–Así, dottori, si de noche durante la noche necesita algo que le haga falta, yo estaré listo para ayudarlo.
Cuando finalmente se quedó solo, sintió que se le había despertado el apetito; pero en el frigorífico no había casi nada: queso de vaca curado, higos secos y aceitunas. Mejor eso que nada. Adelina, la asistenta, a la que, con muy buena voluntad, también se la podría denominar ama de llaves, llevaba una semana brillando poco por sus hallazgos culinarios debido a que sus dos hijos con antecedentes penales habían sido detenidos una vez más y ella tenía que encargarse de cuidar a los nietos.
Decidió trabajar mientras comía. Llevó a la mesa el queso, los higos secos, las aceitunas y el vino y lo colocó todo al lado de las hojas impresas por Catarella. Sacó del cajón cinco folios en blanco y un lápiz.
Al cabo de dos horas había llenado los cinco folios, demostrando con ello que lo que había pensado podía ser confirmado. Se sorprendió de que, en el fondo, todo hubiera sido tan fácil: había que pensarlo, porque lo más difícil era dar con el proceso mental adecuado. La posterior demostración de la trascendencia de lo que decían los papeles no era tarea suya, sino del comandante de los carabineros. Como máximo, él podía echarle una mano.
Antes de irse a dormir llamó a Livia. Se mostró tierno, afectuoso y comprensivo. En determinado momento, Livia ya no pudo contenerse.
–El viernes por la tarde cojo un avión y voy para allí.
Tumbado en la cama, leyó unas cuantas páginas de El corazón de las tinieblas, de Conrad, que de vez en cuando releía. Cuando le entró sueño, apagó la luz. La última imagen que le pasó por delante de los ojos fue la de Caterina Corso. Entonces comprendió por qué razón se había mostrado tan vilmente cariñoso con Livia. Le remordía la conciencia. Se insultó a sí mismo.
A la mañana siguiente se quitó el vendaje. Se le había pasado por completo el dolor y podía mover perfectamente el hombro. El día era claro y despejado. Antes de dirigirse a Montelusa para reunirse con el comandante de los carabineros, pasó por la comisaría. Catarella se le echó encima, lo agarró por un brazo, acercó la oreja del comisario a la altura de su boca y le preguntó en un susurro:
–¿Qué me dice de eso?
–¿De qué?
–De lo que hicimos anoche juntos, dottori -contestó Catarella con una beatífica sonrisa en los labios.
Menos mal que no había nadie por allí cerca; de lo contrario, habrían podido sospechar que la víspera él y Catarella habían hecho guarradas.
–Me ha ido muy bien.
–¿Se le ha pasado?
–Por completo.
Catarella emitió un relincho de felicidad. En cuanto Montalbano entró en su despacho, se presentó Fazio con semblante afligido.
–Dottore, tengo que pedirle perdón.
–¿Por qué?
–Por mi manera de comportarme. He estado hablando con el dottor Augello y me ha hecho comprender que no tenía razón.
–No se hable más del asunto. ¿Alguna novedad?
–Sí, señor. Anoche muy tarde y esta mañana muy pronto ha habido dos atracos muy serios. El primero en…
–Díselo a Augello y resolvedlo vosotros -lo cortó Montalbano-. Yo debo terminar una cosa.
Fazio lo miró y Montalbano comprendió que Fazio había comprendido que la cosa que tenía que terminar, cualquiera que fuera, la haría de acuerdo con los carabineros.
–Pues muy bien -dijo Fazio extendiendo los brazos, resignado.
Verruso, vestido de paisano, ya estaba esperándolo en la proximidad de la cabina. Su rostro estaba amarillento a causa de la enfermedad.
–¿Cómo está, mi comandante?
–Así, así. Oiga, dottore, ¿le parece que vayamos a un bar de aquí cerca? Son amigos míos, allí podremos hablar con tranquilidad. – Mientras caminaban, el comandante dijo-: Esta mañana he recibido una llamada muy extraña del Alto Mando. Me han comunicado que todos los trámites burocráticos relacionados con el cadáver de Puka los llevará la Prefectura y que, por consiguiente, yo no deberé mantener más contactos con las delegaciones albanesas. No comprendo el motivo.
–Porque Puka, o como se llamara, no era albañil, como ya sabíamos, sino uno de los nuestros.
–¿De los nuestros? – repitió Verruso, deteniéndose tan de repente que un hombre que caminaba detrás de él se golpeó contra su espalda.
–De Digos, de la Antimafia o del Reagrupamiento Operativo Especial, no sé. Lo enviaron porque sospechaban que detrás de aquellos accidentes se ocultaban verdaderos homicidios. Él consiguió infiltrarse, pero, de alguna manera, se delató. Y lo mataron.
–¿Cuándo supo que Puka era…?
–Ayer por la tarde. Y la persona que me lo ha dicho es de la máxima confianza.
Por la forma de decirlo, el comandante supo que jamás le revelaría la identidad de aquella persona.
En la parte de atrás del bar había una pequeña sala con dos mesitas. No tenía ni siquiera una ventana. Antes de cerrar la puerta, el comandante de los carabineros le dijo al hombre de la caja que no los molestaran.
–¿Les sirvo algo? – preguntó el hombre.
–Nada -respondió Montalbano.
–Nada -contestó Verruso.
–Ayer por la tarde -empezó diciendo Montalbano- le hice una visita al vigilante de la obra, Angelo Peluso.
–Un hombre indigno -comentó el comandante.
–Estoy totalmente de acuerdo con usted. Me dijo que Puka llegaba a la obra media hora antes que los demás.
–¿Y qué hacía?
–Peluso me dijo que lo vio por lo menos dos veces en el piso superior del andamio.
–¿Y qué hacía? – repitió Verruso.
–Llamaba por el móvil.
–Pero ¿qué necesidad tenía de…?
–Yo también me lo pregunté. La respuesta es que abajo no había cobertura. Pero Puka sólo fingía llamar; en realidad, inspeccionaba y controlaba el andamio para ver si durante la noche habían preparado un falso accidente. Y, de paso, observaba quiénes eran los albañiles que llegaban primero. Ya debía de haberse hecho una idea. Y estaba en guardia. Pero cometió un grave error.
–¿Cuál?
–Creyó que, en caso de que intentaran hacerle algo, lo harían durante el trabajo, delante de los ojos de todo el mundo para reforzar la idea de accidente. Pero lo mataron antes y después organizaron el falso accidente. Y todos lo habríamos creído si no hubiéramos recibido el anónimo.
–¿Quién pudo enviarlo?
–Tengo cierta idea que después le expondré. Mientras abandonaba la obra, imaginé cómo había actuado Puka en su investigación. Me dirigí al despacho de Corso y pedí que me facilitaran los nombres de los componentes de las cuadrillas de albañiles y obreros que trabajaban en las tres obras donde ocurrieron los accidentes.
–¿Tres? – preguntó Verruso, sorprendido.
–Tres. El primero tuvo lugar hace cuatro meses. La barandilla de protección cedió y un albañil cayó al vacío. El señor Corso sostiene que alguien aflojó deliberadamente los tornillos de la barandilla.
–No lo sabía -dijo el comandante.
–Estaba fuera de su jurisdicción. Ocurrió en Gibilrossa. El segundo accidente tuvo lugar hace algo más de un mes. Una viga de hierro cayó de la grúa y alcanzó de lleno a un albañil.
–De eso sí me enteré. Me habló de ello el comandante Cosimato, que se encargó de la investigación. No tenía ninguna duda: había sido una fatalidad.
–Y lo decía de buena fe. El tercer accidente es el de Puka.
–Pero ¿con qué propósito, Dios bendito?
–Para que Corso venda sus empresas por cuatro chavos y se retire. ¿No le parece un buen motivo? Y tenga en cuenta que ya sé de un empresario que se retiró del negocio después de la primera desgracia en una de sus obras. Cogió la indirecta, como suele decirse. Hay un plan concreto de alguien que, sirviéndose de sus conexiones políticas, quiere hacerse con el monopolio de las empresas constructoras.
–'U zu Cecè -dijo el comandante, hablando casi para sus adentros.
–Tengo una curiosidad. ¿En las obras de 'u zu Cecè ha ocurrido algún accidente laboral?
–Que yo sepa, jamás.
–Estaba seguro. Él es como esos que huyen con el dinero después de atracar un banco, pero circulan despacio con el coche para evitar que los detengan por exceso de velocidad. Volvamos a las listas.
Sacó del bolsillo los folios que había escrito la víspera. Los consultó brevemente.
–Amedeo Cavaleri y Stefano Dimora formaban parte de la cuadrilla que estaba en la obra cuando ocurrió el primer accidente. En la cuadrilla del segundo accidente estaban Cavaleri, Dimora y Gaetano Miccichè. En la de Puka estaban también Cavaleri, Dimora y Miccichè. Es más, en este último caso fueron ellos quienes dijeron haber descubierto el cuerpo de Puka. Todos los nombres de los demás integrantes de las cuadrillas son distintos.
Verruso permaneció un rato pensativo.
–Eso lo demuestra todo y no demuestra nada -dijo al final.
–Ya. Pero también he descubierto que el vigilante de las tres obras era siempre el mismo: Angelo Peluso. Ellos, para actuar, necesitaban un cómplice que les abriera la puerta de noche sin hacer preguntas. Peluso es el eslabón débil de la cadena.
–¿Por qué?
–Porque tengo la impresión de que Peluso ha sido arrastrado a esta historia a regañadientes. No es un cómplice voluntario. Los asesinos descubrieron que es un pedófilo y lo sometieron a chantaje. Y él, al darse cuenta de que se disponían a matar también a Puka, trató de escapar.
–¿Cómo?
–Enviándonos un anónimo.
–¡¿Él?!
–Estoy más que convencido. Ha ocurrido otras veces.
Se hizo un profundo silencio.
–Muy bien -dijo finalmente Verruso-, lo comunicaré a mis superiores y…
–… y cometerá un error como la copa de un pino -añadió Montalbano.
–¿Por qué?
–Porque antes de darle la autorización para seguir adelante le harán perder un tiempo precioso. Y su problema es el tiempo, ¿no?
–¿Qué debería hacer, según usted?
–¿Cuántos hombres tiene en Tonnarello?
–Tres.
–¿Y coches?
–Uno.
–No es mucho -dijo Montalbano-, pero puede bastar. Hoy mismo, cinco minutos antes de que termine la jornada laboral, aparece usted en la obra a toda prisa haciendo sonar la sirena. Tiene que armar el mayor alboroto posible. Coloca a uno de los suyos en la entrada haciendo saber que nadie puede abandonar la obra. Después entra en el barracón del vigilante y se encierra allí dentro con él. Tiene que dar la impresión de que está llevando a cabo un interrogatorio decisivo. Hay que procurar que los tres asesinos se caguen de miedo. En caso necesario, espose a Peluso y finja llevárselo. Todo puro teatro, mi querido comandante.
–No me gusta.
–¿No le gusta el teatro? Pues se equivoca, se lo digo yo. El teatro es…
–No me refería al teatro, sino a lo que usted está sugiriéndome que haga.
Entonces Montalbano se echó un farol.
–¿Quiere que le diga una cosa? Mañana recibirá una llamada de sus superiores diciéndole que lo apartan de la investigación. Y usted dejará el trabajo a medias y se irá con las manos vacías.
–Pero ¿qué dice?
–Lo que oye. La investigación la llevarán directamente los jefes de Puka.
El comandante se apoyó la frente en una mano, permaneció un rato en la misma posición y después lanzó un profundo suspiro.
–Muy bien. Pero si detengo a Peluso, ¿de qué lo acuso?
–Yo qué sé… De venta de gaseosas caducadas.
–¿Y después?
–Ya verá como ocurre algo. Dígales a sus hombres que estén en guardia porque esa gente es peligrosa. Ellos saben que Peluso es, ¿cómo he dicho antes?, el eslabón débil. Ya verá como reaccionan y cometen alguna estupidez.
–Así lo espero.
–Oiga, mi comandante, ¿tendrá la bondad de mantenerme informado? Yo estaré en la comisaría a la espera de noticias -añadió Montalbano levantándose.
–Por supuesto que sí.
Por la forma de decirlo, el comisario supo con absoluta certeza que Verruso estaba definitivamente convencido. Se despidieron delante de la entrada del bar.
–Soy Montalbano.
–Me alegro de oírlo. – Pausa-. ¿Alguna novedad? – preguntó a continuación Caterina.
–Sí. ¿Puede hablar? ¿Está sola en el despacho?
–Sí.
–¿Ya le ha dicho a su padre que tiene intención de…?
–No. No he tenido valor.
–No le diga nada.
–¿Por qué?
–Creo que ya no será necesario que se vaya con el niño.
–¿Lo dice en serio?
–Por supuesto que lo digo en serio.
–¿No puede facilitarme más detalles?
–Mejor que aguardemos a mañana.
Otra pausa, esta vez un poco más larga.
–Podríamos vernos -dijo Caterina.
–Como y cuando usted quiera.
–¿Mañana por la noche para cenar?
–De acuerdo.
–De todos modos, llámeme mañana por la mañana.
–Por supuesto.
Esa vez la pausa fue muy larga, a ninguno de los dos le apetecía colgar. Al final, Caterina se lanzó.
–Gracias.
–Faltaría más -dijo Montalbano.
Y se sintió un imbécil total.
Satisfecho e insatisfecho. Satisfecho porque estaba más que convencido de que el camino señalado era el correcto, el que llevaría al sitio correcto; insatisfecho porque aquel camino no lo seguiría él sino otro. Paciencia. A veces, en la vida, ciertas cosas no se pueden realizar personalmente, hay que hacerlas camuflado, escondido detrás de otro. Lo importante es que se alcance el objetivo. ¿Débil consuelo? Tal vez sí, pero no deja de ser un consuelo. Animado por esos buenos pensamientos, Montalbano, en lugar de regresar a Vigàta, se quedó en Montelusa y entró en una galería de arte donde la víspera se había inaugurado una exposición de Bruno Caruso. Se quedó extasiado delante de un retrato de mujer, le preguntó el precio al galerista, efectuó una infinita serie de cálculos acerca del dinero que tenía en el banco y, al final, llegó a la conclusión de que, renunciando a la compra de un abrigo que le gustaba mucho y costaba un riñón, aquel grabado podría ser suyo. Se puso de acuerdo con el galerista y después volvió a Vigàta.
La satisfacción culminó en la trattoria San Calogero delante de un plato de crujientes salmonetes de tamaño inferior al dedo meñique de un chiquillo, de esos que se fríen y se comen enteros con la mano. En cambio, la insatisfacción lo asaltó de repente mientras permanecía sentado en la roca de siempre al final del muelle, y le llegó en forma de pensamiento concreto: ¿y si el comandante no lo conseguía? Disponía tan sólo de dos hombres y los asesinos eran tres y capaces de cualquier cosa. Si no lograba encerrarlos en la cárcel aunque sólo fuera por espacio de un día, el vigilante jamás hablaría, jamás confesaría. Y, cuanto más pensaba en el asunto, más aumentaba su mal humor, hasta que al final se le bloqueó la digestión y experimentó un acceso de ardor.
Fue por eso por lo que, en el transcurso de las dos horas escasas que estuvo en la comisaría, buscó la manera de discutir con Mimì Augello, pelearse con Fazio, armar una trifulca con Gallo y provocar una disputa con Galluzzo. Cuando Catarella, que estaba escondido en su cuartito, oyó que lo llamaba el comisario, creyó que había llegado su turno y sintió que el uniforme se le empapaba de sudor.
–Dentro de cinco minutos vendrás conmigo. Procura buscar a alguien que te sustituya en la centralita.
¡Se iba! ¡El comisario se largaba e iba a rascarse los cuernos a otro sitio! Hasta los muebles de la comisaría parecieron lanzar un suspiro de alivio.