–¿Me siguió?
–Jamás habría hecho semejante cosa. No, el caso es que se me ocurrió efectuar una inspección en la obra y vi su coche…
–¿Cómo supo que era mío?
–Porque lo había visto en Montelusa cuando tuvimos aquella…, bueno, discusión. Y yo jamás olvido una matrícula.
Era un policía como la copa de un pino, de eso no cabía la menor duda.
–Pero ¿cómo es posible que yo no lo viera a usted?
–Aparqué mi automóvil fuera del recinto, al otro lado de la obra. Lo vi entrar en el barracón por el ventanuco. Y me escondí.
–Perdone, pero ¿por qué? Podía haberse presentado sin más, como ha hecho esta noche y…
–¡¿Yo?! ¡¿Esta noche?! – dijo Verruso, perplejo.
Montalbano se recuperó a tiempo.
–No, perdone, quería decir esta mañana, no esta noche.
–Porque no quería molestarlo. No quería distraerlo. En determinado momento me encaramé al capó de su coche y miré hacia el interior del barracón. Disculpe la comparación, pero parecía usted un perro, un perro de caza al acecho.
En ese instante llamaron a la puerta con los nudillos. Apareció Fazio, que se detuvo en el umbral, desconcertado.
No sabía nada de la visita de Verruso.
–Buenos días -dijo en tono glacial.
–Buenos días -contestó el comandante sin demasiado entusiasmo.
–Volveré después -replicó Fazio.
–Espera -repuso Montalbano-. Tráeme el sobrecito que te dije que guardaras. Quiero enseñárselo al comandante.
Fazio palideció como si lo hubieran ofendido mortalmente, abrió la boca, volvió a cerrarla, dio media vuelta y desapareció. El comisario le reveló a Verruso todo lo que había que revelar. Tardó diez minutos en hacerlo, pero Fazio aún no había regresado. Finalmente, llamaron a la puerta y el agente apareció con expresión desolada. Extendió teatralmente los brazos y movió la cabeza.
–No lo encuentro -aseguró-. Lo he buscado por todas partes. – Después, dirigiéndose al comandante de los carabineros, añadió-: Lo siento.
–Comprendo -dijo Verruso.
Montalbano se levantó y replicó:
–Vamos allá, yo te ayudaré a buscarlo. Disculpe, mi comandante. – Nada más salir del despacho, agarró a Fazio por el brazo con tal fuerza que estuvo a punto de levantarlo del suelo-. Pero ¿qué coño tienes en la cabeza? – le preguntó en voz baja.
–Dottore, yo a ése no se lo doy. ¡El sobre es nuestro!
–Te concedo cinco minutos para que Verruso quede convencido de que lo hemos buscado de verdad. Yo voy a fumarme un cigarrillo a la calle.
Estaba furioso con Fazio, aunque lo cierto era que si el comandante no hubiera demostrado ser un hombre como Dios manda, ¿acaso no habría reaccionado él de la misma manera, negando incluso haber recibido el anónimo?
–Aquí lo tiene -dijo Fazio, que luego regresó enfurecido a su despacho.
Montalbano terminó de fumar el cigarrillo y fue a reunirse con el comandante.
Éste cogió el sobrecito y se lo guardó en el bolsillo sin mirarlo siquiera, como si se tratara de algo sin importancia.
–Mire, mi comandante; si se demuestra que la sangre es de Puka, significaría que…
–Quédese tranquilo, dottore. La mandaré examinar junto con la otra.
–¡¿La otra?!
–Verá, dottore -se dignó explicarle Verruso-, cuando usted abandonó la obra, yo llamé a dos de mis hombres. Examinamos minuciosamente el retrete y detrás de la taza descubrimos otras manchas de sangre que escaparon a la limpieza de los asesinos. Porque a Puka no lo mató una sola persona, ¿no está de acuerdo conmigo?
–Sí, estoy de acuerdo -contestó Montalbano en tono comedido.
Ese tal comandante Verruso quería jugar con él al gato y el ratón. Pero ¿tan seguro estaba Verruso de ser el gato? ¿Y hasta dónde había llegado con su investigación? ¿Con qué interés o con qué distanciamiento se la había tomado? ¿Interés, distanciamiento? Pero ¿qué era aquello? ¿Una competición entre la policía y el Cuerpo de Carabineros? ¡Pues que resolvieran ellos el problema, que se las arreglaran como pudieran!
–Muy bien -dijo Montalbano en tono concluyente-. Se lo he dicho todo y le he entregado el resultado. Y ahora, si me permite, tengo asuntos que…
Se levantó y le tendió la mano. El otro la contempló como si jamás hubiera visto una mano y permaneció sentado.
–Quizá no lo haya comprendido -dijo.
–¿Qué es lo que habría tenido que comprender?
–Que yo he venido aquí para decirle…, para preguntarle si le apetece echarme una mano… Extraoficialmente, claro.
Montalbano no pudo reprimir una risita.
Pero ¡qué listo era el señor comandante! ¡Él resolvía el caso y el otro se llevaba el mérito!
–¿Y por qué tendría que hacerlo?
–Porque estoy muriéndome.
Así, con la mayor sencillez.
–Es una broma, ¿verdad?
–No. Padezco un cáncer que está devorándome vivo. Estoy solo, mi mujer murió hace tres años. No tuvimos hijos. La única razón de mi existencia es lo que hago, enviar a la cárcel a quienes se lo merecen.
–¿Sus superiores lo saben?
–No. Los médicos me han dicho que todavía puedo aguantar un poco, una o dos semanas, después tendré que ingresar en un centro médico para someterme… En resumen, temo que, con el tiempo que me queda, no pueda hacer gran cosa. Pero si usted… En cualquier caso, sea cual sea su decisión, le ruego que no le comente a nadie mi enfermedad.
–¿Tiene usted un especial interés por este caso?
–Ninguno en absoluto. Pero no me gusta dejar las cosas a medias.
Admiración. No, mucho más que eso: respeto. Por la serena valentía, por la tranquila determinación de aquel hombre. Una vez había leído un verso que decía más o menos que lo que ayuda a vivir es el pensamiento de la muerte. Ya, el pensamiento puede que sí, pero la certeza de la muerte, su cotidiana presencia, su diaria manifestación, su atroz tictac -sí, porque en aquel caso la muerte era como un despertador que sonaría no para el despertar, sino para el sueño eterno-, todo eso ¿no habría tal vez provocado en él, Montalbano, un indecible e insoportable terror? ¿De qué estaba hecho el hombre que tenía delante? «No -pensó-, está hecho de carne, como yo.» Pero, llegado el momento, el instante decisivo, no había ningún hombre que no encontrara en sí mismo una fuerza inesperada y misericordiosa.
–De acuerdo -dijo.
Y volvió a sentarse.
–Gracias -replicó el comandante Verruso.
Montalbano se levantó de golpe.
–Perdone un segundo. – De repente y a traición, había notado un nudo en la garganta; un poco más y se le habrían escapado las lágrimas. Fue al lavabo, bebió un vaso de agua y se lavó la cara. Al regresar se asomó al despacho de Fazio-. ¿Hasta dónde has llegado con las investigaciones?
–Estoy en ello -contestó Fazio en tono descortés y enfurruñado.
Aún no había digerido el asunto del sobrecito.
«Pues todavía no sabes lo que te espera», pensó el comisario, disimulando su regocijo. Luego se sentó de nuevo detrás de su escritorio. Desde que había entrado en el despacho, Verruso no había cambiado de posición, con los zapatos perfectamente alineados, uno al lado del otro.
–¿De verdad no le apetece tomar algo? ¿Un café, un refresco? – preguntó Montalbano, más que nada para comprobar si conseguía sacarlo de aquella inmovilidad.
–No, gracias.
Al menos esa vez el «gracias» lo había dicho inmediatamente después del «no». Montalbano pasó al ataque.
–¿Qué cartas tiene usted en la mano?
–De descarte. Pashko Puka vivía en Montelusa en un edificio de cuatro pisos que incomprensiblemente todavía no se ha derrumbado. Un nido de chinches. Allí duermen albaneses, kurdos, árabes, kosovares… Por lo menos cuatro en cada habitación.
–¿Lo ocuparon?
–¡No! La casa es propiedad del concejal Francesco Quarantino, que es de derechas y está en contra de la inmigración. Pero como es un hombre generoso, según proclama él mismo a cada momento, se la cedió a esos pobrecillos hasta que los expulsen. A trescientas mil liras mensuales por plaza de cama. Pero Puka pagaba un millón y medio de liras por una habitación para él solo que tenía cuarto de baño privado con una rudimentaria ducha. Lo cual es muy extraño, pues disfrutaba de un lujo que no habría podido permitirse con la paga que cobraba.
–Si es por eso, disfrutaba de otros lujos. El pedicuro, por poner un ejemplo.
El comandante adoptó una expresión pensativa.
–Tuve ocasión de ver el cadáver desnudo. Las partes del cuerpo que normalmente no se exponen al sol estaban muy blancas, y también las zonas del pecho y la espalda protegidas por la camiseta. Me resultó curioso.
Parecía desconcertado e hizo una pausa.
–Cuénteme.
–Verá, dottore, yo no me fío de las impresiones.
«Pues yo sí», pensó Montalbano.
–Cuénteme -repitió.
–No sé, me pareció que aquel cadáver estaba formado por piezas pertenecientes a dos hombres distintos.
–Y puede que fueran dos hombres distintos.
El comandante lo captó al vuelo.
–¿Usted cree que Puka no era lo que aparentaba ser?
–Exactamente. ¿Qué dicen sus documentos?
–No los hemos encontrado. Ni en su habitación ni entre la ropa que llevaba el día que lo mataron.
–Lo cual quiere decir que se los llevaron. No querían que nosotros lo identificáramos.
–Pero ¡lo hemos identificado!
–A medias. Al albañil. Por cierto, ¿está usted seguro de que se llamaba así?
–Lo único seguro es la muerte.
Se le había escapado. Verruso sonrió ante su propia frase. Una sonrisa sin labios, un corte en el rostro. Siguió adelante.
–El propietario de la empresa para la cual trabajaba, que, por otra parte, es un hombre de conducta intachable y tiene fama de ser buena persona, ha transcrito los datos que figuraban en los permisos de residencia y trabajo. Recuerda que el día en que Puka se presentó llevaba un pasaporte en la mano.
–¿Y cuántos inmigrantes llegan con su pasaporte? Deben de ser muy pocos.
–En efecto. Pero Puka era uno de ellos.
–¿Ha interrogado a alguien que lo conociera?
–Lo que se dice interrogar, he interrogado. Pero no he encontrado a nadie que haya intercambiado con él algo más que un simple saludo. No daba muchas confianzas. Y no porque fuera antipático o soberbio, no, era su carácter. Sin embargo, en su habitación había algo que no encajaba. O, mejor dicho, que no había.
–¿Qué quiere decir?
–No había ni una sola carta de su país. Ni una fotografía. ¿Es posible que no tuviera a nadie en Albania?
–¿Sabe si tenía alguna mujer aquí?
–Jamás nadie lo ha visto llevarse una mujer a su habitación, ni de día ni de noche.
–A lo mejor era homosexual.
–Podía serlo, por supuesto. Pero todas las personas con quienes yo he hablado lo han descartado.
La pregunta no le salió de la cabeza sino directamente de los labios, incontrolada, casi sugerida.
–¿Cómo hablaba? ¿Sus compañeros habían deducido por su acento de qué parte de Albania era?
El comandante lo miró con admiración.
–Según los documentos que presentó a la empresa, era natural de Valona. Yo también pregunté a sus conocidos albaneses qué acento tenía, pero no supieron decírmelo. Al parecer, Puka dijo en una ocasión, en una de las pocas en las que intercambió algunas palabras con sus compatriotas, que durante el gobierno comunista había residido mucho tiempo en Italia.
–Pues, que yo recuerde, en aquellos tiempos Albania no concedía visados ni de entrada ni de salida.
–En efecto. Tal vez Puka fuera un miembro del cuerpo diplomático, acostumbrado a vivir con cierto desahogo, que cayó en desgracia y se vio obligado a emigrar para ganarse el pan. Eso explicaría por qué encontré en su habitación dos elegantes trajes, un par de zapatos de marca y ropa interior de buena calidad.
–Pero ¿cómo ganaba el dinero?
–Trabajando de albañil por supuesto que no.
–Estamos en un punto muerto.
–Comuniqué el fallecimiento de Puka al consulado y a la embajada para que sus posibles familiares en Albania fueran informados. El consulado me ha enviado un fax esta mañana. Todavía están haciendo averiguaciones. Puede que al final se descubra algo.
–Esperémoslo. ¿Le han dicho cómo ocurrió el accidente?
–No hay testigos.
–¡¿Cómo?!
–El jefe de la obra, el arquitecto Manfredi, dice que aquella mañana estaba previsto que acudiera a trabajar una cuadrilla de seis obreros. Cuando tres de ellos, concretamente… -el comandante sacó una hojita de papel del bolsillo-… Amedeo Cavaleri, Stefano Dimora y Gaetano Miccichè, llegaron al solar, lo primero que vieron fue el cuerpo de Puka, quien, evidentemente, había llegado con antelación, circunstancia confirmada por el vigilante.
–¿Vio el vigilante alguna otra cosa?
–Nada. Se fue a dormir porque no había pegado ojo a causa de un dolor de muelas.
–¿Cómo había llegado el albanés?
–Con un ciclomotor que encontramos en el lugar; en cambio, los otros tres albañiles llegaron en un coche propiedad de Dimora.
–Faltan dos.
–Exactamente. Un rumano, Anton Stefanescu, y un argelino, Ahmed ben Idris, se presentaron en su lugar de trabajo cinco minutos después en un ciclomotor.
–¿Quién les comunicó a ustedes el accidente?
–Dimora acudió a nuestro puesto en su coche.
–¿Qué explicación dan los albañiles? Porque Puka, si se hubiera roto la tabla bajo sus pies, habría tenido que caer a la pasarela inferior, sin más.
–Yo pensé lo mismo. Ellos dicen que probablemente estaría inclinado hacia el elevador, con el estómago apoyado en la barandilla. Al notar que la tabla cedía bajo sus pies, debió de inclinarse instintivamente con todo el cuerpo hacia delante, perdió el equilibrio y se precipitó fuera del andamio. Ni siquiera debía de llevar el casco ajustado, pues lo perdió durante la caída. Se trata de una reconstrucción lógica.
Montalbano observó que la frente del comandante mostraba ahora un curioso brillo. El hombre estaba empezando a sudar, pero, aun así, no se movía, no hacía ni un solo gesto.
–¿Los demás albañiles de la cuadrilla carecen de antecedentes?
–Todos. Pero eso, y usted, dottore, lo sabe mejor que yo, no significa absolutamente nada.
–Muy cierto. Veo que ese empresario…, ¿cómo se llama?
–Alfredo Corso.
–Ese tal señor Corso contrata a muchos extracomunitarios. En este caso concreto, de seis albañiles, tres son extranjeros.
–Todos con los papeles en regla. Es un hombre caritativo y escrupuloso. Me contó que él fue emigrante en Alemania y por eso comprende ciertas situaciones.
De repente Verruso se levantó. Ahora todo su rostro estaba empapado de sudor.
–¿Se encuentra mal?
–Sí.
Montalbano también se levantó.
–¿Puedo hacer algo?
–No, gracias. Mire, es mejor que yo no vuelva a aparecer por aquí, y tampoco me parece oportuno que usted acuda a nuestro puesto. Llámeme mañana, si quiere, y fijemos una cita. Le doy las gracias por todo.
Le tendió la mano y el comisario se la estrechó. Pero, en cuanto dio un paso hacia la puerta, Verruso se tambaleó y perdió el equilibrio. Montalbano pegó un brinco y lo sostuvo por los hombros.
–Usted no está en condiciones de conducir. Lo llevo yo.
–No, gracias -dijo con firmeza Verruso-. Basta con que me acompañe al coche.
Se apoyó en el brazo del comisario y ambos abandonaron el despacho y se encaminaron hacia la entrada. Catarella, al verlos pasar, abrió los ojos y la boca y soltó el auricular que tenía en la mano. Parecía el pasmado del belén, el inevitable pastorcillo que levanta los brazos al cielo delante de la cueva donde ha nacido el Niño Jesús. Montalbano esperó a que el comandante subiera a su coche y se alejara. Después volvió a entrar en la comisaría. Catarella aún no había salido de su asombro. Parecía una estatua de sal.