Herido de muerte

1

Toda la culpa de la mala noche que estaba pasando, dando vueltas en la cama hasta casi estrangularse con la sábana, no podía ser atribuida en modo alguno a la cena de la víspera, que había sido muy ligera. No, parte de la culpa la tenía probablemente el libro que se había llevado a la cama, el nerviosismo que le habían provocado ciertas páginas insulsas y deslavazadas de aquella novela aclamada por los críticos como una de las cumbres más altas de la literatura mundial de los últimos cincuenta años. El descubrimiento de la cumbre de turno se producía por término medio una vez cada seis meses, y el grito de júbilo solía lanzarlo algún periódico un tanto esnob al que los demás se sumaban de inmediato. Bien mirado, el panorama de la literatura mundial de los últimos cincuenta años se parecía mucho a la cordillera del Himalaya fotografiada desde un satélite. Pero la verdadera culpa, reflexionó, no la tenía el libro. Nada más adormilarse habría podido cerrarlo, arrojarlo al suelo, apagar la luz y santas pascuas. Pero Montalbano estaba mal hecho, tenía un defecto: cuando empezaba a leer algo, cualquier cosa que fuera, un artículo, un ensayo o una novela, era absolutamente incapaz de dejarlo a medias. Tenía que seguir hasta el final.

El timbre del teléfono fue como una liberación. Arrojó el libro contra la pared y miró el reloj. Eran las tres de la madrugada.

–¿Diga?

–¿Oiga?

–¡Catarè!

¡Dottori!

–¿Qué hay?

–Han disparado.

–¿Contra quién?

–Contra uno.

–¿Ha muerto?

–Sí.

La concisión del espléndido diálogo habría sido digna del ínclito poeta Vittorio Alfieri.

–A ese señor «difungo» que se llamaba Gerlando Piccolo le han pegado un tiro en su casa -añadió prosaicamente Catarella.

–Dame la dirección.

–Es un sitio muy difícil de encontrar, dottori. Pásese por aquí. Gallo conoce el camino.

–¿Has avisado al dottor Augello?

–Lo he intentado, pero no lo he encontrado.

–¿Y Fazio?

–Ya ha ido al escenario del delito.

–Muy bien, voy para allá.

La oscuridad era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo. La casa del «difungo», como decía Catarella, estaba en pleno campo, por lo que Montalbano había podido comprender. Las luces de su coche iluminaron el vehículo de servicio de la comisaría, que estaba aparcado delante de la puerta de entrada, abierta de par en par. Entró, seguido por Gallo, en un espacioso salón que servía a un tiempo de sala de estar y comedor. Todo se veía muy pulcro y ordenado. De una de las tres puertas que daban acceso al salón salió Galluzzo con un vaso de agua en la mano. A su espalda, el comisario entrevió una cocina.

–¿Adónde vas?

Galluzzo señaló la puerta que tenía delante.

–A la habitación de la sobrina. ¡Pobrecita! Le he dicho que se tumbe en la cama.

–¿Dónde está Fazio? – Galluzzo indicó por señas la escalera que conducía al piso de arriba-. Tú quédate aquí -le dijo Montalbano a Gallo.

–¿Y qué hago?

–Repasa las tablas de multiplicar.

El dormitorio en el que se había producido el homicidio presentaba un desorden propio de un lugar recién sacudido por un terremoto. Cajones abiertos, ropa de cama y prendas de vestir tiradas por el suelo, puertas de armario abiertas… Llamaban la atención dos cuadritos, otrora colgados en las paredes y ahora arrancados y rotos a pisotones, y los restos de una pequeña imagen de la Virgen arrojada violentamente contra la pared. ¿Qué tenía que ver aquel vandalismo con un robo? El difunto Gerlando Piccolo, un sexagenario rechoncho y temperamental, yacía en la cama de matrimonio con la parte superior del cuerpo apoyada en la cabecera y una enorme mancha roja a la altura del corazón. Estaba claro que había tenido tiempo de incorporarse un poco antes de que el asesino lo obligara a tumbarse definitivamente. No tenía los ojos abiertos de par en par, sino algo más de lo normal, en una expresión de estupor. Pero semejante hecho no tenía por qué ser objeto de conjeturas, pues cuando uno ve que le ha llegado la hora de la muerte, o se sorprende o se asusta, no hay vuelta de hoja. Por último, a pesar de que en la habitación hacía un frío que pelaba, el hombre no llevaba ni camiseta, ni pijama, ni nada de nada. Fazio, que se encontraba de pie al lado de la cama con pinta de viajante de comercio que muestra la mercancía, interceptó la mirada de su jefe.

–Está completamente desnudo, no lleva ni siquiera los calzoncillos.

–¿Cómo lo sabes?

–He metido la mano por debajo de la sábana. ¿Qué hago? ¿Llamo a la Científica y aviso a la Fiscalía?

–Espera.

Había algo que no cuadraba. Montalbano se agachó para mirar debajo de la cama por la parte donde estaba tumbado el muerto y observó que la camiseta y los calzoncillos estaban allí. Mientras se incorporaba, se detuvo en seco, como si el lumbago lo hubiera sorprendido a traición. En el suelo, entre la mesilla y los pies de la cama, había un revólver.

–Fazio ¿lo has visto?

–Sí, señor.

–Debe de haberlo dejado el asesino.

–No, señor dottore. Estaba en el cajón de la mesilla. Fue la sobrina la que lo sacó y disparó contra él. Ella misma me lo ha dicho.

–¿Contra quién disparó?

–Contra el asesino.

–No entiendo un carajo. Quizá sea mejor que vaya a hablar con esa sobrina.

–Quizá sea mejor -dijo enigmáticamente Fazio.

La sobrina era una muchacha de dieciocho años, piel morena, grandes ojos negros enrojecidos por el llanto y una tupida masa de cabello muy rizado. Estaba extremadamente delgada y, en su manera de mirar al comisario y de levantarse de un salto de la cama sobre la que estaba sentada, no tumbada, reveló cierto carácter salvaje y animal. Iba envuelta en una especie de bata y temblaba más a causa del frío que de la impresión.

–Prepárale algo caliente -le dijo el comisario a Galluzzo.

–En la cocina hay un poco de manzanilla -repuso la joven.

–A mí hazme un café -ordenó Montalbano.

–Con nata, supongo… -comentó Galluzzo con sorna mientras salía.

–Tenemos que hablar. Pero usted no puede estar así. Mire, me voy allá cinco minutos y entre tanto usted se viste. ¿Le parece bien?

–Gracias.

–¿Cómo se llama?

–Grazia Giangrasso, soy hija de una hermana del tío Gerlando.

Montalbano regresó al salón. Gallo estaba arrellanado en un sillón.

–¿Cuánto es siete por siete? – le preguntó al comisario.

–Cuarenta y nueve -contestó automáticamente Montalbano-. ¿Por qué quieres saberlo?

–¿No me ha dicho que repasara las tablas de multiplicar?

¡Qué graciosos estaban sus hombres aquella mañana! Volvió a subir al piso de arriba. En el dormitorio, Fazio había cambiado de sitio. Ahora miraba a su alrededor con la espalda apoyada en la ventana cerrada.

–¿Has encontrado algo?

–Hay cosas que no encajan.

–¿Por ejemplo?

–Gerlando Piccolo era viudo desde hace dos años.

–¿Ah, sí? No lo sabía.

–Entonces yo me pregunto…

–… ¿quién dormía a su lado en la cama cuando entró el asesino?

Fazio lo miró, estupefacto.

–¿Usted también se ha dado cuenta de que los dos lados de la cama han sido utilizados? Fíjese en la almohada y en la posición de la sábana y de la colcha al otro lado…

–Perdona, Fazio, pero si incluso tú te has dado cuenta de ese detalle ¿cómo no iba a darme cuenta yo? Sigue observando y después me lo explicas.

Fazio lo miró enfurruñado y ofendido.

–¿Llamo a la Científica? – preguntó en tono pausado.

–Mira tu reloj. Dentro de diez minutos la llamas sin necesidad de que yo te lo diga.

La habitación contigua a la del muerto era otro dormitorio, pero en desuso. Sobre la cama sólo había un colchón. Los muebles estaban cubiertos por una capa de polvo. También había una puerta cerrada con llave. Montalbano trató de abrirla empujándola con el hombro, pero se resistió. Al lado de la puerta cerrada había un cuarto de baño bastante ordenado. Otra puerta daba acceso a un pequeño trastero. Finalmente regresó a la planta baja.

–El café ya está listo -dijo Galluzzo desde la cocina.

Antes de dirigirse hacia allí, el comisario llamó con los nudillos a la puerta de Grazia, pero no obtuvo respuesta.

–Ha ido al lavabo -explicó Gallo, todavía arrellanado en el sillón.

Montalbano entró en la cocina, y mientras se tomaba el café, apareció la muchacha. Se había lavado y vestido, y su rostro había recuperado parcialmente el color. Galluzzo le ofreció una taza de manzanilla que la joven comenzó a beber de pie.

–Ya puedes sentarte -le dijo Montalbano, pasando a tratarla de tú.

La muchacha se sentó en el borde de la silla, lista para levantarse de un salto y escapar. Parecía realmente un animal acosado. Bajo la blusa, cubierta por un mantoncito de color rojo, y la holgada falda, prendas ambas de ínfima calidad, se adivinaban los músculos en tensión. Fue entonces cuando Galluzzo hizo un gesto inesperado.

–Bueno, bueno. Calma -dijo, acariciando la cabeza de la muchacha como si ésta fuera un animal al que hubiera que tranquilizar y amansar.

Entonces Grazia reaccionó precisamente como un animal, respirando hondo.

–Antes que nada, quiero saber qué hay en esa habitación cerrada del piso de arriba.

–Eso es…, era el despacho del tío Gerlando.

–¿El despacho?

–Bueno, donde recibía las visitas.

–¿Qué visitas?

–Las que venían a verlo.

–¿Y para qué venían a verlo?

–Para que les prestara dinero.

¡Un usurero! ¡Menuda noticia! Aquello significaba un centenar de posibles asesinos entre los clientes de Piccolo.

–¿Recibía a mucha gente?

–No lo sé, no pasaban por aquí.

–¿Por dónde, entonces?

–En la parte trasera de la casa hay una escalera exterior que sube a la habitación.

–¿La llave?

–Mi tío la tenía siempre en el bolsillo.

La ropa de la víctima se encontraba sobre una silla del dormitorio.

–Galluzzo, sube al piso de arriba, busca la llave, echa un vistazo con Fazio a ese despacho y después déjalo todo tal como estaba.

Cuando el agente salió, la muchacha miró al comisario.

–¿Dónde quiere que nos pongamos?

–¿Para hablar, quieres decir? ¡Aquí está bien! – contestó Montalbano abarcando la cocina con un gesto circular.

–Yo siempre estoy aquí -dijo la joven.

El comisario notó que la voz de la muchacha sonaba más segura; debía de estar más tranquila porque el interrogatorio estaba teniendo lugar en su ambiente habitual. Se llenó otra taza de café y se sentó.

–¿Desde cuándo vives con tu tío en esta casa?

Estaba dando rodeos de manera deliberada porque quería llegar al momento de la descripción del asesinato cuando la muchacha se encontrara en condiciones de hablar de ello sin que estallara en una crisis de histeria.

Así averiguó que Grazia era hija única de la hermana de Gerlando Piccolo, casada con un modesto comerciante de cereales llamado Calogero Giangrasso. A los cinco años, Grazia se había quedado huérfana a causa de un accidente de automóvil. Ella también viajaba en aquel coche que había colisionado con un camión, y de hecho se había abierto la cabeza, pero en el hospital se la habían cerrado muy bien. Entonces su tío Gerlando y su mujer Titina, que no tenían hijos, la acogieron en su casa.

–¿Te querían?

–Necesitaban una criada.

Lo dijo con la mayor naturalidad, sin el menor tono de rencor o desprecio. Era una simple constatación.

–¿Te enviaron al colegio?

–No. En casa siempre me necesitaban. No sé leer ni escribir.

–¿Tienes novio?

–¡¿Yo?!

–Bueno, bueno, sigamos. – Más tarde, cuando la muchacha cumplió quince años, murió su tía Titina-. ¿De qué murió?

–El médico dijo que del corazón. Padecía del corazón.

A partir de entonces, las cosas habían ido a mejor.

–¿La tía te trataba mal?

–Sí. Y era muy quisquillosa.

El tío la trataba con educación y puede que incluso le tuviera cierto cariño. No le exigía que fregara y refregara las ollas cinco veces seguidas como mínimo. Y de vez en cuando le daba dinero para que se fuera al pueblo y se comprara alguna cosa que le gustara.

–Y ahora dime qué ha ocurrido. ¿Te sientes con ánimo?

–Sí.

Cuando la muchacha estaba a punto de empezar a hablar, en la puerta apareció Galluzzo.

Dottore, hemos abierto la habitación. ¿Quiere ir a echar un vistazo? Ya me quedo yo aquí.

Como había dicho Grazia, la habitación estaba amueblada como un despacho. Había un escritorio, dos sillones, unas sillas y un archivador. En la pared que estaba detrás del escritorio se veía una caja de seguridad empotrada de aspecto muy sólido.

–¿Está cerrada? – le preguntó Montalbano a Fazio.

–A cal y canto.

El comisario abrió la cristalera protegida por una barra de hierro que daba acceso a la escalera exterior a la que se había referido Grazia. Los clientes podían ser recibidos sin necesidad de pasar por la puerta principal de la casa.

–Hagamos una cosa. Abre el archivador, seguramente encontrarás los nombres de los clientes del tío Giurlanno.

–Galluzzo me ha dicho que prestaba dinero.

–Copia cuatro o cinco nombres, no más. Después déjalo todo tal como estaba, que parezca que aquí dentro no ha entrado nadie.

–¿Cree que de este homicidio se encargará la brigada móvil?

–Por supuesto. ¿Lo dudas? Por cierto, ¿a quién has avisado?

–A todos. Tardarán por lo menos media hora en llegar.

En la cocina, Galluzzo y Grazia hablaban en voz baja. Interrumpieron la conversación cuando vieron aparecer al comisario.

–¿Puedo quedarme? – preguntó Galluzzo.

–Pues claro. Sigamos.

Como todas las noches, 'u zu Giurlanno apagaba el televisor a las diez en punto, incluso en el momento más trágico de una telenovela, y subía al piso de arriba para acostarse. Eso era también una señal inequívoca para Grazia, la cual fregaba en la cocina la vajilla que habían utilizado para la cena, se desnudaba en el cuarto de baño de abajo y se iba a dormir a su habitación.

–Un momento -dijo el comisario-. ¿Quién había cerrado la puerta principal?

–Mi tío cuando vino a cenar. Lo hacía siempre. Cerraba con las llaves y las colgaba de un clavo al lado de la puerta.

Montalbano miró a Galluzzo.

–Las llaves están allí. Y no hay ninguna señal de que hayan forzado la cerradura. Debió de usar un duplicado.

–¿Por qué utilizas el singular? Puede que el que ha disparado no estuviera solo.

–No, señor -dijo Galluzzo.

–Estaba solo -confirmó la muchacha.

Grazia señaló que se había dormido enseguida. Después se había despertado a causa de una detonación. Aguzó el oído, pero, al no oír ningún otro ruido, dedujo que la detonación procedía del exterior, de la campiña circundante. Acababa de cerrar los ojos cuando oyó unos ruidos muy fuertes procedentes del dormitorio de su tío. Pensó inmediatamente que éste se encontraba mal, como ya le había ocurrido otras veces.

–Explícate mejor.

A su tío le gustaba mucho comer. En cierta ocasión se había zampado tres cuartos de cabrito, y por la noche, cuando se levantó para tomar un poco de bicarbonato, se desplomó a causa de un intenso mareo.

–¿Y qué hiciste tú después de oír la detonación?

Se había levantado, se había puesto la bata a toda prisa y había subido corriendo descalza al piso de arriba. La luz del dormitorio estaba encendida. Lo primero que vio fue a su tío medio incorporado en la cama con la espalda apoyada en la cabecera. Se acercó a él y lo llamó, pero no contestó. Sólo entonces reparó en la sangre de la boca y en la mancha sobre el pecho. Grazia volvió repentinamente la cabeza y vio la figura de un hombre que salía por la puerta. Entonces recordó de repente que su tío guardaba un revólver en el cajón de la mesilla, lo cogió, siguió al hombre y disparó contra él desde lo alto de la escalera justo en el momento en que éste alcanzaba la puerta principal para emprender la huida. Intentó seguirlo, pero no se veía nada, todo estaba demasiado oscuro, sólo oyó el ruido de un ciclomotor. Subió de nuevo al dormitorio, consciente de que no podía hacer nada por su tío, dejó caer el revólver al suelo y regresó al salón para llamar a la policía.

Ahora Grazia estaba temblando de nuevo y oscilaba como un árbol agitado por ráfagas de viento. Galluzzo volvió a acariciarle el cabello.

–Todo coincide -dijo-. Incluso la mancha de sangre.

–¿Qué mancha de sangre?

–La que hay en la explanada de delante de la casa, la he visto con la linterna. Ahora que ya es de día usted también podrá verla. Pertenece sin duda al asesino. La muchacha le ha dado de lleno en la espalda.

Fue entonces cuando Grazia soltó un grito animal con la cabeza echada enteramente hacia atrás y se desmayó.