El cuarto secreto

1

¿Por qué había acabado escondido a las tres de la madrugada en el interior de un portal, siguiendo los pasos de Catarella? Por más que lo intentaba, no conseguía comprenderlo, pero de dos cosas estaba seguro: en primer lugar, Catarella estaba llevando a cabo una acción desconocida que no habría tenido que llevar a cabo; y, en segundo lugar, sabía que su ayudante ignoraba que lo seguía. Pero ¿qué quería decir todo aquello? ¿Significaba que Catarella estaba haciendo algo malo? Vestido de uniforme y doblado por la cintura, el agente caminaba pegado cautelosamente al muro de una casa en ruinas con unos negros agujeros en lugar de ventanas. Cada vez más sorprendido, Montalbano observó que Catarella arrastraba la pierna izquierda y empuñaba el revólver. La calle estaba completamente desierta, y de las diez farolas que debían iluminarla, al menos cinco estaban apagadas. Catarella se detuvo de golpe, miró a su alrededor y se dirigió a un coche que había aparcado junto al bordillo de la acera. A pesar de la oscuridad, Montalbano creyó ver un movimiento en el interior del vehículo. En efecto, la puerta se abrió y bajó un hombre. Lo que ocurrió a continuación fue como de película americana: mientras el agente apuraba el paso para acercarse a él, el hombre levantó un brazo y efectuó un disparo. Debía de ser un arma de gran calibre, pues el agente, alcanzado en el pecho, fue arrojado contra el muro, que estaba situado a dos o tres metros de distancia. Antes de que Montalbano pudiera moverse, el hombre volvió a subir al coche y se alejó haciendo chirriar las ruedas. En dos saltos, el comisario llegó al lugar donde se encontraba Catarella, que permanecía tumbado en el suelo, con el rostro desencajado y una gran mancha oscura en el centro del pecho. Tenía los ojos cerrados y respiraba afanosamente.

–¡Catarè! ¡Dios bendito! ¡Catarè! – Catarella abrió los ojos y consiguió con un supremo esfuerzo enfocar la figura del comisario. Éste se agachó a su lado-. ¡Catarè!

–¡Ah, dottori! ¿Es usía?

–Sí, Catarè, soy yo. ¿Qué ha ocurrido? – Catarella trató de hablar, pero un esputo de sangre que le salió por la boca se lo impidió-. Catarè, tranquilízate, llamaré…

–No, señor dottori -murmuró Catarella-, no llame a nadie, no hace falta. Es todo falso. ¿Todavía no se ha dado cuenta, dottori? Es puro teatro.

Montalbano se quedó desconcertado: estaba claro que el agente deliraba y que, a punto de morir, desvariaba. Pese a todo, no pudo reprimir el impulso de preguntar:

–¿Qué quiere decir eso de que es puro teatro? – Catarella torció la boca. ¿Era una sonrisa o una mueca de dolor? Montalbano insistió-: ¿Qué quiere decir?

–Estamos en una ópera en la que se canta, dottori. ¿No se ha dado cuenta de que la sangre de mi chaqueta es zumo de tomate?

Bajo la perpleja mirada del comisario, Catarella apoyó las manos en el suelo, se levantó, se ajustó la gorra del uniforme, que estaba torcida, se llevó una mano al pecho y se puso a cantar. A pesar de lo estrambótico de la situación, el comisario no pudo por menos que reconocer que Catarella, en su papel de Cavaradossi de Tosca, tenía una bonita voz muy bien impostada.

–… l’ora è fuggita e muoio disperato!…

Y se desplomó. Montalbano comprendió inmediatamente que Catarella había muerto. Y se llenó de una furia incontenible.

–¡Catarè! – gritó.

En su grito había también horror, miedo y turbación.

Su propio grito lo despertó. Estaba empapado en sudor. Le costó abrir los ojos, parecía que tenía los párpados cerrados por un espeso y pegajoso pegamento. Había tenido una pesadilla, y comprendió inmediatamente la razón: la culpa era del medio kilo largo de habas frescas que se había zampado la víspera en la galería de su casa, junto con un trozo de queso de oveja fresco que Adelina le había dejado en el frigorífico. La delicia de saborear unas habas frescas consiste también en el placer del doble desgrane, durante el cual uno saborea con el pensamiento aquello que al cabo de muy poco tiempo podrán saborear la lengua y el paladar.

En efecto: primero hay que desgranar la vaina del haba que, siendo ligeramente vellosa por dentro y por fuera, resulta muy agradable al tacto; después hay que pelar todas las habitas, las cuales, mientras lo haces, te envían unos verdes efluvios que te recrean el corazón. Y mientras desgranas, vas pensando. Y, a lo mejor, se te ocurre la idea adecuada y útil para cada ocasión: desde resolver una discusión con Livia a entender el porqué y el cómo de un homicidio. Antes de volver a dormirse, recordó que en otra ocasión había soñado que mataban a Mimì Augello en el transcurso de una emboscada. Se acordaba muy bien de que aquella vez la culpa la había tenido medio cabrito al horno acompañado de patatas.

* * *

Como era de esperar, la primera persona a la que vio al entrar en la comisaría fue a Catarella, que hablaba por teléfono en tono alterado.

–¡No, señor! ¿Cómo quiere que se lo diga? ¡Ésta no es la empresa de pompas fúnebres Cicalone! ¡Ésta es la comisaría de Vigàta en persona personalmente! ¡No, señor, usía se equivoca de número! ¿Quiere que se lo diga cantando?

Montalbano estaba convencido de que en Vigàta se había creado una asociación secreta de hijos de puta que se divertían llamando a Catarella y fingiendo equivocarse de número. Pero el verbo «cantar» había hecho que le volviera repentinamente a la memoria el sueño que había tenido.

–Catarella, ¿sabes que cantas muy bien?

Catarella, que estaba enjugándose el sudor de la frente que le había producido la complicada llamada telefónica que acababa de atender, lo miró perplejo.

–¿Usía habla conmigo personalmente, dottori?

–¿Y con quién quieres que hable, Catarè? ¡Aquí sólo estamos tú y yo!

Dottori… -dijo Catarella, mirando a su alrededor y bajando la voz en tono conspirador-, pero ¿me ha oído usía cantar alguna vez?

–Sí.

–¿Y eso cuándo fue, dottori? -preguntó, muy preocupado, Catarella.

–Esta noche.

El agente lo miró estupefacto.

Dottori, pero ¡si yo esta noche he estado en mi cama!

–Cierto. Te he oído cantar en sueños.

El rostro de Catarella pasó del estupor a la conmoción.

–¡Virgen santísima, dottori! ¡Ah, dottori, dottori, qué cosa tan bonita me está diciendo! ¡Usía sueña de noche conmigo!

Montalbano se azoró.

–Bueno, no exageremos…, no es algo que me ocurra siempre.

–Pero ¡esta noche ha soñado conmigo! ¡Y eso quiere decir que usía piensa a veces en mí, incluso cuando no estoy de servicio!

Montalbano comprendió que Catarella estaba a punto de echarse a llorar, abrumado por la emoción.

–Explícame una cosa -dijo para distraerlo-. ¿Por qué te preocupa tanto que alguien te oiga cantar?

Catarella lanzó un profundo suspiro.

–Ah, dottori, dottori, usía debe saber que cuando canto traigo mala suerte. Desafino tanto que, en cuanto me oyen, los perros se ponen a ladrar. ¿Quiere que le cuente una cosa? Una vez estaba en el coche de mi primo Pepè y, de pronto, me entraron ganas de cantar. En cuanto abrí la boca, mi primo se asustó, hizo una brusca maniobra y fuimos a parar a un barranco. Pepè se rompió de mala manera el hueso que está justo encima del culo, con perdón. ¿Cómo se llama? Ah, sí, el hueso sacrosanto.

Convencido de que a Mimì le haría gracia, Montalbano le contó el sueño. Sin embargo, el otro lo miró con expresión sombría.

–Yo creo en los sueños -dijo-. No en todos, claro, pero algunos acaban por resultar premonitorios. A mí me ocurrió hace poco. Soñé que un marido me sorprendía en la cama con su mujer. Y justo cuatro días después, el cornudo estuvo en un tris de sorprendernos, pero yo, recordando el sueño, conseguí escapar antes de que entrara en la casa.

–¿Y a eso lo llamas tú un sueño premonitorio?

–¿Y cómo quieres que lo llame?

–Oye, Mimì, cuando soñé que te pegaban un tiro y te mataban, ¿eso fue a tu juicio un sueño premonitorio?

–No, porque nadie me pegó un tiro y me mató.

–Lástima.

La puerta del despacho se abrió con tanta violencia que golpeó con fuerza la pared, provocando el desprendimiento del escaso revoque que todavía quedaba en esa zona.

–¿Se te ha ido la mano? – preguntó con resignación el comisario.

–No, señor dottori, esta vez he patinado.

–¿Qué sucede?

–Acabamos de recibir un sobre urgente con la dirección de usted en persona personalmente.

–Bueno, pues dámelo.

–Voy a buscarlo.

–¿Sabes por qué a Catarella se le da bien el ordenador? – preguntó Montalbano a Mimì-. Porque su cabeza está hecha de la misma manera. Él me comunica que ha recibido un sobre para mí, pero si yo no le doy el visto bueno, no me lo entrega. – Catarella regresó, dejó el sobre encima de la mesa, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Montalbano se convirtió de repente en una estatua con la boca entreabierta-. ¡Catarella!

Su ayudante se detuvo y se volvió.

–A sus órdenes, dottori.

–¿Por qué arrastras la pierna izquierda?

–Me duele, dottori.

Había que facilitarle un nuevo input al ordenador.

–¿Y por qué te duele?

–Porque esta noche he tenido una pesadilla y he dado tantas vueltas que me he caído de la cama, dottori.

Montalbano no se atrevió a preguntarle qué clase de pesadilla había tenido. Sintió un molesto hormigueo en la columna vertebral y experimentó una repentina inquietud. Mimì Augello había observado la escena con creciente interés, pero esperó a que Catarella cerrara la puerta antes de hablar.

–Salvo, ¿quieres decirme una cosa? ¿En tu sueño Catarella cojeaba?

¡Qué policía tan hábil era Mimì Augello!

–No. – Bajo ningún concepto le habría dado una satisfacción. En ese momento apareció Fazio llevando sobre los brazos extendidos un enorme montón de papeles para firmar-. ¡No! – gritó el comisario, palideciendo.

–Lo siento -dijo Fazio-, pero hay que enviar los documentos hoy mismo. No hay más remedio -añadió, y depositó la pila de papeles sobre la mesa.

La carta recién llegada quedó sepultada debajo, y no afloró de nuevo a la superficie hasta que ya había oscurecido. Pero Montalbano estaba demasiado cansado y asqueado de su nombre y apellido: con sólo leer la dirección le entraron ganas de vomitar. La abriría a la mañana siguiente.

–¿Sabes una cosa muy graciosa, Livia? ¡Anoche soñé con Catarella! – En el otro extremo de la línea no hubo ninguna reacción-. ¿Oye?

–Estoy aquí.

–Ah, te decía que anoche…

–Ya lo he oído.

Estaba claro que la voz ya no procedía de Boccadasse, Génova, sino de una banquisa polar durante una tormenta.

–¿Qué ocurre, Livia? ¿Qué he dicho?

–Has dicho que has soñado con Catarella, ¿no te parece suficiente?

–Livia, no me digas que te has vuelto foddri.

–No me hables en dialecto.

–¡No me digas que estás celosa de Catarella!

–Salvo, a veces eres insoportablemente imbécil. No se trata de celos.

–Pues ¿de qué se trata?

–Tú jamás me has dicho que has soñado conmigo.

Era cierto. Había soñado con ella y seguía soñando, pero jamás se lo había dicho. ¿Por qué?

–Ahora que lo pienso…

Pero en el otro extremo de la línea ya no había nadie. Durante un segundo pensó en la posibilidad de volver a llamarla, pero lo dejó correr. Era evidente que Livia no estaba de humor y cualquier palabra le serviría de excusa para iniciar una discusión. Por tanto, se sentó delante del televisor para ver el último telediario de Retelibera. Después de la sintonía, apareció su amigo Nicolò Zito anunciando que dedicaría el primer espacio del programa a un suceso que había acaecido aquella misma mañana, es decir, la caída mortal de un albañil desde un andamio. Retelibera había informado de aquella desgracia en el telediario de las ocho de la mañana y la había repetido en el de la una del mediodía. Sin embargo, no la había comentado en el noticiario de las cinco de la tarde… ¿Por qué? Porque en el cada vez más trepidante y convulso ritmo de nuestras vidas, prosiguió diciendo Nicolò, aquella noticia ya no era noticia. En cuestión de unas horas, había envejecido. Si volvía a comentarla, explicó, era porque había llevado a cabo una rápida investigación sobre cuántos de esos eufemísticamente llamados «accidentes laborales» se habían producido en el último mes en la provincia de Montelusa. Habían sido seis. Seis muertes causadas por la absoluta falta de respeto por parte de los propietarios de las empresas de las más elementales normas de seguridad. Sin previo aviso, el rostro de Nicolò fue sustituido por las escalofriantes imágenes de obreros destrozados y despedazados. Bajo cada una de ellas, la fecha del accidente y el lugar donde se había producido. Montalbano sintió que se le revolvía el estómago. Cuando Zito apareció de nuevo en pantalla, dijo que habían decidido emitir aquellas imágenes que habitualmente solían autocensurar para provocar en el telespectador un sentimiento de indignación.

–Esos empresarios son asesinos que, sin embargo, no pueden ser acusados de ningún delito -terminó diciendo Nicolò-. Cuando se crucen con ellos por la calle, recuerden estas imágenes.

En cambio, en Televigàta aparecía el ilustre subsecretario Carlo Posacane inaugurando una obra pública, una especie de autopista que unía su pueblo natal, Sancocco, de trescientos trece habitantes, con un bosque de pilares de cemento armado cuya función no se especificaba. En presencia de trescientos paisanos suyos (puede que los trece ausentes votaran a la izquierda), el subsecretario dijo que él no estaba en modo alguno de acuerdo, sintiéndolo muchísimo, con su compañero de partido y ministro, quien había declarado que era necesario convivir con la mafia. No, había que luchar contra ella. Sólo que había que distinguir, no se podía generalizar. ¡Había hombres, preclaros caballeros, dijo vibrando de desprecio el ilustre subsecretario, que siempre se habían batido por la justicia, llegando incluso a sustituir al Estado en las ocasiones en que éste fallaba, y que habían sido pagados con el estigma infamante de «mafiosos»! Eso, con el nuevo Gobierno, jamás ocurriría, terminó diciendo el ilustre subsecretario en medio de una atronadora salva de aplausos. A su lado, Vincenzo Scipione, llamado 'u zu Cecè, hombre de respeto, gran valedor del subsecretario y titular de la empresa constructora, se enjugó conmovido una lágrima.

–¡Catarella!

En un santiamén, Catarella apareció en el hueco de la puerta, afortunadamente abierta.

–A sus órdenes, dottori.

–Catarella, ¿adónde ha ido a parar el sobre que anoche dejé aquí, encima de la mesa?

–No lo sé, dottori, pero como esta mañana temprano ha venido la polizia, a lo mejor lo han dejado en otro sitio.

¿La policía? ¡A ver si el muy cabrón del jefe superior había hecho que registraran su despacho!

–¿Qué policía, Catarè? – preguntó, alterado.

–La policía que hace la polizia los lunes, miércoles y viernes, dottori, la misma de siempre.

Montalbano soltó una maldición. Cada vez que iban los de la limpieza, luego no encontraba nada sobre su escritorio. Entre tanto, Catarella se había agachado y vuelto a incorporar con el sobre en la mano.

–Se había caído al suelo.

Mientras el agente se encaminaba hacia la puerta, el comisario observó que cojeaba más que la víspera.

–Catarè, ¿por qué no vas al médico a que te vea esa pierna?

–Porque se ha ido.

–Pues vete a otro.

–No, señor dottori, yo sólo me fío de él. Es un primo mío por parte de padre, un «vitirinario» muy bueno.

Montalbano lo miró, estupefacto.

–¿Y tú te dejas curar por un veterinario?

–¿Por qué no, dottori, qué diferencia hay? Todos somos animales. Pero si me sigue haciendo daño, iré a una viejecita que sabe mucho de hierbas.

Era un anónimo escrito con letras mayúsculas. Decía lo siguiente:

EL DÍA 13 POR LA MAÑANA EL ALVAÑIL ALVANES PASARÁ A MEJOR VIDA CALLENDO DEL ANDAMIO. ¿ESO TAMBIÉN SERÁ UN ACIDENTE LAVORÁL?