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Seis accidentes laborales en un mes sólo en la provincia de Montelusa es una cantidad considerable. Si seguía esa proporción, ¿cuántas serían las desgracias laborales en toda Italia? ¿Se sabía? Sí, de vez en cuando alguien lo comentaba en la tele y después aparecía el compungido rostro de la periodista proclamando urbi et orbi que el número era sin duda elevado, pero se mantenía dentro de los límites de la media europea. Y ahora, pasemos al deporte. Y adiós muy buenas. Pero ¿cuál era la media europea si se podía saber? No, señor, eso no se decía. Porque el cuento de la «media europea» se había convertido no sólo en una estupenda coartada, sino también en un elemento de profundo consuelo. ¿Que el desempleo había aumentado un cuatro por ciento? No hay que preocuparse, pues sólo es ligeramente superior a la media europea, una nadería. En cambio, los accidentes de tráfico no, ésos eran ligeramente inferiores a la media europea, pero, tranquilos, el Gobierno tomaría medidas: tenían previsto obligar a circular como mínimo a ciento cincuenta kilómetros por hora para que, de esa manera, Italia fuera competitiva con los demás países de esa preciosa Europa que quieren los bancos. Y, además, ¿por qué se empeñaba en llamarlas desgracias? No, Nicolò Zito lo había dicho muy bien: eran homicidios, y así tenían que ser considerados. Todos esos pensamientos cruzaron por su mente mientras se zampaba un plato de deliciosos y tiernos pulpitos que le había preparado Adelina, y poco a poco se le fue pasando el apetito hasta desaparecer por completo. Se levantó, despejó la mesa y se tomó un café para quitarse el amargo sabor que le había quedado en la boca. Después puso la cinta que le había facilitado la secretaria de Nicolò, se sentó y empezó a verla.

La primera muerte que se analizaba era la de un pobrecillo que había caído en el interior de un pozo negro. La segunda, la de un padre de tres hijos que se había quemado vivo. La tercera se había debido a la rotura de un cable que sostenía una viga de hierro, la cual había aplastado a un obrero que estaba debajo. La cuarta había sido una muerte, por así decirlo, menos original: se trataba de la acostumbrada e insignificante caída desde un andamio. La quinta presentaba cierta originalidad: un albañil era sepultado en cemento por un compañero que no se había percatado de su presencia. ¿Cómo se titulaba aquella novela del escritor italoamericano Pietro di Donato en la que se narraba un hecho parecido? Ah, sí, Cristo entre los albañiles. Incluso la habían convertido en una bonita película. La sexta y última era la de Puka.

De ver aquella carnicería se le había revuelto el estómago. Necesitaba un descanso. Salió a la galería, la noche era preciosa. Bajó a la playa y paseó muy despacio por la orilla del mar. Estuvo media hora larga paseando y, poco a poco, el aire salado le despejó la mente. Regresó a casa, encendió el televisor y contempló una y otra vez las imágenes que captaban a Puka muerto. Durante el paseo debía de haber cogido frío, pues en el hombro lastimado empezó a notar punzadas de dolor. Visionó y volvió a visionar las imágenes unas diez veces, adelantando y retrocediendo, parando y acelerando hasta que los ojos se le empezaron a cerrar. No había nada fuera de su sitio. ¿Querían que pareciera una desgracia? Pues parecía una desgracia. Comparó las imágenes de Puka con las del otro albañil que también había caído desde un andamio, Antonio Marchica. Bueno, si algo se podía decir era que el cuerpo de Puka, la posición de sus brazos y piernas era tan idéntica a lo que uno podía esperar en semejantes circunstancias, que resultaba falsa. Parecía puesto allí por un director de cine para rodar una escena. Los brazos de Marchica no se veían, pues estaban debajo del cuerpo. En cambio, el brazo derecho de Puka formaba un perfecto arco por encima de su cabeza mientras que el izquierdo estaba alineado con el cuerpo, ligeramente separado. El rostro de Marchica no se distinguía porque estaba hundido en la tierra, mientras que Puka estaba de perfil y se apreciaba buena parte de la herida de la cabeza. A Montalbano no le habría sorprendido oír la voz de alguien gritando: «¡Silencio! ¡Acción!» Sin embargo, se preguntó: «Si no hubiera recibido el anónimo que me ponía sobre aviso, ¿habría tenido la misma sensación de montaje, de teatro?» No supo responder. Miró el reloj, ya eran las dos. Apagó el televisor y se fue al cuarto de baño. Le dolía mucho el hombro y buscó largo rato en el botiquín una pomada que Ingrid le había aplicado una vez justo en aquel mismo hombro y que tan bien le había ido. Como es natural, no la encontró. Se fue a la cama y, tras haber dado vueltas y más vueltas para encontrar la posición menos dolorosa para el hombro, finalmente se durmió.

Él y Livia estaban al borde de un acantilado contemplando el mar que se extendía a sus pies. De repente, se oyó un sonoro «crac».

–¿Qué ha sido eso? – preguntó Livia, asustada.

Y en ese momento se dieron cuenta de que no se encontraban al borde de un precipicio, sino subidos a un andamio de tubos de hierro y tablas de madera. El siniestro crujido procedía de la tabla sobre la cual ellos tenían los pies.

«¡Craaac!», repitió la tabla, rompiéndose, y ambos se precipitaron al vacío.

La caída era interminable. Una vez superado el susto inicial y al ver que caían en algo que parecía no tener fondo, se acostumbraron en cierto modo a la situación. Descendían lenta y pausadamente, casi como si la fuerza de la gravedad se hubiera reducido a la mitad.

–¿Cómo estás? – preguntó Montalbano.

–Por ahora bien -contestó Livia.

Puesto que se encontraban el uno al lado del otro, caían cogidos de la mano. Después se abrazaban. Y luego se besaban. A continuación, se quitaban la ropa, y las prendas flotaban en el aire a su altura. Cuando llevaban cinco minutos haciendo el amor, aterrizaban finalmente sobre una red de circo, rebotando en ella entre risas hasta que alguien gritaba:

–¡Esposas! ¡Que les pongan unas esposas! ¡Esas cosas no se hacen en público! ¡Quedan detenidos!

El que gritaba era el comandante de los carabineros que le había echado una bronca en Montelusa por haber colgado violentamente el teléfono. Se despertó maldiciéndolo.

Se le ocurrió una idea descabellada. Eran las cuatro de la madrugada. Se levantó, se fue a la otra habitación y marcó un número de teléfono. La adormilada y pastosa voz de Livia contestó al sexto tono, cuando el comisario ya estaba empezando a extrañarse de que a aquella hora aún no hubiera regresado a casa.

–¿Quién demonios es?

–Soy Salvo.

–¡Vete a hacer puñetas! ¡La madre que te parió!…

Se había equivocado de número, aquélla no era la voz de Livia. Pero le sirvió para que se le pasaran las ganas de marcar el número correcto. Se había desvelado por completo. Fue a la cocina a prepararse un café y observó horrorizado que en el bote sólo quedaba un poco, insuficiente incluso para una tacita. Se vistió soltando palabrotas. A cada movimiento que hacía experimentaba una lancinante punzada en el hombro. Subió al coche y se dirigió al puerto, donde había un bar abierto toda la noche. Pidió un café doble muy cargado, compró por si las moscas cien gramos de café molido, se encaminó hacia el coche y se quedó petrificado. Lo había aparcado muy cerca de dos palos que sostenían un letrero que había al lado de la puerta de un recinto de madera. Aquello también era una obra. Miró el cartel. La idea que se le había ocurrido resistió el segundo y el tercer análisis. ¿Por qué no comprobarlo? Podía ser un camino.

El brazo izquierdo le colgaba inerte al costado porque, en cuanto lo movía, el hombro le dolía tanto que parecía soltar alaridos de rabia. Conducir desde Marinella hasta la comisaría le supuso un esfuerzo tan grande que tuvo dificultades para bajar del coche. Catarella, que se encontraba casualmente en la entrada, corrió a su encuentro.

–¡Ah, dottori, dottor! ¿Todavía le duele? – preguntó, tratando prácticamente de cargárselo sobre los hombros-. ¡Apóyese! ¡Apóyese en mí! ¡A mí ya se me ha pasado el dolor de la pierna! ¡Ahora ya estoy bien!

–¿Anoche fuiste a ver a la viejecita?

–¡Sí, señor dottori! ¡Me hizo un emplasto nocturno para que lo llevara por la noche y esta mañana ya estaba perfectamente sano!

¿Cómo era posible? El comisario miró cautelosamente a su alrededor como si fuera un conspirador y preguntó en voz baja:

–¿Me acompañas allí esta noche?

Catarella se quedó sin respiración.

–¡Virgen santísima, dottori, qué honor tan grande para mi!

–Pero, sobre todo, Catarè, nadie tiene que saberlo.

–Soy una tumba, dottori.

Le contó a Fazio los detalles de la cinta que había visto. Después le dijo que, como no tenía café en casa, a las cuatro de la madrugada se había levantado y se había ido al bar del puerto.

–¿Y eso qué tiene que ver? – preguntó Fazio.

–Vaya si tiene. Había aparcado el coche junto a dos postes que sostenían el letrero de una obra donde figura el nombre de la empresa constructora, el permiso de obras y todo lo demás, ¿sabes?

–Sí, señor, ¿y qué?

–En la cinta de las llamadas «desgracias» esos datos no constaban. Tienes que facilitármelos tú. – Sacó una hoja del bolsillo y se la entregó a Fazio-. Aquí he anotado los lugares donde ocurrieron los accidentes y los nombres de las víctimas. Quiero saberlo todo, los nombres de las empresas constructoras y de los que encargaron las obras, el número de los permisos… ¿Me he explicado bien?

–Sí, pero ¿para qué lo quiere?

–Quiero ver si tienen algún punto en común.

–Uno sí tienen -dijo Fazio.

–¿Cuál?

–La muerte.

En ese momento la puerta del despacho se abrió violentamente, pero en lugar de golpear contra la pared, golpeó contra un montón de papeles para firmar que Fazio había depositado en el suelo y rebotó con la misma violencia tratando de cerrarse de nuevo, aunque no lo consiguió porque en su trayectoria encontró un obstáculo: el rostro de Catarella, el cual soltó una especie de agudo relincho mientras se cubría la cara con una mano.

–¡Virgen santiiiísima! ¡Se me ha chafado la nariz! – Pero ¿qué era aquello? ¿Una comisaría? Aquello parecía más bien un laboratorio de gags cinematográficos que Charlot hubiera envidiado. Montalbano esperó con la paciencia de un santo a que Catarella se taponara la nariz chafada con un pañuelo-. Dottori, pido perdón, pero ha llegado un comandante de los carabineros que quiere hablar con usted en persona personalmente. Dice que se llama Verruso.

¿Verruso? ¿No era ése el nombre del comandante encargado de investigar la muerte de Puka? ¿Qué coño querría?

–Dile que no estoy. – Pero inmediatamente se arrepintió-. No, Catarè, hazlo pasar.

El comandante, vestido de uniforme y con la gorra bajo el brazo izquierdo, apareció en la puerta con el brazo derecho extendido.

–Ah, ¿es usted?

El comisario, que se incorporaba para saludar, se quedó paralizado a medio camino con el brazo derecho extendido. El comandante era la misma persona que le había echado un rapapolvo en Montelusa por la cuestión del teléfono. Y también era el mismo -aunque eso Verruso no lo sabía- que se le había aparecido en sueños y lo había despertado mientras hacía el amor con Livia.

Después el fotograma congelado volvió a cobrar vida. Montalbano rodeó el escritorio, el comandante avanzó cuatro pasos y finalmente sus manos se estrecharon. Ambos esbozaron una sonrisa tan falsa como un Rolex fabricado en Nápoles.

Se sentaron.

–¿Le apetece beber algo?

–No. – Transcurrieron diez segundos largos antes de que el visitante añadiera-: Gracias. – ¡Madre mía, qué soso era aquel hombre! Montalbano decidió no hacer preguntas y que el otro se las arreglara como pudiera para empezar la conversación-. Disculpe, dottore, pero ¿está usted investigando sobre Pashko Puka?

–¿Sobre quién?

Se felicitó a sí mismo, la expresión de asombro le había salido francamente bien. Aunque tal vez fuera un error, pues el comandante lo miró y pasó al ataque directo.

–Señor comisario, se lo ruego. He hablado con el doctor Pasquano, el cual me ha informado, como era su deber, de que usted fue a visitarlo, le pidió los resultados de la autopsia y le dijo también que, a lo mejor, Puka estaba implicado en asuntos de robos.

Montalbano se vio perdido. El muy hijo de puta de Pasquano lo había traicionado. ¿Y ahora qué le decía al comandante?

–Verá, me llegaron rumores, sólo rumores, que conste, de que ese albanés, junto con otros elementos del hampa local, había participado…

–Comprendo -lo interrumpió Verruso en tono muy seco. Montalbano tenía la boca áspera, como si se hubiera comido una fruta ácida. Era evidente que el comandante se estaba enfadando y no lo creía-. ¿Sólo rumores?

–Sí, sólo vagos rumores.

–¿Y correo no?

Si el comandante le hubiera pegado un tiro en la cabeza, el asombro de Montalbano no habría sido mayor. ¿Qué significaba aquella pregunta? ¿Adónde quería ir a parar? En cualquier caso, Verruso estaba demostrando ser muy peligroso. Mientras él se devanaba los sesos en busca de una respuesta, Verruso se abrió un bolsillo de la casaca, sacó una carta y la depositó sobre la mesa. Montalbano le echó un vistazo y se quedó helado: era idéntica a la que él había recibido.

–¿Qué es? – preguntó, simulando sorpresa, aunque esa vez su interpretación fue de comicastro.

Estaba claro que al comandante no le apetecía perder el tiempo.

–Debería saberlo. Usted ha recibido otra igual.

–Perdone, pero ¿a usted quién se lo ha dicho? ¿Acaso tiene un topo en mi comisaría? – inquirió Montalbano levantando la voz.

–Le aconsejo que lea la carta.

–No hace falta, puesto que, según usted, yo he recibido otra igual -replicó el comisario, tratando de conferir a sus palabras un tono sarcástico.

–En ésta hay una posdata.

La había. Y decía lo siguiente:

LE ADBIERTO QUE E MANDAO LA MISMA CARTA AL COMISARIO MONTALVANO POR SI USTED QUISIERA PASARSE DE LISTO.

Se hizo el silencio.

–¿Y bien? – preguntó Verruso.

El comisario no sabía qué hacer. No cabía duda de que su comportamiento no había sido correcto. Su deber habría sido entregar la carta a los carabineros y mantenerse al margen. Si reconocía haberla recibido, cabía la posibilidad de que el comandante lo denunciara al jefe superior de policía, y entonces se armaría la gorda.

Y Bonetti-Alderighi, el jefe superior de policía, no perdería la ocasión de acabar con él dándolo de baja. Había cometido un delito, no tenía excusa. Pues bien, si tenía que pagar, pagaría.

–Sí, la he recibido -dijo en voz tan baja que casi ni él mismo se oyó.

Pero el comandante lo había oído muy bien.

–Supongo que sabe que su obligación era entregarla de inmediato a mis jefes, ¿no?

Hablaba con el mismo tono antipático que había utilizado para echarle una bronca por lo del teléfono. El mismo que en el sueño, que le había impedido terminar de hacer el amor con Livia. Fue ese recuerdo, por encima de todo, lo que hizo que la sangre se le subiera a la cabeza.

–Lo sé, no necesito que me enseñen mi oficio.

Abrió un cajón, cogió la carta y la arrojó sobre la de Verruso.

–Aquí la tiene, y deje inmediatamente de tocarme los cojones.

Verruso no se movió. Ni siquiera pareció ofenderse.

–¿No hay nada más?

–¿Qué quiere que haya?

–Disculpe, dottore, pero no estoy convencido.

–¿Por qué?

–Porque esto no encaja con su forma de actuar. He oído hablar mucho de usted, de su manera de actuar y de lo que piensa. Por consiguiente, estoy convencido de que usted, cuando recibió la carta, no se limitó a guardarla en un cajón. Es más, ya que estamos… -Dejó la frase sin terminar, se inclinó hacia delante, cogió la carta dirigida a Montalbano y se la tendió-. Hágala desaparecer. Es mejor que mis jefes no sepan nada de todo esto.

Lo cual significaba que Verruso quería jugar con las cartas a la vista, sin engaños ni traiciones. Aquel hombre merecía confianza y respeto.

–Gracias -dijo Montalbano.

Cogió el sobre y volvió a guardarlo en el cajón.

–¿Quiere decirme lo que ha descubierto en la obra? – le disparó a quemarropa el comandante de los carabineros.

Montalbano lo miró con admiración.

–¿Cómo sabe que fui a la obra?

–Yo también estaba allí -respondió Verruso.