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O sea, que el asunto se había enredado y simplificado al mismo tiempo.

Simplificado porque ahora sabía que el albanés no era albanés, que no se llamaba en absoluto Pashko Puka y que era un representante de la ley, tal vez de la Digos, la Dirección de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales, o quizá de la Brigada Antimafia, infiltrado bajo el disfraz de albañil. Tenía que descubrir y, en su lugar, había sido descubierto. Y lo habían matado. Pero la cosa se enredaba, porque si Puka era policía, ahora los que investigarían su muerte, en cuanto tuvieran conocimiento de ella, serían los de la Digos o la Antimafia, el comandante Verruso y él mismo. Tres perros alrededor de un hueso. Había que actuar con rapidez, antes de que los de Roma le arrebataran la investigación de las manos al pobre Verruso, privándole de la última satisfacción que éste podría experimentar. Miró el reloj, ya eran las cinco y media. Cuando llegara a Tonnarello, haría rato que los de la obra habrían terminado de trabajar. Y, en efecto, desde lo alto de la loma no vio ni un alma. ¿A que había hecho el viaje en vano? Seguro que no estaba ni el vigilante, que era el que más le interesaba. Esperó un poco y tuvo suerte. Se abrió la puerta del barracón pequeño, salió un hombre, se desabrochó la bragueta y se puso a mear. Después volvió a entrar y cerró la puerta. Montalbano subió al coche e inició el descenso hacia la obra. El camino era una masa de barro resbaladizo. Se detuvo en la entrada, entró en el recinto y levantó una mano para llamar con los nudillos a la puerta del barracón, pero se quedó con el brazo suspendido en el aire. En medio del silencio de la campiña se oía perfectamente lo que ocurría en el interior del barracón.

–¡Ah! ¡Ah! ¡Más! ¡Todo! ¡Dámelo todo! – decía una afanosa voz de mujer.

Era una voz extraña, aguda, casi infantil.

Eso no se lo esperaba. Tanto peor para el vigilante. Llamó tan fuerte que pareció una breve descarga de ametralladora.

En el interior del barracón se hizo el silencio.

–¿Quién es? – preguntó esta vez una voz masculina.

–Un amigo.

El comisario oyó pasos, estaba claro que el hombre se había levantado. Pero no se acercó a la puerta, sino que caminó un poco, abrió un cajón y lo cerró.

–Clic.

Montalbano se alarmó, pues conocía muy bien aquel sonido. El hombre había amartillado una pistola. Por un instante pensó en la posibilidad de regresar corriendo al coche y coger la que él guardaba en la guantera. Y después, ¿qué? ¿Él y el vigilante se habrían desafiado en un duelo a lo OK Corral? A continuación se abrió la minúscula mirilla que había al lado de la puerta.

–¿Qué quiere?

–Hablar contigo. Soy Montalbano.

–¿El comisario?

–Sí.

–Deje que lo vea mejor. – Montalbano dio un paso atrás. La mirilla se cerró mientras se abría la puerta-. Entre.

Lo primero que vio fue una cama estrecha, un somier cubierto de herrumbre con un colchón lleno de manchas de distintos colores. Ni rastro de la mujer. Y el barracón no tenía ni retrete ni trastero de ningún tipo.

–¿Dónde está la mujer?

–¿Qué mujer?

–Ésa con la que estabas follando.

Dutturi, ¿yo follar? ¡Ojalá! Pero ¡si a mí no me quieren ni las putas! ¡Era una película!

Y le mostró el televisor y el vídeo, del que asomaba una cinta evidentemente porno. A pesar de que el ventanuco lateral estaba abierto, se aspiraba en el aire un pestazo que daba ganas de vomitar. ¿Desde cuándo no se lavaba aquel hombre? Era un sexagenario desdentado, en la mano izquierda sólo tenía tres dedos y una enorme cicatriz le cruzaba la cara. Todas las paredes estaban literalmente cubiertas de culos, coños y tetas de actrices de cuarta fila o presuntas actrices. El hombre mantenía los ojos clavados en el comisario.

–¿Vas a dejar la pistola o no?

El vigilante contempló el arma que todavía sostenía en la mano.

–Perdone, me había olvidado.

Abrió el cajón de la mesa, guardó en él la pistola y se apresuró a cerrarlo. Pero el comisario tuvo tiempo de ver que dentro había varios paquetes de fotografías.

–¿Siempre abres la puerta con una pistola en la mano?

–Antes no, ahora sí.

–¿A qué te refieres?

El hombre contestó con otra pregunta.

–¿Qué quiere de mí?

«Si te apetece jugar al juego de las preguntas, a mí también se me da muy bien», pensó el comisario.

–¿Cómo te llamas?

–Angelo Peluso.

–¿Cuántas veces has estado en la cárcel? – Seguro que había estado allí. El hombre levantó la mano izquierda y mostró los tres dedos que le quedaban-. ¿Por qué?

–Pelea, robo y robo con violencia.

–¿Eres un ladrón y el señor Corso te contrata como vigilante? ¿Cómo es posible?

–¿Qué se puede robar en una obra?

–Bueno, si uno quiere, muchas cosas.

–¿El señor Corso me ha denunciado?

–No. He venido por lo del albanés que murió.

Angelo Peluso lo miró asombrado.

–Pero ¿cómo? ¿No se encarga de eso el comandante de los carabineros?

–Sí, pero…

–Pues entonces yo con usía no hablo. – Montalbano le dio un manotazo en el pecho y lo arrojó contra el catre. El vigilante cayó sobre el colchón-. Pero ¿qué coño…?

Montalbano abrió el cajón, apartó la pistola y cogió un paquete de fotografías: niños y niñas desnudos en poses obscenas. Cerró el cajón, se acercó al vídeo y volvió a introducir la cinta.

–Y ahora vamos a ver esta bonita película.

–¡No! ¡No! – gimoteó el vigilante.

–¿Tienes licencia de armas?

–Sí, señor.

–Ponte la chaqueta y ven conmigo a comisaría.

–Pero ¡si ya le he dicho que tengo licencia de armas!

–No te llevo por la pistola, sino por las fotografías y la cinta. ¿Sabes lo que significa pedofilia?

El hombre cayó de rodillas al suelo.

–¡Dutturi, por favor! ¡Yo sólo miro! ¡Miro! ¡Nunca, nunca he estado con un chiquillo o una chiquilla! ¡Se lo juro!

–Ya lo veremos.

¡Dutturi, usía quiere mi ruina! ¡El señor Corso, en cuanto se entere, me despide!

–No te preocupes, en la cárcel te mantendrán. Ya lo sabes, ¿no?

El hombre se echó a llorar y se cubrió el rostro con las manos. Montalbano recordó que Caterina Corso había hecho aquel mismo gesto y experimentó un acceso de furia. De un salto se plantó delante del hombre, le apartó las manos de la cara y le soltó con toda su mala leche dos fuertes puñetazos, uno en cada mejilla. El hombre se quedó ligeramente aturdido. Después se levantó y se sentó en la cama con la cabeza gacha.

–¿Qué quiere saber? – preguntó en voz baja.

–¿Por que razón dices que de un tiempo a esta parte llevas arma?

–Porque en esta obra hay demasiada gente forastera, albaneses, turcos, negros… Es gente capaz de cualquier cosa y uno tiene que protegerse las espaldas.

Era una trola, el comisario estaba seguro. Prefirió no insistir en el tema.

–Tú le has dicho al comandante que a veces Puka llegaba antes que los demás.

–Sí, señor, es verdad. Ocurrió tres o cuatro veces.

–¿Con cuánta antelación?

–Pues… una media hora.

–¿Y qué hacía?

–No lo sé. Yo le abría el barracón grande, él entraba en él y yo volvía aquí.

–¿Y cómo explicas que el día de la desgracia, en lugar de quedarse en el barracón, subiera solo al andamio?

–¿Y yo qué puedo explicar? Ya había subido otra vez. Lo vi yo.

–¿Y qué hacía?

–Llamaba con el móvil. Decía que abajo, en el barraron, el móvil no cogía línea.

La explicación se podía aceptar si era cierto que no había cobertura. Pero aquel teléfono estaba en condiciones de revelar muchas cosas.

–¿Quién se quedó con el móvil?

–Pues… yo no lo vi al lado del muerto. A lo mejor se lo llevó el comandante.

–Oye, la mañana de la desgracia, cuando Puka cayó, ¿dónde estabas tú?

–Aquí dentro, señor comisario. No había pegado ojo en toda la noche a causa de un dolor de muelas que…

–¿Y no oíste un grito?

–No, señor.

–¿Ni siquiera el ruido de la caída?

–Nada de nada.

Seguía mintiendo, el gusano asqueroso. Montalbano a duras penas podía reprimir el impulso de machacarle la cara a puñetazos. Aquel hombre despertaba en él un deseo tan grande de violencia física que hasta él mismo estaba asustado. Mejor largarse de aquel barracón cuanto antes.

–Cuando lo viste telefoneando en el andamio, ¿cómo iba vestido? ¿Con ropa de trabajo?

–Me parece que se había cambiado de ropa… Sí, señor, ahora que lo pienso, estoy seguro, vestía ropa de trabajo.

–Muy bien -dijo el comisario, encaminándose hacia la puerta.

–¿Qué hace? ¿No me detiene?

–Hoy no.

El hombre se levantó de un salto, se inclinó, le cogió una mano y empezó a besársela, llenándole de saliva el dorso. Asqueado, el comisario levantó una rodilla y le golpeó en el mentón con toda la fuerza que pudo. El vigilante cayó hacia atrás, medio atontado. Montalbano saltó por encima de él y salió al exterior.

* * *

Mientras subía la maldita cuesta que desde la obra conducía a la cumbre de la loma, lo que acababa de contarle el vigilante empezó a darle vueltas en el cerebro. Había por lo menos una cosa extraña, siempre y cuando fuera verdad. ¿Por qué motivo Puka se encaramaba a la parte superior del andamio para telefonear? El vigilante había dicho que en el barracón no había cobertura, lo cual era una explicación válida. Pero ¿qué necesidad había de llamar en aquel momento y desde aquel lugar? ¿No podía utilizar el móvil antes de llegar a la obra? Habría podido llamar desde su casa o desde cualquier otro punto del trayecto entre Montelusa y Tonnarello que él recorría en ciclomotor. Ya había llegado a lo alto de la loma y se volvió a contemplar la obra. Y, con la rapidez de un rayo, comprendió por qué Puka, a pesar de tener que actuar con precaución para no despertar sospechas en sus compañeros de trabajo, había actuado de aquella manera aparentemente desconsiderada. El pobre se había visto obligado a hacerlo, no tenía otra alternativa.

Ya eran las siete y media. Regresó corriendo a Montelusa, pero cuando se detuvo delante de la puerta del edificio donde estaba la oficina de Alfredo Corso, la encontró cerrada. Llamó a través del portero automático y no contestó nadie. Empezó a soltar palabrotas. No sabía el número de teléfono del domicilio de Corso, aunque, de todos modos, no habría llamado, pues cabía la posibilidad de que hubiera regresado y se pusiera él al teléfono. ¿Qué hacer? Necesitaba aquella información más que el aire que respiraba. Se encontraba inmóvil como un poste delante de la puerta, cuando ésta se abrió y apareció Caterina Corso.

–¡Comisario!

Poco faltó para que el comisario la abrazara y la besara.

–¡Cómo me alegro de verla! – se le escapó.

Caterina, al fin mujer, lo miró con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.

–¿Me esperaba a mí?

–Sí. Le pido perdón, pero es imprescindible que hable con usted. – La sonrisa de Caterina aumentó de voltaje-. Puede creerme, tengo absoluta necesidad de cierta información. Ya sé que se disponía a regresar a su casa, pero…

La sonrisa de Caterina se apagó de golpe como una bombilla fundida. La joven se apartó.

–No se preocupe, acompáñeme. – En el ascensor, añadió-: Me ha llamado mi marido.

–¿Le ha hablado de Puka?

–No ha sido necesario. Me ha dado a entender que ya lo sabía. Hablaba en monosílabos, creo que llamaba desde el extranjero.

En el rellano, mientras buscaba la llave, dijo que también le había comentado a su marido la idea de llevar a su hijo a Roma, a casa de los otros abuelos.

–¿Y él qué ha dicho?

–Se ha mostrado totalmente de acuerdo. Lo más difícil será decírselo a mi padre. Le dolerá mucho la partida de su nieto. – Una vez en el despacho, ella se sentó detrás de la mesa y encendió el ordenador-. ¿Qué tipo de información desea? – Montalbano le explicó lo que quería-. Deme diez minutos. Después se lo grabo en un disquete y así podrá estudiarlo tranquilamente en su ordenador.

¿Disquete? ¿Ordenador? El comisario se llevó un susto. Estaba a punto de pedirle que le imprimiera los datos, pero entonces pensó que haría perder más tiempo a aquella mujer que tan amable se mostraba con él. Después, pensar que Catarella podría resolverle el problema lo tranquilizó. Pero el nombre de Catarella le hizo recordar que ambos estaban citados para ir a ver a la viejecita. Fue suficiente para que el hombro, que hasta aquel momento se había distraído con los acontecimientos, cobrara nuevamente vida con cuatro puñaladas seguidas. Soltó un gemido y miró a Caterina, pero ésta no lo había oído, absorta en su búsqueda. Era francamente guapa, no cabía la menor duda. Guapa y sincera. Mientras la contemplaba, tuvo la sensación de encontrarse en alta mar, respirando aire puro. Y ocurrió otra cosa que le alteró los nervios. Caterina, enfrascada en la búsqueda, sacó la punta de la lengua y la apoyó en el labio superior.

Gluglugluglu, le hizo la sangre en las venas.

En determinado momento, Caterina se sintió observada. Levantó los ojos del ordenador y miró a su vez al comisario. La mirada duró una diezmillonésima de segundo más de lo que habría tenido que durar.

–Si quiere fumar… -dijo Caterina, ofreciéndole un cenicero.

–No, gracias -contestó Montalbano-. Prefiero este aire de mar.

Caterina volvió a mirarlo. Sus ojos preguntaron:

«¿Qué aire de mar?»

«El tuyo», contestaron los de Montalbano.

Ella se ruborizó.

Al final, introdujo el disquete en un sobre y se lo entregó al comisario. Ambos se levantaron simultáneamente.

–Gracias. ¿Cuándo se va?

–Creo que dentro de tres días.

–¿Estará ausente mucho tiempo?

–No, por la mañana tomaré el vuelo de Roma y regresaré por la noche.

En el ascensor permanecieron en silencio. Montalbano la acompañó al coche. Ambos se despidieron. El apretón de manos duró una diezmillonésima de segundo más de lo que habría tenido que durar.

* * *

–Carabineros de Tonnarello. ¿Quién habla?

–Soy Salvino Montaperto. ¿Está el comandante Verruso?

–Se lo paso.

Treinta segundos de silencio y, a continuación, la voz de Verruso.

–¿Comisario? Dígame.

Era un policía nato, no se podía negar, lo había comprendido al vuelo.

–¿Cómo está?

–Ahora mejor, pero he tenido que quedarme toda la tarde en casa.

–¿Tiene alguna novedad?

–Yo, no. ¿Y usted?

–Sí, varias. Estoy haciéndome cierta idea. Mañana por la mañana me gustaría verlo, donde y cuando usted quiera.

El comandante lo pensó un momento.

–¿Recuerda la cabina telefónica donde nos vimos por primera vez? ¿Le parece bien allí a las nueve y media?

En la comisaría sólo estaba Catarella.

Dottori, tenemos que esperar un cuarto de horita a Galluzzo, que vendrá para el cambio de guardia.

–Muy bien. Haremos una cosa. – Sacó el disquete del bolsillo-. Mientras esperamos a Galluzzo, imprímeme esto. Pero, sobre todo, que no te vea nadie. Yo voy a tomarme un café y te espero en el coche.

Catarella apareció cuando Montalbano ya se había fumado tres cigarrillos y estaba poniéndose nervioso por momentos.

–Le pido perdón, dottori, pero es que ha sido Galluzzo el que ha llegado tarde. – Le entregó un fajo de papeles-. Se lo he imprimido todo.

–Bueno, ¿dónde está esa viejecita? – preguntó Montalbano, poniendo el motor en marcha.

–Usía tome la carretera de Marinella -contestó Catarella con un suspiro y una radiante expresión de felicidad en el rostro.

–¿Qué te pasa?

–¡Virgen santa, dottori, qué contento estoy! ¡Ahora usía tiene secretamente dos secretos conmigo en persona personalmente!

–¿Dos?

–Sí, señor dottori. La viejecita y los papeles que le he imprimido. ¿No son dos?