombre que se acerca al cadalso, salió del coche y condujo a su amiga a la puerta principal.

—No suena ninguna alarma —dijo—. Si hay alguien dentro, entraron con una llave.

Sacó un racimo de llaves del bolsillo él también y escogió una.

—¿Estás segura de que esto es una buena idea? —le preguntó a Jude.

—Sí, lo estoy.

Resignado a llevar a cabo esta locura, abrió la puerta y después de un momento de duda, entró. El vestíbulo estaba fresco y oscuro pero el ambiente frío sólo sirvió para llenar de energía a Jude.

—¿Cómo bajamos al sótano? —dijo.

—¿Quieres ir directamente ahí abajo? —respondió él—. ¿No deberíamos comprobar el piso de arriba antes? Podría haber alguien allí.

—Es que hay alguien, Oscar. Y está en el sótano. Tú puedes ir a comprobar el piso de arriba, yo me voy abajo. Cuanto menos tiempo perdamos, antes saldremos de aquí.

Era un argumento convincente y así lo reconoció él con un pequeño asentimiento. Con gesto obediente rebuscó entre el manojo de llaves una segunda vez y tras elegir una, se acercó a la puerta más lejana y pequeña de las tres que había cerradas delante de ellos. Ya se había tomado su tiempo para elegir la llave correcta y ahora se tomó aún más para meterla en la cerradura y convencerla para que girara.

—¿Cuántas veces has estado ahí abajo? —le preguntó Judo mientras trabajaba.

—Sólo dos —respondió él—. Es un sitio bastante lúgubre.

—Lo sé —le recordó ella.

—Por otro lado, mi padre parecía haber hecho toda una costumbre de bajar a explorar allí. Hay normas y reglas, ya sabes, nadie puede curiosear por la biblioteca sólo, por si acaso lo tienta algo que lea. Estoy seguro de que él se saltó a la torera todo eso. ¡Ah! —La llave giró—. ¡Esta es una! —Eligió una segunda llave y se puso a trabajar en la otra cerradura.

—¿Te habló tu padre del sótano? —le preguntó Jude.

—Una o dos veces. Sabía más de los Dominios de lo que debería. Creo que incluso sabía unos cuantos lances. No estoy muy seguro. Era un cabrón muy reservado. Pero al final, cuando sufría delirios, murmuraba unos nombres, «Patashoqua», lo recuerdo. Lo repetía una y otra vez.

—¿Crees que cruzó a los Dominios alguna vez?

—Lo dudo.

—¿Entonces tú averiguaste cómo hacerlo sólo?

—Encontré unos cuantos libros aquí abajo y los saqué a escondidas. No fue muy difícil poner a funcionar el círculo. La magia no se deteriora. Más o menos es lo único… —hizo una pausa, gruñó y forzó la llave—, que no se deteriora. —El instrumento empezó a girar pero no del todo—. Creo que a papá le hubiera gustado Patashoqua —continuó—. Pero para él era sólo un nombre, pobre cabrón.

—Será muy diferente después de la Reconciliación —dijo Jude—. Sé que para él ya es demasiado tarde…

—Al contrario —dijo Oscar haciendo una mueca al tiempo que forzaba la llave—. Por lo que tengo entendido, los muertos están tan encerrados como el resto de nosotros. Hay espíritus por todas partes, según Pecador, vociferando y despotricando.

—¿Incluso aquí dentro?

—Sobre todo aquí dentro —dijo él.

Y con eso, la cerradura renunció a toda resistencia y la llave giró.

—Listo —dijo el hombre—. Pura magia.

—Maravilloso. —La joven le dio unas palmaditas en la espalda—. Eres un genio.

Oscar le dedicó una amplia sonrisa. El hombre adusto y vencido que había encontrado sudando entre los bancos de la iglesia sólo una hora antes se había relajado de forma considerable ahora que había algo que lo distraía de su sentencia de muerte. Sacó la llave de la cerradura y giró la manilla. La puerta era robusta y pesada, pero se abrió sin presentar mucha resistencia. Oscar la precedió y entró el primero en la oscuridad.

—Si no recuerdo mal —dijo—, hay una luz aquí. ¿No? —Palpó el muro que había al lado de la puerta—. ¡Ah! ¡Espera!

Se apretó un interruptor y una fila de simples bombillas colgadas de un cable iluminaron la habitación. Eran grande, con paneles de madera y muy sobria.

—Ésta es la única parte de la casa de Roxborough que sigue intacta, además del sótano. —Había una sencilla mesa de roble en el medio de la habitación, con varias sillas alrededor—. Este es el lugar donde se encontraron, al parecer: la primera Tabula Rasa. Y siguieron reuniéndose aquí a lo largo de los años hasta que se demolió la casa.

—¿Que fue cuándo?

—A finales de los años veinte.

—¿Así que doscientos cincuenta años de culos Godolphin se sentaron en uno de estos asientos?

—Eso es.

—Incluyendo a Joshua.

—Es de suponer.

—¿Me pregunto a cuántos conocí?

—¿No te acuerdas?

—Ojalá lo hiciera. Sigo esperando que vuelvan los recuerdos. De hecho, estoy empezando a preguntarme si alguna vez lo harán.

—¿Quizá los estés reprimiendo por alguna razón?

—¿Por qué? ¿Porque son tan atroces que no puedo enfrentarme a ellos? ¿Porque me porté como una puta y dejé que me pasaran de mano en mano con el oporto, de izquierda a derecha? No, no creo que sea eso, en absoluto. No lo recuerdo porque en realidad no vivía. Andaba en sueños y nadie quería despertarme.

Jude levantó la vista y lo miró, como si quisiera desafiarlo a que defendiera el derecho a poseerla de su familia pero el hombre no dijo nada, por supuesto. Se limitó a dirigirse a la inmensa chimenea y se metió debajo de la repisa mientras elegía una tercera llave por el camino. La mujer lo oyó introducir la llave en la cerradura y girarla, escuchó el movimiento de los dientes y los contrapesos que inició el giro y, por fin, oyó el gruñido de la puerta oculta cuando se abrió. Oscar volvió la cabeza y la miró.

—¿Vienes? —dijo—. Ten cuidado. Los escalones son muy empinados.

El tramo no sólo era empinado sino también largo. La poca luz que se derramaba de la habitación de arriba se redujo aún más después de media docena de escalones y Jude tuvo que bajar el doble sumida en la oscuridad antes de que Oscar encontrara abajo un interruptor y las luces recorrieran todo el laberinto. La inundó una sensación de triunfo. Había dejado a un lado el deseo de encontrar un modo de llegar a este inframundo demasiadas veces desde que el sueño del ojo azul la había traído a la celda de Celestine, pero ese deseo no había muerto. Ahora, por fin, iba a caminar por donde su visión soñada había ido, a través de esta mina de libros con vetas que llegaban hasta el techo, hasta el mismísimo lugar donde yacía la Diosa.

—Ésta es la colección individual de textos sagrados más grande desde la biblioteca de Alejandría —dijo Oscar; su tono de guía de museo era una defensa, supuso su compañera, contra la sensación de grandeza que compartía con ella—. Aquí hay libros que ni siquiera el Vaticano sabe que existen. —Bajó la voz, como si pudiera haber otros curiosos a los que molestaría si hablaba demasiado alto—. La noche que murió, papá me dijo que aquí había encontrado un libro escrito por el Cuarto Rey.

—¿El qué?

—Había tres reyes en Belén, ¿te acuerdas? Según los Evangelios. Pero los Evangelios mentían. Había cuatro. Estaban buscando al Reconciliador.

—¿Cristo era un Reconciliador?

—Eso dijo papá.

—¿Y tú te lo crees?

—Papá no tenía razones para mentir.

—Pero el libro, Oscar, el libro podría haber mentido.

—Y también la Biblia. Papá dijo que este Mago escribió su historia porque sabía que lo habían eliminado de los Evangelios. Fue este tipo el que bautizó a Imajica. Escribió la palabra en este libro. Allí estaba, en una página por primera vez en la historia. Papá dijo que se había echado a llorar.

Jude examinó con un nuevo respeto el laberinto que se extendía desde el pie de las escaleras.

—¿Has intentado encontrar el libro desde entonces?

—No me hacía falta. Cuando papá murió, fui en busca de la realidad. Y viajé por los Dominios como si Cristo lo hubiera conseguido y el Quinto estuviera reconciliado. Y allí estaban, las muchas mansiones del Invisible.

Y allí también el intérprete más enigmático de este drama entre Dominios. Si Cristo era un Reconciliador, ¿convertía eso al Invisible en el Padre de Cristo? ¿Era la fuerza que se ocultaba detrás de las nieblas del Primer Dominio el Señor de Señores, y, si así era, por qué había aplastado a cada diosa, por toda Imajica, como decía la leyenda? Una pregunta planteaba otra, y todas a partir de unas cuantas reivindicaciones hechas por un hombre que se había arrodillado en el Portal. No era extraño que Roxborough hubiera enterrado vivos estos libros.

—¿Sabes por dónde acecha tu mujer misteriosa? —dijo Oscar.

—La verdad es que no.

—Entonces tenemos toda una búsqueda entre las manos.

—Recuerdo que había una pareja haciendo el amor aquí abajo, cerca de la celda. Uno de ellos era Bloxham.

—Asqueroso cabroncete. Entonces deberíamos buscar unas manchas en el suelo, ¿no es eso? Sugiero que nos dividamos, porque si no, vamos a estar aquí todo el verano.

Se separaron en las escaleras y cogieron caminos contrarios. Jude no tardó en descubrir de qué forma tan extraña se transmitía el sonido por los túneles. A veces oía los pasos de Godolphin con tanta claridad que pensaba que debía de estar siguiéndola. Luego doblaba una esquina (o bien lo hacía él) y el ruido no sólo se apagaba sino que se desvanecía por completo, y por toda compañía le dejaba el silencio de sus propias suelas sobre la piedra fría. Estaban enterrados a demasiada profundidad para que penetrara siquiera el más remoto murmullo de la calle que tenían sobre sus cabezas y tampoco había el menor rastro de ruido en el suelo que los rodeaba: no zumbaba ningún cable ni caía agua por ningún desagüe.

Varias veces se sintió tentada a sacar uno de los tomos de su estantería, pensaba que quizá la serendipia la pondría al alcance del diario del Cuarto Rey. Pero se resistió, sabía que incluso si tuviera tiempo para curiosear por aquí, cosa que no tenía, los volúmenes estaban escritos en los grandes idiomas de la teología y la filosofía: latín, griego, hebreo y sánscrito, todos incomprensibles para ella. Como siempre en este viaje, tendría que abrirse paso hasta la verdad sólo con instinto e ingenio. Nada le habían dado para iluminar el camino salvo el ojo azul y eso ahora estaba en posesión de Cortés. Lo reclamaría en cuanto volviera a verlo, le daría otra cosa como talismán: el vello de su sexo, si eso era lo que quería. Pero no su huevo; no su estupendo huevo azul.

Quizá fueron esos pensamientos los que la acompañaron hasta el lugar donde se había encontrado a los amantes; quizá fuera la misma chiripa que había esperado que condujera su mano hasta el libro del Rey. Si así era, con esto se había lucido más. Aquí estaba la pared donde Bloxham y su amante habían copulado, lo supo sin asomo de duda. Aquí estaban los estantes a los que la mujer había tenido que aferrarse mientras su ridículo galán se esforzaba por complacerla. Entre los libros que soportaban la argamasa estaba teñida de un rastro muy sutil de color azul. No llamó a Oscar sino que fue hasta las estanterías y bajó varias brazadas de libros, luego colocó los dedos sobre las manchas. La pared estaba muy fría pero la argamasa se desmenuzó bajo sus dedos, como si su sudor fuese agente suficiente para desatar sus elementos. La sobresaltó lo que había provocado pero también se sintió satisfecha y se apartó del muro cuando el mensaje de disolución comenzó a extenderse con extraordinaria rapidez. La argamasa empezó a deshacerse entre los ladrillos como la más fina de las arenas y el hilillo se convirtió en un torrente en cuestión de segundos.

—Estoy aquí —le dijo a la prisionera que aguardaba tras el muro—. Dios sabe que me ha llevado bastante tiempo. Pero aquí estoy.

Oscar no captó las palabras de Jude, ni siquiera el eco más remoto. Había reclamado su atención dos o tres minutos antes un sonido que oyó por encima de su cabeza y había subido las escaleras en busca de su fuente. Ya había deshonrado suficiente su masculinidad durante los últimos días al ocultarse como una viuda asustada y la idea de que quizá pudiera recuperar parte del respeto que había perdido ante los ojos de Jude enfrentándose al intruso del piso de arriba le proporcionó arresto a la persecución. Se había armado con un trozo de madera que había encontrado al pie de las escaleras y casi esperaba de camino que sus ojos no le estuvieran jugando una mala pasada y que de verdad hubiera algo tangible arriba. Estaba harto de vivir con miedo de los rumores y las imágenes que había vislumbrado entre las piedras voladoras. Si había algo que ver, quería verlo y que esa visión lo condenara para siempre o lo curara de su miedo.

En lo alto de las escaleras dudó un momento. La luz que se derramaba por la puerta de la sala de Roxborough se movía de forma muy tenue. Cogió la cachiporra con las dos manos y atravesó la puerta. La habitación se mecía con las luces, la sólida mesa con sus sólidas sillas mareadas por el movimiento. Examinó la habitación de esquina a esquina y tras encontrar que cada sombra estaba vacía, se dirigió a la puerta que llevaba al vestíbulo con tanta delicadeza como le permitía su corpulencia. El balanceo de las luces se fue deteniendo a medida que avanzaba y había cesado cuando alcanzó la puerta. Al salir, un perfume le invadió los senos nasales, tan dulce como amargo era el dolor agudo y repentino que le invadió el costado. Intentó volverse pero su atacante lo clavó una segunda vez. La madera se le cayó de la mano y se le escapó un grito de los labios…

—¿Oscar?

Jude no quería dejar la pared de la celda de Celestine cuando se estaba deshaciendo con tal entusiasmo (los ladrillos caían unos sobre otros a medida que se deshacía la argamasa que los unía y las estanterías se estaban agrietando, listas para caer) pero el grito de Oscar reclamó su atención. Volvió a la salida por el laberinto, el sonido de la capitulación del muro levantaba ecos por los pasillos y la confundía pero encontró la senda de vuelta a las escaleras después de un momento; iba chillando el nombre de Oscar por el camino. No hubo respuesta en la biblioteca en sí así que decidió subir de nuevo a la sala de reuniones. Esta también estaba silenciosa y vacía, al igual que el vestíbulo cuando llegó allí, la única señal de que Oscar había pasado por allí era un bloque de madera tirado cerca de la puerta. ¿Qué demonios estaba haciendo ese hombre? Jude salió para ver si había vuelto al coche por alguna razón pero no había señales de él bajo el sol, lo que restringía las opciones a una sola: la torre.

Irritada pero ya un poco nerviosa, miró la puerta abierta que llevaba de vuelta al sótano; se debatía entre el deseo de volver para recibir a Celestine y seguir a Oscar hasta la torre. Un hombre de su corpulencia era perfectamente capaz de defenderse sólo, razonó pero no podía evitar sentir un cierto residuo de responsabilidad, había sido ella la que lo había convencido para que viniera aquí.

Una de las puertas parecía un ascensor pero se cuando acercó, oyó el zumbido del motor en funcionamiento así que en lugar de esperar, prefirió ir a las escaleras y empezar a subir. Aunque el tramo estaba oscuro no dejó que eso la frenara sino que ascendió por los escalones de tres en tres y cuatro en cuatro hasta que llegó a la puerta que conducía al último piso. Mientras tanteaba en busca del picaporte, escuchó una voz en la suite que había detrás. Las palabras eran indescifrables pero la voz parecía cultivada, casi entrecortada. ¿Había sobrevivido algún miembro de la Tabula Rasa después de todo? ¿Quizá Bloxham, el Casanova del sótano?

Empujó la puerta y la abrió. Había más luz al otro lado, aunque no mucha más. Todas las habitaciones del pasillo eran pozos turbios, todos tenían las cortinas corridas. Pero la voz la condujo a través de las tinieblas hacia un par de puertas, una de las cuales estaba entreabierta. Una luz ardía al otro lado. Judith se acercó con cautela, la moqueta que tenía bajo los pies era lo bastante recargada para silenciar sus pasos. Aun cuando el orador interrumpió su monólogo durante unos momentos, ella siguió avanzando y alcanzó la suite sin un sólo ruido. No tenía mucho sentido esperar, pensó, una vez que había llegado al umbral. Sin una palabra empujó la puerta y la abrió.

Había una mesa en la habitación y sobre ella yacía Oscar envuelto en un charco doble, uno de luz, el otro de sangre. Jude no chilló, ni siquiera sintió nauseas, aun cuando yacía abierto como un paciente en plena operación. Sus pensamientos pasaron volando por el horror y se dirigieron al hombre y su agonía. Estaba vivo. Jude le veía el corazón latiendo como un pez en un estanque rojo, exhalaba su último suspiro.

El cuchillo del cirujano había quedado tirado en la mesa a su lado y su propietario, al que en estos momentos ocultaban las sombras, dijo:

—Aquí estás. Entra, ¿quieres? Entra. —Colocó las manos, que estaban limpias, sobre la mesa—. Sólo soy yo, pichoncita.

—Dowd…

—¡Ah! Nada como que te recuerden. Parece una cosa tan pequeña, ¿verdad? Pero no lo es. De verdad, no lo es.

Sus modales conservaban la antigua teatralidad pero aquella antigua cualidad meliflua había desaparecido de su voz. Al oírlo, y más aún al verlo, se dio cuenta de que parecía una parodia de sí mismo, su rostro una máscara tallada a hachazos.

—Únete a nosotros, por favor, pichoncita —dijo—. Estamos en esto juntos, después de todo.

Por mucho que le sorprendiera verlo (¿aunque no le había advertido Oscar que no era nada fácil matar a esta clase de criaturas?) no se sentía intimidada por él. Había visto todos sus trucos, engaños y representaciones; lo había visto colgando sobre un abismo rogando por su vida. Era un ser ridículo.

—Yo no tocaría a Godolphin, por cierto —dijo.

La mujer hizo caso omiso del consejo y se acercó a la mesa.

—Su vida pende de un hilo —continuó Dowd—. Sí se le mueve, te juro que se le caen las entrañas. Mi consejo es que lo dejes ahí echado. Disfruta el momento.

—¿Disfrutar? —dijo ella; emergía en su voz el asco que sentía, aunque sabía que eso era exactamente lo que aquel hijo de puta quería escuchar.

—No tan alto, cielito —dijo Dowd, como si le molestara el volumen de su voz—. Vas a despertar al niño. —Se echó a reír—. Es un niño, en realidad, comparado con nosotros. Unan vida tan corta…

—¿Por qué has hecho esto?

—¿Por dónde empiezo? ¿Por los pequeños motivos? No. Por el grande. Lo he hecho para ser libre. —Se inclinó hacia ella, su rostro era un rompecabezas de claroscuros bajo la lámpara—. Cuando exhale su último aliento, pichoncita, cosa que ya no tardará en ocurrir, será el final de los Godolphin. Cuando él desaparezca, no seremos esclavos de nadie.

—Eras libre en Yzordderrex.

—No. La cadena era larga, quizá, pero no era libre. Sentía sus deseos. Sentía sus incomodidades. Una pequeña parte de mí sabía que debería estar en casa con él, haciéndole el té y secándole entre los dedos de los pies. En el fondo de mi corazón, seguía siendo su esclavo. —Miró de nuevo el cuerpo—. Parece casi un milagro, el modo que tiene de pervivir a pesar de todo.

Estiró la mano hacia el cuchillo.

—¡Déjalo! —le soltó ella y él se retiró con sorprendente presteza.

La joven se inclinó sobre Oscar, temerosa de tocarlo por miedo a provocar una conmoción mayor en su traumatizado organismo y que se detuviera. Tenía espasmos en el rostro y sus labios pálidos estaban llenos de diminutos temblores.

—¿Oscar? —le murmuró ella—. ¿Me oyes?

—Oh, mírate, pichoncita —la arrulló Dowd—. Poniéndote toda tierna con él. Recuerda cómo te utilizó. Cómo te oprimió.

Judith se inclinó un poco más sobre Oscar y volvió a llamarlo.

—Jamás nos amó a ninguno de los dos —continuó Dowd—. Éramos sus bienes. Parte de su…

Los ojos de Oscar se abrieron con un parpadeo.

—… herencia —terminó Dowd pero la palabra apenas pudo oírse. Al abrirse los ojos de Oscar, Dowd dio un segundo paso atrás y se ocultó entre las sombras.

Los labios pálidos de Oscar formaron las sílabas del nombre de Judith, pero ningún sonido acompañó el movimiento.

—Oh, Dios —murmuró la mujer—, ¿me oyes? Quiero que sepas que todo esto no ha sido en vano. La he encontrado. ¿Entiendes? La he encontrado.

Oscar hizo un pequeño gesto de asentimiento y luego, con agónica delicadeza, se pasó la lengua por los labios y cogió aliento suficiente para decir:

—No era cierto…

Jude captó las palabras pero no su sentido.

—¿Qué no era cierto? —dijo.

El moribundo volvió a humedecerse los labios y contorsionó el rostro por el esfuerzo que le suponía hablar. Esta vez sólo era una palabra:

—Herencia…

—¿Que no era una herencia? —dijo ella—. Lo sé.

Oscar esbozó la más pequeña de las sonrisas, sus ojos recorrían el rostro de la mujer, desde la frente a las mejillas, de allí a los labios y luego volvían a los ojos, para mirarse en ellos sin timidez.

—Te… quería… —le dijo.

—También lo sé —le susurró ella.

Y entonces la mirada masculina perdió claridad. Su corazón dejó de latir en su estanque de sangre; los nudos de su rostro se deshicieron al cesar el corazón. Se había ido. El último de los Godolphin, muerto sobre la mesa de la Tabula Rasa.

Judith se incorporó y se quedó mirando el cadáver, aunque hacerlo la angustiaba. Si alguna vez tenía tentaciones de jugar con la oscuridad, que esta visión fuera el azote de esa tentación. No había nada poético ni noble en esta escena, sólo quebranto.

—Pues ya está —dijo Dowd—. Es gracioso. No me siento diferente. Quizá lleve su tiempo, claro. Supongo que la libertad hay que aprenderla, como cualquier otra cosa. —Judith percibió la desesperación bajo aquellos balbuceos, una desesperación apenas oculta. La criatura estaba sufriendo—. Deberías saber algo —dijo.

—No quiero oírlo.

—No, escucha, pichoncita. Quiero que sepas… Él me hizo exactamente lo mismo, sobre esta misma mesa. Me destripó delante de la Sociedad. Quizá sea una minucia querer venganza, pero claro, yo no soy más que un pobre actorzuelo. ¿Qué voy a saber yo?

—¿Los mataste a todos por eso?

—¿A quién?

—A la Sociedad.

—No, aún no. Pero ya llegaré a ellos. Por los dos.

—Llegas demasiado tarde. Ya están muertos.

Eso lo acalló durante quince segundos enteros. Cuando empezó otra vez fue con más cháchara, tan vacía como el silencio que quería llenar.

—Fue esa maldita purga, ya sabes; se ganaron demasiados enemigos. Durante los próximos días van a aparecer maestros menores hasta debajo de las piedras. Todo un aniversario, ¿eh? Me voy a coger la gran cogorza. ¿Y tú? ¿Cómo lo vas a celebrar, sola o con amigos? Esa mujer que encontraste, por ejemplo. ¿Le van las fiestas?

Jude maldijo en silencio su indiscreción.

—¿Quién es? —continuó Dowd—. No me digas que Clara tenía una hermana. —Se echó a reír—. Lo siento, no debería reírme pero es que estaba como una regadera; supongo que ahora te das cuenta. No te entendía. Nadie te entiende salvo yo, pichoncita y yo te entiendo…

—… porque somos iguales.

—Exacto. Ya no pertenecemos a nadie. Somos nuestra propia invención. Haremos lo que queramos, cuando queramos y nos importarán una mierda las consecuencias.

—¿Y eso es la libertad? —dijo ella con tono neutro, por fin había apartado los ojos de Oscar y los había levantado para contemplar el cuerpo deforme de Dowd.

—No intentes decirme que no la quieres —dijo Dowd—. No te estoy pidiendo que me ames por esto, no soy tan estúpido, pero al menos admite que es lo más justo.

—¿Por qué no lo asesinaste en su cama hace años?

—No era lo bastante fuerte. Está bien, me doy cuenta que en estos momentos quizá no irradie salud y eficacia por todos mis poros, pero he cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. He estado ahí abajo, entre los muertos. Fue muy… educativo. Y mientras estaba allí abajo, empezó a llover. Qué lluvia más dura, pichoncita, en serio. Jamás he visto nada parecido. ¿Quieres ver lo que me cayó encima?

Se subió la manga y puso el brazo en el estanque de luz. Allí estaba la razón de su apariencia llena de bultos. El brazo, y era de suponer que el cuerpo entero, era un mosaico de retazos, con la carne medio sellada encima de fragmentos de piedra que la criatura había deslizado en sus heridas. Jude reconoció al instante la iridiscencia que corría por los fragmentos y le prestaba cierto encanto a la carne miserable de Dowd. La lluvia que había caído sobre su cabeza eran los trozos desprendidos del Eje.

—Sabes lo que es, ¿no es cierto?

La joven odiaba la facilidad con la que aquella criatura leía en su rostro pero no había razón para negar lo que sabía.

—Sí, lo sé —dijo ella—. Estaba en la torre cuando empezó a derrumbarse.

—Menudo regalo de Dios, ¿eh? Soy más lento, claro, con esta clase de peso encima, pero después de hoy no tendré que andar llevando y trayendo cosas, así que, ¿qué me importa que me lleve media hora cruzar la habitación? Tengo poder en mi interior, pichoncita, y no me importa compartir…

Se detuvo y retiró el brazo de la luz.

—¿Qué fue eso?

Jude no había oído nada pero ahora sí: un rumor sordo que provenía de abajo.

—¿Qué demonios estabas haciendo ahí abajo? No estarías destruyendo la biblioteca, espero. Quería darme esa satisfacción en persona. Oh, vaya. Bueno, ya habrá oportunidades de sobra para hacer el bárbaro. Está en el aire, ¿no te parece?

Los pensamientos de Jude volaron hacia Celestine. Dowd era muy capaz de hacerle daño. Tenía que volver abajo y advertir a la Diosa, quizá pudiera encontrar algún modo de defenderse. Mientras tanto, le seguiría la corriente.

—¿Dónde vas a ir después de esto? —le preguntó a Dowd, había relajado el tono todo lo que pudo.

—De Vuelta a Regent’s Park Road, pensé. Podemos dormir en la cama de nuestro amo. Eh, ¿qué estoy diciendo? Por favor, no pienses que quiero tu cuerpo. Sé que el resto del mundo piensa que el cielo está en tu regazo pero yo llevo célibe doscientos años y he perdido por completo el impulso sexual. Podemos vivir como hermanos, ¿no es cierto? ¿A que eso no suena tan mal?

—No —dijo ella mientras luchaba contra el impulso de escupirle su asco a la cara—. La verdad es que no.

—Bueno, mira, ¿por qué no me esperas abajo? Me queda algún asuntillo que hacer aquí. Los rituales hay que respetarlos.

—Lo que tú digas —respondió Jude.

La mujer lo dejó con su despedida, fuera la que fuera, y volvió a las escaleras. El rumor sordo que había llamado la atención de Dowd había cesado pero ella se apresuró a bajar el tramo de cemento llena de esperanza. La celda estaba abierta, lo sabía. En cuestión de segundos podría los ojos sobre la Diosa y lo que quizá fuera más importante, Celestine posaría los ojos sobre Jude. En cierto sentido, lo que Dowd había dicho allí arriba era verdad. Con Oscar muerto, era cierto que ya era libre de la maldición de su creación. Ya era hora de conocerse a sí misma y de que la conocieran.

Mientras recorría la habitación que quedaba de la casa de Roxborough y empezaba a bajar las escaleras que llevaban al sótano, sintió el cambio que había invadido el laberinto inferior. No tuvo que buscar la celda, la energía que invadía el aire se movía como una marea invisible y la llevaba hacia su fuente. Y allí estaba, delante de ella: el muro de la celda convertido en un montón de astillas y escombros, la brecha que había provocado su derrumbamiento se elevaba hasta el techo. La disolución que ella había iniciado todavía continuaba. Cuando se aproximó cayeron más ladrillos, la argamasa convertida en polvo. Se enfrentó a la caída y trepó por encima de las ruinas para asomarse a la celda. Dentro estaba oscuro pero sus ojos encontraron pronto la forma momificada de la prisionera, echada en el suelo.

El cuerpo no se movía. Jude se acercó y cayó de rodillas para rasgar las delicadas hebras con las que Roxborough y sus agentes habían envuelto a Celestine. Estaban demasiado duras para sus dedos así que empezó a rasgarlas con los dientes. Las hebras eran amargas pero ella tenía los dientes afilados y una vez que sucumbió una a sus mordiscos, otras la siguieron de inmediato. Un temblor recorrió el cuerpo, como si la cautiva presintiera la liberación. Como había ocurrido con los ladrillos, el mensaje de la descomposición era contagioso y Jude sólo había partido media docena de las hebras cuando éstas empezaron a estirarse y romperse por propia voluntad, ayudadas por el movimiento del cuerpo que habían envuelto. El vuelo de una le mordió la mejilla y se vio obligada a retirarse cuando empezó a extenderse la emancipación, las hebras describían movimientos sinuosos al romperse y los extremos partidos brillaban.

Los temblores del cuerpo de Celestine eran ahora convulsiones que crecían a medida que aumentaba la ambición de las hebras. No se limitaban a volar en un arrebato, comprendió Jude, se estiraban en todas direcciones, hacia el techo de la celda y hacia sus paredes. Azotada por ellas una vez, la única manera de evitar otro contacto era retirarse al agujero por el que había entrado y luego salir tropezando por encima de los escombros.

Al salir oyó la voz de Dowd en algún lugar del laberinto, detrás de ella.

—¿Qué has estado haciendo, pichoncita?

No estaba demasiado segura, la verdad. Aunque ella había sido la iniciadora de la liberación, no era su señora. Las cuerdas tenían vida propia y ya fuera Celestine la que las movía o Roxborough el que había trenzado en su interior la orden de destruir a cualquiera que viniera en busca de la excarcelación de su prisionera, no iban a aplacarlas ni contenerlas. Algunas ya estaban arañando el borde del agujero y arrancando más ladrillos. Otras, que demostraban una elasticidad que Jude no se había esperado, se asomaban poco a poco por encima de los escombros y volcaban piedras y libros en su avance.

—Oh, Señor —oyó que decía Dowd y se volvió para verlo de pie, en el pasillo, media docena de metros más atrás, con el cuchillo de cirujano en una mano y un pañuelo ensangrentado en la otra.

Era la primera vez que lo veía de la cabeza a los pies y la carga de fragmentos del Eje que llevaba era aparente. Tenía un aspecto excepcionalmente torpe, los hombros no encajaban y tenía la pierna izquierda hacia dentro, como si le hubieran colocado mal un hueso partido.

—¿Qué hay ahí dentro? —dijo Dowd mientras cojeaba hacia ella—. ¿Es tu amiga?

—Te sugiero que no te acerques mucho —le dijo Jude.

La criatura hizo caso omiso de ella.

—¿Roxborough emparedó algo? ¡Mira eso! ¿Es un oviáceo?

—No.

—¿Entonces qué? Godolphin nunca me habló de esto.

—No lo sabía.

—¿Pero tú sí? —dijo él y se volvió para mirarla al tiempo que avanzaba para estudiar las cuerdas que no dejaban de surgir—. Estoy impresionado. Los dos nos hemos guardado unos cuantos secretitos, ¿verdad?

Una de las cuerdas se elevó de repente de entre los escombros, Dowd dio un salto hacia atrás y se le cayó el pañuelo de la mano. Se desdobló al caer y el trozo de la carne de Oscar que Dowd había envuelto en él aterrizó en el suelo. Era un simple vestigio pero ella sabía bien lo que era. La criatura le había cortado la curiosidad y se la llevaba como recuerdo.

Jude dejó escapar un gemido de asco. Dowd empezó a inclinarse para recogerlo pero la rabia de Jude (que había ocultado por Celestine) explotó.

—¡Serás cabronazo! —dijo y lo atacó con las dos manos levantadas por encima de la cabeza y unidas en un sólo puño.

La criatura estaba repleta de fragmentos de piedra y no se pudo levantar con la suficiente celeridad para evitar el golpe. Ella le golpeó en la parte de atrás del cuello, un porrazo que probablemente le hizo más daño a ella que a él pero que desequilibró un cuerpo que ya era demasiado asimétrico para su propio bien. Dowd tropezó, víctima de la ley de la gravedad y quedó tirado en los escombros. Dowd sabía lo indigno que era y eso lo encolerizó todavía más.

—¡Foca estúpida! —dijo—. ¡Estúpida foca sentimental! ¡Recógelo! ¡Venga, recógelo! Quédatelo si lo quieres.

—No lo quiero.

—No, insisto. Es un regalo, de hermano a hermana.

—¡No soy tu hermana! ¡Nunca lo fui y nunca lo seré!

Allí tirado, sobre los escombros, empezaron a salirle insectos de la boca, algunos tan gordos como cucarachas gracias al poder que transportaba en su piel. Si eran para ella o para protegerlo a él contra la presencia de la pared, Jude no lo sabía pero al verlos se alejó un paso de él.

—Voy a perdonarte esto —le dijo él, todo magnanimidad—. Estás crispada, lo sé. —Levantó el brazo—. Ayúdame a levantarme —dijo—. Dime que lo sientes y todo olvidado.

—Odio todo lo que eres —le dijo ella.

A pesar de los insectos, fue el instinto de conservación lo que la hizo hablar, no la valentía. Aquí había poder. La verdad le haría más servicio que una mentira, por muy política que fuera.

Dowd retiró el brazo y empezó a levantarse. Y mientras él lo hacía, Jude dio dos pasos y recogió el pañuelo ensangrentado y con ese gesto reclamó los últimos restos de Oscar. Al incorporarse de nuevo, sintiéndose casi culpable por lo que había hecho, percibió un movimiento en el muro. Había aparecido una pálida forma contra la oscuridad de la celda, una forma tan madura y redonda como desigual era el muro que la enmarcaba. Celestine estaba flotando, o más bien la levantaban, como habían levantado a Quaisoir, cintas de carne; los filamentos que en otro tiempo la habían asfixiado se aferraban a sus miembros como los restos de un abrigo y le rodeaban la cabeza como una capucha viva. El rostro que se ocultaba debajo era dueño de unos huesos delicados pero severos y la belleza que podría haber poseído quedaba estropeada por la demencia que ardía en su expresión. Dowd seguía en el proceso de levantarse y se volvió para seguir la mirada asombrada de Jude. Cuando posó los ojos sobre la aparición, el cuerpo le falló y volvió a caer sobre los escombros, boca abajo. De su boca criadora de insectos se escapó una sola palabra aterrada.

—¿Celestine?

La mujer se había acercado a los límites de su celda y ahora levantaba las manos pura tocar los ladrillos que la habían sellado en el interior durante tanto tiempo. Aunque sólo los rozó, dio la sensación de que huyeron de sus dedos y se derrumbaron con el resto. Había espacio de sobra para que saliera pero se quedó atrás y habló desde las sombras, sus pupilas iban de un lado a otro con expresión maníaca, los labios habían descubierto los dientes como si ensayaran alguna funesta revelación. Igualó el único pronunciamiento de Dowd con una palabra propia: —Dowd.

—Sí… —murmuró él—. Soy yo.

Así que había dicho la verdad sobre alguna parte de su biografía al menos, pensó Jude. La mujer lo conocía, igual que él afirmaba conocerla a ella.

—¿Quién te hizo esto? —dijo él.

—¿Por qué me preguntas a mí —dijo Celestine—, cuando tú formabas parte de la conspiración? —En su voz había la misma mezcla de locura y serenidad que exhibía su cuerpo, sus tonos melifluos acompañados por un aleteo que era casi una segunda voz que hablaba en tándem con la primera.

—No lo sabía, te lo juro —dijo Dowd. Ladeó la pesada cabeza para apelar a Jude—. Díselo —le dijo.

La mirada oscilante de Celestine se elevó para mirar a Jude.

—¿Tú? —dijo—. ¿Conspiraste contra mí?

—No —dijo Jude—. Yo soy la que te liberó.

—Yo me liberé.

—Pero yo le di comienzo —dijo Jude.

—Acércate más. Déjame verte mejor.

Jude dudó antes de acercarse, la cara de Dowd seguía siendo un nido de insectos. Pero Celestine volvió a exigírselo y Jude obedeció. La mujer levantó la cabeza al acercarse la joven, la volvió a un lado y a otro, quizá para imbuir de vida sus aletargados músculos.

—¿Eres la mujer de Roxborough? —dijo.

—No.

—No te acerques más —le dijo a Jude—. ¿De quién, entonces? ¿A cuál de ellos perteneces?

—No pertenezco a ninguno de ellos —dijo Jude—. Están todos muertos.

—¿Incluso Roxborough?

—Hace doscientos años que desapareció.

Al menos los ojos dejaron de parpadear y su quietud, ahora que la había, era más angustiosa que sus movimientos. Aquella mujer tenía una mirada que podía cortar el acero.

—Doscientos años —dijo. No era una pregunta, era una acusación. Y no era a Jude a la que acusaba, era a Dowd—. ¿Por qué no viniste a por mí?

—Creí que estabas muerta y enterrada —le dijo él.

—¿Muerta? No. Eso habría sido hacerme un favor. Le di un hijo. Lo crié durante un tiempo. Tú lo sabías.

—¿Cómo iba a saberlo? No era asunto mío.

—Tú me convertiste en tu asunto —dijo ella—. El día que me sacaste de mi vida y me entregaste a Dios. Yo no lo pedí y no lo quería…

—Sólo era un sirviente…

—Un perro, más bien. ¿Quién te sujeta ahora la correa? ¿Esta mujer?

—No sirvo a nadie.

—Bien. Entonces puedes servirme a mí.

—No confíes en él —dijo Jude.

—¿Y en quién preferirías que confiara? —respondió Celestine sin dignarse a mirar a Jude—. ¿En ti? Me parece que no. Tienes sangre en las manos y hueles a coito.

Estas últimas palabras estaban teñidas de tal asco que Jude no pudo evitar replicar.

—No estarías despierta si yo no te hubiera encontrado.

—Considera la libertad de abandonar este lugar mi forma de darte las gracias —respondió Celestine—. No querrías disfrutar de mi compañía mucho tiempo.

A Jude no le resultó muy difícil de creer. Después de todos los meses que había aguardado este encuentro no había revelaciones que escuchar aquí: sólo la locura de Celestine y el hielo de su cólera.

Dowd, mientras tanto, se estaba poniendo en pie y mientras lo hacía, una de las cintas de la mujer se desenvolvió entre las sombras y se estiró hacia él. A pesar de sus anteriores protestas, la criatura no hizo ademán de evitarlo. Lo había envuelto un sospechoso aire de humildad. No sólo no presentó resistencia, sino que, de hecho, le brindó las manos a Celestine para que se las atara tras unir pulso contra pulso. La mujer no desdeñó su ofrecimiento. Las cintas de su carne se envolvieron alrededor de las muñecas de Dowd y luego se apretaron y tiraron de él para subirlo por la pendiente de ladrillo.

—Ten cuidado —advirtió Jude—. Es más fuerte de lo que parece.

—Es todo robado —respondió Celestine—. Los trucos, el decoro, su poder. Nada le pertenece. No es más que un actor. ¿No es así?

Como si consintiera, Dowd inclinó la cabeza. Pero al hacerlo, clavó los talones en los escombros y se negó a que lo arrastraran un milímetro más. Jude empezó a lanzar una segunda advertencia pero antes de que pudiera decir nada, los dedos masculinos se cerraron alrededor de la carne y tiraron con fuerza. Cogida de improviso, Celestine se vio arrastrada hacia el borde abierto del agujero y antes de que el resto de los filamentos pudieran acudir en su ayuda, Dowd había levantado las muñecas por encima de la cabeza y con gesto despreocupado había partido la carne que las ataba. Celestine dejó escapar un aullido de dolor y se retiró al santuario de su celda arrastrando tras ella la cinta cortada.

Dowd no le dio sin embargo un instante de respiro, fue en su busca al instante chillándole mientras arrastraba los pies por encima del montón de cascotes.

—¡No soy tu esclavo! ¡No soy tu perro! ¡Y tú no eres ninguna puta Diosa! ¡Eres una simple puta!

Luego desapareció rugiendo en la oscuridad de la celda. Jude se aventuró a acercarse al agujero unos pasos más pero los combatientes se habían retirado hacia la parte más oculta y no vio nada de su lucha. La escuchó, sin embargo: el siseo del aliento expulsado con dolor; el ruido de los cuerpos lanzados contra la piedra. Las paredes temblaban y arrancaban los libros del pasillo de sus estantes, la marea de poder arrojaba hojas sueltas y panfletos al aire como pájaros en medio de un huracán que dejaba a los volúmenes más pesados sacudiéndose en el suelo con la espalda rota. Y luego, de repente, se terminó. La conmoción de la celda cesó por completo y hubo varios segundos de silencio inmóvil, rotos por un gemido y la visión de una mano que salía de las tinieblas y se agarraba al muro roto. Un momento después, Dowd apareció vacilante, con la otra mano se aferraba la cara. Si bien los fragmentos que llevaba eran poderosos, la carne en la que estaban asentados era débil y Celestine había explotado esa fragilidad con la eficacia de un guerrero. A la criatura le faltaba media cara, sólo se le veía el hueso y su cuerpo estaba más deshecho que el cadáver que había dejado en la mesa del piso de arriba: el abdomen abierto, los miembros apaleados.

Se cayó nada más salir. En lugar de intentar ponerse en pie (cosa que Jude dudaba que fuera capaz de hacer), se arrastró sobre los escombros como un ciego, palpando con las manos las ruinas que tenía delante. De vez en cuando se le escapaba un sollozo o un quejido pero el esfuerzo de la huida estaba consumiendo a toda prisa la poca fuerza que le quedaba y antes de llegar al suelo abierto, los ruidos se rindieron. Como se rindió él poco tiempo después. Dobló los brazos bajo el cuerpo y se derrumbó con el rostro en el suelo, rodeado de libros estremecidos.

Jude contempló el cuerpo mientras contaba hasta diez, luego volvió a dirigirse a la celda. Cuando se encontraba a unos dos metros del cuerpo de la criatura, vio un movimiento y se paró en seco. Todavía había vida en él, aunque no era la suya. Los insectos brotaban de su boca abierta como pulgas que abandonan a toda prisa un anfitrión que se está enfriando. Le salían también de la nariz y de las orejas. Sin la voluntad de su dueño para dirigirlas era muy probable que fuesen inofensivos pero Jude no pensaba ponerlos a prueba. Se apartó de ellos tanto como pudo y tomó una ruta indirecta para subir por los escombros hasta el umbral del refugio de Celestine.

El polvo que bailaba en el aire había espesado mucho las sombras, secuelas de las fuerzas que se habían desatado en su interior. Pero Celestine era visible, yacía de lado contra el muro contrario. La criatura le había hecho daño, no cabía duda. Su piel pálida estaba quemada y rota en el muslo, el costado y el hombro. El celo purgativo de Roxborough todavía tenía algo de jurisdicción en esta torre, pensó Jude. Había visto tres apóstatas derribados en el espacio de una hora: uno arriba y dos abajo.

Uno de ellos, su prisionera Celestine, parecía ser la que menos había sufrido. Herida como estaba, todavía era capaz de volver sus fieros ojos hacia Jude y decir:

—¿Has venido a jactarte?

—Intenté advertirte —dijo Jude—. No quiero que seamos enemigas, Celestine. Quiero ayudarte.

—¿Por orden de quién?

—Mía. ¿Por qué asumes que todo el mundo es esclavo, puta o el puñetero perro de alguien?

—Porque así es el mundo —dijo la mujer.

—Ha cambiado, Celestine.

—¿Qué? ¿Han desaparecido entonces los humanos?

—No es humano ser esclavo.

—¿Qué sabrás tú? —dijo la mujer—. No huelo demasiada humanidad en ti. Eres una especie de impostora, ¿no es cierto? Hecha por un maestro.

A Jude le habría dolido oír aquel desprecio en boca de cualquiera pero en la de aquella mujer, que durante tanto tiempo había sido un faro de esperanza y curación, la condena era más amarga. Había luchado tanto para ser algo más que una falsificación forjada en un útero artificial. Pero con unas pocas palabras Celestine la había reducido a un espejismo.

—Ni siquiera eres natural —le dijo.

—Y tú tampoco —le soltó Jude.

—Pero una vez lo fui —dijo Celestine—. Y a eso me aferró.

—Aférrate todo lo que quieras, eso no cambiará los hechos. Ninguna mujer natural podría haber sobrevivido dos siglos aquí dentro.

—Me alimentó el deseo de vengarme.

—¿De Roxborough?

—De todos ellos, salvo uno.

—¿Quién?

—El maestro… Sartori.

—¿Lo conociste?

—Muy poco —dijo Celestine.

Había allí un gran dolor que Jude no comprendía pero tenía los medios de aliviarlo en la lengua y a pesar de todas las crueldades de Celestine, Jude no quiso negarle la noticia.

—Sartori no está muerto —le dijo.

Celestine había vuelto la cara hacia el muro pero ahora volvió a mirar a Jude.

—¿No está muerto?

—Lo encontraré por ti si quieres —dijo Jude.

—¿Harías eso?

—Sí.

—¿Eres su amante?

—No exactamente.

—¿Dónde está? ¿Está cerca?

—No sé dónde está. En algún lugar de la ciudad.

—Sí. Ve a buscarlo. Por favor, ve a buscarlo. —La mujer se apoyó en el muro y se levantó—. Él no sabe mi nombre pero yo le conozco.

—¿Entonces quién le digo que eres?

—Pregúntale… pregúntale si recuerda a Nisi Nirvana.

—¿A quién?

—Sólo díselo.

—¿Nisi Nirvana?

—Eso es.

Jude se levantó y volvió al agujero de la pared pero cuando estaba a punto de salir, Celestine la volvió a llamar.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Judith.

—Bueno, Judith, no sólo apestas a coito sino que tienes en la mano un trozo de carne que no has soltado en ningún momento. Sea lo que sea, déjalo.

Horrorizada, Jude bajó los ojos y se miró la mano. La curiosidad seguía en su poder, medio colgada de su puño. La tiró de golpe y desapareció entre el polvo.

—¿Te asombra que te tomara por una puta? —comentó Celestine.

—Entonces las dos hemos cometido un error —respondió Jude devolviéndole la mirada—. Yo pensé que eras mi salvación.

—El tuyo fue un error mayor —contestó Celestine.

Jude no honró esta última indignidad con una respuesta, se limitó a salir de la celda. Los insectos que habían abandonado el cuerpo de Dowd seguían arrastrándose por allí sin rumbo fijo, en busca de un nuevo escondrijo, pero la carne que habían desalojado se había levantado y se había ido. A Jude no le sorprendió demasiado. Dowd era actor hasta la médula. Postergaría su escena de despedida todo el tiempo que le fuera posible con la esperanza de poder estar en el centro del escenario cuando cayera el último telón. Un ambición vana, dada la fama de sus compañeros de tragedia y una ambición que Jude no era lo bastante tonta para compartir. Cuanto más sabía sobre el drama que se desenvolvía a su alrededor, con sus raíces en el relato de Cristo el Reconciliador, más resignada estaba a tener poco o ningún papel en él. Como el Cuarto Mago suprimido del Portal, a ella no la querían en el Evangelio que se estaba a punto de escribir, y tras haber visto el lamentable estado en el que había quedado el testamento de un rey, tampoco pensaba perder el tiempo escribiendo el suyo.