La carta había sido enviada desde Vigàta el día diez. Un pensamiento repentino lo dejó helado: si lo hubiera leído la víspera, en lugar de despreocuparse y perder el tiempo, tal vez habría conseguido evitar la desgracia, o el homicidio, o lo que fuera. Pero inmediatamente cambió de opinión: aunque hubiera abierto el sobre enseguida no habría llegado a tiempo. A menos que Catarella hubiera tardado en entregársela.
–¡Catarella!
–¡A sus órdenes, dottori! ¿Qué le pasa? ¡Lo veo muy pálido!
–Catarella, la carta que has encontrado hace poco bajo la mesa, ¿recuerdas a qué hora la recibiste ayer por la mañana?
–Sí, señor dottori. Era correo urgente. Correo especial. Poco después de las nueve.
–¿Y me la entregaste nada más recibirla?
–Claro, dottori. Enseguidísima. – Y añadió, un tanto ofendido-: Yo nunca retraso sus cosas.
Por consiguiente, jamás habría conseguido evitarlo. La carta había llegado con retraso, había tardado tres días en recorrer menos de un kilómetro, pues ésa era la distancia que mediaba entre la oficina de correos y la comisaría. ¡Y lo llamaban correo urgente! En el sobre, también en letras mayúsculas, figuraba la dirección del remitente: ATTILIO SIRACUSA, VIA MADONNA DEL ROSARIO, 38. Llamó a Nicolò Zito. No había llegado todavía a su despacho, le dijo la secretaria. Trató de localizarlo en su casa. Habló con Taninè, la mujer de Zito, la cual le dijo que, por suerte, su marido había salido temprano.
–¿Por qué por suerte?
–Porque le dolían las muelas y nos ha tenido despiertos a todos. Menuda nochecita nos ha dado -contestó Taninè.
–¿Y por qué no va al dentista?
–Porque tiene miedo, Salvo. Ése es capaz de morir de un infarto de ver el torno del dentista.
Se despidió y colgó. Llamó a Catarella y lo envió a comprar el periódico, que dedicaba diariamente dos o tres páginas a la provincia de Montelusa. Encontró la noticia: