1940
Franco manda, España obedece.
(Consigna)
Tiempos mágicos: credulidad asegurada
En setiembre de 1939, al atacar Alemania a Polonia, había empezado la segunda guerra mundial. Su repercusión sobre la vida nacional iba a ser profunda. Nuestro sistema económico iba a aferrarse a los principios autárquicos, desatando la imaginación de los que atribuían todas nuestras desdichas a los «siglos de abandono» y a nuestra entrega a los capitales extranjeros, explotadores de las riquezas que yacían en nuestro país. Este lírico escrito, aparecido en Arriba, era de lo más estimulante y energético para lanzarse a la explotación de nuestras riquezas soterradas: «¡Suelo y subsuelo de España: cuántas riquezas ocultas, valores y bondades encerráis en vuestro seno! Ahora, es cierto, vais a ser levantados del olvido y de la apatía; y la quietud en que os tuvieron gentes sin entusiasmo ni cariño por los intereses del país, se ha acabado. Ahora vais a ofreceros, a torrentes, con prodigalidad formidable para bien de España...»
De consuno con esta vibrante llamada, fueron apareciendo noticias miríficas que hablaban de yacimientos de plata en Hiendelaencina, de las infinitas riquezas de las minas de Puertollano, constituidas por filones magníficos de pizarras bituminosas, que darían muy pronto a la nación 170.000 litros diarios de gasolina.
El cortejo de bienandanzas se había inaugurado en febrero de 1940, gracias a una noticia acaparadora de grandes titulares como éste: «La autarquía nacional en materia de carburantes. Dentro de ocho meses España producirá tres millones de litros diarios.» En la información se hablaba de la producción de una gasolina sintética cuya fabricación había sido declarada por el gobierno Industria de Interés Nacional. «La realidad de este carburante del que se han hecho pruebas con el mayor éxito constituye un paso decisivo que influirá en la reconstrucción de nuestra economía, a la que proporcionará un ahorro anual de cerca de 150 millones de divisas.»
Que la cosa iba en serio da idea el que, pocas fechas después, la noticia se ampliaba dando fantásticos detalles del revolucionario invento, cuyo autor era un oficial de artillería del viejo ejército austro-húngaro, quien, por simpatía a nuestro régimen, había hecho donación de la mágica fórmula, en la que entraban «materias sencillas y abundantes en España, ya que su composición constaba de un 75 por ciento de agua destilada, de un 20 por ciento de jugos y fermentos de plantas, y un 5 por ciento de otros elementos cuya divulgación se reserva, y que constituye el secreto de la fórmula». Lo que sería una gigantesca superchería amparada en una asombrosa credulidad, se tomó tan en serio que hasta se anunciaba un decreto por el que se iban a expropiar los terrenos destinados a la construcción de la factoría, y se daba un plazo de cinco meses para la finalización de las obras. Al parecer, algunos camiones de pescado habían hecho pruebas, totalmente satisfactorias, con la milagrosa mezcla, de la que nada se decía del octanaje pero se aseguraba que «desprendía 11.500 calorías al arder».
El tema de la «gasolina de hierbas» —de la que no se volvió a saber— nutrió el anecdotario de la posguerra, en tiempos propicios a la magia y al cachondeo nacional.
Tiempos de cartillas, tiempos de hambre
En enero de 1940 se impusieron las cartillas de racionamiento. Para proveerse de ellas teníamos que hacer una declaración jurada de nuestros ingresos, clasificándose los españoles, a partir de este dato, en tres categorías: 1.a Para ricos. 2.a Clases medias. 3.a Clases más desfavorecidas. Recibidas todas las declaraciones, apareció en los periódicos este comunicado de las autoridades: «Al término de las operaciones estadísticas, referentes a las cartillas de racionamiento, se da el sorprendente resultado de que solamente aparecen inscritos en 1.a y 2.a categoría un número muy reducido de personas.»
La conclusión era obvia: todo el mundo se había apuntado para pobre, para español de tercera clase, a fin de obtener las máximas raciones, en detrimento de los menos favorecidos, a quienes la clasificación pretendía mejorar.
Este manifiesto fraude no era más que el síntoma de una pillería ambiental, que tenía múltiples derivaciones. Falsos curas, repartiendo estampitas por las casas, solicitaban donativos para «la construcción de su parroquia arrasada por los rojos». Vendedores de retratos del Generalísimo, bien documentados, visitaban domicilios de personas tildadas de rojas y chantajeaban forzando a la compra del retrato, «lo que les congraciaría con la nueva situación». Después, establecido el más férreo control sobre todas las transacciones comerciales, aparecería una bandada de falsos inspectores dispuestos a hacerse pagar el hacer la vista gorda sobre los trapicheos.
La guerra había dejado su rastro de mutilados, bien diferenciados: los del bando nacional eran elevados a la categoría de «caballeros», en tanto que los otros tenían que asumir una triste condición. Como anécdota reveladora se cita el encuentro de dos amigos a quienes, razones geográficas, situaron en distintos bandos. Desgraciadamente para ellos, la guerra les trajo idéntica mutilación: la amputación de una pierna. Finalizadas las hostilidades, hubieron de encontrarse, y mientras uno destacó su condición de «caballero» y la consideración de que era objeto, el otro tuvo que reconocer que no era más que un «jodido cojo». No obstante, algunos caballeros no resistieron la tentación de exhibir sus desgracias a la vista del público, para alcanzar alguna dádiva, y que el hecho fue patente lo confirma este comunicado de la Dirección General de Mutilados de Guerra: «Está terminantemente prohibido que los Caballeros Mutilados de la categoría que sean, absolutos, permanentes o útiles, los privados de la vista o de alguno de sus miembros, hagan jamás y en parte alguna, pública ostentación de sus gloriosas mutilaciones, moviendo a excesiva compasión o solicitando dádivas u otros dones, siendo de conocimiento general que el Estado español atiende a los Caballeros Mutilados absolutos con extraordinaria largueza, ya que los de empleo de soldado alcanzan una pensión vitalicia de 12.000 pesetas al año y beneficios y honores; y los de otras categorías, están también atendidos y cumplidamente honrados.» (Agencia Cifra.)
Las desventuras del fumador
Prosiguiendo la escalada de penurias, tras los víveres le tocó el turno al tabaco, que también se racionó, implantándose en julio de 1940 la Cartilla del Fumador. De su otorgación quedaron exentas las mujeres por razones de economía y también de buen tono, pues no se consideraba adecuado que una mujer decente cayera en tan tiránico vicio, más propio de cabareteras. Las entregas periódicas que hacían los estancos se componían de un reducido lote de pésimas labores de la Tabacalera, labores que para mayor irrisión tenían nombres de espejismo: finos de hebra, ideales, superiores al cuadrado, nombres que encubrían una riqueza forestal observable en las estacas que agujereaban el cigarrillo y, una vez encendido, propendían a inflamarse convirtiendo el acto de fumar en un puro juego de artificio, con desprendimiento de partículas ígneas y chamuscantes, con evidente peligro de achicharrar al fumador. Esporádicamente se repartía algún lote de tabaco rubio, mayormente procedente de decomisos, ya que el contrabando tabaquero se hizo exuberante. Mujeres y niños, a la salida de bares y restaurantes, ofrecían Lucky o Philip Morris a precios astronómicos (20 pesetas el paquete, lo que era, entonces, una fortuna).
Los menos afortunados recurrían a los más alambicados recursos para hacer durar el racionamiento. De un pitillo hacían dos, reduciéndolos al tamaño de un pizarrín. Otros, mezclaban con el tabaco otras hierbas, con resultados pestilentes a la hora de la combustión. Un adminículo salió sobrando: el cenicero. Las colillas se guardaban amorosamente, para desmenuzarlas y recuperar su contenido. La venta de cartillas por los abstemios permitía hacer un buen negocio, y hubo acaparador que reunió hasta cincuenta tarjetas. Y cómo no, dentro de la picaresca ambiental, la falsificación de cartillas fue uno de los negocios más productivos, en una época en la que el fallecimiento de ese abuelo asmático, que hay en casi todas las familias, era doblemente sentido por desaparecer un racionamiento del que se beneficiaba el hijo que lo tenía a su cargo.
Nace la época del gasógeno con letra y música
Como los clamores que envolvieron la noticia de la existencia de la gasolina de hierbas se extinguieron entre el silencio administrativo, la cruda realidad provocada por la carencia de suministro de combustibles de los países anglosajones, enzarzados en el conflicto mundial, se impuso drásticamente. En agosto de 1940 se prohibió la circulación de los turismos de más de 25 CV y, en octubre, empezaron las restricciones generales. Nació la época del gasógeno, tomada a chirigota por un pueblo propicio a la chanza en los momentos de mayor negrura. Se impuso la utilización del gasógeno, artilugio que quemaba desde el carbón de encina hasta la cascarilla de almendras, con desprendimiento de un gas al que llamaban «pobre», lo que representaba ímprobos esfuerzos para asegurar la tracción de un vehículo, sistema no apto para cuestas de elevado porcentaje. La noticia que instaba el uso del gasógeno atribuía a Franco la aplicación de esta fórmula con estas palabras: «La utilización de gasógenos tiene en España amplio porvenir. El Jefe del Estado sugirió e impulsó esta iniciativa, de tan alta conveniencia e interés público... He aquí convertida en realidad una idea del Caudillo de España, siempre atento al bienestar de la Patria.»
Una nueva industria nacional se había puesto en marcha. El Estado había abierto un concurso para adquirir cinco mil gasógenos. Las marcas, Auto-Gas, Ford, Massé, se anunciaban profusamente. Una de ellas ponderaba sus virtudes en estos términos: «Existe un gasógeno que sólo precisa limpieza cada 15 días. Con él, puede atravesarse España de norte a sur y de este a oeste, con sólo repostarse de carbón con la misma facilidad que de gasolina. Su inventor, Nicolás Sánchez, es un obrero mecánico de Madrid.» La realidad no era tan rosada. Las puestas en marcha eran calamitosas. La subida de pendientes, como queda apuntado, eran auténticos calvarios. El gran humorista Valentín Castanys, en una viñeta suya de la época, dibujaba a una familia burguesa —señor, señora y niños— empujando desesperadamente su automóvil en la subida de una pendiente, mientras al borde de la carretera campeaba una consigna que decía: «Se prohíbe la blasfemia y la palabra soez», en línea con una campaña que instaba a los españoles a «no blasfemar».
El gasógeno mereció hasta la dedicación de una copla, cuya letra cantaba: «Para andar, un automóvil / precisa de carbón, / como un fogón; / pues lleva cocina / que se deshollina / y da un tufo de perdición. / Un cocido con gallina / se puede preparar / al caminar, / y también puede poner / boniatos para asar...»
Sin embargo, algunos privilegiados proclives al fraude usaban el gasógeno como tapadera, o sea que alimentaban el motor de su coche con gasolina comprada de estraperlo, y mantenían ficticiamente encendida la caldera. El timo se detectaba cuando se veía un automóvil que iba adelantando alegremente a una hilera de asmáticos quemando gasolina. Los poseedores de vehículos de gran potencia y lujosos, cuya circulación estaba prohibida, a menos que lo hicieran con gasógeno, sentían gran repugnancia a romper la estética del coche, adosando el artilugio a la carrocería. Y muchos optaron por montarlo en un remolque, del que salía un humo de pajas, porque, en realidad, usaban bencina del mercado negro. A veces, una precipitación les jugaba una mala pasada. Era cuando se olvidaban de enganchar el remolque y se los veía correr tan tranquilos, sin gasógeno alguno, exhibiendo su imponente carromato, ajenos a la osadía infractora que estaban perpetrando.
La crisis de los carburantes también afectó al transporte público y, como sucedáneo, nació el taxi-ciclo, en el que un voluntarioso ciclista tiraba de un remolque, consistente en un habitáculo montado sobre dos ruedas y en el que se alojaban, con apreturas, dos pasajeros. El sucedáneo no prosperó demasiado, pero así y todo tuvo tiempo de que el humor popular lo motejara felizmente. Lo llamó el gachógeno, en reconocimiento al gachó que, con su esforzado pedaleo, cubría la carrera que le pedían los viajeros.
En la serie de sustitutivos para paliar las deficiencias del transporte no se puede olvidar al Auto-Acedo, coche mixto de motor y pedales. Esta demostración delirante de unos tiempos de pobreza tuvo su publicidad y hasta sus pruebas oficiales ante técnicos del Real Automóvil Club de España. En ellas, en un kilómetro lanzado en la Cuesta de las Perdices, desarrolló la módica velocidad de 19,047 kilómetros por hora. En terreno llano ya fue más competitivo, y en el cronometraje efectuado, con todo lujo de garantías y sin perder de vista al bólido, dio un registro de 36,180 kilómetros a la hora. Las pruebas fueron gozosamente celebradas en un titular que anunciaba: «La Industria Nacional avanza.»
Mientras la guerra truena en Europa, nosotros vaticinamos
Los aplastantes triunfos del ejército alemán en la primavera de 1940 habían hecho de Hitler el dueño de casi toda Europa. Entre nosotros —secularmente dañados por nuestros tradicionales enemigos Francia y Gran Bretaña— fue el momento de tomar partido, ya que no beligerancia activa afortunadamente, a favor de los países amigos, Italia y Alemania. Fueron los instantes de las manifestaciones en demanda de Gibraltar y de las campañas de prensa que tomaban a Churchill, símbolo de la resistencia británica, como blanco de todas las iras. Manuel Aznar, que llevaba la voz cantante en la reivindicación gibraltareña, hizo en Semana este despiadado retrato del primer ministro inglés: «Churchill no es para la conciencia de los españoles otra cosa que un rojo, un rojo en la máxima extensión de la palabra con todas las consecuencias para él y para nosotros...»
Chistes, caricaturas —que explotaban la apariencia canina del líder británico— ironizaban a costa del país que se había quedado solo en su resistencia al nazismo. Un dibujo de Irurozqui pintaba una puerta en la que lucían las iniciales «W.C.» y el pie rezaba: «Despacho del premier.» (La Prensa.)
El rosario de noticias, convenientemente dirigidas, daba ya por difunto al Imperio británico, como lo muestran estos titulares: «Ante la próxima capitulación de Inglaterra.»
Una ilustración que presentaba a unos vetustos miembros de la Cámara de los Comunes, encuadrados en la Home Guard, haciendo la instrucción militar con escopetas de caza, merecía este comentario: «Todo un Imperio a punto de perecer con cargo a la cuenta política de unos papanatas.» (Semana.)
Cuando la suerte de Europa pareció depender del resultado de la batalla de Inglaterra, entre las fuerzas aéreas de la RAF y de la Luftwaffe, se ponía el énfasis en epígrafes como éste: «El Aire es del Eje.»
Y cuando un comentarista, analizando la batalla, se arriesgó a hacer un vaticinio, lo hizo en estos aventurados términos: «La Escuadra aérea del Reich —¡más de veinte mil aviones de los que solamente han sido empleados cuatrocientos!— llevará a Inglaterra al hambre y al bloqueo con que el Gobierno de Londres ha tratado de ahogar al continente...» (Informaciones.)
La inquina contra judíos y anglicanos que se profesaba desde nuestro ultramontano catolicismo daba lugar a expresiones como ésta: «150 millones de católicos están agrupados dentro del Eje. El poderoso bloqueo antianglicano reclama el Nuevo Orden europeo...» O como esta otra: «Jorge VI de Inglaterra será Rey de Judea si Gran Bretaña se erige en protectora de los judíos.»
Después, cuando los italianos cometieron la temeridad de invadir Grecia para no perder comba en la rebatiña que estaba en trance de modificar el mapa de Europa, aparecieron los chistes a cuenta de sus fracasos militares en el frente griego. Comentando una de las desbandadas del ejército fascista se decía que la tropa había seguido al pie de la letra la orden de: «¡Patrás y Pireo!»
Otros exhumaban historias de cuando el descalabro italiano en Guadalajara durante la guerra civil y decían que, una vez más, las tropas del Duce habían malinterpretado las órdenes recibidas y que a la voz de mando de «¡A la bayoneta!», habían entendido «¡A la camioneta!».
Ciertamente, lo único que se celebraba, cada quien en su interior, era que resistiendo todas las tentaciones —y las hubo—, España siguiera en una actitud, que si bien no se podía bautizar de neutral, se quedara en «No Beligerante», que era la posición oficial adoptada por nuestro gobierno.
Ejecución de cinco atracadores
«Jaén. En la tarde de hoy han sido ejecutados en esta capital, en cumplimiento de Sentencia de Consejo de Guerra ratificada por el capitán general de la Región, Cipriano Lara Escribano, Camilo Izquierdo Castillo, Antonio Arenas Quesada, Rosendo Castro Torres y Felipe Jaén Zamora. Los tres primeros, peligrosísimos criminales que perpetraron un atraco a mano armada en el coche correo de Jaén a Valdepeñas el pasado día 20 de octubre, en el sitio denominado Fuente Viejos, y los dos últimos como encubridores y cómplices de dichos facinerosos, que se encontraban escondidos en la sierra en plan de absoluto bandidaje.» (Agencia Logos.)