Un sombrero lleno de lluvia

No había podido evitarlo. Lo había intentado todo, pero cuantas más excusas buscaba y más obstáculos ponía, más se obstinaba el señor jefe superior Bonetti-Alderighi.

–No insista, Montalbano, lo he decidido así. Será usted quien exponga la propuesta al ilustre Subsecretario.

«No sé cómo se las arregla este hombre -se dijo el comisario- para hacerte comprender que cuando dice "Subsecretario", utiliza la ese mayúscula.»

–… Por otra parte, el problema lo ha planteado usted, ¿no? – terminó diciendo inevitablemente el jefe superior.

Pero ¿dónde estaba el maldito problema? Una desgraciada mañana, sin saber por qué demonios lo había hecho, contestando a una nota de su jefe había propuesto un sistema de agilización de ciertos trámites burocráticos relacionados con la inmigración ilegal. Al jefe superior la sugerencia le había gustado tanto que se la había comentado por teléfono «al ilustre señor Subsecretario».

–Tenga en cuenta, señor jefe superior, que al ilustre Subsecretario le importa un carajo la agilización de los trámites; a él sólo le interesa impedir la entrada en nuestro país de cualquier tipo de inmigrantes, sean ilegales o no. ¿No conoce sus ideas políticas?

–¡No se atreva a criticar, Montalbano!

Conclusión: el comisario tendría que trasladarse a Roma, permanecer allí por lo menos tres días y aclarar ciertos detalles al ilustre Subsecretario. Pero lo que más le atacaba los nervios era haber visto en el fondo de los ojos del cabrón de Bonetti-Alderighi un brillo de guasa: el jefe superior sabía muy bien lo reacio que era Montalbano a alejarse de Vigàta.

–Saldrá mañana mismo. Ya tiene aquí el billete.

Y seguramente sería de avión… No se atrevió a decirle al jefe superior que en los aviones siempre le entraba una profunda tristeza.

«Supra 'a pasta, minnulicchi!», sobre la pasta, almendritas, pensó amargamente mientras cogía el billete que le entregaba su jefe. Si no quieres taza, taza y media: el colmo de cualquier posible desastre.

En el aeropuerto de Fiumicino, mientras esperaba con paciencia de santo la aparición en la cinta de la maletita que estúpidamente no había querido llevar en la mano, encendió un cigarrillo. Una mujer muy elegante lo miró con desprecio y un señor muy fino que tenía al lado le dijo con voz sibilante:

–¡En el aeropuerto no se puede fumar!

Avergonzado, el comisario apagó el cigarrillo. Al cabo de media hora, todos sus compañeros de viaje ya habían recuperado su equipaje y se habían ido. A continuación, la cinta, tras efectuar tres o cuatro vueltas vacía, se detuvo, la luz amarilla que indicaba su funcionamiento se apagó y Montalbano comprendió que su maleta no había llegado y puede que en aquellos momentos estuviera volando rumbo a Burkina Faso o los Urales. En la oficina de equipajes perdidos, después de misteriosos conciliábulos y afanosas consultas, y tras haber puesto en duda que él hubiera embarcado en Palermo, le comunicaron que la maleta había sido cargada en un avión con destino a Vladivostok, pero que la cosa no era grave, que dejara su dirección en Roma y, en cuestión de tres o cuatro días como máximo, recuperaría su equipaje. Montalbano les facilitó, sin mucha convicción, su dirección de Vigàta y salió afuera a fumarse un cigarrillo. Ya no aguantaba más.

El taxi voló por la autopista, pero cuando entró en Roma, adoptó el paso de un cortejo fúnebre, solemne y neurótico: dos metros cada cinco minutos, colas desordenadas y asmáticas, calles reventadas a causa de improbables obras en marcha (no se veía por ninguna parte a los obreros), puentes que, debido a los numerosos elementos de protección provisional, apenas permitían el paso de una bicicleta…

–Roma se está poniendo más bella para el Jubileo, pero nosotros estamos cada vez más feos -comentó el taxista, contemplando los rostros de los demás desgraciados sentados al volante.

El taxímetro marcaba una suma equivalente a la mitad de su sueldo mensual. Pagó, bajó del taxi y vio que cerca del hotel había una tienda de ropa de hombre. Otra de sus manías era la de cambiarse necesariamente cada día los calcetines, los calzoncillos y la camisa; si no, se sentía perdido y enfermo y tenía la sensación de que la piel se le volvía pegajosa y rezumaba grasa.

Por el aspecto de los escaparates dedujo que la tienda era demasiado elegante y cara, pero no le apetecía buscar otra. Entró, compró tres pares de calcetines, tres camisas, tres calzoncillos, tres pañuelos y una corbata, y cuando echó un vistazo al ticket de compra que la sonriente cajera le entregó, comprendió que la broma iba costarle la otra mitad de su sueldo mensual.

Salió casi huyendo de la tienda y chocó con un caballero que entraba a toda prisa.

–Disculpe -dijo el comisario.

–No se preocupe -contestó el hombre.

De repente, el señor lo agarró por el brazo y lo miró fijamente.

–Perdone, pero…, pero usted…, ¿usted es Montalbano?

El comisario lo miró de arriba abajo. El hombre, algo grueso y distinguido, tenía aproximadamente su misma edad.

–Sí -respondió.

–¡Salvuzzo de mi alma!

Perplejo, el comisario se vio repentinamente estrujado entre los brazos del desconocido y besado una y otra vez en las mejillas. De pronto, el hombre se echó hacia atrás, apartándose un poco pero sin soltar la presa.

–¡Lapis! – dijo.

–No tengo, si quiere un bolígrafo… -contestó Montalbano sin salir de su asombro.

–¡Tú siempre dándotelas de gracioso! Pero ¿cómo? ¿No me reconoces?

–No.

–¡Soy Lapis! ¿No te acuerdas de mí?

Y entonces se hizo la luz. ¡Ernesto Lapis! Ahora lo recordaba, aunque habría preferido no volver a recordarlo jamás. Era el clásico mal compañero de colegio, de los que te llevan por el mal camino; por su culpa, el pequeño Salvo recibía un día sí y otro también una azotaina de su padre, unas veces porque Lapis lo había obligado a fumarse una colilla de cigarrillo, otras porque Lapis lo había convencido de que era mejor «fari luna», es decir, hacer novillos para ir, por ejemplo, a robar garbanzos en los huertos, otras… Las raras veces en que Lapis había surgido en su memoria, siempre se había preguntado a qué cárcel habría ido a parar, pues no cabía duda de que ésa sería con el tiempo su morada habitual, con lo vago y liante que era.

–¡Salvuzzo, querido, cuántos años! ¿Qué haces en Roma?

–He venido para…

–¡Cuánto me alegro! ¡Qué casualidad! ¿Eres cliente de esta tienda?

–Es que en Fiumicino me han…

–¿Ya has pagado? ¿Sí? Qué lastima, si hubiera llegado un poco antes, habría pedido que te hicieran descuento. Porque esta tienda es una de las más caras de Roma, aunque tienen cosas de mucha calidad.

–¿Tú eres cliente habitual?

–¿Yo? No, soy el propietario. Tengo otras dos como ésta.

–Bueno, pues… -dijo Montalbano, iniciando tímidamente el proceso de la despedida.

–Te dejo ir, pero con una condición. Esta noche vienes a cenar a mi casa. Hablaremos de los viejos tiempos.

–Verás, Ernesto, es que yo…

–Nada de excusas. Vivo en el barrio de Prati. Aquí tienes la dirección.

Depositó en su mano una tarjeta de visita, volvió a abrazarlo y besarlo y desapareció en el interior del establecimiento.

El mal humor, negro como la tinta, del comisario viró a gris oscuro cuando, al llamar al Ministerio, averiguó que el ilustre Subsecretario lo recibiría a las catorce horas cuarenta y siete minutos de aquella misma tarde.

–Sobre todo, sea puntual -añadió con especial énfasis el segundo secretario del primer secretario del Subsecretario-, porque a las quince horas y cincuenta y nueve minutos sale para Bruselas.

Por consiguiente, no había ningún problema; al contrario, abrigaba la esperanza de poder tomar un avión con destino a Palermo a última hora de la tarde. Llamó por teléfono para cambiar el billete de vuelta, pero le dijeron que lo más que podían hacer por él era incluirlo en la lista de espera del último vuelo de la tarde. La perspectiva no le hizo ninguna gracia. No le gustaba el concepto de «lista de espera», era como apuntarse voluntariamente a una lista de candidatos al desastre, esos de quienes los periódicos hablarían más tarde utilizando términos como «fatalidad» y «destino». Al final consiguió pasaje en un avión que salía a primera hora de la mañana siguiente. El humor se fue aclarando poco a poco de gris a rosa sucio. Comió bien (para comer mal en Roma habría tenido que proponérselo especialmente), y a las catorce y cuarenta minutos estaba sentado en la antesala ministerial. Siete minutos después, con una puntualidad alemana, fue recibido. El ilustre Subsecretario era más antipático de lo que el comisario había supuesto: se pasó media hora formulando preguntas, tomando notas y haciendo observaciones. Montalbano salió de la reunión con la certeza absoluta de «haber pasado la aguja sin hilo», según el dicho popular: aquel tipo pensaba que los inmigrantes eran una especie de enfermedad infecciosa de la cual había que protegerse. Con el corazón encogido, empezó a pasear por las calles de Roma. Aún no eran siquiera las cuatro. En un abrir y cerrar de ojos el cielo había adquirido un tono violeta y de un momento a otro se pondría a llover, pero una cegadora espada de sol traspasaba los edificios confiriéndoles tal luz que parecía que hubieran sido pintados por un representante de la escuela romana de Donghi. Siguió caminando hasta que se notó las piernas destrozadas. Llegó al hotel casi a las siete. El color violeta del cielo se había intensificado, pero aún no llovía. Se tumbó en la cama, llamó a Livia y se quedó dormido. A las ocho y media sonó el teléfono. Era Lapis. Estaba claro que el muy puñetero había deducido que se alojaba en el hotel que había al lado de su establecimiento.

–¿Qué haces? Estamos esperándote. Coge un taxi.

Colgó el teléfono soltando palabrotas. Había pensado llamar a Lapis y ponerle cualquier excusa para librarse de la cena, pero el sueño lo había traicionado. Ahora ya era demasiado tarde. Tenía que ir, no había más remedio.

Un cuarto de hora después el taxi lo dejó en piazza Mazzini. Via Costabella, adonde tenía que ir, no quedaba muy lejos, sólo debía recorrer via Oslavia, girar a la derecha por el viale Carso y luego nuevamente a la izquierda. Aquel barrio siempre le había atraído, le gustaban las anchas calles arboladas, con sus edificios de principios del siglo XX. Pero en cuanto dio tres pasos por via Oslavia, comprendió que había cometido un error. En efecto, estaban empezando a caer unas gotas de lluvia, gruesas y escasas, pero era evidente que se trataba de la vanguardia, muy malintencionada por cierto, de un despiadado ejército, el cual pasó a la ofensiva, compacto y decidido, a la altura del semáforo de via Montello. En un santiamén, el comisario se quedó completamente empapado y con los calcetines chorreando en el interior de los zapatos. ¿Qué hacer? Apuró valerosamente el paso, giró a la derecha, por el viale Carso, hundiéndose en charcos sólo algo más pequeños que el mar Caspio o resbalando sobre peligrosas masas de barro, hojas y cacas de perro. Y entonces entró en liza un aliado de la lluvia, un viento glacial que lo sorprendió a traición por la espalda y lo empujó hacia delante. En la esquina con via Asiago, la gorra que se había encasquetado al salir del hotel decidió emprender la huida, a pesar de que pesaba media tonelada a causa del agua que había absorbido, y rodó por el suelo enfilando aquella calle en la que, como Montalbano había leído en algún sitio, se encontraban los estudios de la Radio. Echó a correr instintivamente en pos de la gorra, que finalmente se detuvo justo al lado de un sombrero caído boca arriba, incongruentemente abandonado, que se llenaba lentamente de lluvia. Como una célebre película que se titulaba justamente así: Un sombrero lleno de lluvia. El comisario miró a su alrededor: por regla general, un sombrero está colocado sobre la cabeza de alguien, especialmente cuando diluvia. Pero ¿dónde se hallaba ese alguien? Lo sintió de repente a su espalda, una voz alarmada que gritaba mientras él se agachaba para recoger del suelo la gorra y el sombrero:

–¡No lo toques!

Obedeció y se incorporó sosteniendo en la mano sólo la gorra. El propietario del sombrero llegó a su lado. Era un muchacho de veinte años con barba y pendiente que se quedó mirándolo con expresión airada. En ese momento, una ráfaga de viento empujó el sombrero contra los zapatos del comisario.

–Apártate -dijo el muchacho.

–No, señor -replicó el comisario, que cuando hacía mal tiempo, estallaba a la primera de cambio y acababa las discusiones de mala manera-. Te agachas tú y lo recoges.

Sin mediar palabra, el joven barbudo le soltó un puñetazo en el estómago, y mientras Montalbano doblaba la cintura a causa del dolor, recogió el sombrero y echó a correr, desapareciendo por una bocacalle. El comisario respiró hondo e inició la persecución. No pensaba consentir que el chaval se fuera de rositas. ¿Qué coño de comportamiento era aquél? Un drogata, casi con toda seguridad. Lo vio a lo lejos. Caminaba a paso rápido, y se internó por una callejuela que discurría entre una iglesia y el edificio de la Rai, el del caballo. Montalbano se dio cuenta de que estaba alejándose de via Costabella, pero la rabia que lo quemaba por dentro era demasiado fuerte. Como su joven agresor no pensaba que pudiera pisarle los talones, a pesar de que seguía lloviendo a cántaros, andaba ahora tranquilamente y sin prisa.

Tras cruzar el viale Mazzini, el muchacho tomó una calle que al comisario le pareció que se llamaba via Ruffini. Allí decidió afrontar la situación. Apuró el paso, y cuando estuvo a la altura del joven, dijo:

–¡Eh, tú!

El muchacho se detuvo y se giró. Reconoció a Montalbano, se quedó momentáneamente desconcertado y permaneció inmóvil justo el tiempo suficiente para que el comisario pegara un brinco hacia delante y le devolviera el puñetazo en el estómago.

El muchacho acusó el golpe, pero reaccionó de inmediato y le soltó un tremendo puntapié en la pierna izquierda. Montalbano, aguantando el dolor, se le echó encima. El joven lo cogió por el pelo y el comisario le metió un dedo en un ojo. Ambos cayeron al suelo rodando sobre el barro y el agua. Entonces una voz los paralizó:

–¡Alto ahí! ¡Policía!

Sólo en ese instante, mientras se quitaba de encima al muchacho, Montalbano se fijó en que había ido a pelearse justo delante de una comisaría.

Lo llevaron dentro, no demasiado amablemente que digamos, junto con el chico. Cuando les pidieron la documentación, el avergonzado comisario habría deseado que se lo tragara la tierra, pero no tuvo más remedio que identificarse. Lo acompañaron al despacho de su colega romano, un tal Di Giovanni, de quien Montalbano había oído habar.

–No sé cómo disculparme. Estaba a punto de hacerle un favor a ese joven imbécil recogiéndole del suelo el sombrero que el viento se había llevado cuando me ha pegado un puñetazo sin ningún motivo. Créeme, Di Giovanni. Entonces lo he perseguido y atacado. Perdonadme todos, no tengo ninguna justificación…

–Vamos a ver a ese tipo -dijo Di Giovanni-. Le preguntaremos por qué la ha tomado contigo. Está claro que ese tío es un colgado.

No hizo falta que se movieran. Un inspector llamó con los nudillos a la puerta y entró.

–¿Sabe, dottor Montalbano? Acaba usted de detener a un camello al que buscamos desde hace tiempo. Llevaba la droga en el forro del sombrero. Se llama Antonio Lapis, es un tirado. Vive con sus padres aquí cerca, en via Costabella.

Montalbano se quedó helado.

–Creo… que conozco a su padre. ¿Es uno que tiene tiendas de ropa?

–Sí, señor. El padre es una bellísima persona, pero el hijo es un desgraciado.

Montalbano tomó una rápida decisión. La huida.

–¿Podríais pedirme un taxi?

Al llegar al hotel le dijo al portero que no le pasaran ninguna llamada, se metió en la bañera y cerró los ojos. Ernesto Lapis no le vería el pelo, le faltaba valor para contarle lo ocurrido. Mejor quedarse en la bañera, dejándose llevar por la melancolía y esperando la llegada de los estornudos de un resfriado que ya se anunciaba con el típico picor de nariz.