Pero se abstuvo de hacerlo, pues no era el momento de exacerbar el mal humor de Fazio.
–Bueno, ¿todavía no has terminado?
–Sí, dottore, hace media hora.
–¿Y por qué no has venido antes?
–Temía tener un mal encuentro.
¿Qué podía hacer? ¿Insultarlo? ¿Hacer como si nada y esperar otra ocasión? Eligió el segundo camino, fingir que no había oído nada. Entre tanto, Fazio había dejado sobre la mesa la hojita de papel que le había dado.
–Mírela.
–¿Qué quieres decir?
–Dottore, por regla general mirar significa mirar. Y en este caso ocurre lo mismo.
Fazio estaba francamente de malas, pero esta vez el comisario reaccionó.
–Si no me pides perdón antes de cinco segundos, te pego una patada en el culo. Y me importa un carajo que me denuncies al jefe superior, al sindicato, al presidente de la República y al Papa.
Lo dijo en voz baja y Fazio comprendió que se había pasado.
–Le pido perdón.
–Adelante, habla y no me hagas perder el tiempo.
–Hay un punto común entre dos de las seis desgracias. El que murió aplastado por la viga de hierro y el albanés trabajaban para la misma empresa, la Santa Maria de Alfredo Corso.
–¿El jefe de las obras era el mismo?
–No, señor. – Y no añadió nada más. Fazio estaba muy frío. Al poco rato preguntó-: ¿Tiene alguna orden que darme?
–No. Quería decirte que nosotros ya no nos encargamos de la muerte del albanés. El asunto correspondía al comandante y nosotros cometimos un error entrometiéndonos. ¿De acuerdo?
–Como usted quiera. ¿Y qué hago con este papel? – quiso saber Fazio, recogiendo la hoja que había dejado sobre la mesa.
–Te limpias el culo con él. Me voy a comer.
Catarella corrió tras él, lo alcanzó en la entrada y le preguntó en tono de conspirador:
–¿Es familiar suyo, dottori?
–¿Quién?
–El comandante de los carabineros.
–Pero ¡qué familiar ni qué niño muerto!
–Entonces, disculpe, pero ¿por qué se apoyaba en usted?
–Catarè, esta mañana, cuando he bajado del coche, ¿acaso no me he apoyado en ti?
–Es verdad.
–¿Y qué somos tú y yo, familiares?
–¡Virgen santa! ¡Es verdad! ¡Dottori, no hay nadie en el mundo que explique las cosas tan bien como usía las sabe explicar! – Sin embargo, enseguida cambió de opinión-. Pero ¡dottori, el comandante no estaba bajando de su coche! ¡Es distinto!
Estaba levantándose de la mesa, ahíto y satisfecho, cuando vio aparecer a Mimì.
–No te he visto en toda la mañana.
–Esta noche ha habido un robo con violencia. Pero ni era robo ni ha habido violencia.
–¿Pues qué era entonces?
–Un intento de engañar a la compañía aseguradora.
–¿Y has venido para decirme eso?
–No, para comer. Pero ya que estamos…
–Pues habla porque me apetece respirar un poco el aire del mar.
–He pasado por la comisaría.
–Entiendo. Y Fazio te ha contado lo del comandante de los carabineros.
–Sí.
–Mimì, he intentado explicarle la situación, pero no quiere saber nada. Ha venido a verme ese tal comandante Verruso. Se había enterado a través del doctor Pasquano de que nosotros llevábamos el caso del albanés. He intentado contarle la historia de que lo creíamos implicado en asuntos de robos, pero no se lo ha creído. Entonces le he dicho la verdad, lo del anónimo y todo lo demás. Y él no ha puesto el grito en el cielo. Ni se ha ofendido ni me ha amenazado, se ha limitado a pedirme amablemente que me retirara del caso. Y yo se lo he prometido. Eso es todo. Y mira que nos podía joder de mala manera… Nosotros somos los que no hemos obrado bien, Mimì, pero él no se ha aprovechado. Trata de hacérselo comprender tú a esa cabeza de calabrés de Fazio.
Mientras iniciaba su paseo de meditación y digestión hacia el faro, pensó que ahora él era el único que llevaba la investigación, pues se veía obligado a ocultársela incluso a Mimì y a Fazio. No podía correr el riesgo de revelar lo que Verruso le había confesado. Se pasó media hora reflexionando, sentado sobre la roca. Después regresó al despacho, consultó la guía y efectuó una llamada. Le dijeron que el señor Corso estaba en la oficina y que podía concederle un cuarto de hora si acudía allí enseguida, puesto que tenía que salir corriendo hacia Fiacca.
Alfredo Corso era un septuagenario de mofletudo y rubicundo rostro sin una sola arruga. Tenía los ojos de color azul claro y debía de ser una persona de humor enfermizo. Montalbano no debió de caerle bien, pues lo atacó nada más verlo entrar.
–¿Qué quiere de mí? No tengo tiempo que perder.
–Yo tampoco -replicó el comisario-. Vengo por el asunto del albanés que murió en su obra.
–¿Y dónde está la Policía Judicial? ¿Y la Forestal?
–No lo entiendo.
–Yo creía que estos casos los llevaban los carabineros. ¿Es que ahora se mete también la Policía?
–No, verá, yo no vengo por lo del accidente, sino porque ese tal Pashko Puka era sospechoso de haber cometido algunos robos. – Alfredo Corso lo miró y después se echó a reír-. ¿Le hace gracia?
–No me lo creo.
–Usted es muy dueño de no creérselo… ¿Por qué no se lo cree?
–Porque yo, señor mío, a las personas las capto a la primera. Me basta verlas una vez para saber incluso lo que piensan. Y Puka, el pobrecillo, no era de esos que se ponen a robar.
–¿Su intuición jamás lo ha engañado?
–Jamás. Yo elijo personalmente a mis trabajadores, uno a uno. Nunca he fallado.
–¿Ni siquiera con los extranjeros?
–Los extranjeros, señor mío, tanto si tienen la piel negra como amarilla, son hombres como usted y como yo. No hay ninguna diferencia.
–Por cierto, usted tiene muchos extracomunitarios y…
El rostro de Corso se encendió como una cerilla.
–¿Hay que dejarlos morir de hambre?
–No, señor Corso, yo…
–¿Hay que obligarlos a robar? ¿A traficar con droga?
–Oiga, señor Corso…
–¿A vivir de las putas? – Montalbano permaneció en silencio, pues había comprendido que no habría manera, tenía que permitir que se desahogara-. ¿A vender a los hijos? Dígame usted.
–¿Es usted creyente?
La pregunta del comisario sorprendió a Corso.
–¿Qué coño tiene que ver que yo sea creyente o no? No, no soy creyente. Pero me ha bastado vivir durante casi treinta años como emigrante, primero en Bélgica y después en Alemania, para comprender a esa gente que abandona su tierra a la desesperada.
–¿Cómo contrata a los extracomunitarios?
–Me los facilitan.
Montalbano percibió cierto titubeo en la voz de su interlocutor.
–¿Quién?
–Pues Caritas, organizaciones de ese tipo, el Gobierno Civil…
–¿Y a Puka en concreto quién se lo facilitó?
–No me acuerdo.
–Haga un esfuerzo.
–¡Catarina! – Inmediatamente se abrió la puerta de la sala de al lado y apareció una mujer de treinta años, alta, guapa y distinguida. Una secretaria con clase-. Catarina, ¿quién nos facilitó a Puka?
–Voy a mirarlo ahora mismo en el ordenador. – Desapareció y volvió a aparecer-. La Jefatura Superior de Policía.
Corso se encendió y se puso a gritar.
–¡ La Jefatura Superior! ¿Ha comprendido, comisario? ¡ La Jefatura Superior! ¡Y usted se presenta aquí contándome chorradas!
Entonces la secretaria hizo una cosa que no hubiera tenido que hacer en presencia de extraños. Se situó detrás del escritorio, rodeó con un brazo los hombros de Corso y le besó la calva.
–No te pongas así, que después te sube la tensión.
–¿Usted es…? – empezó a preguntar Montalbano.
Estaba a punto de decir «viudo», pero se detuvo a tiempo. Algo en la mirada del hombre le hizo comprender la verdad.
–¿Qué me preguntaba? – dijo Corso, ya más tranquilo.
–Nada. Es su hija, ¿verdad?
–Sí, la tuve tarde. O sea, señor mío, que, como ve, es muy difícil que la Jefatura Superior me enviara a un ladrón, ¿no le parece?
Montalbano extendió los brazos. Debía buscar la manera de quedarse a solas con la hija-secretaria. La mirada que ésta le había dirigido, un relámpago, mientras se incorporaba tras besar a su padre, era tan clara como si hubiera dicho palabras: «Tengo que hablar contigo.»
–Sé que no tiene tiempo -dijo con expresión desolada-, pero me veo obligado a pedirle más información sobre…
–¡Ni hablar! ¡Ya estoy retrasándome! – exclamó Corso a voz en grito, y luego se levantó y añadió-: ¡Catarina!
–Sí -dijo la chica, presentándose en un abrir y cerrar de ojos.
Pero ¿es que estaba siempre detrás de la puerta a la espera de que la llamaran?
–Catarì, atiende tú al señor. De todos modos, no tenemos nada que esconder. Buenos días.
Y se fue sin que el comisario tuviera tiempo de despedirse.
–Pase -dijo Catarina, abriendo la puerta de su despacho y apartándose para que entrara.
La estancia era espaciosa y el mobiliario antiguo, sin metales cromados ni formas indescifrables. La única excepción eran el ordenador y los dos teléfonos, de esos que te lo hacen todo, desde poner un fax hasta un café. A un lado había una especie de saloncito. La joven invitó al comisario a sentarse en un sofá y ella se acomodó en un sillón. Se la veía un poco cohibida.
–¿De veras quería otras informaciones o ha comprendido que yo quería…?
–He comprendido que usted deseaba hablar conmigo, pero no en presencia de su padre.
–Eso es precisamente lo que hace que me sienta incómoda.
–¿Qué quiere decir?
–No me gusta hablar de mi padre sin que él lo sepa, pero es por su bien. Si yo hubiera dicho delante de él lo que voy a decirle ahora, se habría alterado muchísimo. Tiene la tensión muy alta y ya ha sufrido un infarto.
Montalbano había observado que en su mesa había dos portarretratos: en uno se veía a un chiquillo de unos cinco años y en el otro a un cuarentón que parecía Alfredo Corso treinta años atrás. Ocurre a menudo que algunas mujeres se casan con hombres que son el vivo retrato de sus padres.
–Señora Catarina -empezó diciendo.
–Caterina, por favor. Catarina sólo me llama mi padre, no sé por qué.
–Señora, puedo asegurarle que el señor Corso jamás sabrá que nosotros dos hemos hablado.
–Perdón, creo que no me ha comprendido. No se trata de que mi padre se entere o no, sino de que yo estoy haciendo ciertas cosas a sus espaldas. – Montalbano levantó las orejas: ¿ciertas cosas?-. Estoy casada, tengo un niño que se llama Alfredo, como mi padre. En cambio, mi marido se llama Giulio. Giulio Alberganti.
Miró a Montalbano como si esperara una reacción, pero el comisario jamás había oído aquel nombre. Además, ¿qué tenía que ver todo aquello con el asunto de Puka? ¿Qué historia estaba contándole la señora Catarina, perdón, Caterina?
–Lo celebro -replicó Montalbano con un punto de ironía.
Que la joven captó de inmediato. Era guapa y experta.
–No crea que estoy yéndome por las ramas contándole todo esto. Al contrario, entro de lleno en el problema. Mi marido es colega suyo. O casi. Yo vivo aquí con el niño porque no quiero dejar solo a mi padre. Giulio trabaja en Roma. Sólo nos vemos cuando podemos, por desgracia.
Montalbano no dijo nada, pero seguía sin comprender adónde quería ir a parar aquella mujer.
–Cuando usted ha preguntado quién había puesto en contacto a Puka con mi padre, yo he contestado que había sido la Jefatura Superior de Policía. Así se lo dije también a él y así consta en el ordenador. Pero no es verdad.
–El nombre de Puka se lo facilitó su marido -siguió Montalbano-. Y le aconsejó que le dijera a su padre que había sido la Jefatura Superior. – Caterina lo miró admirada y asintió con la cabeza-. ¿Ha informado a su marido de la desgracia?
–No he podido. En la comisaría me han dicho que había salido, pero en casa no contesta nadie y él no ha llamado. Sin embargo, no estoy preocupada porque ya ha ocurrido otras veces. Verá, mi marido es…
–No me lo diga. Puedo imaginármelo.
–Pero es que hay otra cosa -repuso Caterina bajando la voz.
–Dígame.
–Es una cuestión muy delicada. ¿Usted conoce a un constructor que se llama Vincenzo Scipione?
–¿El llamado 'u zu Cecè? Sí.
–Ese hombre es rival de mi padre desde siempre. Es un mafioso, y no lo digo yo sino las condenas que le han caído encima hasta hace muy poco tiempo. Pero ahora las cosas han cambiado. El ilustre Posacane es una creación suya. Mi padre jamás ha querido convivir con la mafia, por más que algunos defiendan la necesidad de esa convivencia. Y lo ha pagado caro: adjudicaciones de contratos amañadas en su perjuicio, maquinaria incendiada, denegación de créditos por parte de ciertos bancos, amenazas telefónicas, anónimos y todo lo que usted quiera. Hace cuatro meses hubo un primer accidente en una de nuestras obras en Gibilrossa.
–No lo sabía -dijo Montalbano-. Yo sé de dos, el del obrero al que aplastó una viga de hierro y el de Puka. ¿Cómo fue?
–Debo hacerle una advertencia. Con anterioridad, en nuestras obras jamás se había producido un accidente. Mi padre respeta al máximo las normas de seguridad en el trabajo. Por eso le dolió mucho que cierto periodista de Retelibera lo llamara asesino. Es verdad, algunos son verdaderos asesinos, pero otros no. Sea como fuere, el caso es que dos albañiles cayeron del andamio. Se apoyaron en la barandilla de protección y ésta cedió. Mi padre aseguró que alguien había aflojado los tornillos deliberadamente. Un sabotaje. De los dos albañiles, uno salió bien librado, sólo con algunas contusiones, pero el otro se ha quedado inválido. Tres días después del accidente, recibí una llamada. Una voz me dijo: «¿Ve, señora, cuántas desgracias ocurren? Tiene que vigilar mucho a su precioso hijito.» Me aterroricé, pero no dije nada ni a mi padre ni a mi marido.
»Unos diez días después, vino a cenar a nuestra casa otro constructor muy amigo de mi padre. Nos dijo que se lo había vendido todo a Scipione perdiendo dinero. Nos contó que dos accidentes habían bastado para hacerle comprender la situación y que él no quería más muertes sobre su conciencia. Entonces me fui a Roma a ver a mi marido y se lo conté todo. Poco tiempo después me llamó para decirme que contratara a Puka. Mi padre tiene razón, comisario. Puka no puede ser un ladrón, está usted completamente equivocado.
Decidió hablar con ella sin ocultarle nada, sinceridad por sinceridad. Además, era una mujer fuerte.
–Señora, lo que le he dicho era sólo un pretexto para averiguar algo más sobre Puka.
–¿Por qué le interesa?
–Porque no fue un accidente. Lo mataron. El comandante Verruso, a quien usted sin duda habrá conocido, y yo estamos absolutamente seguros.
–¡Dios mío! – exclamó Caterina, cubriéndose el rostro con una mano-. ¡Ha sido culpa mía!
Montalbano no quiso darle ocasión de llorar.
–No diga bobadas y contésteme. Cuando ocurrió el accidente de la viga, hace poco más de un mes, ¿Puka trabajaba en la misma obra?
–No, en otra.
–¿Es normal que la Jefatura Superior les facilite nombres de extracomunitarios?
–Ya ha ocurrido otras dos o tres veces.
–Bien -dijo Montalbano, levantándose-. No tiene usted idea de lo útil que me ha sido. Me siento muy honrado de haber conocido a una mujer como usted. – Ambos se miraron. Y Montalbano añadió-: Sí.
Pero ¿cómo era posible que se entendieran el uno al otro de aquella manera? Ella le había preguntado en silencio: «¿No sería mejor que alejara a mi hijo de aquí?»
–En Roma, en casa de mis suegros -dijo ella, contestado a su vez a la muda pregunta del comisario. Se estrecharon la mano. Después ella se acercó al comisario, lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho-. Gracias.
Se apartó y abrió la puerta para que saliera.
–¿Sabe cuándo se reanuda el trabajo en la obra? – preguntó el comisario al pasar a su lado.
–Se han puesto a trabajar a las dos de la tarde.