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A las nueve de la noche del uno de enero de 1950, el abogado Emanuele Ferlito, Nenè para los amigos, se sentó puntualmente a la mesa del sacanete del círculo Patria, que en Fela todo el mundo sabía que era en realidad un garito. Y si lo era en los días laborales, es fácil imaginar en qué se convertía los festivos y, especialmente, los días que van de Navidad a Reyes, cuando en el pueblo es tradición jugarse hasta los calzoncillos. El abogado Nenè Ferlito, hombre rico y esencialmente holgazán -pues raras veces se dedicaba a su trabajo, y cuando lo hacía, era casi siempre para sacar de un apuro a los amigos-, tenía cincuenta y tantos años y no le faltaba de nada. Aparte de ser capaz de permanecer sentado a la mesa de juego durante cuarenta y ocho horas seguidas sin levantarse ni para ir al lavabo, el abogado tenía mujeres en Fela y en los pueblos circundantes y era bien sabido que en Palermo (adonde se desplazaba a menudo para intervenir en juicios, o, por lo menos, eso le decía a su esposa, Cristina) mantenía a dos, una bailarina y una costurera. En una velada se bebía más de media botella de coñac francés. El número diario de cigarrillos sin filtro que se fumaba oscilaba entre los ciento diez y los ciento veinte. Hacia las once de aquella noche de fin de año sufrió un repentino desmayo, cosa que ya le había ocurrido el año anterior. Es decir, que el abogado se quedó tan tieso como un bacalao, dicho sea con todo el respeto, experimentó unos violentos espasmos, vomitó y sólo haciendo un supremo esfuerzo consiguió respirar.

–¡Ya estamos otra vez! – gritó entonces el doctor Jacopo Friscia, que en aquellos momentos se encontraba también en el círculo.

Friscia, que lo atendía desde que le había dado el primer desmayo, le había prohibido terminantemente fumar, pero al abogado Ferlito la prohibición le había entrado por un oído y le había salido por otro. La recaída, pues, era inevitable.

Pero esta vez la situación es mucho más grave. Nenè Ferlito se está muriendo asfixiado y, para abrirle las mandíbulas, el médico y los del círculo se ven obligados a utilizar un calzador. Al final, el abogado se recupera ligeramente y es trasladado en brazos a su casa mientras el doctor Friscia corre en busca de medicación. La mujer, Cristina, pide que acuesten al marido (la pareja duerme en habitaciones separadas) y después llama por teléfono a su hija Ágata, de dieciocho años, que está pasando las fiestas en Catania, en casa de unos familiares. Los que le han prestado auxilio se retiran en cuanto llega el doctor Friscia, el cual encuentra al enfermo estacionario. El médico, tras haberle dicho claramente a su mujer que la vida del enfermo corre peligro, anota en una hoja de papel los medicamentos que hay que administrarle y la dosis. Al ver que la señora Cristina está comprensiblemente aturdida y ausente, le repite que la vida de su marido depende del estricto cumplimiento de las instrucciones. Habrá que vigilarlo toda la noche. Cristina dice que podrá hacerlo. El médico, que no está muy convencido, le pregunta si necesita a una enfermera que se encargue de todo. Cristina rechaza el ofrecimiento y el médico se retira.

A la mañana siguiente, poco después de las ocho, el dottor Friscia llama a la puerta de la casa de los Ferlito. Le abre la doncella Maria, la cual le dice que la señora Cristina permanece encerrada en la habitación de su marido y no quiere que entre nadie. Pero el médico consigue que le abra. En la estancia se aspira un pestazo insoportable a vómito, orines y mierda. Cristina está sentada en una silla al lado de la cama, rígida y con los ojos muy abiertos. El médico consuela a la mujer, que se encuentra en estado de shock, y se da cuenta de que las medicinas que le ha entregado ni siquiera están abiertas.

–Pero ¿por qué no se las ha dado?

–No hubo tiempo. Murió media hora después de que usted se fuera.

El médico toca el cuerpo del paciente. Aún está caliente. Pero puede que la explicación sea la estufa de leña que el propio abogado había encendido la víspera antes de salir para cuando regresara a casa de la velada en el círculo. La estufa, dirá más tarde la señora Cristina, la había alimentado ella misma un cuarto de hora antes de que le llevaran a casa a su marido moribundo.

El entierro se retrasa unos días para que Stefano, el hermano del muerto, que vive en Suiza, pueda asistir. Al día siguiente de la muerte del abogado, su hija Ágata visita al doctor Friscia para que éste le refiera con todo detalle lo que le había dicho a su madre a propósito de los medicamentos que ésta no había tenido tiempo de administrar a su marido. El resultado es que Ágata se va de casa y pide hospitalidad a unos amigos. Pero ¿cómo se explica que una hija abandone a su madre justo cuando más tendría que estar a su lado, en el momento del dolor? Entonces empiezan a correr abiertamente por el pueblo unos rumores que ya circulaban en forma de insinuaciones, alusiones y significativas medias palabras.

Cuando se casa, Cristina Ferlito es una guapísima joven de veinte años, hija del notario Calogero Cuffaro, es decir, del representante más autorizado, tanto en Fela como en los municipios cercanos, del partido en el poder. El obispo lo recibe un día sí y otro también. No hay encargo público, concesión, licencia ni contrato que Cuffaro no controle. En poco tiempo Cristina averigua de qué pasta está hecho su marido, que le lleva diez años. Tienen una hija. Cristina se comporta como una esposa abnegada, nadie puede decir nada malo de ella, hasta el mes de febrero de 1948, en que su marido le lleva a casa a un sobrino lejano de veinticinco años llamado Attilio, un joven guapísimo a quien él ha encontrado trabajo en Fela.

Attilio, que hasta entonces había vivido con sus padres en Fiacca, se instala en una habitación de la villa que ocupan el abogado y su mujer. Muchas veces, dicen las malas lenguas, el sobrino se presta a consolar a su tía Cristina, la cual se queja con él de las constantes traiciones de su marido. Y, entre tantos consuelos, a la señora Cristina acaba resultándole más cómodo que la consuelen en la cama. Pero la mujer se enamora del chico, no lo deja ni respirar, está tremendamente celosa y empieza a montarle escenas incluso en presencia de extraños. El abogado recibe unos anónimos que lo dejan indiferente; es más, se alegra de que su mujer deje de tocarle los cojones a él y se los toque al sobrino. En el mes de octubre del año siguiente, en parte porque ya no puede aguantar más a la amante y en parte porque le duele ofender a su tío, a quien le debe el trabajo, Attilio se traslada a vivir a una pensión. Cristina se vuelve aparentemente loca, deja de comer y de dormir, envía larguísimas cartas a su ex amante por medio de su doncella Maria… En algunas de ellas le expone su intención, que Attilio no se toma en serio, de matar a su marido para recuperar su libertad y vivir con él.

El día del entierro, todo el pueblo ve que Cristina es esquivada por su hija, por su cuñado Stefano, recién llegado de Suiza, y por su suegra, la cual, en la iglesia y delante del ataúd, acusa directamente a la nuera de haberle matado al hijo. En ese momento, el notario Calogero Cuffaro, el padre de Cristina, se apresura a consolar a la pobre mujer, dando de esta manera a entender a todo el mundo que ésta ha perdido el juicio a causa del dolor. Pero esa misma noche, en el círculo Patria, Stefano el suizo, tras haber anunciado a los presentes que pedirá a quien corresponda la realización de una autopsia a su hermano, se aparta con el abogado Russomanno, que pertenece al mismo partido político del notario Cuffaro pero que encabeza la corriente contraria. El tenso coloquio mantenido en una salita del círculo dura tres horas. Suficiente para que, durante su camino de vuelta a casa, Stefano sea agredido por dos desconocidos que le pegan una soberana paliza y lo conminan a marcharse diciendo:

–¡Suizo, vuélvete a Suiza!

A pesar de su ojo a la funerala y de la cojera de una pierna, Stefano Ferlito, acompañado por el abogado Russomanno, se presenta en casa del difunto convocado por el notario Cuffaro, que exige las «debidas aclaraciones». Ni rastro de la viuda Cristina, pero, para compensar su ausencia, acompaña al notario el ilustre abogado Sestilio Nicolosi, príncipe del Foro. A las diez de la noche, el numeroso grupo de personas que se ha congregado delante de la casa para oír los gritos que dan los abogados Russomanno y Nicolosi mientras discuten, percibe un repentino silencio: ¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que, de pronto, se ha abierto la puerta del salón y ha aparecido Cristina. La cual, muy pálida pero firme y decidida, dice:

–Basta. Ya no puedo más. Yo he matado a Nenè. Con veneno.

El notario hace un supremo intento de defenderla hablando de delirio y desvarío, pero no hay solución. Veinte minutos después, el pequeño grupo ve abrirse la puerta de la casa. Salen primero la señora Cristina, el notario y el abogado Nicolosi y, a continuación, Stefano y el abogado Russomanno. La gente los sigue hasta el cuartel de los carabineros, donde Cristina va a entregarse. El teniente Frangipane la interroga. Y Cristina cuenta que, una vez sola, tras la partida del doctor Friscia, en vez de administrarle los medicamentos a su marido, le dio a beber un vaso de agua en la que había disuelto un veneno para ratones a base de estricnina.

–¿Dónde lo compró?

–No lo compré. Se lo pedí a mi amiga Maria Carmela Siracusa, la viuda del farmacéutico. Ella lo cogió de la farmacia y me lo dio. Le dije que era para los ratones que había en casa.

–¿Por qué ha matado a su marido?

–Porque ya no podía soportar sus traiciones.

Al día siguiente, convocada por el teniente Frangipane, Maria Carmela Spagnolo de Siracusa confirma entre lágrimas que fue ella quien le facilitó el veneno a su amiga a mediados de noviembre, pero jamás de los jamases se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que Cristina pudiera utilizarlo para matar a su marido. Ambas se habían visto por Navidad, habían pasado un buen rato hablando, Cristina estaba como de costumbre… La señora Maria Carmela, coetánea y amiga de Cristina, tenía fama en el pueblo de ser una mujer de cuerpo entero. El difunto farmacéutico también era un mujeriego, como el abogado, pero ella no se había buscado un amante, como había hecho Cristina. Por lo tanto, el teniente no tiene ningún motivo para suponer que Maria Carmela Siracusa pudiera estar al corriente de las homicidas intenciones de Cristina. Le toma declaración y la envía de nuevo a su casa. Pero alguien empieza a difundir por el pueblo algunas calumnias contra Maria Carmela: hay quien dice que la viuda del farmacéutico estaba perfectamente al corriente del propósito de Cristina. En resumen, Maria Carmela es, a juicio de muchos, una cómplice. Entonces la mujer, indignada, vende sus propiedades y se va al extranjero para reunirse con su hermano diplomático. Sólo regresará y permanecerá allí unos días para declarar en el primer juicio, que se celebra en 1953. Confirmará su primera declaración y regresará inmediatamente a Francia. En Fela jamás volverán a verla.

Sin embargo, con anterioridad a la celebración del juicio, ocurren varias cosas muy raras. Unos días después de la detención de Cristina, la Fiscalía ordena la realización de la autopsia. Las partes del cuerpo extraídas y colocadas en ocho recipientes se envían al consejero instructor de Palermo, el cual las transmite a su vez al profesor Vincenzo Agnello, toxicólogo de la universidad, y al profesor Filiberto Trupìa, profesor de anatomía patológica. Se les envían también a ambos las sábanas de la cama manchadas por el vómito del moribundo y la ropa interior que llevaba. Cristina presta dos veces declaración ante el juez instructor. En la primera afirma que mató a su marido para evitarle ulteriores sufrimientos. Una especie de eutanasia. En la segunda señala que no está segura de haber cometido un homicidio, pues la cantidad de veneno que le administró era demasiado exigua. Casi nada, una pizquita invisible entre el índice y el pulgar.

Al cabo de varios meses y después de intensas charlas con el abogado Nicolosi, Cristina hace una tercera declaración y se retracta de todo lo dicho anteriormente. Ella jamás le administró veneno a su marido; si así se lo dijo a los carabineros y al juez fue porque estaba aterrorizada, asustada por las amenazas de su cuñado Stefano el suizo. Pensó que en la cárcel estaría segura y protegida. Y tenía especial empeño en confirmar la veracidad de lo que le había dicho al doctor Friscia, es decir, que no había conseguido administrarle los medicamentos a su marido porque éste había muerto antes de que ella pudiera hacer nada. Terminaba diciendo que los resultados de los análisis de los dos ilustres profesores palermitanos le darían la razón. Y, en efecto, poco después estalla una bomba que provoca un gigantesco estruendo. En su examen pericial, Agnello y Trupìa afirman haber llevado a cabo numerosas pruebas y contrapruebas sin haber descubierto el menor vestigio de estricnina o de cualquier otro veneno en los restos y en los tejidos estudiados: el abogado Ferlito murió a causa de un tabaquismo agudo que le provocó un ataque letal de angina de pecho. Cristina es inocente. Pero Stefano Ferlito no reconoce su derrota y contraataca. Pero ¿es que no sabéis, dice a diestro y siniestro, que los dos eminentes profesores le deben en parte su carrera al notario Cuffaro, con quien mantienen estrechos vínculos de amistad? ¿Qué otra cosa se podía esperar? El abogado Nicolosi aconsejó a Cristina realizar su última declaración cuando ya estaba seguro de los favorables resultados de las pruebas periciales. Y son muchos los que apoyan a Stefano. Entonces a la Fiscalía de Palermo se le ocurre una brillante idea: reúne todo lo que los dos profesores palermitanos han utilizado en sus exámenes periciales y lo envían a Florencia, donde hay unos expertos toxicólogos de fama mundial. Cuando los carabineros acuden a recoger los ocho recipientes que contienen los restos del pobre abogado, apenas hay nada en su interior, una parte se ha deteriorado y otra se ha perdido en los análisis. Aun así, el pliego sellado oficialmente se envía a Florencia el día uno de julio. A principios de septiembre reciben en Palermo una carta del juez florentino en la que se pregunta cómo es posible que el paquete aún no haya llegado. ¿Adónde ha ido a parar? Después de buscarlo intensamente, el paquete aparece en el Palacio de Justicia de Florencia, olvidado en un desván. A finales de octubre, nada menos que seis profesores florentinos entregan el resultado de sus exámenes: han encontrado una cantidad de estricnina tan elevada como para inducirles a poner en duda la valía profesional o la salud mental de Agnello y Trupìa, los dos colegas palermitanos que no habían encontrado nada (o no lo habían querido encontrar). No cabe la menor duda: el abogado Ferlito murió como consecuencia de un envenenamiento, su esposa Cristina es culpable.

–¿Qué os habíamos dicho? – gritan triunfalmente Stefano Ferlito y el abogado Russomanno.

–No estoy de acuerdo -proclama orgullosamente el abogado Nicolosi-. ¡El paquete que ha llegado con tanto retraso a Florencia ha sido manipulado!

–¡Es una miserable maniobra de mis adversarios políticos -aclara el notario Cuffaro-, que a través de mi hija quieren golpearme a mí!

Por si acaso, el abogado Nicolosi pide un examen pericial del estado mental de su defendida, la cual resulta estar en pleno uso de sus facultades.

En resumen, el primer juicio, el de 1953, termina con la condena de Cristina a veinte años de cárcel. Ésta, en determinado momento, declara recordar haberle dado algo a su marido en la famosa noche de autos, pero casi con toda certeza debió de tratarse de una pizca de bicarbonato.

El hecho más destacado del segundo juicio, que se celebra casi dos años después, es la detallada contraprueba pericial del profesor Aurelio Consolo, el cual afirma que sus colegas florentinos fueron tan ineptos y descuidados que utilizaron un reactivo equivocado. Ése es el motivo de que encontraran restos de estricnina. Llegados a ese punto, Nicolosi señala que es necesario llevar a cabo un superexamen pericial toxicológico. Su petición es rechazada, pero los jueces modifican la primera sentencia: ahora los años de cárcel que Cristina tiene que cumplir son dieciséis.

En 1957 el Tribunal Supremo rechaza el recurso y confirma la condena.

Cristina solicita desde la cárcel constantes peticiones de gracia. Tres años después, un ministro de Justicia, olvidando el título de su ministerio y obedeciendo a las presiones recibidas por parte de unos cualificados miembros de su partido, el mismo al que pertenece el indómito notario Cuffaro, se pone en marcha para conseguir que la mujer reciba el ansiado indulto. Cristina puede regresar a casa y la partida termina definitivamente para todos.