El ingeniero se decidió a hablar en cuanto terminó el primer plato, un risotto de mariscos que a Montalbano le había parecido exquisito.
–Y ahora vamos al grano -dijo.
¿O sea, que había un grano? Livia no le había dicho nada de nada. La miró con expresión inquisitiva y ella le contestó con una mirada tan suplicante que el comisario decidió, fuera lo que fuera aquel «grano», tener paciencia y no estropear aquel encuentro al que su novia lo había llevado prácticamente a rastras.
–¿Sabes una cosa? Hace mucho tiempo que le suplico a Stefania que nos presente. Ambos tenemos un interés común y debo decir que te envidio mucho.
–¿Por qué?
–Porque tienes la posibilidad de disfrutar de un observatorio privilegiado.
–Ah, ¿sí? ¿Cuál?
–La comisaría de Vigàta.
Montalbano alucinó. ¿La comisaría un observatorio privilegiado? ¿Cuatro habitaciones asquerosas en una planta baja, ocupadas todas ellas por personajes como Catarella, que hablaba como una cotorra, o Mimì Augello, que siempre andaba detrás de alguna mujer? Miró a Livia, pero estaba distraída hablando con su amiga Stefania. El comisario tuvo la certeza de que estaba disimulando.
–Pues sí -añadió el ingeniero-. Yo proyecto y construyo puentes. En todo el mundo, aunque peque de inmodestia. Pero es imposible descubrir al hombre en un pilar de cemento armado.
¿Hablaba en serio o estaba de guasa? Montalbano le siguió la corriente.
–Pues en nuestra tierra de vez en cuando se descubría a alguno.
Esta vez el que se desconcertó fue el ingeniero.
–¿De veras?
–Claro. Era uno de los sistemas que utilizaba la mafia para hacer desaparecer…
Castellini lo interrumpió.
–No, quizá no me he explicado bien. Verás, en realidad yo no tendría que haberme dedicado a la ingeniería. Me habría gustado hacer análisis.
–¿Químicos?
–No. Psicoanalíticos.
Finalmente empezaba a comprender algo.
–Pues lamento tener que decepcionarte. En ese sentido la comisaría de Vigàta no es el lugar más indicado para…
¿Te imaginas a Catarella sentado detrás de un diván en el que está tumbado un tipo que ha robado un manojo de espinacas?
–Lo sé, lo sé. Pero ¡en una comisaría uno tiene la posibilidad de sondear…! – dijo el ingeniero con un brillo de emoción en los ojos.
Había levantado tanto la voz que hasta Livia y Stefania se vieron obligadas a interrumpir su conversación y a mirarlo.
–¿Sondear qué?
–¡Pues el alma humana! ¡Sus recovecos! ¡Su profundidad! ¡Su complejidad!
O sea, que el ingeniero pertenecía a la categoría de personas que disfrutan chapoteando en todo lo que empieza por «psi»: psicología, psicoanálisis, psiquiatría. Montalbano decidió llegar hasta el fondo.
–¿Te refieres a hundirte en sus abismos?
–Sí.
–¿A recorrer sus intrincados laberintos?
–Sí, sí.
–¿A hacer frente a sus oscuros dédalos? ¿A sus inextricables enredos? ¿A sus inescrutables…?
–Sí, sí -respondió afanosamente Castellini, a un paso del orgasmo.
El puntapié que Livia le propinó bajo la mesa hizo enmudecer a Montalbano. Entre otras cosas porque su repertorio de lugares comunes y frases hechas no era demasiado amplio que digamos. Livia aprovechó la pausa.
–¿Sabes, Matteo?… -le dijo al ingeniero. La dulzura de su voz puso en guardia al comisario: cuando Livia utilizaba ese tono, seguro que estaba a punto de sacar la tinta, como hacen las sìccie, las sepias que el camarero servía en aquel momento-, Salvo tendría sin duda esa posibilidad. Pero no la utiliza. Él no va más allá de las pruebas.
–¿Qué quieres decir? – preguntó Montalbano, ofendido.
–Ni una palabra más ni una menos de las que he dicho. Tú te detienes en determinado límite, el que es suficiente para tus investigaciones. Puede que te dé miedo ir más allá.
Estaba claro que quería herirlo. Pretendía vengar al ingeniero, de quien él tan vilmente se había burlado. La propia Stefania pareció sorprenderse de la reacción de su amiga.
–No es mi misión. No soy ni un cura, ni un psicólogo ni un analista. Lo siento.
Y se sumergió en los efluvios y el sabor de las sepias cocinadas como Dios manda. Después de un breve silencio, el ingeniero se puso a hablar de Crimen y castigo, que dijo haber releído «en el sombrío silencio de las noches yemeníes». En su opinión, desde un punto de vista psicológico, Dostoievski tenía muchos fallos. En el momento de la despedida, Stefania sacó un manojo de llaves del bolso y se lo entregó a Livia.
–¿Salís mañana?
¿Salir? ¿Hacia dónde? Llevaba tan sólo una semana de vacaciones en Boccadasse y no le apetecía en absoluto moverse de allí.
–¿Qué es esa historia de la salida? – preguntó en cuanto Livia puso en marcha su coche.
–Stefania y Matteo han tenido la amabilidad de prestarnos unos días su casa de la montaña.
¡Virgen santa! ¡La montaña! Él era un hombre de mar, estaba hecho así, él no tenía la culpa. En cuanto superaba los quinientos metros de altitud se ponía de mal humor y era capaz de pelearse a la primera de cambio; a veces hasta lo asaltaban unos arrebatos de melancolía que lo volvían más taciturno y solitario de lo que ya era de por sí. Cierto que la belleza de la montaña era la que era, pero también la belleza del mar era la que era. Y, por si fuera poco, Livia lo había pillado a traición. Peor que el personaje de Ganelón en el teatro de marionetas.
–¿Por qué no me dijiste cuando llegué aquí que ya lo tenías todo preparado para arrastrarme a la montaña?
–¡Arrastrarte! ¡Qué trágico te pones! Muy sencillo. Porque nos habríamos pasado los días discutiendo.
–Pero ¿quieres explicarme qué necesidad tenemos de irnos de Boccadasse cuando sólo falta una semana para el final de las vacaciones?
–Porque tú vienes a Boccadasse de vacaciones, mientras que yo vivo aquí todo el año. ¿Está claro? Éstas son tus vacaciones, no las mías. Y yo he decidido hacer nuestras vacaciones donde yo diga.
–¿Puedo por lo menos saber dónde está esa casa?
–Encima de Courmayeur.
¿Encima? ¿Entre los glaciares eternos y las cumbres invioladas, como sin duda habría dicho el cursi de Castellini? Montalbano se quedó helado.
La discusión duró un buen rato, pero él sabía que tenía perdida la partida de antemano. Antes de irse a dormir hicieron las paces. Y más tarde, mientras contemplaba con los ojos abiertos la pálida luz que penetraba a través de la ventana y escuchaba la respiración de Livia, que se confundía con la del mar, Montalbano se sintió en paz y preparado para enfrentarse con los osos polares que sin duda poblaban las banquisas que habría por encima de Courmayeur.
Durante el viaje, que duró varias horas, Livia no quiso cederle el volante en ningún momento, no hubo manera.
–Perdona, deja que conduzca yo. ¿No estás cansada?
–¿No dijiste que yo quería arrastrarte a la montaña? Pues cállate y déjate arrastrar.
Entre que habían salido tarde de Boccadasse y que había mucho tráfico, se les hizo de noche. Montalbano, en cuanto vio ponerse el sol, decidió que lo único que podía hacer era dormir un rato. Lo despertó la voz de Livia.
–Ánimo, Salvo, ya hemos llegado.
Al bajar del coche vio que, exceptuando la zona iluminada por los faros, a su alrededor todo estaba oscuro como la pez y que, según le decían su oído y su olfato, no había el menor vestigio de vida humana. El coche se encontraba en un claro del que partía un sendero que subía casi en vertical hacia algún lugar perdido.
–Vamos, no te quedes ahí como un pasmarote. Coge la mochila, ábrela y ponte el jersey.
La mochila se la había prestado Livia, naturalmente, pero el jersey era suyo. Lo había dejado en Boccadasse el invierno anterior. Cuando los faros se apagaron, Montalbano experimentó la desagradable sensación de que era devorado por la noche. Se puso nervioso. Livia encendió la linterna e iluminó el sendero.
–Sígueme y procura no resbalar.
–¿Está muy lejos la casa?
–A unos cien metros.
Tras haber cubierto los primeros cincuenta, el comisario comprendió que una cosa eran cien metros a la orilla del mar y otra cien metros en la montaña. Y menos mal que tenía que hacer un gran esfuerzo para subir, pues de otro modo el frío lo habría dejado sin sentido a pesar del jersey. Resbaló una vez y tropezó otra.
–Procura llegar vivo -le dijo Livia, que, por el contrario, parecía una cabra.
Al final, el sendero terminó en un claro. La forma exterior de la casa no le dijo gran cosa a Montalbano: se trataba de la típica cabaña alpina de planta baja con un piso, como tantas otras. Sin embargo, una vez dentro, la cosa cambiaba. La puerta de doble hoja se abría a un espacioso salón con muebles de madera de estilo rústico, sólidos y tranquilizadores, televisor, teléfono y una gran chimenea en la pared del fondo. En la misma planta había un cuarto de baño y una pequeña cocina con un frigorífico enorme, tan repleto de comida que habría podido abrirse con ella una tienda de alimentación. En el piso de arriba había dos dormitorios, cuyas cristaleras daban a una terraza común, y otro cuarto de baño. La casa le cayó inmediatamente bien.
–¿Te gusta? – le preguntó Livia.
–Hum -se limitó a contestar, pues quería seguir manteniendo las distancias con ella. Luego añadió-: Hace frío.
–Voy a encender la calefacción. Ya verás cómo se te pasa dentro de diez minutos. Te buscaré un anorak de Matteo.
¿Un anorak del ingeniero Castellini? Mejor morir congelado.
–No, déjalo. Se me pasará enseguida.
Y, en efecto, se le pasó. Una hora después se le pasó también el hambre canina que el aire frío y la caminata le habían despertado, tras haber vaciado prácticamente la mitad de lo que había en el frigorífico. Luego se sentaron en un mullido sofá y Livia encendió el televisor. De común acuerdo, eligieron una película americana sobre un acaudalado hombre del sur cuya hija de veinte años mantiene relaciones con un campesino de la finca, cosa que a su padre no le gusta. Se quedó dormido de golpe con la cabeza apoyada en el hombro de Livia; y cuando hora y media después ella se levantó para apagar el televisor, Montalbano cayó de lado sobre el sofá y se despertó, perplejo.
–Me voy a dormir, gracias por la deliciosa velada -dijo irónicamente Livia, empezando a subir por la escalera que conducía al piso de arriba.
–¡… So… corro! – Se volvió una vez más-. ¡Corro…, corro!
Dio tres pasos, estaba seguro de que la voz procedía del precipicio. Se acercó cautelosamente al borde del sendero y asomó la cabeza para mirar. Unos veinte metros más abajo, al final de un terraplén, había un saliente sobre el cual, tumbada boca abajo, una persona que no se sabía si era hombre o mujer porque la capucha del anorak le cubría la cabeza, sujetaba a una mujer por las muñecas, evitando que cayera al precipicio. Por suerte, la mujer había conseguido introducir el pie izquierdo en una grieta de la roca, pues, de lo contrario, la persona que la sujetaba no habría podido aguantar mucho rato. La escena se le antojó a Montalbano tan trágica que le pareció irreal y lo indujo a buscar el lugar donde podían estar colocados los proyectores y la cámara. Sin que él lo notara, las piernas lo llevaron a la altura de los dos desventurados. Metiendo los pies en una especie de peldaños que había excavados en la roca, bajó volando y se situó al lado de la persona que permanecía tumbada. Era un hombre.
–Socorro.
Ya no le quedaba voz ni siquiera para hablar y, por si fuera poco, tenía la boca aplastada contra el suelo.
–¿Me oye? – preguntó el comisario mientras se tumbaba a su lado y se quitaba los guantes. Miró a la mujer, que mantenía los ojos cerrados. Tenía el rostro blanco como la nieve y el carmín de los labios se le había corrido. Parecía un payaso-. ¡Ánimo! – le dijo. La mujer no abrió los ojos, era una estatua. Montalbano se afianzó bien en el suelo y le dijo al hombre-: Preste atención. Ahora yo cogeré con las dos manos la muñeca izquierda de la señora. Usted haga lo mismo con la muñeca derecha. Entre los dos creo que podremos tirar de ella hacia arriba. ¿Me ha oído? ¿Ha comprendido?
–Sí.
Montalbano agarró la muñeca izquierda de la mujer; rápidamente el hombre la soltó y aferró con ambas manos la derecha.
–¿Todo bien?
–Sí.
–Ahora contaré hasta tres. Entonces empezaremos a levantarla simultáneamente. ¿Listo? ¡Uno, dos, tres!
La tarea resultó más complicada de lo que el comisario había previsto debido a un hecho que no había tenido en cuenta, a saber, que la mujer, en cuanto sintió que tiraban de ella hacia arriba, de manera instintiva se resistía a sacar el pie de la grieta donde lo había introducido por temor a quedarse colgando en el vacío. Montalbano y el hombre tuvieron que efectuar toda una serie de maniobras y contramaniobras con la respiración cada vez más entrecortada. El comisario estaba seguro de que el hombre, cuando llegara el momento del esfuerzo supremo, se derrumbaría de golpe. ¿Conseguiría él solo sujetar a la mujer, que, por suerte, era liviana? Porque Dios quiso, al cabo de un cuarto de hora los tres acabaron tumbados boca arriba en el saliente. La mujer se quejaba débilmente, debía de haberse roto alguna costilla, y seguía sin abrir los ojos. Era joven, estaría alrededor de los treinta. El hombre, de cuarenta y tantos años, respiraba con la boca abierta; parecía roncar en sueños. Se veía a primera vista que ambos vestían prendas de marca. Montalbano rodó por el suelo hasta situarse al lado de la mujer. Su rostro estaba todavía muy blanco; la sangre no conseguía llegar hasta él.
–Ánimo, señora, ya ha pasado todo. Abra los ojos, míreme.
La mujer negó lentamente con la cabeza. El hombre lo miraba fijamente. Se notaba que no estaba en condiciones de moverse.
–¿Tiene usted un móvil?
El hombre le indicó el bolsillo interior del anorak. Montalbano lo desabrochó y sacó el aparato. Pero ¿a quién llamar? El hombre debió de comprender su problema, le pidió el teléfono, se apoyó en un codo, marcó un número y empezó a hablar.
–¡Salvo! – oyó de repente.
Era la voz de Livia. Montalbano se sintió reconfortado. Estaba claro que había sido una pesadilla. Livia estaba despertándolo, nada era verdad, todo había sucedido en sueños.
–¡Salvo!
Miró hacia arriba. Livia estaba en el sendero y lo miraba con expresión alarmada. Después saltó al terraplén. Sus ojos parecían asustados y respiraba afanosamente. El comisario le contó lo que había ocurrido.
–Vuelve a casa. Yo me quedaré con ellos. – No hubo manera de hacerla cambiar de idea-. Después ya arreglaremos cuentas -añadió mientras Montalbano iniciaba la marcha.
Al llegar a la casa, el comisario se desnudó y se duchó para eliminar el sudor de la piel. Después, sin ponerse los calzoncillos, se sentó en el sofá, abrió una botella de whisky y, con firme determinación, decidió beberse por lo menos la mitad. Livia regresó cuatro horas más tarde y lo encontró en la misma posición. Habían desaparecido tres cuartas partes de la botella.
–¡Levántate!
–¡Sí, señor! – contestó Montalbano, levantándose y adoptando posición de firmes. El empujón que Livia le propinó lo dejó aturdido e hizo que cayera de nuevo en el sofá-. ¿A qué viene esto? – preguntó con voz pastosa.
–A que me has dado un susto de muerte cuando he visto que no regresabas. ¡Eres un cabrón!
–¡Soy un héroe! He salvado…
–También hay héroes cabrones, y tú perteneces a esa categoría. Y ahora vete arriba a dormir, ya te despertaré yo.
–Sí, señor.
–Se llaman Silvio y Giulia Dalbono, llevan cinco años casados y tienen una casa en la otra vertiente. Él es dueño de un fábrica en Turín, pero vienen mucho aquí. – Montalbano saboreaba una especie de tocino que se disolvía, suave y fuerte a un tiempo, al entrar en contacto con el paladar y la lengua-. Mientras en el hospital examinaban a la mujer, que tiene dos costillas rotas, he hablado con él. Estaban dando un paseo con toda normalidad, ella quiso acercarse al saliente y de pronto se cayó. Puede que fuera un repentino malestar, un mareo o, simplemente, un traspié. Por suerte, consiguió agarrarse al borde, justo lo suficiente para que el marido la cogiera por las muñecas. Después, afortunadamente, llegaste tú. El hombre me ha preguntado por ti, quién eres, a qué te dedicas. Le ha impresionado mucho tu serenidad. Creo que mañana vendrá a darte las gracias. Pero ¿estás escuchándome?
–Por supuesto -contestó Montalbano, introduciéndose en la boca otra loncha de aquella especie de tocino. Enfurecida, Livia se calló. Sólo al final de la cena el comisario se dignó hacer una pregunta-. ¿Ha abierto los ojos?
–¿Quién?
–Giulia. Se llama así, ¿no? ¿Ha abierto los ojos?
Livia lo miró, sorprendida.
–¿Cómo lo sabes? No, no abre los ojos. Se niega a hacerlo. Los médicos dicen que es por el shock.
–Ya.
Se sentaron en el sofá.
–¿Quieres ver algo en la televisión?
–No.
–¿Qué quieres hacer?
–Ahora verás…
Cuando adivinó las intenciones de Salvo, Livia protestó sin convicción:
–Por lo menos vamos arriba…
–No, aquí me has abofeteado y aquí pagarás la ofensa.
–Sí, señor -dijo Livia.
A la mañana siguiente se despertó a las siete, y a las ocho abrió la puerta para salir.
–¡Salvo!
Era Livia, que lo llamaba desde la cama del dormitorio. Pero ¿cómo era posible? ¡Si hacía diez minutos parecía dormir a pierna suelta!
–¿Qué pasa?
–¿Qué haces?
–Voy a dar una vuelta.
–¡No! Espérame, voy contigo. En un cuarto de hora estaré lista.
–Muy bien, te espero fuera.
–No te alejes demasiado.
Se puso furioso. ¡Lo trataba como a un niño tonto! Salió. El día parecía una copia del anterior, despejado y deslumbrante. En la explanada había un hombre aguardándolo. Lo reconoció de inmediato, era Silvio Dalbono. Llevaba barba de dos días y tenía ojeras.
–¿Cómo está su esposa?
–Mucho mejor, gracias. Ha pasado la noche en el hospital. Yo vengo ahora de allí. He esperado a que…
–¿A que finalmente abriera los ojos?
El hombre lo miró, asombrado. Abrió la boca, volvió a cerrarla y tragó saliva. Trató de sonreír.
–Sabía que era usted un buen policía, pero ¡no hasta ese punto! ¿Cómo sabe eso?
–Había dos cosas que no encajaban. La primera era que su mujer mantenía los ojos obstinadamente cerrados. Al principio, mientras la sujetábamos suspendida en el vacío, pensé que se trataba de una forma de rechazo hacia la terrible situación en la que se encontraba. Pero lo extraño es que siguió con los ojos cerrados cuando ya estaba a salvo, e incluso después, en el hospital. Entonces supuse que lo que rechazaba en realidad era la presencia de usted. Lo segundo que me llamó la atención fue que cuando ustedes se encontraban en el terraplén, el uno al lado del otro, no se…, no digo ya abrazaron, sino que ni siquiera se tocaron.
–Créame, no fui yo quien…
–Lo creo.
–Aquel saliente era una meta habitual de nuestros paseos. Ayer por la mañana Giulia se adelantó corriendo y bajó por el terraplén. Yo estaba todavía en el sendero cuando oí un grito. Ella ya no estaba. Salté y entonces vi… -Dejó la frase sin terminar, se sacó del bolsillo del anorak un pañuelo y se enjugó el sudor que le brillaba en el rostro. Reanudó su narración sin mirar al comisario a los ojos-. Vi sus manos, aferradas al borde de la roca. Me llamó una vez, dos, tres… Yo guardé silencio, inmóvil, paralizado. Era la solución.
–¿Quería aprovechar la ocasión para librarse de ella?
–Sí.
–¿Hay otra mujer?
–Desde hace dos años.
–¿Su mujer lo sospechaba?
–No, en absoluto. Pero allí, en aquel momento, lo comprendió. Lo comprendió porque yo no contestaba a su petición de auxilio. Y, de repente, se calló. Hubo… hubo un silencio espantoso, insoportable. Y entonces corrí a sujetarla por las muñecas. Nos… miramos. Interminablemente. Y ella, en determinado momento, cerró los ojos. Y entonces yo…
De pronto, quién sabe por qué, Montalbano se vio de nuevo en el borde del precipicio, volvió a contemplar el rostro de la mujer desesperadamente dirigido hacia arriba, como hacen los que se ahogan… Por primera vez en su vida experimentó una sensación de vértigo.
–Es suficiente -dijo con brusquedad.
El hombre lo miró, desconcertado por su tono de voz.
–Yo sólo quería explicarle…, darle las gracias…
–No hay nada que explicar, nada que agradecer. Regrese junto a su mujer. Buenos días.
–Buenos días -replicó el hombre.
Dio media vuelta y se fue por el sendero.